Díez–Canedo, Enrique

Díez–Canedo, Enrique (Badajoz, 1879–México, 1944)

Crítico literario y traductor en lengua castellana. Aunque se licenció en Derecho, su pasión fue la literatura, sobre todo la poesía, y la crítica, principalmente de teatro. Bien relacionado en los círculos intelectuales de la República, contó con amigos como Manuel Azaña, lo que explica que jugara un papel importantísimo en la España de entonces en variados aspectos, como difusor, en misión diplomática, de la literatura y el arte español en Hispanoamérica y como periodista literario y crítico en los principales periódicos y revistas del momento, El Sol, España, etc. Con motivo de la Guerra Civil española se exilió a México y allí reprodujo, con las mismas pautas e intereses, las aficiones, los gustos y la actividad profesional: su firma apareció en numerosos periódicos y revistas (El Excelsior, El Nacional, Romance) y sus clases tuvieron lugar en El Colegio de México. Díez–Canedo fue un hombre de letras fundamental en la primera mitad del siglo XX y sus obras, las que escribió a una y otra orilla del océano, son imprescindibles para las nuevas relaciones entre España y América.

Su labor como traductor es inmensa. Se inició con la publicación de algunas antologías claves en la evolución del gusto poético español: Pequeña antología de poetas portugueses (París, Excelsior, s. a.), Imágenes (París, P. Ollendorff, s. a.), Del cercado ajeno (M., Pérez Villavicencio, 1907) y la célebre La poesía francesa moderna (M., Renacimiento, 1913), en colaboración con Fernando Fortún. En el exilio realizó una nueva edición bajo el título de La poesía francesa del romanticismo al superrealismo (Buenos Aires, Losada, 1945). En su trabajo como traductor de poesía son notables sus versiones de algunos simbolistas menores, entre los que destacan Francis Jammes (Manzana de anís, B., E. Domenech, 1909; Del toque del alba al toque de oración, M., Calpe, 1920) y Paul Fort (volumen con el mismo título, B., Cervantes, s. a.), ejemplos ambos de un modo de entender lo lírico que tiene en Juan Ramón Jiménez el máximo referente español. También tradujo los Poemas en prosa de Baudelaire (Calpe, 1920) y dos tomos de las Obras completas de P. Verlaine que publicó Mundo Latino: Cordura en 1922 y La buena canción en 1924. También es autor de una versión de Hojas de hierba de W. Whitman (Calpe, 1924). Entre su obra como traductor se encuentran asimismo trabajos relacionados con la historia del arte: varios tomos de la Historia general del arte publicada por la editorial Bailly–Ballière (Madrid, 1909–1920). En su línea de combinar la antología y la traducción también es necesario recordar las Páginas escogidas de Montaigne (M., Calleja, 1917) o de H. Heine (Calleja, 1918). Entre las novelas que Díez–Canedo vertió al castellano destacan: Fermina Márquez de V. Larbaud (Calpe, 1921); La puerta estrecha de André Gide (M., Vicente Rico, 1922); Laboremus de B. M. Bjørnson (M., Biblioteca Nueva, s. a.); Servidumbre de amor (M., Suc. de Rivadeneyra, 1923) y Dingley, el ilustre escritor (M., Juan Pueyo, 1924), ambas de Jérôme Tharaud. En una etapa posterior se acercó, seguramente por motivos de política editorial, a otros ámbitos culturales, traduciendo obras como Mijail. Mocedades de Adrian Zograffi del rumano Panait Istrati (M, Cénit, 1930) o La madre del ruso S. Orlov (B., Nuestro Pueblo, 1938). En época reciente, la editorial Biblok (Barcelona) ha recuperado las versiones de Montaigne y Baudelaire en los volúmenes Montaigne: páginas escogidas del primer ensayista (2018) y Las flores del mal y los diarios íntimos de El spleen en París (2017), en este caso junto con la traducción de Les fleurs du mal de Eduardo Marquina.

En un artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires en 1929, «La traducción como arte y como práctica», comentó una serie de temas de interés sobre la traducción: la necesidad de realizar un catálogo acerca de qué autores representativos de una literatura están traducidos a otra y cuáles no, las cuestiones de estética, el debate sobre la posibilidad o no de la traducción, el del método, o el de la elección de libros y traductores; a continuación, se respondió a las preguntas anteriores: la afirmación de la posibilidad de la traducción, pero la imposibilidad de trasladar a otra lengua el sonido y el valor de las palabras elegidas, el de los giros dialectales, etc. Y la constatación de que, en líneas generales, no existe una verdadera selección ni de libros ni de traductores en España. En el diario El Sol (1925), con el título de «Traductores españoles de poesía extranjera», había tratado ya la posibilidad de traducir la poesía, las ventajas e inconvenientes de la transcripción y de la recreación poética, así como de la versión en prosa. En fin, una serie de problemas complejos que él intenta resolver y ejemplificar con la cita de casos, autores y traductores concretos que ejercían en su época. Respecto a Díez–Canedo, la crítica y los estudiosos comentan, casi con unanimidad, que fue un excelente traductor en las principales lenguas de cultura, que sus versiones destacan por el equilibrio entre fidelidad y recreación de los textos que traduce y aducen como posible justificación el hecho de que fuera un gran crítico literario, un buen poeta, un hombre ponderado y un profesor de idiomas.

 

Bibliografía

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José María Fernández Gutiérrez

[Actualización por Francisco Lafarga]