Lafarga 2

El estatus del traductor en el siglo XVIII1

Francisco Lafarga (Universitat de Barcelona)

 

Introducción

El estatus del traductor en el siglo XVIII tiene mucho que ver con la propia situación de la traducción o, mejor dicho, la imagen que proyectaba o la percepción que de ella tenían la crítica, los propios traductores o el público. Más que en ningún otro siglo –con la excepción de algunas épocas del XIX– los traductores y la traducción estuvieron en el centro de un debate público y se convirtieron en una «práctica cultural» (Gelz 2001), en tema de conversación en tertulias, en artículos de prensa, en asunto de literatura más o menos panfletaria, en arma arrojadiza contra competidores o, simplemente, enemigos. Los traductores, para curarse en salud, recurrieron a la captatio benevolentiae, exagerando las dificultades de la traducción, a su elevada misión de enseñar o, para usar un término más dieciochesco, de «ilustrar» a sus compatriotas, abriendo ventanas para que entrara el aire fresco del norte… y de paso ganarse algo de fama y unos cuantos reales.2

 

El traductor y sus motivaciones

Aun cuando conocemos cada vez mejor la labor de algunos traductores del siglo XVIII, su figura, que fue objeto de tantas críticas y sátiras en la época, sigue siendo si no desconocida, estereotipada.3 Los estudios realizados arrojan cierta luz sobre la tipología de los traductores, aun cuando para ello haya que limitarse a lo que ellos mismos, o los impresores, deciden que figure en las portadas de las obras. García Hurtado (1999: 40–41) ha podido establecer la ocupación o la profesión de los traductores de 1850 obras aparecidas entre 1750 y 1808: el grupo más numeroso está formado por miembros del clero, que reúnen el 43% de los casos. Les siguen, a mucha distancia, los que se denominan literatos o autores (10%), con una presencia similar de los médicos. Los militares representan un 7%, mientras que los juristas son un 6%. Porcentajes inferiores ocupan los que pueden englobarse en el grupo de políticos, los que ostentan algún título nobiliario o se ocupan de otros menesteres, como profesores, teólogos, latinistas o bibliotecarios. Son pocas las mujeres que aparecen entre los autores de traducciones, aun cuando no puede descartarse que se oculten bajo seudónimo o, lo más común en la época, bajo siglas.4

¿Qué mueve a los traductores a trasladar al castellano textos de todos los géneros y variada procedencia? Junto con el encarecimiento de las dificultades de la tarea de traducir, los elogios del original que se traslada, y la petición de benevolencia para juzgar el resultado y perdonar los fallos de la traducción, suele ser elemento recurrente en los prólogos la declaración de las motivaciones y la finalidad que impulsa a cada traducción que se emprende y se da a la imprenta. También, en ocasiones, tal motivo viene expresado en la portada de la traducción.

De modo muy generalizado, los traductores manifiestan una inequívoca voluntad de servicio social. La utilidad social tenía sus grados, y dependía en buena medida del género del original que se trasladaba al español. Así, en el caso de las obras de entretenimiento, hay quien se conforma con un vago deseo de ser útil a los demás; o quien recurre a la razón de introducir en España una obra que ya ha sido traducida a otras lenguas y que goza de gran difusión y éxito en toda Europa para no privar al público español de sus encantos y utilidades (Iriarte 1789: X–XI).

El público al que va dirigido el texto traducido suele determinar el tipo de utilidad que se perseguía. El caso más común es el de las traducciones destinadas a la enseñanza y la educación de la juventud. Es el motivo esgrimido, entre muchos otros traductores, por Juan Bautista Madramany al traducir el Arte poética de Boileau (1787) o por José Clavijo y Fajardo al verter la Historia natural (1786–1805) de Buffon, pensando «que el mayor servicio que podía hacer a mi patria era traducir para instrucción de la juventud la mejor obra de historia natural que, a juicio de los sabios, se conociese» (Clavijo 1791: VI).

En todas estas traducciones la voluntad pedagógica y el público específico al que van dirigidas quedan ya manifiestos desde el título y en la condición de quienes las realizan: profesores de diversos niveles e instituciones que llevan a cabo sus traducciones con el fin específico de que sirvan a sus alumnos en las aulas: suele tratarse de obras clásicas griegas o latinas, o de manuales de poética y retórica. También los traductores de obras técnicas o científicas se declaran en muchas ocasiones motivados por el deseo de aportar su contribución al fomento de las ciencias y los oficios en España, introduciendo las novedades y los avances alcanzados en otros países. De igual modo, muchos traductores de obras de religión consideran que la traducción sirve para detectar y denunciar doctrinas perniciosas en textos extranjeros o para contrarrestar esas doctrinas ya introducidas en España: «Con todo gusto me dediqué al trabajo de esta traducción, sin otra mira que la de ofrecer este contraveneno y específico admirable, que contiene el más verídico informe, y anatomía completa del cadavérico espíritu filosófico moderno de muchos», afirma en su versión de la sátira antivolteriana del P. Guyon El Oráculo de los nuevos filósofos el P. Pedro Rodríguez Morzo (1769–1770: I, III) .

