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Recursos para la traducción en el siglo XVIII: diccionarios1

Carmen Cazorla Vivas (Universidad Complutense de Madrid – Instituto Universitario Menéndez Pidal)

 

Introducción

Los traductores, además de poseer un amplio conocimiento de la lengua que tenían que traducir, necesitaban rodearse de recursos, principalmente lingüísticos, que facilitaran su labor; es decir, lo que podríamos denominar el «taller del traductor». Si pensamos en los instrumentos de los que podían disponer, podríamos repartirlos en varios apartados: en primer lugar, sus propios conocimientos previos adquiridos, entre los que se incluye el dominio más o menos profundo de la lengua que tenían que traducir y también su bagaje cultural y de lecturas previas; en segundo lugar, las posibles traducciones que ya se habían hecho antes; en tercer lugar, las gramáticas, diálogos y otras obras lingüísticas y sus complementos; en cuarto lugar, el trabajo de campo en el que los traductores se informaban a través de los especialistas o usuarios de una determinada materia, especialmente para las disciplinas científicas; y en quinto lugar, la herramienta que más evidente se nos antoja: los diccionarios.

Los diccionarios se presentan como un apoyo fundamental, básico, ya que servían para facilitar la comprensión exacta de palabras oscuras, y de sentidos que podían darse en una época, pero que en otras posteriores ya resultaban desconocidas porque habían cambiado su uso o, simplemente, habían dejado de emplearse. En este sentido, partiendo de obras lexicográficas ya existentes en el siglo XVII y que seguían manejándose, como el conocido Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, 1611 (que es el primer repertorio monolingüe del español); o los primeros diccionarios académicos del italiano (1612) y del francés (1694), el siglo XVIII conoce el nacimiento de la lexicografía académica del español, con la creación de la Real Academia Española y la publicación del Diccionario de Autoridades (1736–1739), que, como indica su nombre, incluye voces «autorizadas» con contextos literarios de reconocidos autores y que, prácticamente desde su aparición, se convertirá en una herramienta fundamental para desentrañar el sentido de buena parte de las voces empleadas en las obras literarias. A partir de ahí, los sucesivos repertorios académicos del siglo XVIII, aunque ya sin esas autoridades, seguirán siendo el punto de partida y referencia de la búsqueda de significados. Además, en esta centuria aparece otro de los grandes diccionarios monolingües del español, el del jesuita Esteban de Terreros y Pando (Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, 1786) que por su alto número de voces científicas y técnicas será también obra de consulta fundamental en las traducciones que abordan este tipo de léxico.

Pero el siglo XVIII va a destacar, además, por una serie de diccionarios bilingües que van a resultar herramientas imprescindibles para los traductores. Especialmente prolíficos en el ámbito hispano–francés, pero también con importantes obras con el español–inglés, el español–italiano o el español–alemán. Los repertorios lexicográficos bilingües de esta época son especialmente interesantes porque no se limitaban (en su mayoría) a incluir una sucesión de equivalentes, sino que contienen definiciones extensas, al modo de un diccionario monolingüe, pero en dos lenguas. Por esto podían resultar de gran ayuda para los traductores.

Así, en el presente trabajo, después de un breve acercamiento a la situación de las traducciones del siglo XVIII, nos detendremos en las diferentes herramientas lingüísticas que tenían a su disposición los traductores, especialmente del estudio de los diccionarios (en sus prólogos y en su contenido) para repasar cuáles existían y hasta qué punto podían ser realmente útiles.

 

Las traducciones en el siglo XVIII

El siglo XVIII conoce un auge destacado «de la actividad traductora» (Lafarga 2004: 209). La ampliación de las relaciones culturales, el mayor acceso a las lenguas extranjeras o el aumento en cantidad y calidad de las herramientas de aprendizaje y uso, favorecieron este incremento. Además, las lenguas vulgares ya están asentadas completamente y aumentan las traducciones entre estas lenguas, en detrimento de las que parten de las lenguas clásicas (aunque estas continuaron). El papel preponderante que había tenido España durante los siglos XVI y XVII va a pasar a Francia, que tuvo un lugar hegemónico en el ámbito cultural del siglo XVIII, y todo lo que viniera de allí despertaba gran interés.

Pero una cosa es la influencia de esta nación, de sus costumbres o de su lengua, cuestión está bastante aceptada por la mayoría de los investigadores y estudiosos, y otra es la extensión real del francés en España, ya que si esta lengua hubiera estado tan efectivamente extendida, no habrían hecho falta tantas traducciones.2 La mayor parte de las traducciones que se publicaron eran mayoritariamente del francés, seguidas de lejos por el italiano y el inglés. Otras lenguas, aunque las hubo, fueron minoritarias.

Las traducciones de obras literarias, religiosas, históricas o de retórica y poética se venían produciendo desde siglos atrás, y van a continuar con gran éxito. Un hecho interesante tiene que ver con que algunos traductores empleaban, cuando las había, otras traducciones previas. Y esa puede considerarse la primera herramienta de trabajo. Algunos traductores dejaban buena cuenta de los textos previos con los que habían trabajado, mientras que otros preferían no citar esas referencias. Solía ocurrir, por ejemplo, con novelas de origen inglés, que se podían transvasar sin consultar el original a partir de textos ya traducidos al francés (Gómez de Enterría 2003, Lafarga 2004).

