Galán

La traducción de las letras griegas en el siglo XVIII

Guillermo Galán (Universidad de Huelva)                                            

 

Introducción

El comienzo del siglo XVIII está marcado por la instauración de una nueva dinastía, la borbónica, de la mano de Felipe V. Su llegada a finales de 1700 supuso el estallido de la guerra de sucesión que dio al traste con la vida cultural del país durante al menos el primer cuarto de siglo. La traducción de los autores griegos no fue una excepción y durante los primeros cincuenta años no se publicó ninguna versión del griego, salvo algún caso aislado. Nadie ha reflejado mejor la situación del griego en estos años como el padre Feijoo, quien todavía en 1759 desaconsejaba su estudio en beneficio del francés en una carta que escribió el 14 de julio a un amigo al que no nombra, afirmando sin reparo, ni pudor que él no sabía «nada» de griego, que su conocimiento tenía «muy corta importancia in re litteraria» y que apenas conocía cinco o seis españoles que se dedicasen a aprenderlo, además de considerar que prefería emplear su tiempo «en otros estudios más útiles» (Feijoo 1760: V, 374–380).

Lo cierto es que hay que esperar hasta la mitad del siglo para asistir a un resurgir del interés por el estudio del griego, materializándose lo que C. Rodríguez Alonso denominó con acierto «floración helenística» y L. Gil «Renacimiento anacrónico» de los estudios clásicos (Rodríguez Alonso 1984–1985: 227; Gil Fernández 1995: 296; 2008: 12–18). Es entonces cuando volvemos a encontrar traducciones de obras griegas, como consecuencia de un creciente interés por la lengua griega, como queda manifiesto en la publicación de nuevas gramáticas y métodos para su aprendizaje y la implantación a partir de 1771 de nuevos planes de estudio universitarios, con los que se intenta potenciar su enseñanza, en la preocupación –en la mayoría de los casos estéril– por dotar las cátedras de griego vacantes en las universidades de la época, especialmente tras la expulsión en el año 1767 de los jesuitas, a los que hasta entonces se había confiado casi en exclusiva la enseñanza de las lenguas clásicas. No por casualidad es en este siglo cuando vieron la luz el mayor número de gramáticas y métodos de griego de toda la historia de nuestro país (Pabón 1973: 207–209; Hernando 1972: 493–500; 1975: 17–160; Gil Fernández 1995: 279–298).

Gran parte de este resurgimiento del interés por el griego se debe a la labor de Pedro Rodríguez de Campomanes, quien desde 1755 hasta 1791 ocupó cargos de responsabilidad en el gobierno del país (Gil Fernández 1976). En la historia de este renacer de los estudios helénicos destaca por su importancia la publicación del primer catálogo de manuscritos griegos de la entonces Biblioteca Regia, hoy Biblioteca Nacional, que había sido inaugurada por el nuevo rey en 1716. Desgraciadamente solo vio la luz el primer volumen (Madrid, 1769). El segundo quedó inédito (mss. BNE 4651–52 y 4829–30), porque el sucesor de Iriarte en esta tarea, Rafael Casalbón, no llegó a concluirlo (de Andrés 1986: 587–606). También en el seno de la entonces Biblioteca Regia elaboró J. A. Pellicer y Saforcada su Ensayo de una biblioteca de traductores españoles (Madrid, A. de Sancha, 1778); pese a su título, no pasa de ser un borrador de un diccionario de traductores (Marco García 1999: 71–78). El papel destacado que jugó la Biblioteca Regia en este «renacimiento» no es extraño, pues desde 1761, en el marco de una profunda reforma para convertirla en un centro de investigaciones humanísticas bajo la dirección de J. de Santander, se implantó el conocimiento del griego como un requisito para todos sus bibliotecarios (Aguilar Piñal 1988: 29). En este ambiente cultural cada vez más favorable a las traducciones del griego hay que destacar también la fundación en 1755 de la Academia Latina Matritense, que en 1831 pasará a denominarse Academia Grecolatina Matritense (Aguilar Piñal 1968: 183–217; Hualde Pascual 2000: 283–315; Hualde Pascual & Hernández Muñoz 2004: 165–198).

La aparición de nuevas traducciones del griego en el XVIII no es un hecho aislado, pues coincide cronológicamente con un auge de la publicación en España de traducciones de todas las lenguas, si bien, según García Hurtado (1999: 38–39), en el período 1700–1808 las traducciones del griego suponen un escasísimo 1,54% del total de traducciones publicadas en España. En el otro lado de la balanza hay que situar las del francés que alcanzan un nada despreciable 55,11%. No hay que olvidar que la cultura francesa se infiltró en todos los países de Europa durante el siglo XVIII y que términos como «afrancesado», que fue incluido en la segunda edición del Diccionario de la lengua castellana, de 1770 (Garrido Moraga 1987: 199–206), y otros como «afrancesamiento cultural» y «galomanía» suelen utilizarse con frecuencia para referirse a esta época de la historia de España (Pageaux 1966: II, 1205–1220; Lara López 2016: 245–246).

Durante este siglo se documentan traducciones de obras griegas de todos los géneros literarios, siendo numerosas las que se vierten al castellano por primera vez.

 

Épica

Aunque en realidad se trata de una recreación, el primer poema épico que se versionó en este siglo fue Hero y Leandro de Museo por parte de Ignacio de Luzán. Esta traducción fue editada con carácter póstumo por J. J. López de Sedano en su Parnaso español (1770: II, 162–174). Ya López de Sedano destacó que esta obra se inspiraba en el poema original de Museo, pero tenía méritos «para poder estimarse como original» (1770: II, xiv). Casi dos décadas después los primeros dieciséis versos fueron incluidos en la segunda edición, también póstuma, de La Poética de Ignacio de Luzán (1789: I, 369–370) (Sebold 2008: 414). Para la primera traducción fiel al castellano que se conserva habrá que esperar a la incluida por José Antonio Conde en endecasílabos libres en su antología Poesías de Safo, Meleagro y Museo, Madrid, Benito Cano, 1797 (Calvo Pérez 2001: 117–119 y 2003: 188–189).

También en 1770 vio la luz el libro Coluthi Lycopolitae Thebani de raptu Helenae libellus (Madrid, Antonio Marín, 1770). Se trata de una edición que contiene el original griego, dos versiones latinas, una en prosa y otra en verso, del Rapto de Helena de Coluto a cargo de Felipe Scío de San Miguel y la primera traducción castellana del poema de Coluto elaborada por Ignacio García de San Antonio de Padua. Para el texto griego, según se explica en la introducción (f. ¶¶¶), el padre Scío siguió la edición de J. D. van Lennep (Leeuwarden, 1747). La versión castellana está en versos endecasílabos, que era desde el siglo XVI el metro usual para traducir al castellano el hexámetro griego y latino, tal como indicó Luzán sin matices en la segunda edición de su poética: «En las lenguas vulgares al verso hexámetro responde el endecasílabo» (en su primera edición esta afirmación aparecía con el añadido «y más propiamente las octavas, según el parecer del marqués Orsi» (Orsi 1703: 303).1 Por su parte, ya en el siglo XX Alfonso Reyes no dudó en denominar al endecasílabo «bridón de nuestra “epopeya culta”» en el prólogo a su traducción de la Ilíada (Reyes 1951: 8).

