Meseguer

Traducción y censura en la época franquista

Purificación Meseguer Cutillas (Universidad de Murcia)

 

Introducción

Hablar de traducción en la España franquista pasa por abordar el complejo engranaje censorio que la condicionó o, en todo caso, por no pasar por alto que durante casi medio siglo estuvo sujeta a los preceptos y normas de un contexto represivo. Y es que, si la literatura española no puede entenderse sin la traducción, ninguna de las dos podría entenderse en esta etapa concreta de nuestra historia sin la censura. Si bien es cierto que las obras traducidas representaban una amenaza por facilitar la posible entrada de ideas foráneas y contrarias al régimen, también lo es el hecho de que, una vez completa la purga cultural e intelectual que siguió a la Guerra Civil, recurrir a la traducción de obras fue uno de los instrumentos para construir un sistema literario franquista, acorde a unos valores nacionales, católicos y patriarcales propios, y en el que incluir «cualquier exaltación del régimen, ya fueran una manipulación intencionada, un consentimiento pasivo o posibilista, o incluso la adopción inconsciente de un habitus conservador de acuerdo con este» (Vandaele 2015: 16).

A diferencia de países del Eje, como Italia y Alemania, donde existía, como afirma Rundle (2018: 41), una suerte de «paranoia cultural» alrededor de los peligros de la traducción, en España, como en Portugal, no se tomaron medidas censorias destinadas a la traducción en particular. Es decir, no existieron aquí, al contrario que en Alemania, unidades específicas de trabajo dedicadas a controlar y censurar los escritos procedentes del extranjero. Esto no es óbice para pensar que estos textos no recibieran una atención especial por parte de la censura del Estado: «the two apparently more totalitarian regimes of Italy and Germany actually maintained a much more permeable system than that applied by the less fascist but much more reactionary Spain» (Rundle 2018: 38).

Impulsada por sus pretensiones de sistematicidad a la vez que lastrada por su inercia burocrática, la censura adopta en el contexto franquista una dimensión compleja que se extendió más allá de su contorno institucional, contagiando así todos los eslabones de la cadena editorial. Este complejo sistema es el que pretende desentrañar el presente capítulo que, para evitar extraviarse en un dédalo histórico que abarca casi medio siglo, se centrará exclusivamente en la traducción de libros y, más en particular, en la narrativa.1 Así pues, centrarnos en el campo literario nos permitirá poner el foco sobre rasgos singulares que adoptaron traducción y censura durante el franquismo: la primera, que se hizo indisociable del control ideológico, cuando no de cierta función propagandística; la segunda, capaz de convertir contenidos subversivos en discursos afines, mostrando una faceta prohibitoria a la vez que creadora. Para ilustrar estas particularidades se desbrozarán diferentes expedientes de censura oficiales, recuperados del Archivo General de la Administración (AGA), documentos únicos que nos permitirán vislumbrar facetas del funcionamiento de una maquinaria censoria tan sofisticada e intricada como la franquista.

 

Un páramo cultural e intelectual

La cultura, que abría la puerta a reflexiones y disquisiciones de todo tipo, que otorgaba las herramientas necesarias para conformar el intelecto y nutrir el espíritu crítico, incomodaba al bando vencedor: harto conocidas son las arengas de José Millán–Astray, que se desgañitaba proclamando la muerte de la inteligencia y los intelectuales cada vez que tenía ocasión. Los libros eran peligrosos, sobre todo si venían de fuera. Así lo indicaba, por ejemplo, el escritor y periodista José María Salaverría, que en su madurez fue claro exponente reaccionario del pensamiento nacionalista español: «comprendí cómo iban envenenándose la mente de las juventudes, de las clases medias, de las masas; como aquella literatura rusa, judaico vienesa, judaico alemana, judaico americana estaba preparando lo que forzosamente tenía que venir y vino a su hora justa: la revolución republicano socialista» (Salaverría 1939: 3). De modo que para erigir un nuevo sistema basado en valores tradicionales nacionalistas y católicos, para sanear las mentes de ideas perniciosas y sembrar las simientes de la ideología franquista, se debía antes llevar a cabo una purga cultural e intelectual.

Al fuego purificador de las hogueras donde ardían obras de autores tan insignes como peligrosos ‒Anatole France, Émile Zola, H. G. Wells, Stefan Zweig, George Bernard Shaw‒, le siguió la caza de libreros y editores, responsables primeros del veneno que inoculaba el libro (Ruiz Bautista 2008). Pero no fueron los únicos: en 1937 se crearon las primeras comisiones depuradoras de bibliotecas y centros de lectura, destinadas a perseguir también a docentes y bibliotecarios, muchos de los cuales fueron asesinados o encarcelados y, en el mejor de los casos, inhabilitados, trasladados, u obligados a hacer frente a sanciones desorbitadas (Martínez Rus 2014). En cuestión de pocos meses, los escritores e intelectuales españoles desaparecieron o huyeron hacia Europa y Latinoamérica, dejando tras de sí un país huérfano de pensamiento libre, un país de estanterías vacías.