Pero la gran novedad del siglo van a ser las traducciones científico–técnicas. Estas van a suponer un pilar fundamental para que la ciencia española, todavía poco desarrollada en los albores del siglo XVIII, entrara en contacto con las innovaciones de la ciencia europea en diversas materias, como podían ser la Botánica, la Física, la Química, el Derecho y otras muchas (Gómez de Enterría 2003: 38–39). En este siglo había muchas dificultades para hallar las voces apropiadas, dada la novedad, entonces, de muchos de estos lenguajes científico–técnicos y el acierto en las traducciones era fundamental.3 Ciertamente, en el siglo XVIII todavía no se disponía de muchos diccionarios especializados con los que ayudarse y en los diccionarios generales al uso no se hallaban muchas de estas voces. Una buena y práctica herramienta, pero no exenta de dificultades para su ejecución, era el «trabajo de campo».4 Esteban de Terreros, como veremos, fue un referente en este modo de actuar y en la constitución de buena parte del novedoso léxico técnico–científico.

 

Referencias a los diccionarios como herramientas

Los repertorios lexicográficos, llenos de palabras y definiciones, necesariamente han debido ser una de las herramientas fundamentales en la labor de los traductores.5 De hecho, muchos de ellos dejaban, en los prólogos de sus traducciones, referencia escrita de esta utilización de los diccionarios. Asi, el catedrático del Jardín Botánico Casimiro Gómez Ortega, deja escrito lo siguiente en el prólogo a su traducción de la Física de los árboles de Duhamel de Monceau: «Se han tenido presentes los Diccionarios de Artes y Ciencias, la Agricultura de nuestro Alonso de Herrera […]. Se ha consultado a los sujetos más eminentes en cada parte de las que abraza la Obra» (Gómez Ortega 1772: II).6

O Juan Álvarez Guerra que deja escrito en una advertencia del Curso completo o Diccionario Universal de Agricultura,

Como mi objeto era hacer un Diccionario Universal de Agricultura, […] añadiendo además todas las voces de los diversos ramos de agricultura, las de química e historia natural que tienen relación con ella, las de botánica, medicina y veterinaria que he podido hallar tanto en nuestros diccionarios de la lengua como en nuestras obras relativas a estos ramos. (1797–1803: I, II–III)

Por otra parte, la enorme tipología de estos repertorios, desde los monolingües generales, a los bilingües con diferentes lenguas, pasando por los específicos de alguna materia (por ejemplo, de ramas de la ciencia, la técnica o las artes), o aquellos de jerga o refranes, nos revela las grandes posibilidades que pueden tener para la gran tipología de obras traducidas.

Precisamente el siglo XVIII va a ser decisivo en un aspecto concreto de la lexicografía y que tiene que ver con el gran desarrollo que tuvieron las ciencias y las artes, ya que en esta centuria van a proliferar diccionarios específicos de diversas materias, como la Náutica, la Física y otras muchas. Algunos de estos repertorios lexicográficos fueron originales: por ejemplo, José Quer en su Flora Española o Historia de las plantas (1762–1784) incluyó un diccionario con los términos más usuales de la Botánica, o la aportación de Antonio de Alcedo en su Diccionario Geográfico–Histórico de las Indias Occidentales o América (1786–1789). Otros fueron traducciones de grandes obras producidas en otros países, especialmente en Francia, como el Gran Diccionario Histórico de Moreri (1753).7

El avance de las ciencias va a suponer, entre otros muchos cambios sociales, la modificación y aumento del léxico. En España, la Real Academia Española era consciente de estas novedades y se planteó preparar un diccionario específico, pero esta obra nunca llegó (Alvar Ezquerra 1993b: 229), y en su diccionario general se incluyeron algunas, pero solo las más comunes, por lo que no era una herramienta de trabajo suficiente para las traducciones que versaban sobre materias científicas o técnicas. Pero, por ejemplo, incluyen la etimología y, hasta mediados del siglo XIX, las correspondencias latinas por atención a los extranjeros.

En la planta del primer diccionario de la Real Academia Española se justificaba su inclusión, y el lugar que le correspondía en la microestructura: «por atención a los extranjeros: y esto al fin del Artículo de su explicación» (I, xvii). Era, aún, un resto heredado de la tradición de nuestra lexicografía bilingüe. En 1817 se insiste en la misión didáctica de la obra, pues no solo ha de servir de ayuda a las gentes que hablan nuestra lengua, sino también a los extranjeros, y ello se consigue mediante las «correspondencias latinas» (Alvar Ezquerra 1993b: 232–233).8

Esta carencia a la hora de recoger voces científicas y técnicas, se hace patente en las palabras de muchos autores de la época. Pero no solo el diccionario académico adolecía de estos términos, que se iban haciendo tan necesarios según avanzaba la sociedad; también faltaban en los diccionarios bilingües. Así lo reflejaba, por ejemplo, Antonio de Capmany en el prólogo de su Arte de traducir del idioma francés al castellano, cuando comenta que los diccionarios bilingües franco–españoles de la época no eran válidos en este sentido porque «en esta ilustre epoca, en que los obgetos, y ramos de las ciencias naturales, de la literatura, y de la filosofía se han multiplicado, y extendido tan prodigiosamente, es más notable la carestía de estas voces de nueva adopcion, o formacion, que se advierte en todo los Diccionarios Franceses–Españoles» (1776: XII).

Varios son los investigadores que han señalado cómo los diccionarios debían ser, necesariamente, una de las principales herramientas del traductor. Parkinson de Saz (1984: 102–103) expone que «los diccionarios, especialmente los monolingües, son una herramienta indispensable para el traductor»;9 Garriga (1996: 424) apunta que para la inclusión de nuevos términos «las referencias van a ser siempre las primeras traducciones y los diccionarios de la época, para documentar las voces de manera más precisa de lo que se ha hecho hasta ahora»; Bruña Cuevas (2015: 345) indica que «parece lícito sostener la idea de que, a lo largo de los siglos, todo traductor, en su labor de vertido de un texto a otra lengua, ha recurrido con mayor o menor frecuencia a uno o varios diccionarios, por lo menos si tales diccionarios existían y estaban a su disposición»; mientras que Cazorla Vivas (2018: 154) comenta que «en el caso de los traductores, los diccionarios se convierten en herramientas básicas y fundamentales para poder llevar a cabo su labor. Especialmente adecuado es manejar diccionarios cercanos a la época en que se publicó la obra literaria que se debe traducir, porque muchas de las voces puede que ya no se usen, o bien hayan modificado su acepción, y no se encuentren ya en repertorios lexicográficos posteriores».10.

Pero, ciertamente, el manejo de repertorios lexicográficos no era la solución perfecta para conseguir una buena traducción. Son muchos los problemas que surgen en la labor traductora, como la mayor o menor frecuencia de una palabra, los usos diferentes en dos lenguas, distinguir la acepción principal de una voz, el cambio en el significado de algunas palabras a lo largo del tiempo, el estilo, etc. (véase Parkinson de Saz 1984: 102 y ss.) y solamente un diccionario no podía, desde luego, dar solución a todo esto. Capmany, por ejemplo, tratará esta cuestión en su Arte de traducir.

En el ámbito de las traducciones científicas, las preocupaciones eran, en general, mayores, y muchos traductores de este tipo de obras dejan anotada su inquietud por la dificultad de encontrar, en muchas ocasiones, los términos verdaderamente equivalentes. Por ejemplo, Clavijo y Fajardo expone en su «Prólogo» a la Historia natural de Buffon algunos de los obstáculos que encuentra y dice: «Ni era menor obstáculo la confusión que se nota en todos los Diccionarios, aun los más acreditados, en quanto á las correspondencias castellanas de las voces Latinas y Francesas de Historia Natural» (1785: I, 1). Terreros y Pando, que nos interesa en este trabajo en su doble faceta de traductor y lexicógrafo, se enfrenta a la traducción del Spectacle de la nature de Noël Pluche y las dificultades que encuentra son precisamente las que lo animan a componer un diccionario que, a la postre, será uno de los más decisivos de toda la historia de la lexicografía del español.

 

La lexicografía española, hispano–francesa y la traducción

Si la lexicografía monolingüe con el español comenzó de manera sumamente destacada con el Tesoro de Sebastián de Covarrubias, en los inicios del siglo XVII, el siglo siguiente conoce el nacimiento de la Real Academia Española y de su magnífico Diccionario de Autoridades, aparecido entre 1726–1735. Este repertorio académico incluía, junto con la entrada y la definición, referencias literarias que «autorizaban» dichas voces, de ahí su nombre. En este sentido, este diccionario podía ser muy útil para los traductores, especialmente cuando abordaban obras literarias; pero especialmente para elaborar traducciones del español a otras lenguas. Para traducir al español se requerían además obras lexicográficas bilingüe.

Si nos fijamos en la lexicografía hispano–francesa del siglo XVIII, se observa que varios lexicógrafos fueron también traductores; son los casos de Maunory, De la Torre, Herrero o Terreros.

Guillaume de Maunory fue un gramático y lexicógrafo francés que trabajó como maestro de español (véase Cazorla Vivas 2021a). Nos interesa en este trabajo por dos razones: porque fue autor de una Gramática española y un Diccionario francés–español publicados conjuntamente (en el mismo volumen) justo a principios del siglo XVIII, en 1701; y porque fue el traductor al francés de El Criticón de Baltasar Gracián. Sáez Rivera (2015: 66–70) ofrece un interesante análisis de proceso de traducción de Maunory. Por ejemplo, comenta que casi con toda seguridad nuestro autor conoció la obra del gran hispanista del siglo XVII César Oudin, también gramático, lexicógrafo y traductor y «puede que le sirviera como modelo (o actúa simplemente como precedente) de lingüista avant la lettre que es a la vez traductor, en el caso de Oudin sobre todo del Quijote (p. 66).11 El prólogo de su Diccionario nos muestra los objetivos que se plantea:

je n’ai les ai composez que pour ceux qui veulent effectivement apprendre cette Langue–là [el español], ou qui desirent passer en Espagne, auquel cas ces Ouvrages suffiroient, étant vrai que s’ils en sçavent profiter, ils pourront d’eux–mêmes entendre les libres Espagnols et en faire telle traduction qu’ils voudront. (Maunory 1701: III)

Francisco de la Torre y Ocón (Bruña Cuevas 2006; Cazorla Vivas 2014: 151-184; Cazorla Vivas 2021; García Bascuñana 2017b) es otro de los maestros de lengua que publican varias obras conducentes al aprendizaje del español y el francés y trabajó como traductor de lenguas del Consejo de la Inquisición. En su caso, es autor de dos gramáticas (una española publicada en francés, y otra francesa explicada en español) y un diccionario bilingüe con estas dos lenguas (con un suplemento de nombres geográficos y propios, que puede ser útil también para los traductores).

Antonio M.ª Herrero y Rubira era médico, cursó parte de sus estudios en Francia y publicó diversas obras relacionadas con su profesión. Además, escribió la introducción a diversas traducciones del francés y redactó un repertorio unidireccional, el Diccionario Universal francés y español (Madrid, Imprenta del Reino, 1741–1743), el cual, según manifiesta en su portada, «contiene todos los términos usados en la lengua francesa, con las frases, y locuciones proprias, y figuradas de todos estilos y refranes y todo lo necesario para la perfecta inteligencia de dicho idioma. En una de las aprobaciones que se incluyen al inicio de la obra se dice que será «muy útil para los que quieran instruirse con perfección en la traducción del Idioma Francés». Al ser unidireccional (francés–español) servía únicamente a aquellos que necesitaban leer o traducir del francés, no al contrario. Sus intenciones al redactarlo no eran especialmente servir a los traductores, sino más bien entender el francés escrito; de hecho, ofrece en muchas ocasiones definiciones en lugar de equivalentes (véase García Bascuñana 2017c y Cazorla Vivas 2021c).

Para Bruña Cuevas (2019b: 398) la faceta de traductores de estos lexicógrafos influye claramente en su obra y opina, sobre De la Torre y Herrero, que «la orientación de sus diccionarios responde por ello más bien a las necesidades de un traductor o de un usuario con nivel avanzado de francés que a las del mero principiante».

Pero, además de estos traductores–lexicógrafos, otros importantes lexicógrafos de este siglo, que no ejercieron de traductores, ofrecen obras importantes: Sobrino, Séjournant, González de Mendoza o Cormon.

Dos de los nombres más conocidos en todo este siglo serán los de Francisco Sobrino y Pierre de Séjournant. Sus respectivos diccionarios español–francés, francés–español, uno de 1705 y otro de 1759, fueron quizá los repertorios bilingües más difundidos de este siglo (Cazorla Vivas 2014: 53–149 y 185–288; Cazorla 2021d; García Bascuñana 2017d). Ninguno de los dos incluye aspectos especialmente interesantes en sus prólogos, por lo que se refiere a nuestro tema de análisis; pero se puede entresacar alguna idea si pensamos que Sobrino dice que «las palabras que se hallaren con una estrella *, son antiguas y de muy poco uso, pero por haberlas hallado en los libros de los buenos Autores se ponen aquí» (p. 1), y al incluir palabras extraídas de literatura, pueden ser perfectamente válidas para los traductores. Lo mismo puede decirse de Séjournant, quien indica que su obra será útil a las dos naciones para poder tener conocimientos de los escritores de uno y otro sitio. Son, por tanto, obras que podían ayudar a entender o traducir la literatura en ambos idiomas, aunque no serían tan útiles para traducciones científicas. Sobrino es autor de otra obra lingüística que por su título indica que puede servir de herramienta: Diálogos nuevos en Español y Francés, con muchos refranes, y las explicaciones de diversas maneras de hablar, propiaa a la lengua Española; la construcción del Universo, y los términos principales de las Artes y de las Sciencias; con un Nomenclator al fin (1708).

Muestra del reconocimiento de estos lexicógrafos la encontremos en Antonio de Capmany, quien en su Arte de traducir (1776: xi–xii) recomienda los diccionarios de Sobrino y Séjournant para encontrar la equivalencia de las voces simples, si bien es consciente de que son incompletos y muy escasos en términos científicos.

Otros autores de repertorios que eran maestros de lenguas o profesionales de otro tipo tenían una intención más didáctica a la hora de componer sus diccionarios; no muestran un interés concreto por ayudar a los traductores, pero estas intenciones no obstan para limitar que puedan servir de manera efectiva como herramientas; solo significa que la finalidad con la que se redactaban no era esa necesariamente. Es el caso de Nicolás González de Mendoza o François Cormon, ambos también autores de diccionarios bilingües hispano–franceses. No se hallan aspectos interesantes en los respectivos prólogos, pero puede señalarse que el repertorio de González de Mendoza (Diccionario general de las dos lenguas española y francesa, Madrid, A. Ortega, 1761–1763) era un diccionario con objetivos didácticos para facilitar la lectura en las dos lenguas (Bruña Cuevas 2019a, Cazorla Vivas 2014); por lo que se refiere a Cormon, su diccionario (Sobrino aumentado o Nuevo Diccionario de las Lenguas Española, Francesa y Latina, Amberes, Hermanos de Tournes, 1769) sigue bastante al pie de la letra el ya citado de Séjournant (Cazorla Vivas 2021e).

La nueva terminología científica y técnica que fue llegando desde el francés a lo largo del XVIII se iba recogiendo por parte de intelectuales y otros personajes en traducciones y vocabularios. Y estas fueron herramientas esenciales para los traductores. Son muy interesantes en este sentido trabajos como los de Fischer (1999) o Gómez de Enterría (1999), en los que se detalla cómo muchos de los términos de la química o la botánica se fueron introduciendo en repertorios lexicográficos y en las obras que se iban traduciendo. Aparece claramente reflejado el problema al que se enfrentaban en esa época: cómo adaptar los nuevos términos, lo que enlaza directamente con la candente cuestión de los galicismos.12

Rodríguez de Campomanes, en su Discurso sobre la educación popular de los artesanos (1775: 313–314), abogaba por abordar este tema formando diccionario de términos de ciencias y artes, a los que se llegaría con el siguiente método:

Contribuirá también semejante instrucción parcial, y distributiva entre los socios, a comprender bien todas las artes y oficios; haciendo el socio encargado listas de las palabras, tocantes a cada uno, según la expresión usada en la provincia; imprimiéndose tales nomenclaturas con las actas de la sociedad. […] Estas listas impresas, facilitarán la formación de un diccionario de artes y oficios; y se aseguraría su utilidad, diseñando en cada palabra el instrumento, operación, o cosa que determina la voz. […] Un diccionario de esta especie, sería un curso completo de las artes y oficios, que aprovecharía a todas las clases del Estado.13

Así, la gran cantidad de diccionarios de especialidad, de muy diversas materias, que se publican a lo largo del siglo XVIII funcionarán como herramienta fundamental para los traductores. Según el recuento de San Vicente (1995a), son unos 150 diccionarios, entre traducciones y originales.14 Como ya se ha comentado y señalan también otros investigadores, los diccionarios generales que se conocían hasta entonces no permitían solucionar todos los problemas, dado que cada vez había mayor número y variedad de traducciones. Según Roig (1995: 434) «su objetivo es recoger el vocabulario ya existente, aunque disperso, y en ningún caso se plantean el problema de la innovación léxica».