La traducción del poema de Coluto fue reeditada en Madrid, en la imprenta de José Doblado, en 1801 (Aguilar Piñal 1981–2001: IV, 148); y en el volumen plurilingüe L’enlèvement d’Hélène, revu et traduit en français. Poème de Coluthus […] suivi de quatre versions en italien, en anglais, en espagnol et en allemand (París, 1823). Poco es lo que se sabe del traductor de este poema salvo que fue amigo de juventud del P. Scío, que lo definió como un vir non vulgaris ingenii, neque inter infimi subselli poetas colocandos («hombre de inteligencia poco común y que no debe de ser considerado entre los poetas de menor rango») (f. ¶¶¶2v). Se ha conservado una relación de sus obras, todas ellas inéditas y perdidas salvo la traducción del Rapto de Helena, que además es la única obra que tradujo del griego (Vilá Palá 1961: 45; Campos 1961: 332 n. 10).

Pero, sin duda, el mayor hito del siglo XVIII en lo que a la historia de la traducción del griego se refiere es la publicación en 1788 de la primera versión íntegra de la Ilíada a cargo de Ignacio García Malo (Madrid, Pantaleón Aznar, 1788) en tres volúmenes (Martínez García 2005: 161–164; Hualde Pascual 2015: 39–52; Ruiz Casanova 2018: 416–418). A pesar de que la calidad de esta traducción se ha puesto en duda, suscitando severos reproches (Menéndez Pelayo 1950–1953a: II, 120; Hernando 1975: 206–210 y 225–226; Guichard 2004: 413), disfrutó de una reedición en Madrid en la imprenta Vergés en 1827, pero fue relegada al olvido tras la aparición en 1831 de la de J. Gómez Hermosilla (Hualde Pascual 2015: 39–52; Carnero 1993–1994: 275–289; 1996: 1–18). Aun así, la versión de García Malo fue incluida ya en el siglo XIX en una edición plurilingüe de lujo: Homeri Ilias Graece, quam vertebant Latine soluta oratione C. G. Heyne, Versibus item latinis R. Cunich, Italicis V. Monti, Germanicis Woss, Anglicis Pope, Gallicis Aignan, Ibericis García–Malo (Florencia, Batelli e Figli, 1838).

Antes de la publicación de la obra de García Malo también tradujo y publicó los versos 11.67–70 de la Ilíada Ignacio de Luzán en la primera edición de su Poética (1737: 189; Sebold 2008: 332) y los versos 3.22–23 y 7.51 de la Odisea (ca. 1721) en su Arte de hablar, o sea, retórica de las conversaciones (ms. BRAE 491, f. 58), si bien estos últimos permanecieron inéditos hasta que este tratado vio la luz a finales del siglo XX (Béjar Hurtado 1991: 124–125). Y conservamos la traducción de los cinco primeros versos de la Ilíada de Juan Meléndez Valdés porque los citó en una carta que dirigió a Jovellanos el 11 de julio de 1778 (Cueto 1893: III, 72–73; Caso González 1985: II, 129–133; Palacios Fernández 1997: III, 364–368; Astorgano 2003: 38; 2004a: 344–345; 2004b: 1189–1192; 2004c: 327–328). Estos versos formarían parte de su traducción de los primeros trescientos versos de Ilíada que se ha perdido.

Del mismo siglo XVIII nos han llegado además dos traducciones inéditas de los poemas de Homero, la de Félix Fernando de Sotomayor, de solo la Ilíada (BNE mss. 8227 y 8228), realizada en octavas castellanas entre septiembre de 1745 y marzo de 1746 (Guichard 2006: 71), y la de Manuel Rodríguez Aponte, quien es posible que tradujese ambos poemas homéricos, aunque hoy solo está localizada su versión de los cantos V al XXIV de la Odisea, con algunas lagunas en los cantos XXI y XXII, y los cantos I, III–IV, XIX 1–387 y XX–XXIV de la Ilíada (Vaticanus Ferrajolianus 339, ff. 1–312 y 391–433v; Berra 1939: I, 470–471). Esta traducción estaba ya terminada en 1793, cuando L. Fernández de Moratín visitó Bolonia (Fernández de Moratín 1867: I, 328; la traducción de la Odisea está datada entre 1782 y 1783 [Berra 1939: I 471]), y es probable que fuese esta la versión que estuvo a punto de imprimir en 1794 G. Bodoni (se conserva una galerada con Ilíada I 1–21 en la Biblioteca Palatina de Parma) (Cátedra 2010: 37–41).

Α este siglo también corresponde la primera traducción de los Trabajos y Días y diversos fragmentos de la Teogonía de Hesíodo elaborada por J. A. Conde en 1790 (BAH ms. 9–5968, ff. 3–24 y 31–49), pero inédita hasta tiempos recientes, pues no conoció las prensas hasta que en 2003 J. Calvo Pérez publicó la traducción de los primeros treinta y cuatro versos de la Teogonía (2003: 186–187). Más de una década después, en 2016, J. López Zamora rescató la traducción íntegra de los Trabajos y Días (2016: 41–88).

Por último, entre las traducciones de poemas épicos de las que tenemos noticia hay que lamentar la pérdida de una versión del poema Hero y Leandro de Museo por Esteban de Arteaga (Díaz Díaz 1980: I, 407); de las versiones de una selección de pasajes de la Ilíada atribuidas a Pedro Estala (Menéndez Pelayo 1950–1953a: II, 48) y a Cándido María Trigueros (Segalá y Estalella 1927: xlviii; Aguilar Piñal 1987a: 127); de los primeros trescientos versos de la Ilíada traducidos por Meléndez Valdés alrededor de 1772–1776, perdidos salvo los cinco primeros, y de las versiones de Conde de los Himnos homéricos, los Himnos órficos y la Periegesis o descripción del ámbito de la tierra de Dionisio de Alejandría, excepto los versos 62–68 que cita en su Descripcion de España de Xerif Aledris, conocido por el Nubiense, Madrid, Imprenta Real, 1799, 169 n. 26 (Menéndez Pelayo 1950–1953a: I, 360; Hernando 1975: 242; Calvo Pérez 2001: 128).

 

Lírica     

En el caso de la lírica habrá que esperar hasta casi el final de la centuria para que aparezcan las primeras traducciones. De hecho, en la primera mitad del siglo solo vieron la luz las versiones de las poesías incluidas por Luzán en la primera edición de su Poética (1737), en la que seleccionó y tradujo las Anacreónticas fr. 24 y 33 (pp. 153 y 222) y cuatro versos del Idilio 8 de Teócrito (vv. 57–60; p. 91) (Sebold 2008: 249, 303 y 360).

También se publicaron versiones de poesía lírica en la antología Parnaso español de López de Sedano (Madrid, 1768–1778). Así, en el volumen IV se incluyeron las versiones de Luzán de los fr. 1 y 31 de Safo (López Sedano 1770: IV, 169–171).2

Y en el último cuarto del siglo Trigueros publicó, bajo el seudónimo de Melchor Díaz de Toledo (Montero Delgado 2017: 267–276), las Poesías de Melchor Díaz de Toledo, poeta del siglo XVI hasta ahora no conocido (Sevilla, Manuel Nicolás Vázquez, 1776), en el que incluyó la primera versión de los Idilios 21 y 33 de Teócrito, el Idilio 1 de Mosco y el Epitafio a Adonis de Bión (Id. 1) (pp. LXV–LXX, LII–LIV, XLII–XLIV y XXXII–XXXIV, respectivamente).3

Es en la última década cuando empiezan a aparecer volúmenes con diversas traducciones de los líricos griegos. Así, en 1794 se publicó en Madrid en la imprenta de Antonio de Sancha la traducción que había realizado hacia 1609 Francisco de Quevedo con el título de Anacreon castellano con paraphrasis y comentarios. Incluía cincuenta y dos odas y dos fragmentos que entonces se atribuían a Anacreonte, basándose en las ediciones de H. Stephanus de 1554 y 1556. La calidad de esta versión suscitó desde muy pronto sonoras críticas y ya en su época se dudaba de los conocimientos de griego de su autor, siendo famosa la disputa que le enfrentó, por este y otros motivos, con Góngora (Bénichou–Roubaud 1960: 51–72; Moya del Baño 2006: II, 700 n. 8; Pérez Jiménez 2011: 7–12; Gallego Moya–Castro de Castro 2018).