En el terreno propiamente literario, el objetivo primordial de servir a sus conciudadanos en los diferentes campos del saber tiene en los traductores unas circunstancias específicas. La primacía de los valores estéticos sobre cualquier otro en este tipo de obras determina que la finalidad primera del traductor literario sea hacer accesible el texto extranjero a los lectores españoles y permitirles disfrutar de las bellezas que encierra. Ese espíritu anima tanto a quienes traducen a los grandes poetas de la Antigüedad, como a quienes dan a la escena las producciones más brillantes del teatro extranjero o intentan deleitar a los lectores con las novelas más recientes que triunfan en Europa. La traducción está, pues, al servicio de la difusión de los autores originales, de la introducción en España de novedades editoriales extranjeras en todos los géneros, o de la propuesta de modelos que, imitados por los autores nacionales, propiciarán la renovación de la literatura española del siglo XVIII. Por otro lado, no es infrecuente en el siglo XVIII la práctica de la retraducción, como modo de corrección de versiones anteriores juzgadas defectuosas o demasiado libres.

En cualquier caso, de modo claramente mayoritario el traductor español en el siglo XVIII concibe y orienta su trabajo de intermediario cultural al servicio de la sociedad española. La utilidad social de la obra de los traductores se encuadra en la concepción general en la época ilustrada del hombre de letras como individuo que sirve al conocimiento y el progreso común.

 

El trabajo del traductor a examen

Las intervenciones de todo tipo y de diferente grado que el traductor puede llegar a operar en el texto original plantean, más allá de la denominación que se dé a su trabajo, la cuestión de la índole de su labor literaria. Las diferentes metáforas utilizadas para referirse a la tarea del traductor insisten siempre en su condición de intermediario lingüístico y cultural. Dicho de otro modo: el traductor es un mero transmisor, no un creador. Por mucho que se pondere la dificultad de traducir con corrección y elegancia, y se llegue incluso a afirmar que es tan difícil o más traducir que componer, el traductor no es un creador. Por esa razón no es libre. Frente a la libertad absoluta del creador para inventar, el traductor tiene ya trazado el camino por el que debe transitar.

La renuncia a la libertad creativa del traductor, el sometimiento del ingenio propio en aras de la transmisión fidedigna de lo creado por otros no es empresa fácil. Son muchos los traductores que insisten en que no debe infravalorarse la dificultad de la labor de la traducción con respecto a la de la creación: «Es necesaria tanta habilidad para traducir bien, que estoy por decir que más fácilmente se hallarán buenos autores originales que buenos traductores» (Feijoo 1742–1760: V, 396).

De este esfuerzo de dignificación de la actividad traductora, equiparable a la creación misma, se deriva de manera natural la ponderación explícita de la dificultad de traducir que aparece en muchos prólogos, convertida ya en un tópico que incluso los propios traductores denuncian o ridiculizan. Algunos lo expresaron muy sencillamente: «El traducir como quiera es sumamente fácil a cualquiera que posea medianamente dos idiomas, el traducir bien es negocio tan arduo como lo acredita el escasísimo número que hay de buenos traductores entre tanta epidemia de ellos» (Isla 1745: sin p.); otros, en fin, prefirieron remitir a las autoridades nacionales y extranjeras que asentaban en sus tratados las dificultades inherentes a toda traducción y las específicas de cada género o materia, como se verá más abajo.

Este encarecimiento de los méritos y dificultades de una buena traducción hay que entenderlo, lógicamente, en el contexto del desprestigio generalizado de que eran objeto el traductor y su trabajo. En realidad, no es la traducción en sí misma lo que se critica o rechaza, pues es generalmente saludada como una vía de intercambio y un acceso al conocimiento; ni tampoco la figura del traductor por el simple hecho de serlo, sino cuando no cumple con las expectativas depositadas en él.

La impresión que se tiene es la de una plaga de traducciones, fomentada asimismo por varios críticos y publicistas como José Vargas Ponce, que la describe como una plaga, pues «[llega] por violentos grados a ser el traducir un oficio, un comercio, una manía, un furor, una epidemia, y una temeridad y avilantez» (1793: 40). Con todo, estudios realizados sitúan el porcentaje más elevado –pues hay que hablar de cifras relativas– en torno a un 19% de la producción total de libros para la última década del siglo, y un 17,8 de promedio para las dos anteriores 1770–1789 (Buiguès 2002). Con todo, si los buenos traductores merecen los más encendidos elogios por la calidad y el rigor de su trabajo, los traductores aficionados son atacados sin miramientos precisamente por su falta de preparación, por lanzarse a traducir sin escrúpulos y sin los conocimientos necesarios. Es conocida la burla del P. Isla en su Fray Gerundio (1768): «En los tiempos que corren es desdichada la madre que no tiene un hijo traductor» (Isla 1973: III, 159).

La prensa, con ocasión de reseñas de novedades editoriales o de críticas a los estrenos teatrales, fue especialmente activa en la denuncia de las malas traducciones. A ello se suman algunos artículos sobre la cuestión de la traducción, como la carta que envió cierto V. Q. a la redacción del Correo de Madrid (1790), en la que los (malos) traductores reciben calificativos del tipo «chusma de hambrientos y malos traductores», «traductorcillos literales», «semejante polilla», «muchedumbre de sandios y pobretes traductores», etc.

Pero no es difícil ver que esas justificaciones que se siente obligado a hacer casi todo traductor encubren también un intento de reivindicación de los valores y méritos de su tarea, de reconocimiento de un trabajo de características específicas. Si la labor de los traductores fue criticada por la falta de cualificación y rigor con que se realizaba, en algunos casos nos hallamos ante una «profesionalización del traductor», no como la entendemos en la actualidad, pues nadie vivía del trabajo de traducir en el XVIII, sino en el sentido de una conciencia de traductor, de un trabajo serio, riguroso y «profesional» de autores que no emprenden su traducción a la ligera. Son los casos, por ejemplo, de Tomás de Iriarte, el infante Gabriel de Borbón, José Clavijo y Fajardo, Antonio Ranz Romanillos, José Goya y Muniain, Ignacio García Malo o Antonio Saviñón. Se trata de literatos que conocen los preceptos de la traducción; que han leído los manuales, tratados o textos teóricos de las autoridades en la materia; que se documentan sobre el autor o el texto para poder contextualizarlos mejor, o consultan con especialistas para traducciones de tipo técnico. Y, para subsanar lagunas de tipo lingüístico o solventar dudas, tienen a su disposición no pocas obras gramaticales y lexicográficas, como auxilio y herramienta para la traducción.5

Uno de los más preocupados por este asunto fue T. de Iriarte, quien en el plan de creación de una Academia de Ciencias y Buenas Letras, que redactó en 1780 (y nunca llegó a aprobarse), incluía una sección o clase de Traducción (véase Álvarez Barrientos 1994 y Gelz 2001: 97–100). El propósito era no solo la creación de un lugar de discusión para los traductores, sino también de una institución que velara (como hacía la Real Academia para la lengua española) por la corrección y dignidad de las traducciones:

Para que se formen hombres de doctrina y gusto es menester adoptar lo bueno de los extranjeros, porque es difícil que, de repente, adelantemos lo que ellos, sin imitarlos; y para esto sería preciso traducir bien los mejores libros elementales. Ésta es nuestra mayor necesidad. No nos falta ingenio sino libros que le guíen, le enriquezcan, le rectifiquen, y le abran sendas que él por sí solo no puede descubrir sin ayuda del estudio. Esto está casi hecho entre los extranjeros: sólo resta trasladarlo a nuestro suelo, alterando, quitando y añadiendo con libertad lo que convenga; de suerte que unos traductores juiciosos y no serviles, lejos de corromper nuestra lengua y hacernos en todo medio extranjeros, evitarían la decadencia de nuestra literatura. (cit. en Álvarez Barrientos 1994: 21)

 

Las autoridades. Modelos en el arte de traducir

Para los traductores que quisieran referentes en la manera de traducir, o consejos de traducción, los modelos existían. Las autoridades antiguas y modernas aparecen mencionadas en muchos textos españoles del XVIII acerca de la traducción. Los pertenecientes a la Antigüedad están, obviamente, más presentes en traducciones de obras clásicas: es el caso de José Goya y Muniain, quien en el prólogo a su versión de la Guerra de las Galias de J. César (1798) invoca en particular a Cicerón, Horacio y san Jerónimo para defender el criterio de fidelidad en traducción.

Con todo, y a pesar del prestigio indudable de los grandes traductores y pensadores de la Antigüedad, la mayoría de las referencias remiten a autores modernos, algunos estrictamente contemporáneos. Por su volumen, destacan entre los referentes extranjeros los franceses, como modelos (o antimodelos) de la manera de traducir y como pensadores o formuladores de ideas.

Contrariamente a lo que sucedía en otros ámbitos culturales, en el de la traducción el ascendiente de lo francés, en Europa en general y en España en particular, situación no era tan boyante, no solo por el prestigio de los traductores y pensadores ingleses (como J. Dryden o A. Pope), sino también por las arremetidas de una parte de la crítica europea (sobre todo en Alemania, con J. J. Breitinger y J. G. Herder, entre otros) contra la manera de traducir «a la francesa» que ha pasado a la historia con la denominación de belles infidèles, que consistía fundamentalmente en adecuar el texto original –tanto en su expresión como en sus contenidos– a la cultura de llegada. Esta concepción se cimentaba tanto en el convencimiento de la superioridad de la cultura de recepción, o sea, la francesa de la época clásica, como en la idea del carácter creativo de la traducción.

Se aprecia en varios literatos y traductores españoles del XVIII un distanciamiento, e incluso un rechazo, de esa modalidad de traducción; además, en esa posición contraria a las belles infidèles podría verse también una reacción antifrancesa. El ya mencionado Goya y Muniain, gran defensor de la fidelidad, no puede soportar la libertad excesiva que se toman ciertos traductores, más aparente en los franceses, aun cuando pudiera justificarla la resistencia a la adaptación que ofrece su lengua:

Pero aun cuando los franceses acertaran a sujetarse al arte y sus reglas bien entendidas, queriendo traducir atenidos al autor, sin olvidar el genio de la lengua […] carecen visiblemente de los recursos que debieran esperar de ella. Tratan, por ejemplo, de poner en francés a Tácito, a Salustio, o bien a Horacio; ya que calan y penetran la sentencia del autor, vuelven los ojos a su lengua para vaciarla en ella, y sucédeles encontrarla dura, terca, inflexible en tanto grado, que se ven precisados o bien a acomodar al autor idiotismos nacionales, o bien a vestirlo de adornos postizos que inventa su imaginación. (Goya 1798: XXIX)

Esa práctica traductora tan extendida en Francia es puesta de manifiesto de una manera más dinámica por varios traductores que se enfrentan con obras que previamente habían sido vertidas por sus colegas franceses. Tal es el caso de Manuel Pérez Valderrábano, traductor en 1770 del tratado De lo Sublime de Longino, que había sido vertido en los años de 1670 por Boileau. En su prólogo, reproducido en la edición española, el erudito francés se muestra partidario de la traducción libre y adornada. Por su parte, el traductor español, aun reconociendo la autoridad de Boileau, no puede seguirle por ese camino y se declara respetuoso del autor y de su texto:

Una prudente libertad pueden tomarse los traductores, pero Boileau que, como dice en su prólogo, no tanto se propuso una traducción de Longino cuanto dar a su nación un tratado del Sublime, se tomó mayor licencia que la permitida a un traductor. Yo, aunque le alabo el pensamiento, nunca pensé en esto, sino en dar en castellano la obra de Longino como ella es en sí, dejando a los lectores libre el campo para que cada uno discurra a su modo y forme el juicio que más le acomode. (Pérez Valderrábano 1770: 6)

Son también interesantes los comentarios de Leandro Fernández de Moratín respecto de las traducciones francesas de Hamlet en el prólogo a su propia versión. Al pasar revista a las mismas, se refiere con detalle a la de Pierre Letourneur, tenida en alta consideración en Francia, aunque al dramaturgo español le parece que traiciona el texto de Shakespeare:

Este literato poseía perfectamente el idioma inglés y hallándose con toda la inteligencia que era menester para entender el original, pudiera haber hecho una traducción fiel y perfecta: pero no quiso hacerlo. […] En aquellos pasajes en que Shakespeare […] acalorado por una especie de frenesí, no hay desacierto en que no tropiece y caiga, entonces el traductor francés le abandona y nada omite para disimular su deformidad, suponiendo, alterando, substituyendo ideas y palabras suyas a las que halló en el original, resultando de aquí una traducción pérfida, por mejor decir, una obra compuesta de pedazos suyos y ajenos, que en muchas partes no merece el nombre de traducción. (Fernández de Moratín 1798: 11–12)

No le sirvieron, pues, a Moratín las versiones anteriores; mejor dicho, le sirvieron para no imitarlas, por lo que decidió separarse de quienes, como dice, «han querido mejorar a Shakespeare con el pretexto de interpretarle» (p. 12).

Sin embargo, no todos los traductores franceses fueron objeto de críticas negativas. Algunos resultaron justamente apreciados, como Jacques Amyot, celebrado traductor de Plutarco en el siglo XVI, y el académico y traductor del latín y del italiano Bachet de Méziriac del primer tercio del XVII. En cuanto a los «teóricos» de la traducción, uno de los que aparece con mayor frecuencia en los textos españoles es Charles Batteux, gracias a los comentarios e ideas expresados en los prólogos de sus versiones de clásicos griegos y latinos, así como en sus obras de literatura y poética, el Cours de Belles–Lettres (1747) y los Principes de la littérature (1777). Ambas obras gozaron de gran difusión en toda Europa y, por supuesto, también en España (véase Urzainqui 1989).

Se hallan también referencias a Jean Le Rond d’Alembert, en su calidad de autor de unas breves aunque contundentes «Observations sur l’art de traduire», que incluyó en sus Mélanges de littérature, d’histoire et de philosophie (1759). En ellas hace una encendida defensa del mérito del traductor y de las dificultades de la buena traducción, insistiendo en la necesidad del buen gusto por parte de los traductores. De los demás teóricos franceses mencionados en textos españoles merece destacarse al obispo Pierre–Daniel Huet, recopilador de una colección de clásicos para el hijo de Luis XIV (la conocida como ad usum Delphini) y autor del tratado de traducción De interpretatione libri duo (1661). Otros traductores o comentadores citados son Jean–François Marmontel por su artículo «Traduction» de la Encyclopédie;6 Paul–Jérémie Bitaubé por su disertación sobre traducción en las actas de la Academia de Berlín de 1779 y por su traducción de la Ilíada (1780); Jacques Delille por sus traducciones virgilianas, tanto de las Geórgicas (1769) como de la Eneida (1804), así como del Paraíso perdido (1805) de John Milton; André Dacier, secretario de la Academia francesa y traductor de Horacio, Aristóteles, Platón y Plutarco, y su esposa Anne, traductora de la Ilíada y de la Odisea. La presencia de teóricos y traductores de otras nacionalidades resulta netamente inferior: los ingleses Dryden y Pope, o los italianos Virgilio Malvezzi, Giuseppe Maria Secondo y Annibale Caro, entre otros.

La tradición española está presente en multitud de textos de la época, con actitudes distintas de sus autores, aunque en la mayor parte de los casos sustentadas en el respeto por los traductores del pasado. Podría verse un paralelismo entre el respeto a esos traductores y la recuperación de la literatura y de la cultura española de los Siglos de Oro durante el XVIII. De hecho, en distintas ocasiones la literatura traducida de la época áurea se considera parte integrante de la literatura «nacional», y los traductores son tenidos por autores de primera fila, modelos dignos de imitación y, a menudo, no superados. Aparecen personajes del siglo XVI, como Pedro Simón Abril, aunque la mayoría pertenecen a la centuria siguiente: el obispo Pedro Manero, traductor de Tertuliano; Gómez de la Rocha y Figueroa, que lo fue de M. Tesauro; Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, traductor de Virgilio y de Horacio; Francisco de la Torre (Horacio y a varios poetas italianos), el jesuita Gabriel Bermúdez, traductor de obras de espiritualidad; Diego Gracián de Alderete, que tradujo a Plutarco, Jenofonte y Tucídides; Jerónimo Gómez de Huerta, traductor de Plinio el Viejo; el presbítero Gregorio Hernández de Velasco, traductor de Virgilio y Sannazaro; Esteban Manuel de Villegas, que tradujo a Boecio y a varios poetas latinos; Carlos Coloma, traductor de Tácito o José Pellicer, traductor de Virgilio y Tertuliano. Entre los contemporáneos, los traductores más elogiados son el P. Isla, Tomás de Iriarte, el diplomático José Nicolás de Azara (por su traducción de C. Middleton) y José Clavijo y Fajardo, traductor de Buffon.

En cuanto a autores de la tradición literaria española que en algún momento expresaron sus ideas y opiniones acerca de la traducción, uno de los más citados es Miguel de Cervantes, tanto por su referencia a la dificultad de la traducción poética al mencionar una versión del Orlando furioso de Ariosto (Don Quijote (1.ª parte, cap. VI) como por la más célebre comparación entre las traducciones y los tapices.7 La relación de los autores citados como autoridades se completa con figuras tan señeras como la del humanista Pedro Simón Abril, mencionado en una larga cita textual del prólogo a su traducción de las comedias de Terencio de 1577, sobre la utilidad de la traducción en el aprendizaje de idiomas, o la de su coetáneo Francisco Sánchez de las Brozas (el Brocense), sobre la necesidad de la literalidad en la traducción poética.

Estas y otras referencias son una prueba innegable del conocimiento que muchos traductores y críticos tenían tanto de un pasado nacional, como de los grandes nombres de la Antigüedad y de los pensadores modernos extranjeros. Este extremo parece oponerse a la idea que algunos críticos se afanaron en lanzar acerca de la ignorancia de los traductores adocenados y faltos de escrúpulos.

 

El traductor ante la crítica

La mala calidad de la traducción, los errores, impropiedades, defectos de lengua o estilo del texto en español que se pretende dar a la imprenta son en muchos casos las causas de un informe negativo que determina la denegación de la licencia de impresión del manuscrito en cuestión, o cuando menos la devolución al autor para que corrija los errores advertidos en su traducción.

¿Qué aspectos son los más criticados por los censores? Son recurrentes, en primer lugar, las críticas a la excesiva literalidad de la traducción, hasta el punto de que el texto en español suele resultar ininteligible. En lo que se refiere a los contenidos, quienes realizan los informes para la Real Academia de la Historia suelen denunciar la «falta de penetración del original», y el desconocimiento de la materia de que se trata: «El traductor seguramente es principiante en una y otra lengua; y así muchos de los consejos y máximas que el Sr. Fénelon da para educación de las niñas, no se comprenden en la traducción por su duro estilo. También altera substancialmente repetidas veces cláusulas enteras por defecto de penetración del original, como se puede ver en todo el discurso de la obra» se puede leer en un informe sobre una versión del Traité de l’éducation des filles de Fénelon, que no alcanzo la aprobación (Vicente 1778).

A los problemas de contenido se unen los de expresión. Los censores constatan en muchos casos la ignorancia de la lengua de la que se traduce, así como la falta de propiedad y exactitud en la lengua castellana, y la omnipresencia de los galicismos: «Parece a la Academia que la obra original es muy útil, y lo será también su traducción si se corrigen los galicismos que hay en ella, y se pone en un estilo y lenguaje más castellano, para que se pueda permitir su impresión» (Lardizábal 1775) dice el censor en su informe sobre la traducción del Magasin des enfants de Mme. Leprince de Beaumont por Matías Guitet, que se publicó el año siguiente. Por ello, muchos censores lamentan que determinadas obras extranjeras, muy dignas, y cuyo conocimiento en nuestro país sería de gran utilidad, no hayan encontrado una pluma hábil y experta que las vierta en español con la calidad que merecen.

Superado el trámite censorio, la obra traducida podía imprimirse; empezaba su vida pública y la traducción pasaba a ser objeto de análisis y comentario por otros críticos. Desde los anuncios de aparición y venta de libros extranjeros trasladados al español hasta los comentarios críticos de obras concretas o las reflexiones de carácter general, la traducción tuvo una amplia repercusión en la prensa periódica española a lo largo del siglo XVIII.

En efecto, en los escuetos anuncios de novedades editoriales que periódicos como el Diario de Madrid o la Gaceta de Madrid insertaban en sus páginas, había a veces lugar para una brevísima alusión a los logros de la traducción o incluso a los avatares de la misma. Más espacio solía ocupar lo relacionado con ella en los prospectos de suscripción de determinadas obras, sobre todo novelas, que, como obra que eran de los editores o los propios traductores, inevitablemente resultaban ser elogios y promesas de que la versión al español se había realizado con todo esmero y primor.

En los periódicos había también cabida para opiniones críticas sobre obras traducidas de todos los géneros. Un caso particular de éstas era la crítica teatral, a menudo muy incisiva con la labor de los traductores, y que, por lo tanto, ofrece una imagen bastante negativa de su actividad: desconocen las normas de su oficio, son los culpables de la proliferación de galicismos y de la corrupción de la lengua castellana, ofrecen al público español versiones indignas de sus brillantes originales o muestran un nulo sentido estético al introducir en nuestro país lo peor de las literaturas extranjeras, los productos de menor calidad.

La crítica puede tener, incluso, un alcance a la vez más concreto y más trascendente, cuando plantea las consecuencias de esas malas traducciones en el terreno estrictamente literario. La crítica teatral responsabiliza a los malos traductores y sus fallidas versiones del fracaso de algunos de esos modelos en la escena española (la tragedia, por ejemplo), al tiempo que insiste en que es primordial tanto la elección de los modelos adecuados dentro de la oferta extranjera como la calidad de las traducciones (Rodríguez Sánchez de León 1999: 128–130). Más allá de estas críticas a traducciones concretas, la prensa dieciochesca acogió también escritos de diversa índole sobre cuestiones generales relativas a la esencia y dificultades de la traducción o, más habitualmente, la criticaban en forma de sátira o de ataque sin paliativos a los traductores. Y con más ahínco, si cabe, cuando se trataba, en opinión de algunos, de frenar una invasión corruptora de la lengua y la literatura propias:

Hace años que nos inunda un diluvio de traducciones […]. ¿Qué dique, si no la crítica, puede contener estragos tan destructores? Sin ella, ¿qué asilo pueden hallar las ciencias y la literatura, la belleza y dignidad de la lengua castellana? Sí: la crítica es el rayo exterminador del atrevido error; la aurora que ha de disipar las densas nieblas que por todas partes nos cercan; y el sol que ha de llenar de luz nuestro horizonte literario. (Cladera 1800: 1–2)

Además de los críticos, también algunos traductores se lanzaron a juzgar la labor de sus compañeros de oficio. Rodeados de otro tipo de justificaciones más directas a los empeños de la traducción propia, algunos de los prólogos que redactan los traductores no son más que un catálogo de errores de las traducciones ajenas, cuando el texto original en cuestión ya contaba con versiones previas en castellano o en otras lenguas: es lo que hacen por ejemplo, T. de Iriarte en su traducción del Arte poética de Horacio (1777), J. N. de Azara en el prólogo a su versión de la Historia de la vida de Marco Tulio Cicerón (1790) de Conyers Middleton, y García Malo en su traducción del Demofoonte de Metastasio (1791). Tal vez el ejemplo más furibundo sea el de los Comentarios con glosas críticas y joco–serias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco (1798) de Antonio de Capmany, acerca de la traducción de José de Covarrubias aparecida unos meses antes. A lo largo de cien páginas se sucede la relación de errores, impropiedades, atentados contra la lengua castellana, los principios básicos de la traducción y las leyes del buen gusto. Por eso, los juicios de Capmany, dirigidos contra una traducción muy concreta, son una proclama más para animar a los críticos a «hacer una batida de malos traductores, acabando con tan inmunda casta, o acosándoles a que vayan a poblar algún desierto, y establezcan en su nueva colonia su nueva algarabía» (Capmany 1798: 1).

 

Traductores polemistas

Algunos de estos juicios a traducciones concretas dieron lugar a vivas polémicas, que, a decir verdad, parecen responder más bien a un ambiente y a un contexto cultural que favorecía estos enfrentamientos dialécticos, que a una discrepancia real o a un deseo de originar un debate auténtico y serio sobre cuestiones de traducción. Estas polémicas se originaron casi siempre con motivo de la publicación de un texto literario traducido, y generaron a su vez un nuevo texto que adoptó la forma de un artículo o de una carta insertada en un periódico, con la pertinente réplica del traductor ofendido; o de textos autónomos, en algunos casos de extensión considerable. En la mayoría de los casos, es fácil ver detrás de esos acalorados argumentos a favor o en contra de determinada traducción motivos más personales o económicos que estrictamente científicos. Las rencillas personales, el deseo de desprestigiar a un competidor denostando su traducción o la discrepancia en postulados estéticos encontraron fácil salida en una arena pública acostumbrada a este tipo de enfrentamientos que tanta tinta hicieron correr a lo largo del siglo XVIII.

Así, puede mencionarse em primer lugar la polémica suscitada entre Tomás de Iriarte y Juan José López de Sedano a propósito de la traducción del Arte poética de Horacio: López de Sedano elogió en su Parnaso español (1768, vol. I) la versión de Vicente Espinel (1591), criticada con detalle por Iriarte en el «Discurso preliminar» de su propia traducción (1777). López de Sedano incluyó luego, en el tomo IX del Parnaso Español una nueva defensa de la versión de Espinel junto con una severa crítica de la de Iriarte, quien lanzó una contundente réplica con Donde las dan las toman (1778). Esta sátira fue contestada ya más tarde por López de Sedano mediante los Coloquios de la Espina (1785).

