Aradra

La traducción de textos sobre retórica y poética en el siglo XVIII

Rosa M.ª Aradra Sánchez (UNED, Madrid)

 

Introducción

La retórica y la poética son las dos disciplinas fundamentales en las que se asienta el pensamiento sobre la literatura durante el siglo XVIII. La fortaleza de sus orígenes clásicos determinó un desarrollo posterior basado en sus primeras formulaciones griegas y latinas, y sobre ellas se construyó la reflexión literaria occidental en torno a la oratoria, la elocuencia, la poesía y todos los géneros en prosa y verso hasta finales del XVIII y principios del XIX. Pensar la literatura de este periodo hace necesario, por tanto, partir de ellas, pero también de las inevitables implicaciones que sus trasvases lingüísticos posteriores tienen en su configuración y desarrollo.

El pensamiento literario del Setecientos nos presenta un panorama especialmente marcado por influencias, débitos y reescrituras de la más diversa índole, que se mueven en la dilatada horquilla temporal que va de la clasicidad grecolatina a los más recientes avances en otras lenguas modernas. Es cierto que el siglo XVIII es una época de consolidación de modelos e ideales clásicos, pero también de apertura hacia el saber contemporáneo; de sólido arraigo del latín en la enseñanza, pero de creciente y definitivo cultivo del castellano como lengua de conocimiento; de beligerante reivindicación de los méritos nacionales, pero de extraordinaria atención a los avances foráneos. Junto a semejante confluencia de intereses, la estética de la imitación imperante, que tanta relación guarda con un particular concepto de la traducción, empieza a resquebrajarse con el progresivo aprecio de la originalidad en los últimos estadios del XVIII. Todo esto repercute no solo en la actividad traductora como tal y en su conceptualización, sino en su propia función cultural, pedagógica e institucional a la hora de trazar las líneas de esta producción teórica. Por otra parte, aunque retórica y poética se presentan como ámbitos de conocimiento específicos, con formulaciones y desarrollos diferenciados, su preocupación por lo literario justifica una atención conjunta en este punto.

 

La traducción como ejercicio y el ejercicio de la traducción

La estrecha vinculación que guarda la traducción con la retórica dieciochesca no es algo novedoso. Desde la Antigüedad la traducción se convirtió en una de las principales formas de ejercitación oratoria junto con la escritura de paráfrasis de modelos literarios. Traducir reforzaba el aprendizaje de la propia lengua al obligar a seleccionar las mejores expresiones, y reforzaba un aprendizaje basado en la imitación y en el ejercicio continuado, como confirma la actividad traductora de retóricos latinos de la talla de Cicerón con respecto a los modelos griegos (Chico Rico 2002).1 Estas conexiones entre retórica, traducción e interpretación se van a reforzar en épocas posteriores. Juan Luis Vives hablará, por ejemplo, de la interpretatio, la paráfrasis y la aemulatio como distintos modos de traducir, tal y como sucede en el siglo que nos ocupa.

En el XVIII traducir continuó siendo uno de los ejercicios fundamentales de la formación humanista. Los programas educativos y los numerosos certámenes oratorios que se venían celebrando en la época, sobre todo en la segunda mitad del siglo, muestran que esta labor no solo estaba orientada al aprendizaje de lenguas.2 Escolapios y jesuitas promovieron certámenes públicos sobre latinidad, elocuencia, poesía, historia, doctrina cristiana, etc., en los que los alumnos más aventajados respondían a las preguntas de maestros y concurrentes, y exponían en público sus habilidades en improvisación compositiva.

La retórica antigua ya había recurrido a este tipo de entrenamientos desde los progymnasmata de Teón, Hermógenes y Aftonio en los primeros siglos de nuestra era. Estos pequeños ejercicios preliminares de carácter compositivo (fábula, relato, chría, sentencia, refutación, confirmación, lugar común, encomio, vituperio, comparación, etopeya, descripción, tesis y propuesta de ley) se incorporaron enseguida a la enseñanza y fueron secundados por la tradición retórica posterior en diferente grado. De hecho, las retóricas del XVIII y los certámenes oratorios en particular, continuarán describiéndolos y promoviéndolos en diversa medida, con el añadido también de la traducción, que no figuraba originariamente entre ellos.

Así, en el contexto educativo de la España del siglo XVIII, con el paulatino reforzamiento del castellano en la enseñanza en la segunda mitad de la centuria, es cuando parecen cobrar más relieve estos ejercicios de traducción. Tanto en materia de retórica como de poética, la traducción (de latín a castellano y de castellano a latín) era un ejercicio obligado, junto con el estudio de los preceptos y la versión de los poetas clásicos (Aradra 1999). Así se planteó, por ejemplo, en el Certamen literario. Triumpho rhetorico, y poético (Zaragoza, Francisco Moreno, 1763), en el que participaron discípulos de las Escuelas Pías de Daroca dirigidos por Cayetano de Santo Domingo de Silos. Los alumnos tenían que demostrar sus progresos en poesía y en prosa. Debían hacer traducciones de Ovidio, Virgilio, Horacio o Marcial, analizar cuestiones gramaticales, el artificio retórico, la erudición, etc., además de componer en verso poemas de distinto género (heroicos, elegiacos, epigramas, odas), practicar algunos progimnasmas (laus, vituperatio, chria, descriptio), epístolas familiares o amplificaciones por medio de figuras o lugares retóricos.

Otro tanto vemos en el Certamen público de Poética y Retórica (Madrid, Joaquín Ibarra, 1776), que tuvo lugar en el Real Seminario de Nobles de Madrid bajo la dirección de Manuel Blanco Valbuena. Este señala que sus alumnos, aunque habían estudiado a Horacio, Terencio, Virgilio y Ovidio, eran capaces de traducir a cualquiera de los poetas clásicos y que traducirían además a Salustio, Tito Livio, Cicerón o Plinio, que tenían que explicar atendiendo sobre todo a los aspectos elocutivos. La traducción sustituía la composición original si los estudiantes no destacaban por sus habilidades inventivas:

En quanto á la composicion, así por la mas cómoda distribucion del exâmen, como porque la variedad, yá que no los aciertos, divierta la atención del concurso, y tambien porque no todos los genios de los Caballeros se acomodan á inventar de suyo para escribir, traducirán unos de castellano en latin alguno de los razonamientos de las Historias de Mariana, y Solís, y otros compondrán al asunto que se les dé algunas de las composiciones menores, como una alabanza, una invectiva, una exhortacion, una chria, un lugar común, &c porque para hacer una Oracion tal vez no alacanzará el tiempo; sin embargo, si para muestra quisiese alguno de los concurrentes dar asunto para una Oración, los Caballeros __ y __ compondrán lo que se les mande en tiempo moderado. (p.  V)

En los abundantes ejemplos que encontramos de este tipo de prácticas (Aradra 1997) podemos apreciar las ventajas de la actividad comparativa entre las lenguas manejadas, pero también la estrecha conexión que se produce entre traducción y retórica y poética, mediatizada muchas veces por la rentabilidad que podían tener las obras para la traducción y para la ejercitación compositiva o el aprendizaje de preceptos poético–retóricos. Esto lo vemos en los Exercicios de traducción, y rudimentos de Retórica y Poética (Madrid, Pedro Marín, 1777), que ofrecen al público los colegiales de las Escuelas Pías de Lavapiés dirigidos por el P. Joaquín Ibáñez de Jesús. En este caso los alumnos tenían que traducir en cuartetas de romance elegías de Ovidio, elegías y églogas de Virgilio y la Poética de Horacio. Esta última debían explicarla, además de traducirla. En cuanto a la prosa, el texto fuente era la Oración sobre la Ley Manilia de Cicerón, que comprendía muy bien todas las partes de la oración retórica (pp. 3–4).

De esta manera, la traducción, y los ejercicios retóricos a ella asociados, llevaba aparejado un conocimiento detallado de los autores y una selección intencionada de los mismos en virtud de su disponibilidad, rentabilidad docente, moralidad, etc. Los casos de Horacio y de Cicerón estaban, además, directamente vinculados a la teoría poética y retórica imperantes. La idea era aprovechar los textos para señalar en ellos los preceptos estudiados, a los que se podían sumar otros conocimientos de historias fabulosas, ritos de los romanos, etc.

Por otra parte, las actividades descritas en estas funciones, que tan bien ilustran sobre la metodología pedagógica de la época, incluían también traducciones inversas del castellano al latín. En los Ejercicios literarios que dirige el escolapio Bartolomé de San Jorge en Albarracín (Valencia, Benito Monfort, 1778) se proponía la versión del castellano al latín de fray Luis de Granada, Solís, Mendoza, y otros, y del latín al castellano de fragmentos de Cornelio Nepote, Salustio y Cicerón.

La orientación didáctica de la mayor parte de la producción retórico–poética, vinculada a programas formativos en los que el latín ocupaba un lugar central en la formación de los estudiantes, favoreció esta expansión de la actividad traductora, retórica y poética, que tanto contribuía a poner de relieve el valor de los autores y de los textos seleccionados. Las noticias que nos han llegado de este tipo de certámenes a través de sus programas nos proporcionan interesantes datos sobre la formación que se impartía en los centros de enseñanza, sobre las materias, géneros y autores que manejaban, y sobre sus métodos. A la misma vez, esta difusión reforzaba también los métodos didácticos de sus maestros.

Pero más allá de sus implicaciones retórico–poéticas y del destacado papel que desempeñó la traducción en las etapas formativas de los jóvenes, la práctica traductora fue recurso habitual de los hombres de letras del XVIII. La conocida expansión de la actividad traductora en el siglo XVIII (Lafarga 1999) estuvo copada en gran medida por obras literarias contemporáneas, con las que se pretendía satisfacer las demandas de un público lector creciente, ávido de novedades.3 La paralela expansión de la prensa periódica, que sirvió de inmediato vehículo difusor de muchas de estas traducciones, fue determinante en la progresiva profesionalización del hombre de letras, convirtiéndose en uno de los motores más destacados de la evolución del pensamiento literario de la época. Fueron muchos los autores (tratadistas, docentes, intelectuales, eruditos) que reflexionaron de formas muy distintas sobre la traducción desde la aventajada posición de su propia labor, pero no fueron menos quienes se acercaron a la preceptiva literaria desde la escritura ajena, traduciendo directamente o haciéndola suya en distinto grado.

Con respecto al ejercicio teórico que comporta cualquier reflexión sobre lo literario (desde la poética, la retórica, la oratoria o cualquier otro ámbito próximo), el de la traducción podemos decir que se convierte en algo connatural al talante erudito de sus protagonistas, conocedores privilegiados de lenguas clásicas y modernas.4 La nómina sería interminable: Luzán, Mayans y Siscar, el P. Isla, A. de Capmany, T. de Iriarte, Clavijo y Fajardo, F. Enciso Castrillón, P. Estala, L. Fernández de Moratín, Sempere y Guarinos, J. L. Munárriz, García de Arrieta, J. Marchena, Mor de Fuentes, Pellicer y Saforcada, Ranz Romanillos y un largo etcétera, se ejercitarán también en la traducción con intereses variados. Su sólida formación humanista, sus estancias en los países vecinos, sus frecuentes viajes y contactos con la intelectualidad europea de la época, especialmente de Italia, Francia, Portugal, Inglaterra o Alemania, favoreció que todos ellos ejercieran de traductores de textos literarios, teóricos y papeles de diverso tipo. Además del generalizado conocimiento de las lenguas clásicas, sobre todo del latín y en menor medida del griego, su manejo del francés y del italiano les permitía acceder directamente a textos que llegaban de los países vecinos o a los que podían acceder en sus viajes. El dominio del inglés y del alemán fue más tardío y puntual, lo que justifica la frecuencia con que se accedió a estas fuentes a través de traducciones al francés o al italiano.

Ignacio de Luzán, por ejemplo, formado en su juventud en Italia, adquirió gran conocimiento del italiano, del francés y del latín, al que se sumaría después el griego, más el alemán, el inglés, el catalán de su infancia, y el portugués (Béjar Hurtado 1991: 41). Tamaña curiosidad lingüística queda manifiesta en la abundancia de títulos traducidos que recogen sus biógrafos, entre los que destacamos su traducción del griego de los Avisos de Isócrates a Demónico, con el que acompañó el manuscrito de su Retórica de las conversaciones, publicado en 1991 (Madrid, Gredos), antes de que Antonio Ranz Romanillos hiciera la primera traducción completa (Madrid, Imprenta Real, 1789). También tradujo del francés el drama lacrimoso La razón contra la moda de Nivelle de La Chaussée (1751).

El gran pilar de la retórica dieciochesca, Gregorio Mayans y Siscar, ejerció también una importante labor traductora y editora de obras de los Siglos de Oro escritas en latín, contribuyendo a la difusión de traducciones renacentistas como las que hizo Simón Abril de Cicerón, y otras muchas. J. L. Vives, A. de Nebrija y G. J. Vossio fueron autores muy manejados por Mayans y presentes en su obra, aunque no siempre de manera explícita. La retórica de Vossio, por ejemplo, la había traducido en 1734, y de ella extrae sin mención expresa –aparte de la declaración inicial de fuentes–, fragmentos literales que utiliza en la explicación de tropos y figuras de su Rhetorica (Madrid, Herederos de Gerónimo Conejos, 1757, 2 vols.). Tres décadas más tarde, en 1781, Cerdá y Rico traducirá las Rhetorices contractae de Vossio (Madrid, Antonio de Sancha).

Este conocimiento directo de los textos traducidos favorecerá la apropiación de ideas o su empleo en la producción propia, como veremos después. Los casos de Luzán y de Mayans, a los que podríamos sumar otros muchos, ilustran muy bien en qué medida la traducción se integra en la actividad teórico–literaria de los hombres de letras de la época. En un contexto en el que el latín ha perdido un peso considerable en la producción teórica en beneficio de las lenguas modernas, un estudio serio de la recepción de las fuentes clásicas y modernas y del papel de las mismas en la producción teórica, sobre todo en la segunda mitad del XVIII, debe necesariamente considerar este tipo de traducciones.

 

Clásicos traducidos: convivencia y recuperación de la teoría clásica

En la España del siglo XVIII el pensamiento sobre la literatura en las retóricas y poéticas se erige desde los principios clasicistas de la imitación, tanto de fuentes grecolatinas como de los Siglos de Oro, muchas de las cuales se empiezan a divulgar a partir de nuevas ediciones y traducciones.

Aparte de los certámenes y ejercicios escolares mencionados, que constituían una aproximación necesariamente selectiva y parcial de los autores, los grandes referentes teóricos clásicos (Aristóteles, Cicerón, Horacio, Quintiliano) fueron manejados sobre todo en latín o en traducciones principalmente francesas, y no será hasta el siglo XIX cuando encontremos las primeras traducciones completas al castellano de algunos de ellos.

Las obras retóricas de Cicerón, por ejemplo, el gran referente de la teoría de la elocución en prosa, no tuvieron todavía en el XVIII una traducción completa al castellano (Aradra 2011 y 2011–2012), al contrario de lo que ocurrió con su producción epistolar y oratoria, a la que se tuvo fácil acceso en traducciones francesas y versiones al castellano de ediciones españolas de los siglos precedentes. El conocimiento de su producción retórica, más allá de la traducción de una parte del De Inventione que hizo Alonso de Cartagena en el siglo XV, o de la traducción perdida que realizara Enrique de Villena de una Retórica a Herennio atribuida a Cicerón, se llevó a cabo directamente a través del latín o de otras lenguas modernas. De hecho, la importante edición que Juan Antonio Melón hace de su Opera omnia a finales del XVIII es en latín (Madrid, Imprenta Real, 1797, 14 vols.), fruto del encargo gubernamental que recibiera en 1787 para la creación de una colección de clásicos latinos en España en la línea de lo que estaba sucediendo en otros países europeos (Aradra 2011–2012). Sin embargo, y como es fácilmente constatable, esto no fue óbice para que Cicerón se convirtiera en el gran modelo de la retórica ilustrada y la autoridad más citada de este tipo de tratados (Aradra 2000).

La otra gran figura de la retórica latina, Quintiliano, también fue tardíamente traducido al castellano y de manera parcial. Los libros de su Institutio oratoria de aplicación más marcadamente docente fueron los que primero se tradujeron al castellano. Se ocupó de ello Juan Antonio González de Valdés en el volumen titulado Pensamientos originales de M. Fabio Quintiliano, traducidos del latín en castellano para instruir en sus respectivas obligaciones a los padres, maestros, y discípulos de primeras letras, gramática y retórica (Madrid, B. Cano, 1797). Nos encontramos ante otro lamentable olvido, como reconoce el mismo traductor en las páginas iniciales del libro, dedicadas a la «Vida de M. Fabio Quintiliano, sus obras, ediciones, juicio y sentimientos del traductor»:

En el espacio de 381 años que han corrido despues del descubrimiento de sus instituciones oratorias, nadie ha publicado hasta hoy en España una edicion de ellas, aunque son tan recomendables por si mismas y por su antigüedad, y tan estimadas de las demas naciones. Nadie tampoco hasta ahora le hizo hablar tan dignamente en lengua castellana, como él habló y escribió en la latina; desgracia que regularmente sigue á los sabios mas beneméritos y necesarios, que honraron con las letras á nuestra nacion. (s. p.)

Y a continuación menciona los casos de Nebrija, Sánchez de las Brozas, P. Simón Abril, Sepúlveda o el mismo Cervantes, animando a otros a acometer la traducción completa de Quintiliano que –confiesa–, él no puede asumir.

Tan solo dos años más tarde los escolapios Ignacio Rodríguez de San José de Calasanz y Pedro Sandier de San Basilio acometen otra traducción, también parcial pero más completa, de las Instituciones oratorias del célebre español M. Fabio Quintiliano (Madrid, Administración del Real Arbitrio de Beneficencia, 1799, 2 vols., reeditada en 1887). Según reza en la portada, las publican traducidas al castellano y anotadas «según la edición de Rollin, adoptada comúnmente por las universidades y seminarios de Europa, en obsequio de los que exercitan la eloquencia forense y del pulpito, y de los que están dedicados a la instrucción de la juventud». La traducción del texto latino (de 1715) del que fuera rector de la Universidad de París y conocido historiador y pedagogo Charles Rollin iba respaldada por su éxito internacional, adoptada como libro de texto en universidades y seminarios de Francia, Italia y Portugal, y por la gran acogida que tuvo el autor en España durante la segunda mitad del XVIII en materia educativa (Medina Arjona 1999). Además, los traductores españoles reivindicaban la españolidad del autor latino en el mismo título de la obra, lamentándose del inexplicable retraso con que era traducido al castellano, a diferencia de lo que había sucedido en otras lenguas. Así, el ámbito didáctico de difusión de la obra determinó la supresión de algunos fragmentos que Rollin había juzgado más propios del paganismo del autor latino y poco adecuados para la enseñanza elemental, como también hicieron los traductores españoles. Por otra parte, la extensión y envergadura de la obra tampoco propiciaba su publicación al completo como libro de texto.

Otro de los referentes retóricos latinos, el Diálogo de los oradores de Tácito, fue añadido al tomo IV de sus obras (La Germania, y la vida de Julio Agricola, que escribió Cayo Cornelio Tácito, traducidas al castellano por Don Baltasar Álamos Barrientos. Segunda edición acompañada del texto latino […]. Agrégase tambien el Diálogo sobre los oradores, atribuido al mismo Tácito, por D. Cayetano Sixto, Pbro. y D. Joaquín Ezquerra, Madrid, Imprenta Real, 1794). Las dudas sobre la autoría del Diálogo, que detalladamente se exponen en el prólogo, parecen justificar que no se pensara incluir el texto en un primer momento, «pero habiendo de llenar un quarto volumen que resultaba de mas, y que no se esperaba, lo hemos incluido por esta causa» (p. VII). Con esta publicación se cubría un vacío, ya que Álamos no había incorporado el Diálogo de los oradores a su edición de principios del XVII.

El caso de Horacio, por el contrario, es similar al de Cicerón. Su Ars poetica representaba la perfecta conjunción de materia y expresión poética, caudal de preceptos poéticos y modelo de género literario, lo que la convirtió en objeto docente predilecto a lo largo de todo el XVIII. Arrancaba la centuria con la prolongada vigencia del conocido Horacio español, esto es, obras de Quinto Horacio Flaco, traducidas en prosa española, o ilustradas con argumentos, epítomes y notas en el mismo idioma, que el jesuita Urbano Campos había dado a la imprenta en 1682 (Lyon, Anisson y Posuel). Hasta que esta edición fue revisada, corregida y aumentada con la poética horaciana en 1834 por el escolapio Luis Mínguez de San Fernando, fueron numerosas las traducciones que se hicieron de la misma en verso –en diferentes metros y estrofas–, y en prosa, que se sumaron a los habituales ejercicios de traducción y recomendaciones de lectura y memorización en los centros de enseñanza.

En 1730, por ejemplo, Juan José Sáenz de Tejada la incorporó glosada en octavas reales en la tercera parte de su Seminario victoriense (Vitoria, B. Riesgo y Montero, 1730) para la clase de mayores. El texto latino, que se publicaba completo para mejor disposición de los alumnos, se presentaba fragmentado en pequeños párrafos en latín seguidos de las correspondientes glosas en castellano realizadas por el presbítero Juan Infante y Urquidi, catedrático de Humanidad del citado seminario y tío del autor, a las que este solo añadía algunas notas marginales, según reconocía el mismo Sáenz de Tejada. En este contexto educativo hay que situar también la difusión en España de la edición anotada por el jesuita francés Joseph de Jouvancy (o Juvencio), que había divulgado la obra horaciana desde finales del XVII (Q. Horatii Flacci Carmina expurgata, París, 1696). Recordemos, además, la enorme difusión que alcanzaron las Institutiones poeticae de este autor, que gozaron de numerosas ediciones en España durante toda la centuria y parte de la siguiente junto al De Arte Rhetorica libri quinque del también francés Dominique de Colonia (Aradra 1997: 304).

Aparte de las traducciones que quedaron manuscritas (Menéndez Pelayo 1885: 111 y ss.), en la segunda mitad del XVIII la epístola horaciana fue publicada en prosa por el catalán Pedro Bés y Labet (Gerona, Miguel Bró, 1768), por el maestro de Latinidad Fr. Fernando Lozano en romance octosílabo (Traducción del Arte Poética de Horacio ó Epístola a los Pisones, Sevilla, Nicolás Vázquez, 1777) y por Tomás de Iriarte en silvas ese mismo año (Madrid, Imprenta Real, 1777; nueva ed. en 1787). Esta última, la más completa, revisaba múltiples fuentes antiguas y modernas, entre ellas Dacier y Batteux (ver, por ejemplo, los estudios de Salas Salgado 1999 y 2006). Las pretensiones de rigor del traductor español ejemplifican muy bien la preocupación ilustrada por la recuperación de los saberes clásicos y confirman el momento de impulso que experimenta la clasicidad en el último tercio del XVIII.

A la vista de estas traducciones no extrañan las palabras de Juan Bautista Madramany y Carbonell cuando –en su edición de la poética de Boileau (El Arte Poética de Nicolas Boileau Despreau, Valencia, José y Tomás de Orga, 1787)–, argumenta la necesaria traducción del texto francés, más extenso, claro, ordenado y metódico que la epístola horaciana, no sin reconocer que «el Arte Poética de Horacio está en manos de todos; que se han hecho de ella varias traducciones y explicaciones; y que parecerá tal vez á alguno que ella sola basta» (p. 14). Como confirman estos datos, las traducciones del texto horaciano muestran la relevancia que adquirió como base de reglamentación estética en la época, llegando incluso a justificar adiciones como la que hace a finales de siglo el escolapio Joaquín Traggia de unas breves observaciones de poética a su Rhetorica filosófica, o Principios de la verdadera eloquencia (Zaragoza, Vda. de Francisco Moreno, 1793) «que puedan conducir à facilitar la inteligencia de la Poética de Horacio», cuya doctrina sigue (p. 167). Así, el Arte poética de Horacio, favorecida por sus reducidas dimensiones, fue incorporada también en castellano a tratados de mayor envergadura o uso específicamente escolar como los mencionados, y todavía en el XIX, en latín o en castellano.

En cuanto a la poética de Aristóteles, el gran motor de la teoría literaria clasicista, contó también en nuestro entorno con traducciones a las que se añadieron con frecuencia anotaciones y observaciones de autores modernos. A finales del XVII, Antoine Dacier había traducido la Poética de Aristóteles (1692) además de obras de Horacio, Hipócrates o Plutarco, y en Italia contaba con las conocidas de Agnolo Segni (1549), Lodovico Castelvetro (1570) o Alessandro Piccolomini (1572).

En España, únicamente se disponía de la traducción de Alonso Ordóñez das Seijas, publicada en 1626, anterior a las versiones francesas e inglesas de la Poética. En el siglo XVIII tendremos que esperar al último tercio para disponer de otra edición, gracias a Casimiro Flórez Canseco. El reputado helenista de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, que fuera maestro de Gómez Hermosilla, fue quien afrontó esta tarea corrigiendo a Ordóñez das Seijas (La Poética de Aristóteles dada a nuestra lengua Castellana por Don Alonso Ordóñez das Seijas y Tobar […]. Añádase nuevamente el texto Griego, la versión Latina y Notas de Daniel Heinsio, y las del Abad Batteux traducidas del Francés, Madrid, Antonio de Sancha, 1778). A partir del cotejo de textos Flórez Canseco completó algunos pasajes que Ordóñez había dejado sin traducir y enmendó directamente errores, aunque no de manera exhaustiva (García Yebra 1974: 56 y ss.).

Antes de acabar el siglo, José Goya y Muniain dio a la luz otra traducción (El Arte Poética de Aristóteles en Castellano, Madrid, B. Cano, 1798). Aunque se ha discutido sobre su autoría (Checa Beltrán 2011), el conocido bibliotecario real confiesa haber consultado para su traducción las dos citadas, más la manuscrita de Vicente Mariner –aparte de otros autores modernos a los que recurre en sus notas–, que arropan la orientación patriótica y neoclásica de sus abundantes notas, entre las que destaca su defensa del teatro barroco español. Así, figuran entre sus fuentes Les quatre poétiques d’Aristote, d’Horace, de Vida, de Despréaux de Charles Batteux, pero también otros referentes del pensamiento poético moderno, como Metastasio, Jouvancy, Boileau, etc. (Urzainqui 1997: 33). No obstante, el generalizado conocimiento del texto aristotélico en el siglo XVIII, ampliamente comentado y debatido desde el XVI de la mano de autores como el Pinciano, no estuvo limitado a su traducción castellana y fue manejado por otros medios, como estamos señalando. La propia traducción de la poética aristotélica que hace Batteux, que había publicado junto a la de Horacio, Vida y Boileau, tendrá importante difusión. El texto llegaba a España, además, a través de la traducción–adaptación que hace Agustín García de Arrieta de los Principios filosóficos de la literatura de Batteux, que es la que utiliza.

Otro de los autores clásicos que destacan en el panorama teórico del XVIII fue Longino. Aunque su tratado Sobre lo sublime se popularizó en Europa a partir de la traducción francesa publicada por Boileau en 1674, será casi un siglo después, en 1770, cuando veamos la obra en castellano. La traducción apareció firmada por Manuel Pérez Valderrábano (Tratado de Rhetorica El Sublime de Dionisio Longino, Madrid, s. i., 1770). Este fue alumno del canónigo palentino Domingo Largo (Piñero 1972), que habría llegado al texto a partir de la mencionada edición francesa de Boileau. De hecho, es esta la que le lleva a contrastar con el original griego editado por Tollio (1694) en su búsqueda de una mayor fidelidad del texto y aclaración de algunos pasajes. El texto de Valderrábano incorporaba en su extenso prólogo una defensa de la retórica, especialmente interesante en la antesala de las trasformaciones románticas que tendrán lugar en las décadas siguientes.

Como los clásicos apuntados, el texto de Longino fue bastante citado por los retóricos dieciochescos, pero apenas manejado en sus textos originales, salvo en la traducción francesa de Boileau. Además de por sus propias implicaciones traductológicas, esta primera traducción al castellano desde el griego que hace Valderrábano, que seguía de cerca las ediciones y fuentes mencionadas, ha de explicarse en un contexto estético finisecular que descubre en la categoría clásica del sublime matices que conectan con una nueva sensibilidad.

A esta traducción seguirá una década más tarde la del escolapio Basilio de Santiago, conocido como P. Boggiero. Nos referimos al Tratado de lo Sublime que compuso el Filósofo Longino, Secretario de Cenobia Reyna del Oriente (Madrid, 1782), que publica con propósito didáctico a partir de la traducción de Boileau. Esta misma traducción es la que extracta Joaquín Traggia, compañero de orden del P. Basilio de Santiago, para añadirla al final de la parte de poética de su Rhetorica filosófica en 1793. El carácter escolar de la obra le llevó a añadir unas breves observaciones sobre poética, a las que suma como apéndice un extracto del tratado de Longino sobre el estilo sublime, que es lo que justifica que no se extendiera en la explicación retórica de los estilos.

Poco después Agustín García de Arrieta, esta vez con más acierto, incorpora también el tratado de Longino al volumen VII (1803) de su traducción de los Principios filosóficos de la literatura (Madrid, Sancha, 1797–1805, 9 vols.) de Batteux, aunque siguiendo la traducción francesa de Boileau. Pese a la extensión de la obra de Batteux, García de Arrieta considera necesario completar el original francés con extractos de los más célebres escritores europeos posteriores, pero también con el análisis de las obras maestras de la Antigüedad en materia de elocuencia, «las quales han servido, y servirán siempre de texto en la materia» (VI, xii), como es el caso de Longino, Dionisio de Halicarnaso o Quintiliano. Con respecto al primero, García de Arrieta añade el texto sin anotaciones, como suplemento de la parte dedicada a la oratoria. Considera que Batteux «hablando de las tres especies de estilo, está muy diminuto en quanto á lo que se llama sublime en el estilo, y que es una de las cosas mas importantes y notables en el arte de escribir» (VII, 209) es revelador del valor que para esas fechas se le concede a este concepto. Hasta la nueva traducción que prepare en torno a 1830 Miguel José Moreno, traduciendo del griego el tratado de Longino, con numerosas notas y comentarios sobre versiones previas, la traducción de referencia del tratado de lo sublime de Longino en el siglo XVIII será la de Boileau.

Dionisio de Halicarnaso, por su parte, que había sido traducido por el propio Batteux directamente del griego al francés (Traité de l’arrangement des mots, traduit du grec de Denys d’Halicarnasse, avec des réflexions sur la langue françoise comparée avec la langue grecque, et la tragédie de Polyeucte de P. Corneille, París, 1788), se mantiene en la adaptación de García de Arrieta como en la obra original, como afirma en nota en el volumen VI: «Mr. Batteux tradujo é ilustró con varias notas y observaciones el célebre tratado de Dionisio Halicarnaso, sobre la Construccion oratoria, con el fin de servirse de continuación á su curso de Literatura, al qual va unido, en el último tomo de la última edicion, que es la que sigo» (pp. XII–XIII).

Así, el Tratado de la colocación de las palabras de Dionisio de Halicarnaso es incorporado al volumen VIII de la publicación española (Madrid, Sancha, 1804) nuevamente a partir de una traducción francesa. Frente a estos autores, García de Arrieta desecha la incorporación de la retórica de Aristóteles por parecerle muy filosófica. Aunque la traducción ampliada y modificada del texto de Batteux no tuvo la fortuna institucional de la realizada por José Luis Munárriz de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras de Hugh Blair, publicada por las mismas fechas, queda patente la contribución que estos suplementos supusieron para el conocimiento de estos textos.

Como se puede deducir de lo expuesto, la traducción de los clásicos citados, más activa en las últimas décadas del XVIII, experimenta en España un generalizado retraso en comparación con lo que sucede en otros países de nuestro entorno. De hecho, será en el XIX cuando encontremos por primera vez la traducción al castellano de bastantes obras. En el caso de Platón, por ejemplo, recordado tanto en materia de retórica como de poética, no será hasta el último tercio del XIX cuando aparezcan sus Obras completas (Madrid, Medina y Navarro, 1871–1872, 11 vols.). Además, la índole, extensión e interés formativo de algunos de estos textos teóricos hizo que no siempre aparecieran de manera independiente y determinó su inclusión total o parcial en obras mayores, incluso favoreció la integración de la poética junto a la retórica, como en el caso de Traggia. De esta forma podemos ver cómo la traducción se integra en la propia construcción del pensamiento literario haciendo accesibles fuentes antiguas, actualizando versiones recientes en otras lenguas y modificándolas o nacionalizándolas a conveniencia.

 

De fuentes humanistas y modernas: apropiaciones desde la traducción 

Esta recuperación de los estudios clásicos en la segunda mitad del siglo XVIII es evidente que trajo consigo un mejor conocimiento del latín y del griego, coincidiendo con la progresiva castellanización de la enseñanza. A la misma vez que se impone el empleo del castellano en la tratadística poético–retórica, en la que cada vez se utiliza menos el latín con el respaldo oficial, se impulsa la publicación de traducciones de obras clave de los siglos XVI y XVII escritas en latín.

Ediciones como las realizadas por Mayans o traducciones de autores foráneos que publicaron en latín en fechas más o menos recientes se explican en este contexto. Pensemos, por ejemplo, en la traducción de Los seis libros de la Rhetórica Eclesiástica de fray Luis de Granada de 1770 –según preliminares– (Madrid, Juan Solís y Bernardo Pla Impresor), impulsada por el obispo Climent y publicada con la idea de mejorar la educación de las escuelas de primeras letras.

Del latín se traducen también el Arte Rhetorica de Dominique de Colonia y las Institutiones Poeticae de Juvencio, centrales en la enseñanza jesuítica de la época, que son adaptadas para las escuelas en otras publicaciones, como en la Rhetorica castellana (Madrid, J. Ibarra, 1764) de Alonso Pabón Guerrero o en el Tratado de retórica para uso de las escuelas (Madrid, Juan Antonio Lozano, 1775) de Manuel Merino, que era una compilación de Heinecio y de Colonia. También Santos Díez González traducirá en 1793, con adiciones interesantes en torno a la tragedia urbana (Checa Beltrán 1989), las Institutiones poeticae del jesuita francés Joseph Jouvancy (1718), que se venían estudiando en España junto a la retórica del P. Colonia desde 1726.

Este último caso ilustra el afán recopilatorio y divulgador que ampara estas prácticas traductológicas, el mismo que animó al catedrático de Poética de los Reales Estudios de Madrid y censor de teatros, a publicar en la última década del siglo estas Instituciones poéticas en castellano «breves, claras y fáciles en que los Jóvenes tuviesen recopilada la doctrina mas útil y precisa, que no hallarían sino en grandes volúmenes, ó dividida y esparcida en obras de diferentes escritores, y en diversas lenguas» (Madrid, Benito Cano, 1793: IV). Díez González reconoce que su fuente principal son las Instituciones en latín de Juvencio, pero dejando claro que se vale de su doctrina con plena libertad para modificar, omitir o añadir todo lo que le parece conveniente, como prueban sus adiciones sobre el género teatral. Su «aprovechamiento» de obras y autores ajenos queda claro cuando declara en el prólogo: «Tambien he tenido delante otros Libros, que cito quando me aprovecho de sus luces; y si no los nombro todos, ó en todas partes, no ha sido por apropiarme ruinmente el fruto del trabajo ageno; sino porque nada he hallado en ellos que no sea muy común, ó que no pueda ocurrir á qualquiera hombre de mediano discernimiento». (p. 5)

Con esa misma intención pone al frente de la obra un discurso preliminar titulado significativamente «Defensa de la poesía», que traduce del texto homónimo del P. Guillaume Massieu, de 1706, disponible –según detalla– en la Colección de Memorias de la Academia Real de Inscripciones y Buenas Letras de París, de 1717 (Díez González 1793: VII). El discurso de Massieu había sido también traducido junto con otros por Esteban Aldebert Dupont, Rejón de Silva y José Moreno (Disertaciones de la Academia Real de Inscripciones y Buenas Letras de París, Madrid, Antonio Sancha, 1782–1786, 5 vols.). Pese a los casi noventa años transcurridos desde que el autor francés escribiera el discurso, su presencia en esta poética actualiza la vigencia con la que Díez González se implica en el contexto de la época sobre la cuestión de la licitud moral de la poesía y del teatro en particular, al que dedica importantes esfuerzos (Checa 1989).

La actividad traductora de algunos de estos autores compaginó textos latinos, franceses e italianos, sobre todo. Así, el mismo autor vertió también al castellano junto a Manuel de Valbuena, las Conversaciones de Lauriso Tragiense, Pastor Arcade, sobre los vicios y defectos de teatro moderno (Madrid, Imprenta Real, 1798), del italiano Giovanni A. Bianchi, que completa con notas sobre el teatro español y críticos españoles de las que carecía el original italiano, cuyas fuentes eran sobre todo italianas y francesas. Recordemos que fruto de estos intereses por el género teatral es su Idea de una Reforma de los Theatros públicos de Madrid, de 1797.

Otra retórica en latín, De eloquentia sacra et humana parallela, libri XVI (1619), del jesuita francés Nicolas Caussin fue ampliamente utilizada y referenciada en textos de Juan de Ascargota, Juan C. Olóriz, Antonio Codorniu, Mayans, Manuel C. Saiz y José de Muruzábal, algunos de los cuales incluyen citas literales (Aradra 2001). Se trataba también de una obra que durante el XVII gozó de numerosas ediciones, como sucedió con la retórica también en latín, ya mencionada, del holandés Vossio.

Sin embargo, la necesidad de disponer de libros de texto en las aulas, más imperiosa en las últimas décadas del siglo con las reformas docentes puestas en marcha, hizo que con frecuencia se recurriera a fuentes ajenas de consolidado prestigio más próximas en el tiempo. Además de la traducción completa de obras, acudir a fuentes diversas, a veces traducidas parcialmente, no fue infrecuente en retóricas y poéticas. Es más, podemos afirmar que se trataba de una práctica tan habitual en la producción teórica de la época que nos obliga a revisar minuciosamente posibles débitos foráneos antes de hablar de un pensamiento propio en torno al hecho literario, sobre todo si consideramos obras de aplicación didáctica.

Aunque un sector importante se muestra bastante crítico con la proliferación de traducciones francesas, lo cierto es que tales críticas no mermaron el recurso a este tipo de obras procedentes del país vecino y explican muchas de las justificaciones con las que se presentan estas traducciones, siguiendo el ejemplo de los latinos y los Santos Padres. Así nos lo recuerda fray Manuel José de Medrano en las páginas iniciales de su traducción del Verdadero método de predicar del obispo Louis Abelly (Madrid, Mateo de Bedmar, 1724), que reconoce su utilidad, aunque la fatiga de traducir no fuera en su opinión la más alta ocupación de los ingenios ni proporcionara excesivo crédito a los traductores.

Pero el caso de Medrano no es el único, como venimos diciendo. Otros muchos autores recurrieron a obras que ya contaban con un consolidado éxito fuera de nuestras fronteras para darlas a conocer en nuestro idioma. Su recorrido antes de llegar al castellano a veces contaba con doble trayecto. La Ciencia para las personas de Corte, espada y toga, que escribió en francés Monsieur de Chevigni, por ejemplo, pasó al italiano y de este fue traducida al español por J. B. C. S. (Valencia, Antonio Balle, 1729).

Este tipo de traducción interesada, muchas veces parcial y no siempre reconocida explícitamente fue muy habitual en estas obras, que acusan un particular concepto de la imitación y de la originalidad, mucho más acentuado en obras de carácter religioso y de orientación docente. Las obras sobre oratoria sagrada y predicación que se publican en España durante el siglo XVIII beben en su mayor parte, aparte de los clásicos (grecolatinos y de retórica sagrada), de obras francesas de la centuria anterior. Amparados en un peculiar concepto de la imitación y de la propiedad intelectual, los tratados de retórica sagrada se basaron en su mayor parte en estas fuentes, adaptadas al uso de los predicadores españoles. De este modo, se tomaba como base un texto foráneo, de acreditada solvencia y méritos reconocidos, que se adaptaba, añadiendo, suprimiendo o transformando elementos, según las necesidades, circunstancias y objetivos particulares. La cuestión de la autoría es en este contexto secundaria en muchos casos, en los que no se especifica el nombre de la fuente en ningún momento. A veces encontramos en la portada información de que se trata de una traducción del francés, pero sin especificar la fuente, o se dice que es una traducción del francés, pero no figura el traductor.

El grado de fidelidad de estas traducciones con respecto al texto fuente fue, por tanto, muy variable, dependiendo del propio concepto de imitación imperante y de las necesidades puntuales que se pretendían cubrir. Lo habitual era utilizar a conveniencia el texto, adaptándolo con adiciones y supresiones o modificaciones varias y en diversa medida. Este tipo de traducción que no sigue al pie de la letra el original la vamos a encontrar en Raimundo José Rebollida, por ejemplo, que traduce del italiano la retórica de Giovanni Angelo de Cesena a mediados del XVIII (Compendio de la Rhetorica, en que se da un fácil, y utilísimo methodo de enseñar el Arte Oratoria, Valencia, Vda. de G. Conejos, 1748­–1749, 2 vols.), en el que confiesa mayor fidelidad a los textos ciceronianos que el propio autor italiano (I, XVIII).

Por otra parte, el nombre del autor original no siempre se explicita en la publicación. Francisco Javier Díaz de la Torre, del claustro de la Universidad de Alcalá, capellán y predicador del rey, dio a la imprenta en 1764 sus Nuevas observaciones sobre el método de predicar, traducidas del francés, añadidas y acomodadas al uso de los predicadores españoles (Madrid, Gabriel Ramírez, 1764), con el propósito de proporcionar a los predicadores unas instrucciones útiles. Aunque no se oculta en ningún momento que es una traducción, alaba la obra que traduce justamente por su enfoque práctico: «no se aglomeran aquí preceptos que confunden, y hacen largo el camino del éxito á los principiantes: todo es práctico» (1764: 18–19), y la considera como «lo mejor que podrá encontrarse entre los Autores de su Nacion en libros de esta especie» (1764: 20). Sin embargo, no revela el nombre de su autor. El resultado final es una obra ampliada, adaptada a la situación española, que no oculta el mal estado de la oratoria sagrada en nuestro país, con atención particular a la influencia que ejercen los oyentes en la oratoria del púlpito, y sustituyendo los ejemplos franceses del original por españoles, entre otras adiciones.

De tales prácticas se desprende una concepción laxa y liberadora de la traducción, acorde con quien defiende las aportaciones ajenas tanto de sermones como de contenidos, como de la propia lengua. Transcribimos a continuación sus palabras al respecto:

Traducir no es otra cosa, que poner el libro que se tiene entre manos en la lengua del País; y la traductoria es como un Navío de transporte, que en dando el mismo genero de registro, poco importa que el vaso esté construido à la Francesa, ó à la Inglesa. Estas consideraciones han sacado à los Traductores modernos de una especie de esclavitud y sugecion, en que se creían voluntariamente los antiguos. (pp. 21–22)

Otras veces el nombre que se silencia es el del traductor y no el del autor original, tal y como apreciamos en el caso de Jean Gaychies, cuyas Máximas para el ministerio del púlpito tradujo del francés un eclesiástico del obispado de Lugo (Madrid, J. Ibarra, 1775).

Durante la segunda mitad del XVIII, y sobre todo en el último tercio, son numerosos los tratados franceses que se traducen al castellano: Rollin y su Modo de enseñar y estudiar las Bellas Letras es traducido por M.ª Catalina de Caso (Madrid, Imprenta del Mercurio, por José de Orga, 1755, 4 vols.); Michel Le Faucheur y su Tratado de la acción del orador y de la pronunciación y del gesto, por Miguel de la Iguera y Alfaro (Madrid, Sancha, 1784); la Rhetorica o Reglas de la Eloquencia de Balthazar Gibert, por Blas Molina y Tolosa (Madrid, Viuda e Hijo de Marín, 1792); Fénelon y sus Diálogos sobre la elocuencia en general y sobre la sagrada en particular por F. Pinilla (1795); Guillaume Lamy y su Discurso en que se da una Idea del Arte de Persuadir, por José de la Iglesia (Madrid, Manuel Martín, 1779), y otros muchos.

Se trataba de traducciones de obras muy conocidas, cuyas versiones al castellano llegaban muchas veces décadas después de sus primeras ediciones. Se entiende así que los teóricos extranjeros fueran leídos directamente en su lengua o citados por referencias secundarias cuando no se disponía de los textos originales. Boileau, «el más citado y conocido en España» (Checa 2001: 53) ejemplifica muy bien este retraso, ya que, a pesar de ser muy citada su Arte poética, no contará con traducción al castellano hasta 1787, más de un siglo después de su aparición en Francia (1674), gracias a J. B. Madramany y Carbonell, según se ha mencionado más arriba, quien la acompañó de un prólogo que recogía datos de su vida y obra, más notas y referencias a la literatura española. Esta traducción será la manejada hasta la que publique Arriaza en 1807, confirmando de nuevo la autoridad del teórico francés en esta tardía reivindicación de los idearios clasicistas.

Otro de los autores más divulgados en el XVIII fue el italiano Ludovico Antonio Muratori, muy leído también por los teóricos españoles. En este caso será Sempere y Guarinos quien figure al frente de una traducción libre de sus Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes de Muratori a finales también de la centuria (Madrid, Antonio de Sancha, 1782).

La traducción se considera en estos casos como una vía para sumar a la cultura española la producción teórica más relevante de los países vecinos y suplir lagunas en su conocimiento, pero adaptándose a las necesidades nacionales. Por ello no es infrecuente que vayan acompañadas de prólogos, discursos, justificaciones y adiciones con referencias particulares a la literatura española de las que carecían los textos originales. Sempere, por ejemplo, incorpora un significativo «Discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura» a la mencionada traducción de Muratori, en este caso de casi un centenar de páginas, en el que fundamenta la pertinencia de la traducción en el contexto estético que la acoge, como en el caso de Boileau.

Estudio aparte merecería la versión castellana de obras escritas en italiano por españoles exiliados, que vieron la luz de manera inmediata, tal y como sucede con el del Saggio storico–apologetico della Letteratura Spagnola (1778–1781) de Javier Lampillas, traducido por Josefa Amar y Borbón en la misma década (1782–1789) o Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura (1782–1799) de Juan Andrés, traducido por su hermano Carlos (1784–1806).

Finalmente, en este breve recorrido por la traducción retórico–poética durante el siglo XVIII hemos de destacar la publicación prácticamente simultánea de dos importantes traducciones que cierran el siglo. Nos referimos a las realizadas por Agustín García de Arrieta y José Luis Munárriz de los Principios filosóficos de la Literatura y las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras de Charles Batteux y Hugh Blair, respectivamente, que sobresalen en el panorama teórico finisecular por su envergadura, riqueza de planteamientos y repercusión posterior.