En tiempos recientes hay quien ha atribuido esta traducción a Estala, pues fue él quien, por mediación de su entonces amigo Ramón Fernández4 solicitó los permisos para la publicación de este volumen, solicitud que tuvo que presentar dos veces, porque en 1786 la licencia no fue concedida tras un duro informe de C. Flórez Canseco. Finalmente parece que fue Francisco Patricio de Berguizas quien sacó en préstamo un manuscrito de la entonces Biblioteca Regia para proceder a la impresión de este volumen sin devolverlo después (Arenas Cruz 2003: 191–197).

En los años siguientes aparecieron, en años sucesivos, las versiones de las poesías de Anacreonte de los asturianos Bernabé y José Canga Argüelles, Obras de Anacreonte traducidas del griego en verso castellano (Madrid, A. de Sancha, 1795) y de J. A. Conde, Poesías de Anacreón, traducidas del griego (Madrid, B. Cano, 1796). La primera contenía sesenta y cinco odas y para su traducción se siguió la edición de J. Barnes (Cambridge, 1705) y traducciones francesas e italianas, además de la versión de Esteban Manuel de Villegas. Después sería incluida en un volumen bilingüe editado por J.–B. Monfalcon en Lyon en 1835 (Pabón 1973: 216–231; Rodríguez Alonso 1984–1985: 227–250). En el volumen de Conde se incluyeron noventa y una odas y se utilizó el texto de la edición de Stephanus de 1554, junto con el de la de J. C. de Pauw (Utrecht, 1732). Para algunos esta es la peor de todas las traducciones que publicó, debido a su afán por adelantarse a la de los hermanos Canga Argüelles con los que a partir de entonces entabló una agria disputa (Roca 1905: 145–147; Calvo Pérez 2001: 139–141 y 2004: 182). Y en 1798 Nicasio Álvarez de Cienfuegos publicó sus Poesías, en cuyo primer volumen (pp. 36–39) incluyó una traducción de los fragmentos 23, 24, 32 y 33 de las Anacreónticas, versiones que en su mayoría ya habían aparecido en el Diario de Madrid en febrero de 1797.5

Junto a su traducción de las poesías de Anacreonte Conde sacó a la luz la primera traducción íntegra de poesía bucólica griega: Idilios de Teócrito, Bión y Mosco traducidos del griego (Madrid, Benito Cano, 1796). Se trata de una traducción literal sin «impertinentes aliños», en palabras de Menéndez Pelayo (1950–1953a: I, 352; Pabón 1973: 209–211). Por su parte, Meléndez Valdés en una carta a Jovellanos fechada el 18 de octubre de 1777 afirmó haber traducido dos Idilios de Teócrito, pero de ellos solo nos ha llegado el Idilio XX.6 Ya en el siglo XIX las traducciones de los Idilios X 42–58 y IX de Conde fueron incluidas en la versión española de N. Fernández Cuesta de la Historia Universal de C. Cantù (1858: IX, 408–409).

En 1797, un año después de la publicación de la traducción de las Odas de Anacreonte y de los bucólicos griegos de Conde, este y los hermanos Canga Argüelles volvieron a coincidir publicando en el mismo año sendas antologías de poetas líricos griegos. Conde hizo imprimir Poesías de Safo, Meleagro y Museo traducidas del griego (Benito Cano) y los Canga Argüelles unas Obras de Sapho, Erinna, Alcmán, Stesícoro, Alceo, Íbico, Simónides, Bachílides, Archíloco, Alpheo, Pratino, Menalipides (Antonio de Sancha) (Rodríguez Alonso 1984–1985: 243–247; Calvo Pérez 2001: 119–125). La mayoría de las versiones de ambas antologías fueron incluidas después, junto con otras traducciones, en Poetas líricos griegos traducidos en verso castellano directamente del griego por los señores Baráibar, Menéndez Pelayo, Conde, Canga–Argüelles y Castillo y Ayensa (Madrid, Luis Navarro, 1884, con varias reed. en los primeros años del siglo XX).

Y en 1798 vio la luz el primer y único volumen de dos traducciones de las Olímpicas de Píndaro: una a cargo de nuevo de los hermanos Canga Argüelles (Obras de Píndaro, Antonio de Sancha), que fue descalificada severamente por C. Hernando (1975: 232: «los aciertos fueron pocos, y los fallos harto numerosos»); y la otra por parte de Francisco Patricio de Berguizas (Obras poéticas de Píndaro en metro castellano, Madrid, Imprenta Real) (Pabón 1973: 212–216; Rodríguez Alonso 1984–1985: 247–250; Cañas Murillo 1985: 39–40; Barajas Salas 1991: 81–92; Ruiz Casanova 2018: 212–216 y 418; Clúa Serena 2019: I, 219–228).

A finales del siglo XVIII también proliferaron traducciones de poesías griegas en los diarios de la época. Así, aparecieron traducciones de Safo, Anacreonte, Píndaro y Bión (Aguilar Piñal 1991: passim), muchas de ellas anónimas, pero otras de figuras relevantes como una versión muy libre de la Oda 1 de Safo, titulada «Sáficos–Adónicos a Venus», que se publicó en el Correo de Madrid (4, 1789, p. 1296), firmada por J. Cadalso (Aguilar Piñal 1983: II, 48).

Conocemos, además, traducciones de este siglo que fueron publicadas con posterioridad. Es el caso de los Idilios XIX y XX de Teócrito. El primero fue traducido en fecha no determinada por Trigueros, se ha transmitido en el manuscrito ms. 59–4–28, ff. 234–236 de la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla y ha sido editado recientemente por J. M. Nieto Ibáñez (2008: 193–210; 2009: 65–66) y G. Galán Vioque (2008: 489–490; Aguilar Piñal 1987a: 126), mientras que el segundo fue traducido por Meléndez Valdés hacia 1777, se ha transmitido en el manuscrito BNE 12958/46 y fue incluido en la antología de L. A. de Cueto (1871: II, 131–132; Pabón 1973: 209–211; Hernando 1975: 220–221; Palacios Fernández 1996: II, 560–562).

Y en la última década del siglo, hacia 1790, Conde tradujo en verso endecasílabo por primera vez las elegías de Calino (fr. 1) y Tirteo (fr. 10, 11 y 12), aunque en su traducción, como era usual en su época, el fr. 1 de Calino se atribuye a Tirteo. Así ocurre también en la edición de Ch. A. Klotz (Bremen, 1764), que por su fecha es probablemente la que utilizó Conde. Su traducción, que se conserva en los manuscritos RAH 9–5968, ff. 25–30 y BNE 4079, ff. 52–59, permaneció inédita hasta la aparición de la versión española de N. Fernández Cuesta en la Historia Universal de C. Cantù antes citada (1858: IX, 406–408). Después C. Hernando reprodujo una transcripción realizada exclusivamente a partir del manuscrito de la Biblioteca Nacional (1975: 397–403; Calvo Pérez 2001: 125–126).

El mismo Conde tradujo también en 1790 los himnos de Calímaco, versión que corrigió en 1796 y que se nos ha transmitido en el manuscrito BNE 4079, ff. 5–51v. La traducción de los dos primeros himnos fue reproducida por Menéndez Pelayo (1950–1953a: 373–380) y todos ellos por C. Hernando (1975: 357–397).

Por último, nos ha llegado el testimonio de varias traducciones perdidas: una versión de un Idilio no identificado de Teócrito por Meléndez Valdés; traducciones de una selección de Odas de Safo, de poesías de Anacreonte y de epinicios de Píndaro supuestamente obra de Trigueros (Sempere y Guarinos 1789: VI, 105; Aguilar Piñal 1987a: 127); y de algunas Odas de Safo y de poesías de Anacreonte que se han atribuido a Luzán, salvo las que incluyó en su Poética y su Arte de hablar (Cueto 1869: I, 100; Béjar Hurtado 1977: 227), y al jesuita Agustín Pablo de Castro (Maneiro & Fabri 1956: 106; Quetglas et al. 1998: 18; Heredia Correa 2002: 22).

 

Teatro

En el caso del teatro en el siglo XVIII tuvo gran aceptación la traducción y adaptación de obras extranjeras, especialmente francesas e italianas. Quizás por ello las traducciones de obras griegas en esta época son muy escasas. De hecho, durante todo el siglo XVIII apenas conocieron la imprenta dos traducciones de obras de teatro griegas, ambas a cargo de Pedro Estala: una versión en endecasílabos del Edipo rey de Sófocles (1793) y otra del Pluto de Aristófanes en romance octosilábico asonante, ambas impresas por Antonio de Sancha en Madrid, y ambas obras de juventud que vieron la luz diez años después de ser traducidas.

Por otra parte, parece que Estala proyectaba hacer una traducción de todo el teatro griego, lo que sin duda hubiese sido un acontecimiento notabilísimo (Hernando 1975: 189; Arenas Cruz 2003: 453–454), pues las primeras traducciones íntegras de las obras de Aristófanes y Esquilo no aparecerán hasta el último cuarto del siglo XIX, mientras que para las obras completas de Sófocles, Eurípides y Menandro habrá que esperar hasta el siglo XX.

Conservamos, además, en el manuscrito RAH 9–7082 versiones de otras tres tragedias de Sófocles traducidas hacia 1794 por Pedro Montengón y Paret, quien firmaba con el pseudónimo de Filópatro (Fabbri 1992). Las tradujo durante su estancia en Venecia en los años 1790 y perseguía ofrecer versiones fieles para que se conociera el espíritu trágico de las obras de Sófocles y mostrar las reglas del arte de la tragedia, afirmando que no existían modelos válidos en el teatro español de su época. Con todo, censuraba en Sófocles el exceso de familiaridad entre gobernante y súbdito y las escenas de barbarie. Por otra parte, durante mucho tiempo se consideró que las cuatro tragedias Agamenón, Egisto y Clitemnestra, Edipo y Antígona y Hemón que Montengón publicó casi al final de su vida con el título genérico de Tragedias (Nápoles, G. B. Settembre, 1820), eran versiones de Sófocles, pero ya Menéndez Pelayo, que las calificó de «engendros originales», advirtió que no eran tales (1950–1953c: 99; 1950–1953a: 374–375). Se trata en realidad de adaptaciones muy libres de obras de V. Alfieri, salvo Edipo que es una versión también libre del Edipo de Séneca (Fabbri 1972: 150–163; 1992: 1).

Además de estas traducciones de tragedias griegas que se realizaron en España en el XVIII, lo que sí proliferó en esta época es la creación y representación de obras de teatro basadas en mitos y temas clásicos, si bien gran parte de ellas no son sino traducciones o adaptaciones de obras francesas o italianas. Aunque en el caso de España a menudo sucedió por vía indirecta, la mitología griega y romana volvió a ser de nuevo fuente inagotable para los dramaturgos que se esforzaban por presentar nuevas recreaciones de los mitos griegos y latinos que poco o nada tenían que ver con sus precedentes clásicos (Nieto Ibáñez 2004: 305–331). Se trata de obras que pueden considerarse originales o que están a medio camino entre la traducción y la recreación gracias a un proceso que ya Tomás de Iriarte denominó con acierto «connaturalización» (Iriarte 1805: 94; Sebold 1988: 465–466). A este grupo pertenecen la versión en endecasílabos y heptasílabos de la Electra de Sófocles de Vicente García de la Huerta (Agamenón vengado, Madrid, 1779), el Filoctetes de Sófocles de José Arnal (Barcelona, hacia 1750) y otras muchas tragedias de inspiración clásica (Sebold 1988: 465–490; Nieto Ibáñez 2004: 313–315; 2009: 63).

Por otra parte, tenemos noticia de otras muchas traducciones de teatro griego en esta época que se han perdido. Se han atribuido traducciones de tragedias a Trigueros, de quien se dice que tradujo obras que llevaban por título Hipólito, Edipo Rey, Orestes, Alcestis y Fedra, pero es probable que se tratase de adaptaciones de obras de teatro francesas o italianas (Sempere y Guarinos 1789: VI, 103–104; Aguilar Piñal 1987a; Nieto Ibáñez 2004: 320).

Además, Luis Segalá atribuye una versión del Pluto de Aristófanes al jesuita Miguel García (Segalá 1916: 15–16; Hervás Panduro 2007: 245–246; González Delgado 2015: 3) y Menéndez Pelayo versiones de Electra de Sófocles y de Lisístrata de Aristófanes a Conde (Menéndez Pelayo 1950–1953a: I, 360–361; Calvo Pérez 2001: 127–128). De esta última obra se nos ha conservado la traducción de una combinación de versos con algunas adiciones (vv. 1262–1263, 1271–1272 y 1299–1300) que Conde incluyó en la nota 29 de su versión del tratado Descripción de España (Madrid, 1799) de Xerif Aledris (Calvo Pérez 2001: 127).

 

Prosa

Es en el terreno de la traducción de obras en prosa donde más se trabajó en esta época. No en vano es el género que más se cultivó en el siglo XVIII, pues se consideraba que era el mejor medio para la transmisión de las ideas renovadoras que preconizaban los ilustrados de la época. Se escribió mucha prosa en España en esta época, un fenómeno además avivado por el desarrollo del periodismo como cauce para la difusión de las ideas ilustradas. En el caso de la traducción desde el griego este auge se manifiesta en la aparición de versiones de todos los subgéneros, desde la historiografía a la oratoria, la filosofía y los tratados científicos hasta los nuevos subgéneros de las épocas helenística e imperial, como los diálogos satíricos de Luciano y la novela griega e incluso traducciones de textos de temática cristiana.

 

Historiografía

La primera obra historiográfica griega que vio la luz en castellano en el siglo XVIII fue el Periplo de Hannón, pues en 1756 Pedro Rodríguez de Campomanes publicó una versión con el título de Antigüedad marítima de la República de Cartago. Con el Periplo de su General Hannón. Se trata de una edición bilingüe en la que se presentan en columnas paralelas texto griego y traducción castellana. Para el texto griego utilizó las ediciones de S. Gelenius (Basilea, 1533), que es la que siguió en su traducción (f. d1), de A. Berkelius (Leiden, 1674) y de J. Hudson (Oxford, 1698), cuyas notas añadió con correcciones suyas. El texto va precedido por un estudio sobre Cartago en el que el autor demuestra haber consultado, entre otras, las obras de Heródoto, Aristóteles, Polibio, Estrabón y Diodoro Sículo, y, entre los autores latinos, Vitruvio y Justino. Añadió, además, un comentario palabra a palabra que tituló Ilustración al Periplo de Hannón (pp. 13–114). La publicación de este trabajo, que era el primer paso para la elaboración de una ambiciosa Historia de la Marina Española (Canto 2003: 28–29), además de servir de símbolo del resurgir económico y cultural de la España del momento, le supuso a su autor su admisión en la Real Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París (Sempere y Guarinos 1785: I, 46; Gil Fernández 2003: 234).

Ya en 1781 C. Flórez Canseco, ante la dificultad de encontrar ejemplares del original, reeditó con correcciones la traducción de la selección de obras de Jenofonte de Diego Gracián de Alderete (1552). Añadió el texto griego, que tomó de la edición de Th. Hutchinson (Oxford, 1727 para la Ciropedia y 1735 para la Anábasis), la división en capítulos y parágrafos, algunas notas y un útil índice de cosas notables, actualizó la ortografía y enmendó la traducción castellana, pues para Flórez Canseco la principal obligación del traductor era ser «fiel y exacto» (p. v), por lo que corrigió aquellos pasajes en los que consideró que Gracián no respetaba el original (Ibáñez Chacón 2019: 142). Los volúmenes publicados reproducen las versiones de la Ciropedia (vol. I) y la Anábasis (vol. II). En el tercero tenía previsto incluir la versión de los tratados menores y continuar después con la traducción del resto de las obras de Jenofonte, proyectos que no llegó a culminar.

Cinco años después Ambrosio Rui Bamba publicó la primera traducción directa del griego de La economía y Los medios de aumentar las rentas públicas de Atenas de Jenofonte. Al traducir, Rui Bamba optó por ser más fiel «al sentido que a las palabras, según el parecer de San Jerónimo, que dice que en lo dogmático se debe seguir la letra, pero en lo profano, el sentido» (*7). El mismo Rui Bamba tradujo y publicó poco después en tres volúmenes la primera traducción castellana de las Historia de Polybio Megalopolitano (Imprenta Real, 1788–1789).7) Para su traducción dice seguir la edición de I. Casaubon et al. (Leipzig, 1764).

Rui Bamba es, además, el autor de una traducción del libro VI de las Historias romanas de Apiano que se conserva en el manuscrito RAH 9–6044. Está datada en 1790 y fue editada sin citar a su autor en 1852 por Miguel Cortés y López, con el título de Las guerras ibéricas de Appiano Alejandrino (Valencia, José de Orga).8 La edición que manejó Rui Bamba fue la de J. Schweighäuser (Leipzig, 1785).

Y también en la Biblioteca Nacional se conserva una traducción castellana del mismo libro VI de la Historia romana de Apiano datada en el siglo XVIII, pero realizada, según afirma en el prólogo (f. ii), a partir de la versión italiana de A. Braccesi (Venecia, 1551) cuya primera edición data de 1520, por, según parece, Fulgencio Cerezuela (BNE ms. 8829) (Rubio Paredes 1978: 1–38). Además, en la misma biblioteca se conservan entre los papeles de Rui Bamba manuscritos con traducciones de los pasajes que Claudio Ptolomeo dedicó en su Geografía a la Bética (ms. 9–4592), a España (ms. 9–4593) y a la provincia Tarraconense (ms. 9–4594), y los borradores de traducciones de diversos autores griegos y latinos destinadas a formar parte de su España griega y romana (mss. 9–4587–4591), que nunca vio la luz (Maier Allende 2010: 38 n. 18; Manso Porto 2012: 189–194). Todos estos trabajos suelen datarse a comienzos del siglo XIX, entre 1805 y 1815 (Abascal & Cebrián 2005: 414).

En la citada institución se custodia también una copia inédita anónima, datada en 1755, de una traducción castellana anterior del De bello Gothico de Procopio (RAH, ms. 9–5647; Abascal & Cebrián 2005: 513) y un manuscrito, el legajo RAH 9–6101, que contiene apuntes y fragmentos no identificados de traducciones del griego y del árabe de la mano de J. A. Conde (Abascal & Cebrián 2005: 140).

Entre las obras historiográficas traducidas en el siglo XVIII inéditas hay que incluir la traducción de la Vida de Homero atribuida a Pseudo–Heródoto y el discurso LIII de Dión de Prusa («Oración de Dión, llamado el Chrysostomo en alabanza de Homero»), que Manuel Rodríguez Aponte incluyó como complemento a su traducción de los poemas homéricos finalizada antes de 1793.

Por último, aunque su publicación se demoró hasta mediados del siglo XIX (Madrid, 1846) (Font Jaume & Llabrés Ripoll 2010: 171–182), una de las traducciones más relevante del siglo XVIII es la de Los Nueve Libros de la Historia de Heródoto llevada a cabo por Bartomeu Pou durante su exilio en Bolonia. Esta traducción, para la que utilizó la edición bilingüe de P. Wesseling (Ámsterdam, 1763), estaba ya terminada hacia 1794 y se intentó publicar entonces sin éxito (Batllori 1966: 488; Cátedra 2010: 41 n. 2). Fue reimpresa numerosas veces hasta incluso el último cuarto del siglo XX.

Por otra parte, durante su exilio Pou tradujo también textos de Platón, Longino, y Demetrio Faléreo, versiones que no se han conservado, y, además de otros muchos trabajos, hacia 1782 escribió una obra titulada Plan de una librería selecta. Specimen editionum et interpretationum auctorum classicorum tam ex graecis, quam latinis, tum sacris tum prophanis, que contenía un catálogo de las ediciones de autores grecolatinos con una relación de traducciones de escritores clásicos (Quetglas et al. 1998: xxvi). Durante mucho tiempo solo podíamos acceder al contenido de esta obra indirectamente gracias a que Joaquín M.ª Bover la utilizó en su Biblioteca de Escritores Baleares, Palma, imprenta de P. J. Gelabert, 1868, 2 vols. (II, 140–150; véase Menéndez Pelayo 1950–1953b: X, 114; Hernando 1975: 422), pero hace unas décadas P. J. Quetglas y A. Font Jaume localizaron de manera independiente –y editaron posteriormente– las dos partes de un manuscrito que se custodiaban en Palma de Mallorca, una en la Biblioteca March (ms. 4º, 5/3) y otra en el Arxiu Gabriel Llabrés (Quetglas 1991: 103–106; Font Jaume 1997: 576; Quetglas et al. 1998 y Quetglas 2004).

 

Oratoria

Antes del siglo XVIII no se había publicado ninguna traducción íntegra al castellano de los oradores áticos. Para los discursos de Demóstenes y Lisias habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XX, pero el tercer gran orador ático, Isócrates, fue más afortunado, pues en 1789 Antonio Ranz Romanillos publicó en la Imprenta Real la primera traducción íntegra de sus discursos (Pérez Rioja 1962; Ruiz Casanova 2018: 400–407). Para su texto siguió la edición de Basilea de 1613 con la traducción latina de H. Wolfius y recurrió también a la de A. Auger (París, 1782) (Pérez Rioja 1962: 171). Años después su autor presentó esta traducción como mérito para optar a una plaza de supernumerario en la Real Academia de la Historia, que obtuvo el 15 de julio de 1802 (Pérez Rioja 1962: 68). Esta traducción, a pesar de que ha sido calificada de «pesada» y de ser «poco fiel al original» (Guzmán Hermida 1979: I, 42), ha sido reimpresa numerosas veces.