No obstante, el nuevo régimen conocía y apreciaba el potencial propagandístico del libro, y pronto acometió la tarea de construir un sistema literario acorde a sus ideales: «Esas librerías que los rojos dejaron huecas, nosotros tenemos que llenarlas de nuevos volúmenes. […] Limpiar, purificar, fecundar, arar las almas, es la obra del papel impreso, la tarea pertinaz del libro» (Salaverría 1939: 3). Durante los primeros años del franquismo se favoreció la creación de editoriales afines al régimen, así como la publicación de obras que estuvieran en sintonía con sus preceptos, como las «que denunciaban los horrores rojos, obras religiosas, textos de adoctrinamiento y biografías de personalidades ejemplares» (Martínez Rus 2014: 96). Entre la producción nacional destacarían las novelas humorísticas, de tintes realistas o existencialistas, y predominarían las que ensalzaban las bondades del recién estrenado régimen. En cuanto a la traducción, se favoreció la publicación de obras escritas originalmente en italiano, portugués y, sobre todo, alemán, aliados que pudieran contribuir a este proyecto literario nacional. La delicada situación económica y la escasez de papel no permitían una gran inversión en traducciones, por lo que además de recurrir a las pseudotraducciones (Merino & Rabadán 2002, Camus Camus 2008 y 2010), los textos extranjeros eran seleccionados con sumo cuidado y atendiendo a criterios definidos y respetados, como los que recogía el Index librorum prohibitorum, o a las recomendaciones de catálogos que clasificaban los libros de acuerdo con el dogma católico (Riba & Sanmartí 2017).2

Así y todo, para que la propaganda fuera efectiva y además de adoctrinar a través de la literatura, se pudiera controlar y filtrar cualquier discurso que atentara contra los valores del régimen, se necesitaba un sistema de control riguroso y eficaz, capaz de encauzar el flujo y la línea de las publicaciones, y con el objetivo muy definido de «establecer la primacía de la verdad y difundir la doctrina general del movimiento» (Abellán 1980: 15). Como veremos a continuación, estas singulares relaciones que mantuvieron censura, traducción y propaganda (Pegenaute 1996), pueden ponerse de manifiesto al intentar caracterizar de forma sintética el sistema censor desde las dos leyes que lo institucionalizaron, a saber, la Ley de Prensa de 1938 y la Ley de Prensa e Imprenta de 1966.

 

Guardar silencio y acatar: la primera Ley de Prensa

El 22 de abril de 1938, Ramón Serrano Suñer proclama la Ley de Prensa, a través de la cual habría de institucionalizarse la censura. Inspirada en el modelo alemán e italiano y controlada por la Iglesia católica más fundamentalista y por miembros de la Falange, perseguía evitar que cualquier idea perniciosa pusiera en tela de juicio los postulados del régimen o perturbara la mente de los más débiles (art. 18). La definición de Abellán (1982: 169), como «el conjunto de actuaciones del Estado, grupos de hecho, o de existencia formal, capaces de imponer a un manuscrito o a las galeradas de la obra de un escritor ‒con anterioridad a su publicación‒ supresiones o modificaciones de todo género, contra la voluntad o el beneplácito del autor», deja entrever una de las características de este sistema, que dispuso de casi cuarenta años para ir puliendo sus técnicas. Y es que la censura contó a la sazón con una maquinaria bien estructurada que no actuaba únicamente a nivel institucional, sino que empujaba al autor español y animaba al propio editor, en el caso de las traducciones, a ejercer de censor de sus propias publicaciones, promoviendo una suerte de censura interna, destinada a depurar los textos destinados a llegar a manos del lector español.

Una de las medidas que ponen de relieve esta particularidad del sistema censor franquista ha de encontrarse en la «censura previa», por la que los editores se veían obligados a enviar a las dependencias pertinentes un ejemplar de la obra que quisieran incluir en sus catálogos. Tal y como señala Abellán (1980: 138), una vez que la obra llegaba a manos del censor, este la sometía a un minucioso estudio destinado a valorar su contenido y a identificar cualquier referencia o alusión censurable. Tras una breve descripción de la misma, el censor debía cumplimentar un informe y responder a determinadas preguntas ‒¿Ataca al dogma? ¿A la moral? ¿A la Iglesia o a sus ministros? ¿Al Régimen y a sus instituciones? ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el Régimen? Los pasajes censurables, ¿califican el contenido total de la obra?‒, para emitir después su valoración, que podía moverse entre la autorización de la obra (con o sin supresiones) y la denegación (con o sin denuncia, y la posible inclusión del autor en una lista negra.

Este informe reflejaba las principales preocupaciones del régimen, al tiempo que disuadía al editor de acometer determinados proyectos literarios. De modo que la censura interna (editorial) ya empezó a aflorar en esta época frente a las presiones de la censura externa (institucional), poniendo a editores y autores en una delicada tesitura: con el riesgo permanente de ver sus proyectos frustrados, se veían obligados a elegir entre dar a conocer su obra, aunque fuera mutilada y tergiversada, o renunciar pura y simplemente a su proyecto. En definitiva, a elegir, en palabras de Larraz (2014: 33), entre «el silencio estéril o el acatamiento castrador».

En cuanto a las obras que venían del extranjero, estas eran seleccionadas cuidadosamente y primaban las de autores que pudieran contribuir a la causa, autores «inofensivos», como los calificaba Pegenaute (1999: 11), y aquellos textos que no dieran lugar a reflexión, sino que sirvieran más bien de entretenimiento, como las novelas detectivescas, del oeste o de ciencia ficción (Merino & