Clarín 1887

Clarín, Leopoldo Alas: «Las traducciones»

L Alas Clarín, Nueva campaña (1885–1886), Madrid, Fernando Fe, 1887, 247–253.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 297–300.

 

Burlábase D. Quijote, con la discreta ironía que él sabía manejar como nadie, del pobre traductor de Le bagatele, y entre otras cosas le decía:

– Yo apostaré una buena apuesta que a donde diga en toscano piace, dice vuestra merced en el castellano place, y a donde diga più, dice más, y el su declara con arriba y el giù con abajo.

– Sí declaro, por cierto –dijo el autor–, porque esas son sus propias correspondencias.

– Osaré yo jurar –dijo D. Quijote– que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son [248] llenas de hilos que las escurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel.

Esta sentencia de Cervantes, que copio con tal extensión, puede aplicarse a los traductores que por aquí se usan, con algunas excepciones, como también de ella exceptuaba don Quijote a Cristóbal de Figueroa y a Juan de Jáuregui, traductor el primero del Pastor Fido y el otro del Aminta. Es certísimo que traducir como generalmente se hace del francés, del italiano o del inglés, no arguye ingenio ni otro mérito que el de aplicar tiempo a un modo de ganar el pan, no siempre honrado.

La diferencia que Cervantes establecía entre las lenguas griega y latina y las vulgares, estaba fundada en razones sólidas; pues siendo aquellas de las llamadas muertas y de construcción sintética, ofrecen por uno y otro respecto mayor dificultad que todas las modernas de los países cultos, que son analíticas y se pueden aprender de quien las habla.

Si Cervantes extiende a otras lenguas antiguas el privilegio de la dificultad y del mérito consiguiente, es porque en su tiempo el Renacimiento no abarcaba la civilización oriental, y no se hablaba entonces de sánscrito por estas tierras, ni de las literaturas de Oriente.

Atendiendo bien a las palabras que he copiado, se [249] ve que Cervantes de quien se burla es de los malos traductores, y el haber establecido aquella distinción a favor de Figueroa y de Jáuregui, lo prueba. Del traductor de Aminta había dicho ya Alonso de Acevedo:

Más vino de la Bética ribera

un joven de gallardo genio y brío;

y Aminta por el docto sevillano

dejó su patria y amistad primera,

y ya en el Betis, en estilo hispano,

canta olvidado de su lengua y río.

Cuando se pueda decir esto de un traductor justamente, es claro que siempre habrá que exceptuar al que lo merezca de esa nota despectiva que Cervantes arroja sobre los traductores de oficio.

En el traducir es condición esencial, pero mérito secundario, el conocer la lengua que se traduce. Si se trata de traducción propiamente literaria y de obra que lo sea también las demás cualidades que se exigen son de índole mucho más excelente y rara que el conocer un idioma, ventaja que puede poseer un hombre vulgar medianamente aplicado. Para traducir literatura hay que ser literato; para traducir obras donde el buen gusto tiene que penetrar la ideal del arte del autor, se necesita un artista de buen gusto también y hábil para hacer en el propio idioma los primores que el original hizo en el suyo; y si de menos necesita la invención (y aun esta en cierta parte también es suya) tiene el nuevo [250] trabajo de sujetarse a pensamiento ajeno y de buscar equivalencias en efectos de lenguaje que no siempre parecen fácilmente, y a veces no quieren parecer.

Por esto estaba tan orgulloso Chateaubriand de su traducción de Milton, teniéndola por superior en mérito a muchas de sus obras originales famosas.

A estas alturas, es claro que la facilidad de la lengua de que se traduce, o su dificultad, es circunstancia secundaria. Si se admira a tal traductor de Horacio y se menosprecia a otro, no será porque sólo aquel supiera latín, sino por condiciones de hablista y de artista que él unía y el otro no, aun suponiéndolos a los dos buenos gramáticos.