Además, en el primer cuarto del siglo, alrededor de 1721, Ignacio de Luzán había realizado ya una versión del discurso A Demónico que se conserva manuscrita en la Real Academia Española (BRAE ms. 491, ff. 122–137) y que ha permanecido inédita hasta tiempos recientes (Béjar Hurtado 1991: 199–219).

 

Filosofía y tratados científicos

Al rebasar la mitad de la centuria se produjo en España un aumento de las traducciones de obras de medicina y otras disciplinas científicas, que, en palabras de J. Gómez de Enterría (2003: 39), llegaron a ser masivas, en contraste con la escasez de traducciones publicadas en las primeras décadas. Dentro de esta corriente hay que situar una selección de las obras de Hipócrates realizada desde una versión latina por Andrés Piquer y Arrufat.

Se trataba de un autor descuidado por los traductores, probablemente porque los interesados en los tratados de Hipócrates manejarían con soltura las versiones latinas que circulaban por toda Europa y quizás también por el deseo de que no se generalizase el acceso a estos estudios. De hecho, Piquer se vió en la necesidad de justificar su traducción por poner esos conocimientos al alcance de «las viejas» argumentando que aunque entiendan lo que él llama «voces», no alcanzarán a comprender «los pensamientos» (p. III). La intención de Piquer era hacer inteligibles a la juventud los tratados de Hipócrates para que con ayuda de la traducción pudieran leerlo en su propia lengua y así poder conocer lo que él denomina «el fundamento de toda la verdadera Medicina» (p. IV).

El primer volumen de Las obras de Hippocrates más selectas apareció en Madrid (Joaquín Ibarra) en 1757 y contenía la primera versión castellana de Pronósticos. Fue seguido por otros dos, publicados en la misma imprenta en 1761, con el primer libro del tratado Epidemias, y en 1770, con fragmentos del segundo libro de Epidemias y su tercer libro íntegro. Para su traducción manejó la edición griega de A. Foës para el primer volumen (Fráncfort, 1596) y de J. Freind para los dos últimos (Londres, 1717), mientras que para la versión latina utilizó, sin citarla, la versión de Cristóbal de la Vega (Lyon, 1551) para el volumen primero y la de Freind para los otros dos (Sanvisens Marfull 1953: 80–102; Mindán Manero 1991: 133–164; Ángel & Fernández Gahán 1998: 34). Además de la versión trilingüe, Piquer ofreció a sus lectores amplios comentarios a pie de página en los que combinó teorías médicas antiguas con algunas contemporáneas. La calidad de su comentario del libro de los Pronósticos mereció después ser traducido al francés por J.–B. Laborie: Les Pronostics de Hippocrates commentés par A. Piquer (Montpellier, 1822).

Todos estos volúmenes constaban en su primera edición de las versiones griega, latina y castellana, aunque en el caso de la traducción de los Pronósticos la versión griega fue suprimida a partir de la segunda edición, datada en 1769, con el pretexto de «no hacer[la] gravosa a los pobres profesores» (p. ii). Después los tres volúmenes fueron reeditados por tercera vez entre 1774 y 1781 y el volumen primero conoció una cuarta edición en 1788. Las traducciones de Piquer, que, según parece, comenzó sus estudios de griego en edad madura, siguiendo las indicaciones de Gregorio Mayans, fueron muy criticadas en su época hasta el punto de que el médico Antonio Capdevila, en una carta que dirigió al citado Mayans el 15 de octubre de 1769, despreció su conocimiento de la lengua griega afirmando: «el fanático Piquer sabe tanto griego como la burra de Balaan» (Peset Llorca 1975: 245). Con todo, esta versión de Hipócrates ha sido considerada como la más importante obra pedagógica de la España del siglo XVIII (Ángel 2010: 465).

En los años 70 vieron la luz varias traducciones de dos tratados de teoría literaria: Sobre lo sublime, de Pseudo–Longino y la Poética de Aristóteles. En 1771 se publicó en Madrid la primera traducción del tratado Sobre lo sublime de Pseudo–Longino a nombre de Manuel Pérez Valderrábanos, pseudónimo habitual de Domingo Largo (Carrión Gútiez 1999: 97–114). Aunque en el título se presenta como una traducción directa del griego, es una versión de la muy influyente traducción francesa de N. Boileau–Despréaux (París, 1674) que se reimprimió solo en el siglo XVIII más de una docena de veces (Menéndez Pelayo 1950–1953d: II, 823; Billault 2002: 315–330). Según su autor, manejó la traducción de Boileau, pero la cotejó con la edición de J. Tollius (Utrecht, 1694), lo que le llevó a revisar su versión hasta el punto de rehacerla casi entera (ff. a3–a4). Para F. Piñero, se trata de una traducción «meritoria por la calidad de su prosa», destacando las traducciones de los pasajes en verso, aunque no duda en calificarlos de «versos rimbombantes en los que sacrifica la exactitud a la sonoridad» (1972: 249–250).

La traducción de Boileau fue también el punto de partida de la versión posterior de Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, elaborada hacia 1781 y publicada posteriormente por M. M. Pólit Laso en Memorias de la Academia Ecuatoriana (Quito) en los números correspondientes a los años 1923, 1924, 1926 y 1927; de la de Basilio de Santiago (P. Boggiero), publicada en Madrid en 1782 con el título de Tratado de lo Sublime que compuso el Filósofo Longino, secretario de Zenobia, reyna del Oriente; y de la de algunas otras ya en el siglo XIX.

Y en 1778 en Madrid (Antonio de Sancha) Flórez Canseco reeditó «suplida y corregida» la traducción de la Poética de Aristóteles de Alonso Ordóñez das Seijas y Tobar (Madrid, 1626), que es la primera que vio la luz en castellano. En su prólogo el editor afirma que cotejó la versión castellana con el original griego, modificando lo que consideró necesario, no dándose cuenta de que no era una traducción del griego, sino que su autor se valió de varias traducciones latinas e italianas publicadas en el siglo XVI (Patiño Loira 2020: 215–243). A la versión castellana le añadió el texto griego, la traducción latina y notas de la edición de D. Heinsius (Leiden, 1611) y las notas de la de Ch. Batteux (París, 1771). Este trabajo fue reimpreso en Madrid entre 1916 y 1939, revisado por A. Zozaya, quien modificó levemente el texto castellano y suprimió las versiones griega y latina (Pérez Pastor 2018: 175 n. 176).

Casi a finales de siglo aparecerá otra versión de la Poética de Aristóteles a cargo de José Goya y Muniain (El Arte Poética de Aristóteles, Madrid, Benito Cano, 1798), aunque parece que no es obra suya, sino de Pedro Luis Blanco (Menéndez Pelayo 1950–1953b: II, 108–109; Hernando 1975: 278–280; Checa Beltrán 2011: 2). Una versión actualizada anónimamente ha sido reimpresa numerosas veces desde que se publicó en en la colección «Austral» en Buenos Aires en 1948. En su prólogo (f. *2) Goya y Muniain afirma haber manejado la traducción de A. Ordóñez y la inédita de Vicente Mariner (BNE mss. 9809 [1630] y 9973 [copia del siglo XVIII]), y dice que hay noticias de otra traducción anterior de J. Páez de Castro, que identifica con la paráfrasis que utilizó el escritor madrileño J. A. González de Salas para su Nueva idea de la tragedia antigua, de 1633 (Sánchez Laílla 2000: 15 n. 22; Pérez Pastor 2010: 233–308).