Se trata en ambos casos de obras voluminosas, que abarcan conjuntamente retórica y poética, y amplían considerablemente la propuesta original con materiales y anotaciones de diverso tipo, coincidiendo en su aportación de reflexiones particulares en torno a la literatura española, apenas tratada en los originales.

Con el título Principios filosóficos de la Literatura o Curso razonado de Bellas Letras y de Bellas Artes (Madrid, Sancha, 1797–1805, 9 vols.) publica García de Arrieta esta peculiar traducción, estudiada detenidamente por Urzainqui (1989), es un ejemplo claro del tipo de traducciones que ha denominado «traducción–acumulación» la misma autora (1991: 629–630).

Como señala García de Arrieta en el prólogo de su edición –y reitera en distintos momentos–, su propósito no era solo traducir la obra original, «sino ilustrarla asimismo y adicionarle con quanto se haya adelantado y escrito posteriormente sobre el asunto por los mas celebres Autores; con el fin de que nada quede que desear en el asunto á los amantes de las Bellas Letras» (II, 317), sustituyendo las referencias a la literatura francesa por la española «con el fin de hacer la obra nacional y util á nuestra Literatura» (II, VI). Esta traducción se enfoca, pues, desde una perspectiva en cierto modo enciclopedista, con ánimo compilatorio a la vez que selectivo, actualizador y nacionalizador, dirigido principalmente a la educación de la juventud, aunque de utilidad también para los ya instruidos (II, XIV).

Coincidiendo en el tiempo, José Luis Munárriz acomete otra gran empresa traductora–adaptadora, en este caso del inglés. Nos referimos al texto de Hugh Blair Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras (Madrid, Antonio Cruzado, 1798–1801, 4 vols.), a las que también incorpora ejemplos literarios españoles. Explícitamente confiesa en el prólogo que «todo lo que en la traduccion se encuentre relativo á nuestros escritores, aunque nada ageno del plan del autor, es obra mia ó de mis amigos» (I, XXII). Munárriz, que también tradujo en 1804 los Placeres de la imaginación publicados por Addison en The Spectator en 1712, incorporaba a la teoría española de la época planteamientos estéticos en torno al gusto, a las fuentes de los placeres, a la belleza, el sublime o la imitación, que serán después ampliamente asumidos en compilaciones y síntesis escolares (Aradra 1997: 204–206).

Con independencia de sus aportaciones particulares, ambas contribuyeron de manera particular al conocimiento de escritores foráneos y ampliaron considerablemente el horizonte teórico y literario español (Aradra 2010). Sirva solo como ilustración de esta idea la difusión que supuso la traducción–adaptación de García de Arrieta de colaboradores en la Encyclopédie francesa como Beauzée, Jaucourt, Du Marsais o Marmontel, entre otros muchos.

La apropiación parcial de contenidos extraídos de esta misma obra no fue tampoco ajena a la teoría literaria de la época, que recurre con frecuencia en materia estética en conceptos como los citados de gusto, belleza, etc., a fuentes foráneas. Recordemos en este sentido la traducción literal que hace Antonio de Capmany en su Filosofía de la elocuencia (Madrid, Antonio de Sancha, 1777), sin citar su origen, de fragmentos de Voltaire y de otros enciclopedistas (Checa Beltrán 1988). La Encyclopédie francesa, empezó a traducirse al castellano una década después, en 1788, concretamente el primer tomo dedicado al Diccionario de Gramática y Literatura, «traducido, ilustrado y aumentado» por Luis Mínguez de San Fernando (Checa Beltrán 2001).

En estos mismos años de entre siglos también Francisco Sánchez Barbero se va a apropiar de fuentes ajenas, y aparte de Blair traduce literalmente párrafos de la Enciclopedia francesa en torno a la poesía (Checa 2001: 57). De esta manera, las traducciones de discursos y de textos franceses varios se sumaron a los debates de la época en defensa de la poesía o de otras cuestiones, como en el caso mencionado de Díez González.

 

A modo de conclusión

A la vista de lo expuesto, resulta evidente la importancia de la traducción en la configuración y desarrollo del pensamiento sobre la literatura en la España del siglo XVIII. Casi connatural al aprendizaje de las primeras letras y al perfeccionamiento elocutivo, la traducción se convierte entonces en una actividad que traspasa las prácticas docentes más elementales para adquirir otros significados de mayor peso. Aprender a desarrollar un tema, identificar los núcleos temáticos de un texto, su disposición o los recursos empleados por poetas y oradores de primer orden, pasaba necesariamente por el ejercicio de la traducción, como reflejan las pruebas escolares reseñadas, que tan bien conectan interpretación, imitación y escritura con estas prácticas traductológicas.

En el terreno específicamente teórico la traducción fue también de gran trascendencia. Integrada en el ejercicio habitual de la labor intelectual –y vital– de tantos hombres de letras, respondió a requerimientos oficiales, pedagógicos y personales de la más variada índole, siguiendo tendencias y concepciones asimismo diversas. El indiscutible relieve de las fuentes clásicas (griegas y latinas) y de los Siglos de Oro, que sustentan el pensamiento retórico–poético de la época, impulsó la publicación de traducciones de obras clave a partir de sus lenguas originales o de traducciones modernas en otros casos. Pero también la traducción de textos foráneos de distinto nivel, en general de publicación más reciente, tuvo una trayectoria definida por ediciones, reformulaciones y adaptaciones de no menor importancia en la evolución de las ideas literarias.

El resultado es muy heterogéneo, como hemos podido mostrar, en relación con los márgenes temporales que separan originales de traducciones, la tipología de las adiciones, cambios o transformaciones de los textos fuente, la publicación independiente o parcial de las obras traducidas, el reconocimiento expreso o no del nombre del autor y del traductor, las declaraciones de intenciones que preceden en la mayoría de los casos las traducciones publicadas, etc., etc. Todo ello muestra un panorama tan variado como rico, que tendremos que tener en cuenta si queremos entender mejor la evolución, influencias y características del pensamiento literario de este periodo.

 

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  1. Puede verse el capítulo de Juan Luis Arcaz sobre «La traducción de las letras latinas en el siglo XVIII», y el de Guillermo Galán sobre «La traducción de las letras griegas en el siglo XVIII»,, en esta misma obra.
  2. Sobre esta cuestión, véase el capítulo de Juan F. García Bascuñana, «Lenguas, enseñanza y traducción en el siglo XVIII», en esta misma obra.
  3. Principalmente, a partir del francés. Puede verse el capítulo de Francisco Lafarga, «La traducción de las letras francesas en el siglo XVIII».
  4. Sobre esta cuestión, véase el capítulo de María Jesús García Garrosa, «El pensamiento sobre la traducción en el siglo XVIII», en esta misma obra.