El campo de la química nos puede servir de ejemplo para comentar cómo estas disciplinas científicas adquieren un gran desarrollo en España bien entrado el siglo XVIII, y cuya novedosa terminología se va haciendo un hueco entre los especialistas y los traductores, y poco a poco se va fijando y apareciendo en repertorios.15

Dentro del panorama lexicográfico, dos nombres destacan por encima de todos: Esteba]n de Terreros y Claude–Marie Gattel. Por un lado, Terreros es una clara e interesante muestra de las dificultades que encontraban los traductores del siglo XVIII y cómo tenían que ir solventándose muchas ellas. Cuando se enfrentó a la traducción del Spectacle de la nature de N. Pluche «hallose Terreros con más de cuatro mil voces de esta clase [términos científicos y técnicos] que no se encontraban en nuestros Vocabularios impresos, y esto le hizo concebir la idea de reunirlas, y aumentarlas con la extensión posible» (Terreros 1786–1793: IV, ix).16 El propio jesuita explica en su prólogo que para conseguir una buena traducción, además de conocer a la perfección las dos lenguas en juego, hay que conocer también en profundidad la materia tratada y para realizar la suya se rodeó de todos los diccionarios y libros facultativos que pudo consultar, pero pronto se dio cuenta de que muchas de las voces que tenía que traducir no se encontraban por ningún sitio o bien se incluían repletas de errores.17 Comenta en varias ocasiones cómo muchos de los equivalentes o definiciones erróneos que tanto abundaban en nuestros diccionarios «llenaban la nación de pésimas traducciones» por atenerse en demasiadas ocasiones a las traducciones literales, sin buscar y acertar con el sentido. Decidió conseguir los nombres que necesitaba indagando y haciendo trabajo de campo, recorriendo fábricas, preguntando a especialistas en las materias que debía tratar:

Para este efecto, ya no me armé tanto de libros, cuanto de constancia, y aún hice armar de paciencia a cuantos me trataban y conocían. Todo el día estaba preguntando en la Huerta, en el Campo, en la Tahona […]. me ha sido preciso recurrir, después de todas estas diligencias, sacando antes el dibujo, y ordenando las preguntas, a casi todas las Provincias y Ciudades principales de nuestra España; […] Pasarán de quinientas personas las que han cooperado poco o mucho en estos informes […] pues por su medio, y a expensas de su instrucción, me he hecho con un tesoro de términos facultativos, propios de las Ciencias y Artes. (1753–1754: I, 8–9)

Justo en los años en los que Terreros ejerce su labor de traductor y lexicógrafo (hacia la mitad del XVIII) la situación en España es que hay multitud de voces científicas, técnicas o de artes para las que todavía no hay denominación en español, y la labor para solventar esto es, por tanto, mucha:

Es cosa cierta que tenemos y hai en la naturaleza multitud de objetos para los cuales nos hallamos hasta ahora sin vocablo alguno Español […]. Es cosa también muy cierta que hay multitud de máquinas, invenciones y noticias, con que la curiosidad y luces de nuestro siglo y los inmediatos nos han enriquecido, que no conocieron los pasados […], al mismo tiempo que es sin controversia que a cada invención, a cada máquina y pieza de ellas es menester acomodarle algún nombre. […] ¿qué mucho será que se hallen en esta obra multitud de voces extrañas? No hay que temerlas, que aunque extranjeras, nos vienen a enriquecer y a dar favor. (Terreros 1786–1793: I, XIV–XV)

Todo esto lo decidió a preparar él mismo un diccionario que contuviera dichas voces y desde luego lo consiguió, dando lugar a uno de los mejores diccionarios del español:

El repertorio de nuestro lexicógrafo es una sorprendente conjunción de la amplitud de criterios para acoger términos acuñados fuera de nuestra lengua junto a voces patrimoniales del idioma. […] es un diccionario general de la lengua enriquecido con cuantos términos específicos de las artes, ciencias y técnicas que pudo allegar el autor. (Alvar Ezquerra 1993a: 250)

Además de la importancia de este diccionario como contribución al avance y fijación de léxico científico y técnico, es importante señalar que planeó añadir tres alfabetos bilingües (latín–español, francés–español e italiano–español) para prestar «auxilio a los Españoles estudiosos para la inteligencia de los libros técnicos de Ciencias y Artes que estén escritos en alguna de la tres lenguas contenidas en él» (Terreros 1786–1793: IV, III). En resumen, su diccionario al completo podía cumplir el deseo de su autor de ayudar a la traducción.18

Por otro lado, el francés Claude–Marie Gattel fue una figura destacada en su época y ejerció diferentes cargos académicos y políticos (Gemmingen 2001, Cazorla Vivas 2014: 327–393, García Bascuñana 2017e). Su compromiso con las lenguas fue grande: redactó una gramática italiana, un diccionario de bolsillo español-inglés, así como varios diccionarios monolingües del francés, y otro español-francés. La obra que interesa aquí en su Nouveau dictionnaire espagnol–français, français–espagnol (1790). Este repertorio lexicográfico puede considerarse como uno de los más importantes de la lexicografía español–francés, y actuó como bisagra entre el siglo XVIII y el XIX, ya que su influencia se extendió varias décadas.