Y ya en último cuarto de siglo se publicaron las primeras versiones de tres obras filosóficas: los tratados de Marco Aurelio, Teofrasto y Diógenes Laercio. En 1785 Jacinto Díaz de Miranda dio la primera versión castellana de Los doce libros del emperador Marco Aurelio en Madrid, en la imprenta de Antonio de Sancha (Gil Fernández 1979). Se trata de una versión bilingüe, cuya traducción L. Gil no duda en calificar de «espléndida» (Gil Fernández 1979: 565). Presenta, además, abundantes notas aclaratorias en las que justifica su interpretación del texto griego en los pasajes difíciles. Se reeditó justo un siglo después en la «Biblioteca Económica Filosófica», con correcciones, en 1888 en la «Biblioteca Clásica» y posteriormente en otras colecciones de gran difusión como «Crisol» y «Austral». El interés en la obra de Marco Aurelio se manifiesta además en la aparición en 1786 (Imprenta Real) del volumen Pensamientos escogidos de las máximas filosóficas del emperador Marco Aurelio Antonino, traducidos del francés por Jayme Villa López, uno de los numerosos seudónimos de Jacobo de Villaurrutia y López de Osorio. Al año siguiente (Madrid, Miguel Escribano) vio la luz la primera versión de los Caracteres de Teofrasto a cargo de Ignacio López de Ayala (Hernando 1975: 435–436; Nieto Ibáñez 2009: 64). Se trata de una versión bilingüe, en la que el traductor añadió el texto griego por mandato del Consejo de Castilla y para ello escogió la edición de J. C. de Pauw (Utrecht, 1737), aunque para la traducción utilizó también la edición versión latina de I. Casaubon (Lyon 1592, revisada en 1599), reproducida en la edición de de Pauw. Únicamente incluyó los veintiocho primeros Caracteres, pues los XXIX y XXX habían sido descubiertos en 1743 por P. Petroni en la Biblioteca Vaticana (Vaticanus gr. 110) y no fueron publicados hasta 1786 por G. C. Amaduzzi. La repercusión de las traducciones de Díaz de Miranda y López de Ayala ha sido muy importante, porque fueron reeditadas en la «Biblioteca Clásica Hernando» (Madrid, 1888), volumen reimpreso al menos en 1924. Ambas versiones fueron incluidas a su vez en Obras de los moralistas griegos: Marco Aurelio, Teofrasto, Epicteto, Cebes (Madrid, Perlado y Paez, 1915) y en la colección «Crisol» (Madrid, 1945), tomo que fue reeditado después al menos en 1960. Y casi a finales del siglo, en 1792, José Ortiz y Sanz, quien poco antes había publicado una versión de Vitruvio (Madrid, 1787), sacó a la luz la primera traducción de las Vidas de filósofos ilustres de Diógenes Laercio, versión que ha sido después reimpresa muchas veces. En el prólogo afirma que se basó en la edición de H. Westenius (Ámsterdam, 1693), pero consultó también otras ediciones y tuvo al alcance varias traducciones: la latina de A. Traversari (Roma, 1472), dos francesas, la de François de Fougerolles (Lyon, 1602) y una anónima (Ámsterdam, 1761), y una italiana a cargo de Bartolomeo y Pietro Rositini da Pratalboino (Venecia, 1545).

Por último, en este siglo se tradujeron otras obras en prosa que se pueden incluir en el subgénero de los tratados científicos, al menos desde el punto de vista de la Antigüedad clásica, y que han permanecido inéditas. Es el caso de las cincuenta fábulas del mitógrafo Conón que conocemos gracias al resumen recogido en la Biblioteca de Focio (Bibl. cod. 186) (Ibáñez Chacón 2007: 41–65). Fueron traducidas por Trigueros y se conservan en dos códices.9 Según Ibáñez Chacón (2018: 93–108) esta traducción depende de la latina de A. Schottus (Augsburgo, 1606) y como curiosidad hay que señalar que en esta versión es el único lugar donde se denomina a su autor «ateniense» por una confusión con el general ateniense Conón (Ibáñez Chacón 2018: 97).

Por otra parte, aunque Plutarco seguía siendo uno de los autores griegos favoritos en los ambientes eruditos, durante todo este siglo no se editó ninguna nueva traducción castellana, a pesar del interés que seguía despertando fuera de nuestras fronteras (Beardsley 1970: 3; Pérez Rioja 1962: 183–192; Lasso de la Vega 1962: 505–506; Bergua Cavero 2005; Morales Ortiz 2000; Pérez Jiménez 2009: 910–911; 2019: 606–621). Sí nos han llegado dos traducciones inéditas del tratado pseudo–plutarqueo Placita philosophorum. Una es obra del ya citado Estala y se conserva en la B. Menéndez Pelayo de Santander (BMP M 248 [39]); está datada el 14 de septiembre de 1793, pero se trata de la fecha en la que terminó de revisarla, pues en una carta que le dirige a J. P. Forner en Madrid, en julio de 1793, afirma que tenía terminada esta traducción hace ya diez años (Pérez de Guzmán 1911: 36; Arenas Cruz 2003: 454 y 2009: 129). La otra se custodia en la Real Academia de la Historia (RAH 9–5234–2 y 9–5242) y es una obra autógrafa de Joaquín Traggia (Abascal & Cebrián 2005: 513). En la misma biblioteca se custodia también una traducción de una versión latina parcial del tratado pseudo–plutarqueo De fluviis autógrafa de José Andrés Cornide, datable casi con seguridad en el siglo XVIII (RAH 9–3926–10; Abascal & Cebrián 2005: 513).

 

Nuevos subgéneros: el diálogo satírico de Luciano y la novela griega

En el siglo XVIII hay que esperar hasta el último cuarto para que se publique una nueva traducción de Luciano, pues no apareció ninguna hasta que Flórez Canseco publicó la primera traducción directa del griego del Sueño en 1778 (Madrid, Antonio de Sancha), junto con una reedición de la traducción de la Tabla de Cebes de Pedro Simón Abril (Zaragoza, 1586, ff. 38v–64). Esta reedición es de carácter escolar, pues respetó la versión de su predecesor, modernizando la ortografía y puntuación, añadió un párrafo final que tomó de la edición de J. Gronovius (Ámsterdam, 1689) y anotó el texto a pie de página con indicaciones sobre el contenido de la obra y notas gramaticales y textuales (Ruiz Gito 1997: 58). Esta traducción revisada fue reeditada en la «Biblioteca Clásica Hernando», junto a las traducciones de las Meditaciones de Marco Aurelio y los Caracteres de Teofrasto.

En cuanto a la novela griega, el siglo XVIII fue testigo de la publicación de una nueva traducción de las Etiópicas de Heliodoro a cargo de Fernando Manuel de Castillejo con el título de La nueva Cariclea o nueva traducción de la novela de Theagenes y Cariclea, que con título de Historia de Etiopía escribió el antiguo Heliodoro (Madrid, Manuel Román, 1722), aunque se trata de una paráfrasis más que de una traducción y fue realizada partiendo de la versión latina de K. Warszewicki (Basilea, 1552), según confiesa su autor en el prólogo. Es, además, una versión muy libre con numerosas alteraciones hasta el punto de que ha sido calificada de «recreación actualizadora de la obra de Heliodoro» (Castro de Castro 2010: 282; véase también Hernando 1975: 448–449).

 

Prosa de temática cristiana

España en siglo XVIII seguía siendo profundamente religiosa y durante todo el siglo el púlpito mantuvo su importancia social como medio de comunicación, junto con el teatro y los periódicos (Carnero 1994: 39). En el terreno de la traducción, según García Hurtado (1999: 38), la temática religiosa es la más recurrente, llegando a alcanzar un nada despreciable 31,74%, lejos del 19,24% de la temática literaria y del 9,98% de los temas históricos.