Otro episodio conocido es el protagonizado por dos traductores por un asunto de rivalidad literaria, al coincidir en la traducción de una misma obra, el poema La Religión de Louis Racine. El helenista Antonio Ranz Romanillos obtuvo licencia para publicar su versión, como así hizo, en 1786; al poco tiempo solicitó también licencia para publicar la misma obra Bernardo M.ª de Calzada, ignorando, al parecer, que ya se había aprobado una solicitud anterior; aunque su traducción fue aceptada, se le exigió esperar unos meses a publicarla, como así hizo. Molesto tal vez por la competencia que suponía otra versión del mismo texto, y por los perjuicios económicos que eso podía significar, Ranz Romanillos publicó una detallada y mordaz crítica de la versión de Calzada: Desengaño de malos traductores (1786). Poco tiempo después replicó éste con su Desengaño de malos desengañadores (1787), aunque en un tono más comedido, reconociendo incluso alguno de los defectos señalados por su contrincante.

El último episodio notable se produjo en las postrimerías del siglo (1798–1801), con ocasión de la publicación, prácticamente de forma paralela, de dos notables tratados sobre poética: los Principios filosóficos de la Literatura de Charles Batteux, y las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras, de Hugh Blair, traducidos por Agustín García de Arrieta y José Luis Munárriz, respectivamente. Esta polémica, centrada en rigor más en asuntos poéticos y literarios que propiamente de traducción, se difundió sobre todo en la prensa, con artículos de defensores de las tendencias críticas defendidas por cada obra (véase Urzainqui 1989).

 

Conclusiones

No hay duda que el traductor fue un personaje clave en la vida literaria del siglo XVIII; pero tampoco la hay de que fue constante objeto de desconfianza por parte de los intelectuales de la época: humanistas, críticos, escritores. Y esa desconfianza, respaldada por sus libertades y errores a la hora de traducir, se manifestó en multitud de textos de diversa índole (críticas, polémicas, sátiras, incluso descalificaciones e insultos) que no surtieron la eficacia deseada. No parece que lograran desterrar de la República de las Letras a unos ciudadanos que siguieron realizando su labor de mediación cultural entre los elogios de unos pocos y los ataques de muchos. La historia literaria nos ha mostrado que, todavía en el Romanticismo, las quejas y las patrióticas exclamaciones de los críticos contra la invasión de pésimas traducciones, y la parodia o la sátira de los traductores de pane lucrando seguían llenando las páginas de las publicaciones periódicas y de las obras de ensayo y de creación, quizá con más fervor, incluso, que durante el siglo XVIII.

 

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  1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación Portal digital de Historia de la Traducción en España, PGC2018–095447–B–I00 (MCIU/AEI/FEDER, UE).
  2. Para un mayor desarrollo y, en particular, para el acceso a numerosos textos, algunos de los cuales serán citados en este capítulo, puede consultarse el estudio y antología preparados por García Garrosa & Lafarga (2004). Para un panorama general sobre el siglo XVIII véase Lafarga (2004), García Garrosa & Lafarga (2009), Ruiz Casanova (2018) y García Garrosa (2020). También los capítulos de la presente obra, en particular «El pensamiento sobre la traducción en el siglo XVIII», por M.ª J. García Garrosa.
  3. Aun cuando existen numerosos estudios particulares sobre algún traductor, conviene mencionar aquí los intentos de formar repertorios o diccionarios de traductores. El más antiguo es el de Pellicer (1778), al que siguió el de Menéndez Pelayo (1952–1953). Más específicos son los de Riera Climent, Paradinas & Riera Palmero (2001), Pinilla (2017) y Micó & Campos (2019). Pueden consultarse asimismo las entradas específicas del Diccionario histórico de la traducción en España. Algunos estudios más precisos se refieren a los honorarios de los traductores (Herrera 1999) o a su papel de mediación (Hassler 2016).
  4. En la recuperación de las mujeres traductoras del siglo XVIII del XVIII, además del trabajo pionero de López Cordón (1996), véanse los de Bolufer (2005 y 2015) y Establier (2007, 2020a y b), entre otros.
  5.  Para una visión de conjunto pueden consultarse los capítulos «Lenguas, enseñanza y traducción en el siglo XVIII» de Juan F. García Bascuñana, y «Recursos para la traducción en el siglo XVIII: diccionarios» de Carmen Cazorla Vivas, en esta misma obra.
  6. El artículo de Marmontel apareció en el vol. IV del Supplément de l’Encyclopédie (1777) y venía a ampliar considerablemente el redactado por el gramático Nicolas Beauzée para la primera edición del diccionario (vol. XVI, 1765).
  7. «Me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz» (Don Quijote, 2.ª parte, cap. LXII). Aunque, al parecer, esa comparación la había hecho tiempo atrás Diego Hurtado de Mendoza, la difusión de la novela de Cervantes ha hecho que se le atribuya generalmente su autoría.