Cuando un buen ingenio se enamora de otro que escribió en lengua extraña, viva o muerta, antigua o moderna, sabia o vulgar, y quiere comunicar su entusiasmo a los suyos, trasladando hasta donde es posible la obra de arte concebida por otro hombre y nacida en otro idioma al propio modo de sentir, entender y hablar, entonces es cuando se puede decir que hay una traducción verdadera, es decir, aproximadamente justa.

Hacen reír esos traductores vulgares, los que saben que giù es debajo y su arriba, cuando en sus prólogos y advertencias nos vienen diciendo que lo han sacrificado todo a la exactitud.

Sí; cierto es que todo lo han sacrificado, y sobre todo la lengua patria; pero no a la exactitud. Ni es verdad que se pueda traducir palabra por palabra de una lengua [251] a otra, si se han de conservar los fueros de cada una, y aun tampoco siempre, aun sacrificando aquella a que se traduce, ni se puede llamar exactitud a esa equivalencia léxica, fría y seca que es a lo más que puede llegar, al traducir a un artista de la palabra, el que no sea.

Pues no se diga nada de los atrevidos caballeros que nos advierten, para prepararnos a sus temeridades, que la letra mata y el espíritu vivifica, y que ellos van a traducir, no la letra, no la vana forma, sino el espíritu de Dante, o de Shakespeare, o el Espíritu Santo en persona, si se le pone por delante.

¡Traducir! Empresa que de puro fácil es despreciable, como Cervantes decía, cuando se trata de los que entienden que para tal empeño les basta conocer ambos idiomas. ¡Traducir bien! Empresa muy ardua y que exige, a más de facultades rarísimas, virtudes no menos raras, como la modestia, la resignación y la fe: que se necesita fe especial para consagrar grandes esfuerzos a un propósito cuyo resultado nunca puede pasar de mediano.

Porque no se olvide que, aun supuestas las condiciones más excelentes en el traductor, ni la gloria es nunca grande, ni ha de dejar de cumplirse lo que Cervantes dice: que el tapiz ha de verse por el revés. Es esto ley de la naturaleza de las obras literarias y de la índole de las lenguas. Supongámonos un genio traduciendo a otro genio de parecido carácter; pues en la [252] traducción siempre habrá menos belleza para uno y para otro; el genio que traduce no está todo él en su traducción, es claro; y el genio traducido… no puede estar tampoco.

Y ahora, lector amigo, demos un salto de estas alturas hipotéticas a la realidad corriente, a saber: los traductores que todo lo traducen del francés, y que ni son artistas ni saben francés siquiera, ni siquiera castellano.

Sí, esto es lo usual. Aquí los literatos desdeñan el trabajo ímprobo que no desdeñó un Gallego, ni desdeñó un Valera, ni desdeñaron los Schlegel, ni Goethe mismo. Cuando en un país hay un renacimiento literario, uno de sus síntomas principales es un gran trabajo de asimilación, mediante el estudio que hacen los más insignes escritores nacionales de los libros extranjeros, pasando a los propios los dechados de arte que nacieron fuera de la patria. Ahora lo entendemos de otro modo en España. ¿Quién traduce las obras de los literatos contemporáneos ingleses, alemanes, rusos e italianos? Nadie. ¿Y las de esos novelistas franceses que tanto llaman la atención en todas partes? Esas las traducen… los que necesitan para ello un diccionario de bolsillo.

Y la prensa, por halagar a las empresas y vender sus productos, elogia sin medida las tales traducciones, y hasta juzga del original por ellas.

¿Qué más? Hasta críticos serios y muy encopetados han hablado entre nosotros de Zola, de Daudet, etc., [253] por las traducciones que corren por ahí en manos del vulgo.

¡Zola traducido por… tente, pluma!

¡Un estilista en manos de un mozo de cordel literario!

Hay que insistir en esto.

Pues ¿y las traducciones de los clásicos?

¿Y las traducciones de los poetas, hechas en verso castellano? ¡Soberbio asunto para ser visto con detenimiento!