En el caso de la traducción desde el griego, en este siglo vio la luz la primera versión del tratado Sobre el sacerdocio de Juan Crisóstomo, a cargo de Felipe Scío (Madrid, Pedro Marín, 1773). Esta traducción, que a diferencia de otras versiones tenía un objetivo evangélico, pues pretendía «contribuir, cuanto esté de mi parte, a que Dios sea glorificado y a que todos conozcamos el grave peso de nuestras obligaciones» (f. bv), se reimprimió con correcciones y sin el texto griego apenas tres años después de la primera edición y en numerosas ocasiones después, pues no aparecerá otra versión castellana hasta la de D. Ruiz Bueno (Madrid, 1945).

 

Otras traducciones

Por otra parte, son muchas las traducciones de prosa griega del siglo XVIII de las que tenemos noticia, pero no conservamos. Así, a Ignacio López de Ayala se le atribuye la publicación en Madrid, en la imprenta de Joaquín Ibarra (1772), de una traducción de la Ética a Nicómaco (Sempere y Guarinos 1785: I, 156; Apraiz 1874: 142), pero es probable que se trate de una confusión con una reimpresión de la traducción latina de I. Argiropoulos que se publicó ese año en la misma imprenta y que va precedida por un prólogo en latín firmado por López de Ayala (Hernando 1975: 450–451; Codoñer 2001: 207 n. 111). También es fruto de una confusión la existencia de una traducción de la obra completa de Plutarco en doce volúmenes, atribuida a Diego Suárez de Figueroa y su sobrino Ignacio, recogida por el librero Julián Barbazán en su Catálogo de la librería de Barbazán (Madrid, 1941, p. 32) y citada por Pérez Rioja en su biografía de Ranz Romanillos (1962: 186). Se trata en realidad de una referencia a la traducción de la mayoría de las obras de Ovidio realizada por los citados Diego e Ignacio Suárez de Figueroa, en doce tomos (Madrid, 1727–1738). Y, según el testimonio de B. Pou, Domingo Fernández de Campomanes, durante su etapa de colegial en Bolonia entre 1773 y 1780, tenía casi terminada una traducción de los discursos Sobre la corona de Demóstenes y Contra Ctesifonte de Esquines (Hernando 1975: 445; Quetglas et al. 1998: 47) y su tío Campomanes en el comentario de su Periplo de Hannón (Madrid, 1756) dice haber traducido Sobre los dioses y el mundo del filósofo neoplatónico Salustio, obra que Sempere y Guarino afirmó que se conservaba en manuscrito (1785: I, 46 n. 1). Ambas traducciones, si existieron, no están localizadas.

En otras muchas ocasiones es probable que se trate más bien de proyectos bien intencionados que nunca llegaron a realizarse. Es el caso, por ejemplo, de la atribución de una traducción de la Vida de Cicerón de Plutarco al padre Scío (Campos 1961: 338) y del tratado Cómo debe el joven escuchar la poesía del mismo autor al jesuita Miguel García, pero es probable que nunca llegaran a realizarse (Uriarte & Lecina 1904: 244). Lo mismo sucede con una versión de la Apología de Sócrates de Platón que se ha atribuido al jesuita Sebastián Nicolau (Segalá 1916: 17; Hernando 1975: 89; Quetglas et al. 1998: 52); con la traducción con notas de la Historia de Tucídides, atribuida a Manuel Antonio Meliá y Ribelles (Segalá 1916: 15); con la atribución de la traducción de diversas obras de Dionisio de Halicarnaso a Vicente Peris (Fuster 1827: I, 118–119; Segalá 1916: 14); con las versiones del Sobre lo sublime de Longino y de una selección de obras de Platón y Demetrio Faléreo atribuidas a Pou (Batllori 1946: 154, 314); con las de una selección de discursos de Demóstenes y obras de san Basilio y san Juan Crisóstomo que se atribuyen a Berguizas (Menéndez Pelayo 1950–1953a: 241); con la traducción de Epicteto que Meléndez Valdés afirmó haber terminado en su juventud (Palacios 1997: III, 345–349; Astorgano 2003: 39, 2004a: 345 y 2004c: 328); y con la traducción de la Apología de Sócrates de Platón, de las Memorables de Sócrates de Jenofonte y del diálogo Timón de Luciano, atribuidos todos ellos a Ranz Romanillos, aunque todas estas últimas suelen datarse casi al final de su vida ya en el siglo XIX (Pérez Rioja 1962: 164).

 

Conclusiones

En definitiva, la segunda mitad del siglo XVIII supuso en los ambientes cultos del país, fomentado desde las más altas instancias del poder de la mano de Campomanes, un resurgir del interés por estudiar griego y conocer la literatura clásica, lo que en el terreno de la traducción se materializó en la reedición corregida de obras ya publicadas en épocas anteriores y en la publicación de numerosas traducciones de textos que no habían sido traducidos antes o no directamente desde el griego. Asistimos en estas fechas a un florecimiento de la traducción de autores griegos al español que contrasta con el páramo de la primera mitad del siglo, pero que está lejos todavía del espectacular aumento en el número de traducciones del griego al español que se experimentará a lo largo del siglo XIX.

Con todo, la mayoría de estas traducciones dieciochescas llegaban tarde, si lo comparamos con sus equivalentes en las principales lenguas europeas, pues prácticamente todas las obras que se tradujeron por primera vez al español en el siglo XVIII habían sido ya traducidas al italiano, al francés y al inglés, mientras que solo en algunos casos la traducción al español precede a su equivalente en alemán. A pesar de los logros conseguidos, al terminar el siglo XVIII España continuará yendo a remolque de los países de su entorno en los estudios helénicos en general y, muy especialmente, en la traducción de autores y textos griegos.

 

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  1. Véanse Luzán 1737: 433; 1789: II, 263–264; Sebold 2008: 618–619.
  2. La traducción del fr. 31 ya había sido incluida en el Arte de hablar o sea, Retórica de las conversaciones (véase supra). Véase Béjar Hurtado (1991: 10–11; 127).
  3. Véanse Aguilar Piñal (1987a: 129–135) y Galán Vioque (2008: 487–512).
  4. Andioc (1988: 18–19). Hay quien piensa que es un seudónimo de Estala (Aguilar Piñal 1981–2001: III, 213).
  5. Aguilar Piñal (1981: 29, nº 507; 74, nº 1299; 112, nº 1981). Véanse Pabón (1973; 216–231) y Valverde Sánchez (2001: 63–88).
  6. BNE 12958/46; Cueto (1871: II, 77–78 y 131–132); Beardsley (1970: 76 nº 152); Palacios Fernández (1997: III, 354–355); Astorgano (2004b: 1186–1187) y (2004c: 328).
  7. Se conserva una versión parcial en el manuscrito RAH 9–4595 y unos borradores en el manuscrito RAH 9–4596 (Abascal & Cebrián 2005: 513).
  8. Así lo hizo constar Tomás Muñoz y Romero en dos notas muy similares que se conservan una en la primera página del manuscrito, datada el 10 de febrero de 1856 (Abascal & Cebrián 2005: 510), y otra en el ejemplar de esta edición que perteneció Enrique de Aguilera Gamboa, XVII marqués de Cerralbo, y que se custodia con signatura M–CERR, XLII–7115 en el Museo Cerralbo (Alvar Ezquerra 2007: 31–32).
  9. BNE 18072, ff. 62–85 y Biblioteca Menéndez Pelayo D 116 (1768). Véase Aguilar Piñal (1987b: 9–14) y (2001: 67–71).