Valera, Juan

Valera, Juan (Cabra, 1824–Madrid, 1905)

Escritor, político y traductor en lengua castellana. Tras varios años en la carrera diplomática, se estableció en Madrid (1858), donde llevó a cabo actividades políticas. Fue diputado y miembro de la Reales Academias Española y de Ciencias Morales y Políticas. Colaboró, desde su juventud, en varios periódicos y revistas, y publicó distintos volúmenes de estudios sobre pensamiento, religión y literatura. Como autor dio varias piezas de teatro, distintos libros de poemas y, sobre todo, cuentos y novelas, entre ellas Pepita Jiménez (1874), El comendador Mendoza (1877), Doña Luz (1879), Juanita la Larga (1895) y Morsamor (1899). Ya en sus años escolares había adquirido soltura en el manejo del francés, el latín, el griego y, posiblemente, el inglés. Sus estancias diplomáticas en Italia, Portugal, Brasil, Rusia, Alemania, Estados Unidos e Imperio austrohúngaro le hicieron familiarizarse con las respectivas lenguas y literaturas de dichos Estados, como queda demostrado por multitud de referencias en sus obras y en su correspondencia.

Entre las traducciones de Valera, están las que consideró de pública utilidad para el aumento del saber o la moral de los españoles contemporáneos y las que le suscitaban un placer estético personal semejante al de sus obras de creación. La traducción que obedece a motivos patrióticos, aparte de dos breves textos –la reseña alemana que había publicado Ferdinand Wolf sobre el libro de Malo de Molina dedicado a Rodrigo el Campeador (en La América de 24 de abril de 1859) o el artículo proespañol en el que el hispanista Fitzmaurice–Kelly tomaba cartas sobre «La cuestión cubana» (Revista Política Ibero–Americana de 15 de enero de 1897)– es la de la obra de Adolf Friedrich von Schack Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia, cuyos tres volúmenes se publicaron entre 1867 y 1871 (M., Rivadeneyra) y conocieron varias reediciones (la más reciente la de M., Hiperión, 1988). La historia de este trabajo está muy bien documentada en la correspondencia: resulta claro que había decidido personalmente la traducción, sin que hubiera mediado ninguna persona o institución. En la traducción discute muchas afirmaciones históricas del autor alemán en extensas notas a pie de página y traslada muchos de los poemas que Schack había vertido del árabe con el peculiar sentido de la apropiación literaria con el que tantas veces justifica la libre versión de la poesía lírica.

Valera practicó la técnica de la adaptación del texto original, y lo mismo se permitió en su traducción de mayor alcance de un texto antiguo, Dafnis y Cloe de Longo. Tras varios años de trabajo, publicó el volumen en 1880 (M., Aribau y Cía), aun cuando el nombre del traductor no apareció hasta la edición de 1900 (M., Fernando Fé). La versión se acompañaba de introducción y notas interesantes para situar en su justo lugar las ideas de Valera sobre la traducción, para la que, en este caso, se sirvió de las versiones y comentos de los helenistas que le habían precedido, singularmente de Amyot y Courier. La crítica posterior ha subrayado las libertades que se tomó el traductor, al tiempo que ha reconocido la elegancia de prosa que supone su versión.

La poesía lírica fue el género literario que más atrajo a Valera para el libre ejercicio de su disfrute personal como traductor. En las distintas ediciones de sus libros poéticos –Ensayos poéticos (1844), Poesías (1858), Canciones, romances y poemas (1886)– incluyó, además de los imprescindibles homenajes a textos clásicos y modernos que le habían servido de inspiración–de Virgilio, Petrarca, Garcilaso, fray Luis, Góngora, Lamartine, Goethe–, textos traducidos de poetas modernos. Teniendo en cuenta las lenguas que Valera leía con soltura y sus gustos literarios puede explicarse claramente cuál era el canon de los poetas y las tendencias líricas que le atraían. Pese a su distanciamiento crítico respecto a la literatura francesa del xix no faltan poemas de Victor Hugo y François Coppée. De su admirada literatura portuguesa, sólo un poema de Almeida Garrett, además de una versión en prosa de una oda a Calderón de Francisco Gomes de Amorin. De la lírica romántica inglesa tradujo fragmentos de Byron y poemas de Thomas Moore, si bien su permanencia en los Estados Unidos le permitió conocer y traducir poemas de James Russell Lowell, John Greenleaf Whittier y Wetmore Story. Pero fueron las tradiciones líricas germana y grecolatina –antigua y moderna– las que más intensamente suscitaron su interés: Goethe, Uhland, Heine, Geibel, Fastenrath entre los escritores de lengua alemana y el príncipe Ipsilanti o el Pervigilium Veneris entre las segundas.

El propio Valera dejaba constancia del tipo de trabajo que se había propuesto en cada ocasión, bien en la organización de sus libros poéticos, bien en los subtítulos designativos que acompañaban a la traducción: «paráfrasis» y «traducciones» son las denominaciones que suele utilizar aunque no resultan infrecuentes los marbetes de «estudio» o «imitación». Traducir a los griegos y latinos fue el gran proyecto intelectual de Valera, para el que quiso contar con la colaboración de Menéndez Pelayo; con todo, a su ambicioso proyecto aportó finalmente escasas muestras. De la poesía griega tradujo tres poemas de la literatura neohelénica: dos textos anónimos y uno del príncipe Ipsilanti, que pudo conocer bien a partir de antologías de poesía griega moderna bien en transmisión oral de sus amigos napolitanos o a través de versiones de poetas europeos. El buen conocedor de los clásicos latinos hace patente su familiaridad con la gran literatura de la Edad de Oro y de las otras épocas; destaca la cuidada traducción del Pervigilium Veneris, texto latino del siglo II que publicó en la Crónica de Ambos Mundos (26 de agosto de 1860). La entusiasta expansión que ofrece la versión de Valera (93 septenarios trocaicos son traducidos en silvas de 163 heptasílabos y endecasílabos) convenía al entusiasmo optimista en el que vivió sumergido en algunas etapas de su vida y que se esforzó siempre en mantener, tal como se refleja en varias obras, y de modo particular en Pepita Jiménez.

Mención aparte merecen las falsas traducciones que Valera presentó como auténticas. Así, en el artículo «Literatura arábiga» (publicado en La Malva de 1859) incluyó un romance pretendidamente traducido del árabe por un orientalista, artículo que no es sino una sátira alusiva a la actitud de las potencias europeas en relación con la España victoriosa en el episodio militar africano de aquel mismo año; idénticas simulaciones se dan en algunos poemas por él editados, como el titulado «Romance de la hermosa Catalina», cuyo origen aclaró Menéndez Pelayo en las anotaciones que puso a la edición de Canciones, romances y poemas de 1885: «En la primera edición tuvo el señor Valera la humorada de llamar a este romance traducción del portugués. Es original, sin embargo, y demuestra la singular aptitud de su autor para asimilarse el gusto y estilo de las poesías más diversas. La presente puede rivalizar con las más ingeniosas falsificaciones de la poesía popular hechas por Garrett o por Durán».

En el amplísimo espectro de temas tratados en sus colaboraciones periodísticas o en sus ensayos de divulgación cultural, Valera no expuso de forma explícita y sistemática su concepción del arte y técnica propios de la traducción, salvo en un escrito de singular interés para el asunto que ahora nos interesa: el capítulo XIV del proyecto de libro Meditaciones utópicas sobre la educación humana (ca. 1902). Pero tanto en cartas particulares como en prólogos y anotaciones de algunas traducciones suyas se extendió sobre el asunto con una amplitud que permite trazar un perfil aproximado de las que fueron sus ideas sobre el arte de la traducción. Resulta claro que él no traducía como medio de ganarse la vida; la necesidad de que fuera conocida en España la producción bibliográfica extranjera que reportara algún beneficio a la cultura del país es un motivo recurrente en las reseñas de libros que firmó desde sus primeras contribuciones periodísticas. Y la reclamación la formuló tanto para monografías o estudios literarios como para trabajos históricos y filosóficos o para la edición castellana de monumentos clásicos sobre los que echaba de menos buenas versiones actualizadas. Tal actitud queda patente en su reseña de la traducción del Manfred de Byron realizada por su pariente José Alcalá Galiano, y más tarde, al valorar la traducción de la Eneida por Luis Herrera, a quien él mismo había animado. Patriotismo, en fin, es la justificación que ofrece para explicar por qué ha traducido él mismo trabajos de autores extranjeros que rompían lanzas a favor de las glorias españolas. Siendo absolutamente partidario de la comunicación cultural entre gentes y, siendo también –tanto por gusto como por profesión– viajero impenitente, era consciente de las dificultades de acercamiento a los idiomas extranjeros, por una simple razón de educación, por lo que la apropiación de la cultura moderna para la mayoría de los hablantes debía pasar, a su juicio, por la traducción.

En cuanto al modo de traducir ofrece abundantes consideraciones: si le parece exigencia indeclinable la fidelidad al contenido del texto traducido, no menos imprescriptible le parece el ajuste y equivalencia entre el texto original y su nueva versión. Muchos pasajes de sus escritos podrían aducirse a este propósito, entre ellos la conclusión de su prólogo a la traducción del Fausto que había hecho Guillermo English en 1878: «En una traducción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras partes de las bellezas que estriban y se sostienen en la energía y tersura de la expresión del original. Contentémonos, pues, con que en nuestra fiel traducción persista toda aquella belleza íntima que reside en el fondo y no en la forma, y que el lector atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y espléndida estructura, el metro resonante y el hechizo de la rima hayan desaparecido». Licencias de estas características se había tomado él mismo en sus traducciones de algunos textos poéticos. Los beneficiosos efectos culturales para los españoles y la satisfacción del gusto artístico subjetivo son las dos razones que explican las versiones de textos escritos en lenguas que Valera ignoraba y para las que empleaba como cauce lingüístico intermediario –contra la tendencia generalizada al empleo del francés para estos menesteres– las lenguas alemana e inglesa.

 

Bibliografía

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Leonardo ROMERO TOBAR

[Actualización por Francisco LAFARGA]