Gattel incluye en su diccionario un extenso «Discours préliminaire» em el que, entre otras cosas, hace un elogio del estudio de lenguas, de todas las ventajas que conlleva y de cómo se ha convertido ya en absolutamente necesario para «le savant, le littérateur, l’artiste, & pour le commençant ou le voyageur» (1790: I, III). Se refiere también a las traducciones y en su caso se muestra un poco escéptico, ya que considera que no consiguen transmitir el espíritu de las obras y pueden suponer, incluso, un freno para el avance de las Letras. La siguiente cita es elocuente en este sentido:

Ce n’est pas que nous n’ayons de très–bonnes traductions en tout genre; que même un grand nombre d’ouvrages ne soient, par leur nature, susceptibles de passer d’une langue dans une autre, sans rien perdre de leur mérite primitif; mais aussi, combien d’autres à qui cette métamorphose enleve, sinon ce qui en fait tout le prix, du moins ce qui leur donne le plus de charme! Combien de productions très–estimables, qui, marquées au coin du génie & du goût national, ne peuvent, sans être entièrement dénaturées, paroître sous une autre forme, & dont la force ou la grâce s’évanouit sous la plume du plus habile traducteur! (1790: I, II)

Gattel opina sobre la inclusión de términos de ciencias y artes en diccionarios. Comenta que según las ideas de d’Alembert se deben introducir aquellos términos de los que hacemos un uso habitual la mayoría de los lectores y este será el planteamiento de la Real Academia Española tal como se explica en el prólogo del Diccionario de Autoridades: «se incluyen las que han parecido más comunes y precisas al uso, y que se podían echar de menos» (véase Alvar Ezquerra (1993b). Sin embargo, tiene un criterio menos restringido porque cada vez se desarrollan más las ciencias y piensa que conocer muchos de sus términos se hace más necesario.19 Además, se detiene también en las dificultades de búsqueda de equivalentes apropiados, ya que debido a las diferencias culturales, morales y sociales que necesariamente existen entre dos países, no siempre es posible encontrar en otro idioma voces que se correspondan exactamente y que expresen las mismas ideas, y en estos casos considera Gattel que la única solución es suplir esos equivalentes, o bien acompañarlos, por definiciones exactas.

El diccionario de Gattel no está redactado, pues, para los traductores, habida cuenta de la opinión que le merecen, sino para conseguir que los usuarios puedan llegar a conocer una lengua extranjera; pero aunque no sea ese su propósito, su obra recoge un buen número de voces y definiciones, y según el mismo indica en los preliminares, ha intentado «d’y faire entrer autant de termes scientifiques que son étendue me l’а permis en m’attachant surtout, comme je le dirai plus bas, à rendre chacun d’eux par le mot technique qui lui correspond» (1790: I, xvii); por lo que puede resultar útil para los traductores. Además de este léxico técnico, incluye voces antiguas, poco usadas, provincianas o familiares para facilitar la compresión de obras literarias.

En el caso de otras lenguas, hay que decir que la lexicografía bilingüe con el italiano y el español no aporta novedades en el siglo XVIII, ya que simplemente se seguirá reimprimiendo el Vocabolario de Franciosini (Roma, 1620), obra que, sin lugar a dudas, podía servir a los traductores.

Con respecto al inglés, conviene señalar que el siglo XVIII supuso un progresivo avance en su estudio y difusión en España, y las traducciones fueron también aumentando. En este sentido, la lexicografía con estas dos lenguas cuenta con algunas obras importantes. Son las aportaciones de John Stevens, A Dictionary English and Spanish and Spanish and English (Londres, 1705–1706), Pedro Pineda, Nuevo diccionario español–inglés e inglés–español (Londres, 1740), Joseph Giral Delpino, Diccionario español–inglés e inglés–español (Londres, 1763) y Thomas Connelly y Thomas Higgins, Diccionario nuevo de las lenguas española e inglesa (Madrid, 1797–1798), si bien, por la fecha de aparición, puede considerarse que su influencia sería ya en el siglo XIX.

Cada una de estas obras va bebiendo de las anteriores, pero siempre aportando información y añadiendo o eliminando entradas. La obra de John Stevens supone un avance importante en la lexicografía español–inglés después de más de cien años desde la de John Minsheu (1599). Aunque no es original, bebe mucho de su predecesor y de otras fuentes, añadió numerosas entradas e informaciones microestructurales amplias, por ejemplo, muchos refranes. Stevens fue, además, traductor de numerosas obras literarias y sobre historia y geografía (véase Fernández 2021a). Pedro Pineda contribuyó también con una gramática española, y respecto a su diccionario, además de la ampliación de entradas, se puede comentar que eliminó algunos de los elementos más enciclopédicos respecto a Stevens en la parte español–inglés, y aumentó por primera vez de manera considerable la parte inglés–español (véase Fernández 2021b). La obra de Giral Delpino continúa mejorando respecto a sus predecesores y, sobre todo, en la parte inglés–español, en la que incluyó refranes y definiciones más extensas en muchos casos.

 

Conclusiones

La proliferación de traducciones que se dieron en el siglo XVIII hace necesario poner el foco en los traductores y sus formas y herramientas de trabajo. Los propios conocimientos y formación de cada uno de ellos, el trabajo de campo, las gramáticas y otros materiales lingüísticos, y especialmente los diccionarios, se cuentan entre estos recursos de que disponían.

El empleo de la traducción y la versión como medios didácticos y como una de las mejores formas de aprender una lengua extranjera se dejará ver en los diferentes sistemas de enseñanza y en general, en la educación. En este sentido, además de los diccionarios propiamente dichos, a lo largo del siglo XVIII proliferarán numerosas gramáticas de español y/o de francés, y otros tratados lingüísticos, con diferente nombre, de tipo gramatical, de conjugaciones o de diálogos, de gramáticas, que se preocupan por incluir en sus obras algún tipo de vocabulario de idiotismos, nomenclatura o similar. De esta manera, y los propios autores suelen comentarlo en sus prólogos, dichas obras, a la postre, podían ser útiles para los traductores profesionales, aunque el objetivo primordial era su empleo como herramienta didáctica en un contexto escolar. Nos referimos a autores como Núñez de Prado, Galmace, Capmany o Chantreau.

Estas aportaciones gramaticales, didácticas y léxicas «responden, sin duda, a la demanda de un público lector o traductor de francés que necesitaba un instrumento práctico para resolver sus muy concretos problemas de versión» (Roig 1995: 433–434) y contribuían a que los traductores pudieran mejorar en su conocimiento de lenguas, y como tal, podían servir como materiales de su formación.20

En el siglo XVIII, por un lado, las traducciones literarias, o de historia y retórica, por ejemplo, serán muy abundantes, especialmente las que venían desde el ámbito francés, y para ayudarse en su labor, el académico Diccionario de Autoridades se revela como una fuente importante, precisamente porque incluye fragmentos literarios para «autorizar» las voces recogidas, y podían ser muy útiles en las traducciones.

Por otro lado, las traducciones científico–técnicas van a suponer la gran novedad, debido al desarrollo de las ciencias y a la creación de numerosas instituciones científicas. Pero ahí es donde los traductores encontraron un gran escollo, puesto que el vocabulario científico–técnico apenas estaba desarrollado en España y va a suponer un gran reto conseguir traducciones bien resueltas. Los diccionarios generales no contenían ese vocabulario y esto va a suponer que deba crearse, bien creando vocabularios específicos de diferentes materias, bien incluyendo muchas de estas voces en los repertorios lexicográficos que iban a ir apareciendo. El ejemplo claro en es este siglo va a ser el Diccionario castellano del jesuita Esteban de Terreros.

Los diccionarios bilingües español–francés van también a proliferar en esta centuria y van a suponer un fundamental recurso para los traductores, tal y como hemos ido repasando a lo largo de este trabajo. En resumen, hemos procurado detallar diferentes herramientas que podían emplear los traductores en su labor para contribuir a un mejor conocimiento de esta.

 

