Quevedo, Francisco de

Quevedo, Francisco de (Madrid, 1580–Villanueva de los Infantes, 1645)

Escritor y traductor en lengua castellana. Tras pasar por las aulas del Colegio Imperial de Madrid, en 1596 inició estudios de artes en la Universidad de Alcalá; luego de obtener los grados de bachiller y licenciado (1600), pasó a estudiar teología en la misma universidad. Prosiguió sus estudios, al parecer, en Valladolid, ciudad a la que se había trasladado la corte. En este período comenzó a hacerse un nombre en el mundo de las letras. Algunos poemas suyos aparecieron recogidos en las Flores de poetas ilustres de Pedro de Espinosa. En 1606 volvió a Madrid, donde probablemente recibió órdenes menores y se integró en la vida literaria de la corte. En 1613 viajó a Palermo para ponerse al servicio del duque de Osuna, virrey de Sicilia entre los años 1610 y 1616. En ese tiempo se desplazó a Niza, Génova y Madrid, siguiendo instrucciones de su protector. Debido al declive político del duque de Osuna, regresó a España de manera definitiva (1618). En 1644 se retiró, con la salud ya muy deteriorada, a Torre de Juan Abad, villa manchega de la que había sido nombrado señor en 1621. Preparó en este tiempo la edición de su poesía, que apareció editada póstumamente por González de Salas en 1648.

Autor de una obra ingente que abarca gran variedad de géneros, en Quevedo se da con claridad el caso del poeta que incorpora contenidos y temas de autores clásicos a su obra, realiza paráfrasis, traduce de distintas lenguas y se dedica a editar a otros poetas como fray Luis de León; lo que dificulta, por otra parte, la labor de delimitar su empeño como traductor. Pero que su obra poética o en prosa ocupe un lugar relevante en la historia literaria no ha librado a su autor, al tratar de sus traducciones, de dudas y menosprecio por parte de la crítica. Por un lado, se ha puesto en tela de juicio su conocimiento de las lenguas clásicas; por otro, se revisan todavía con minuciosidad sus traducciones, a fin de determinar su grado de originalidad, su parte de reelaboración o los textos de los que se sirvió para realizarlas. Pellicer y Saforcada no lo incluye en su nómina de traductores españoles y Menéndez Pelayo dedica casi treinta páginas al catálogo de las traducciones, imitaciones y paráfrasis de Quevedo. A partir de dicho catálogo viene repitiéndose el esquema que señala dos distinciones elementales a la hora de tratar de la traducción quevediana: en primer lugar, se agrupan las obras según las lenguas de partida (hebreo, griego, latín, italiano y francés); y, en segundo, se establecen divisorias claras entre paráfrasis e imitaciones, de una parte, y traducciones propiamente dichas, de otra.

Siguiendo este planteamiento, cabe decir que del hebreo hizo una paráfrasis del Cántico de los Cánticos, titulada Lágrimas de Jeremías castellanas, así como algunas traducciones e imitaciones de Salmos incluidas en la obra anterior y los dos primeros capítulos del Libro de Job. Del griego, Epicteto y Focílides en español con consonantes (Madrid, 1635), el Anacreón castellano y la Primera parte de la vida de Marco Bruto de Plutarco (Madrid, 1644). Cabe añadir que la versión de Focílides ha sido recuperada recientemente como anexo a una nueva traducción de las Sentencias del autor griego por Miguel Herrero de Jáuregui (M., Abada, 2018).

Del latín proceden dos poemas de Catulo intercalados en el Anacreón, las Suasorias Sexta y Séptima de Séneca el Rétor (al final del Marco Bruto), Noventa epístolas de Lucio Aneo Séneca, la Epístola XXII del libro VIII de Plinio, De los remedios de cualquier fortuna, atribuida a Séneca (Madrid, 1638), varias imitaciones de Juvenal, Tácito, Marcial, Petronio y otros, y el Traslado de una carta de Urbano VIII, dando cuenta al rey de España de su ascención al pontificado. Del italiano tradujo El Rómulo de Virgilio Malvezzi (Pamplona, 1632), y del francés, la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales (Madrid, 1634). La lista podría completarse con la traducción en redondillas de algunos cantos de Ausiàs March, copiada en los márgenes de un ejemplar de la primera versión castellana de este autor, obra de Baltasar de Romaní, y que podría haber servido de ayuda a Quevedo a la hora de componer sus versiones, aunque la atribución no es segura.

El valor de las traducciones de Quevedo ha sido puesto en tela de juicio por distintos críticos, que han dudado de que se trate de verdaderas traducciones, pues resultan más cercanas de la paráfrasis y de la recreación libre. En particular en el caso de Marcial las amplificaciones, cambios y glosas que el traductor introduce en sus versiones son numerosas. Respecto al Anacreón castellano, terminado hacia 1609, la literalidad de la traducción ya fue cuestionada en el siglo XVIII. El procedimiento en este caso consistió en la utilización de versiones intermedias, probablemente latinas, para el texto, en el recurso a los Historiae poetarum tam Graecorum quam Latinorum dialogi decem (1545) de Lilio Gregorio Giraldo, para la «Vida de Anacreonte» que antecede a la traducción, y las observaciones de Henri Estienne sobre las odas en su traducción latina (1554) para los comentarios.

Esta manera de afrontar el desafío de la traducción abunda en la tesis acerca de las dificultades que tenía con la lengua griega, aunque también nos presenta una forma habitual de composición de las obras en el siglo XVII. Las traducciones de Focílides y Epicteto, aunque impresas conjuntamente en 1635, pertenecen, con casi toda seguridad, a dos períodos de realización distintos: la del primero se remontaría a 1610, mientras que la de Epicteto correspondería a los años 1633–1635, etapa que coincide con su interés por el neoestoicismo. El propio Quevedo, en una nota que antepuso a su versión de la obra de Epicteto, señala que utilizó el original griego, así como las versiones latina, francesa, italiana, sin olvidar las dos traducciones castellanas, la de Francisco Sánchez de las Brozas y la de Gonzalo Correas. Y añade que utilizó el verso consonante para lograr un texto agradable y armónico. Sin embargo, Menéndez Pelayo considera que el estilo es desaliñado y en ocasiones una verdadera prosa rimada.

 

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Miguel Ángel Henríquez
[Actualización por Francisco Lafarga]