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  1. Este trabajo se enmarca en las actividades del proyecto Biblioteca Virtual de la Filología Española. Fase III: nuevas bibliotecas y nuevos registros. Información bibliográfica. Difusión de resultados (FFI2017-82437-P).
  2. Sobre este tema pueden consultarse trabajos como los de Brunot (1967), Fernández Díaz (1987 y 1989) o Cazorla Vivas (2014), que inciden en que hay que diferenciar entre la extensión de una lengua en un territorio y su grado de influencia.
  3. Es abundante la bibliografía que trata estas cuestiones. Recomendamos, entre otros, los trabajos de Checa Beltrán (1989 y 1991), Garriga (2003), Lafarga (2004), García Garrosa & Lafarga (2004) o Cazorla Vivas (2014). Además, la prensa tuvo un papel fundamental en la difusión de estos debates y denuncias.
  4. Por ejemplo, Clavijo al abordar la traducción de Historia natural de Buffon comenta que necesitó bastantes años de trabajo previo para elaborar un vocabulario específico claramente, que no llegó a publicar; pero hizo un gran esfuerzo lexicográfico y lingüístico y su traducción puede considerarse «un modelo en la historia del lenguaje científico castellano» (García Garrosa & Lafarga 2004: 31). Para aspectos biográficos sobre Clavijo véase Riera Palmero (s. a.).
  5. Existen recursos digitales que reúnen diccionarios, gramáticas y todo tipo de obras lingüísticas, de cualquier época, que se pueden encontrar digitalizadas en red. Véanse Alvar Ezquerra (2021) y García Bascuñana (2017a).
  6. Pinilla (2008) analiza pormenorizadamente las traducciones que se hicieron de Duhamel y ahí podemos encontrar el estudio detallado de, entre otros muchos aspectos, los prólogos que acompañaban estas obras.
  7. San Vicente (1996a) dedica uno de sus trabajos a detallar muchas de estas obras y las temáticas principales que se traducían y cómo facilitaron el desarrollo de profesiones y oficios.
  8. «Siempre es mejor poner a estas voces y modos de hablar algún latín con que expliquen, cuando no le hay propio, que dejarlos sin ninguno, privando a los extranjeros del medio de entender su significación» (Real Academia Española 1770: vii). Estas correspondencias latinas se mantuvieron hasta la edición de 1852. Gete (1999: 246–247) abunda en esta cuestión cuando dice que en el contexto de la inclusión de correspondencias latinas, «la latinización del diccionario parece, sobre todo, un intento de acercarlo a los lectores extranjeros, y una contribución al mayor y mejor conocimiento de la lengua castellana que aquella docta institución se había propuesto».
  9. Y añade: «El buen traductor utiliza el diccionario bilingüe sobre todo para confirmar un vocabulario que ya sabe y si lo utiliza para buscar una palabra desconocida, después maneja el mayor número posible de diccionarios monolingües para cerciorarse de su uso correcto».
  10. Este trabajo de Bruña es muy pertinente para el objeto del presente trabajo, ya que hace un repaso de los prólogos de los diccionarios desde el XVI al XIX, buscando, precisamente, los elementos que puedan interesar a estas obras como herramientas de traducción. Puede verse también Bruña Cuevas (2001), mientras que Cazorla Vivas dedica dos trabajos (2018 y 2015b) a analizar la importancia de los diccionarios de los siglos XVII y XVIII en algunas de las traducciones que se hicieron de El Quijote
  11. Vamos a referir en este trabajo aquellas herramientas lexicográficas que aparecieron en el siglo XVIII. Lógicamente, los traductores podían manejar también obras publicadas anteriormente, como el famoso Tesoro de Covarrubias o el diccionario español–francés de Oudin. Sobre la época anterior, puede consultarse en esta misma obra el capítulo «Recursos para el traductor en los Siglos de Oro: gramáticas y diccionarios» de Luis Pablo Núñez.
  12. Algunos autores que traducían o redactaban obras científicas, como por ejemplo de botánica, iban construyendo al mismo tiempo algún vocabulario de equivalencias en dos o más lenguas, precisamente para incluir los nuevos érminos técnicos. Por ejemplo, Clavijo y Fajardo, que necesitó redactar en primer lugar un vocabulario necesario para poder traducir la obra de historia natural de Buffon, que lamentablemente, no llegó a publicar; o Antonio José de Cavanilles en el segundo tomo de Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reino de Valencia, Madrid, 1795–1798 (Quilis 2002).
  13. Estas palabras se hallan en el apartado XVI, titulado «Del fomento inmediato de las artes y oficios: reducido a axiomas generales, con alguna explicación, por vía de claridad del discurso». Sobre esta obra véase Lázaro Carreter (1985), Roig (1995), Gómez de Enterría (2003) o Martínez–Otero (2015).
  14. Por ejemplo, J. Broch afirma en su Promptuario: «el fin que he tenido ha sido dar a la Juventud un Promptuario con que tuviera a mano todas las voces que ocurren en Negocios, y regulares conversaciones políticas» (1771: 3); sobre Broch puede verse San Vicente (1996b: 639). No olvidemos, además, otro tipo de repertorios que se publicaron y que podrían ser útiles para las traducciones; sería el caso del Diccionario de nombres propios de hombres y mujeres en las cuatro lenguas castellana, latina, francesa e italiana (1793) del P. Agustín Álvarez Pato.
  15. Garriga dedica buena parte de sus investigaciones al léxico de la química y su tratamiento lexicográfico (por ejemplo, 2003). Además, Florián Reyes (1999) realizó un interesante trabajo sobre el léxico de la química, dedicando una parte a la aparición de la terminología: el diccionario de Terreros es la obra en la que se incluyen por primera vez algunas voces (como metalurgia o cobalt) que se introducen en el DRAE más bien desde 1817 y también en Domínguez (ya casi a mediados del XIX). También en el trabajo de Gómez de Enterría (1999) aparece Terreros como introductor de algunas voces de la botánica. Terreros dedicó buena parte de su vida al Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina y castellana. Cuando en 1767salió de España por la expulsión de los jesuitas ya lo dejó redactado, aunque no se pudo publicar hasta 1786-1793 (véase Alvar Ezquerra 2021).
  16. Al inicio del tomo I (el diccionario general ocupa tres tomos y los alfabetos bilingües conforman el cuarto) se halla el «Prólogo» de Terreros y al inicio del IV unas «Memorias para la vida y escritos del P. Estevan de Terreros», que aunque no están firmadas, parecen redactadan por uno de los dos bibliotecarios (el otro había muerto ya) que prepararon la edición del diccionario con los materiales que dejó Terreros al irse al exilio, que son una fuente fundamental para conocer distintos aspectos de la vida y obra del jesuita. Los estudios sobre Terreros son muy numerosos, entre ellos se cuentan Álvarez de Miranda (1992 y 2001), Alvar Ezquerra (1993a y 2012), San Vicente (1995b), Jiménez Ríos (1998), Azorín & Santamaría (2006), VV. AA. (2008) o Cazorla Vivas (2014).
  17. García Garrosa & Lafarga (2004: 31) llaman la atención sobre este punto: «El problema, en realidad, era el mismo. ¿Cómo tener diccionarios especializados para traducir textos extranjeros si no había especialistas que los elaboraran traduciendo los términos específicos de cada materia?».
  18. No todas las actividades o disciplinas están presentes en la misma proporción. Las que ocupan mayor espacio son las de marina, seguidas por la medicina, cirugía y anatomía; después las Bellas Artes y la construcción. Otros ámbitos (blasón, guerra, milicia) están representados en menor medida (Alvar Ezquerra 1993a: 256).
  19. Es interesante también, y relacionada con lo que acabamos de comentar, su opinión sobre los neologismos. En Gattel encontramos comprensión hacia los lógicos cambios e innovaciones que se producen en la lengua, pero sin abandonar el lenguaje a los caprichos ni a las modas; toda innovación debe estar sujeta a reglas fijas, establecidas y vigiladas por una sociedad de hombres de letras para evitar el abuso.(Cazorla Vivas 2014: 344).
  20. Remitimos al capítulo de Juan F. García Bascuñana sobre «Lenguas, enseñanza y traducción en el siglo XVIII», en esta misma obra, para profundizar en estas gramáticas.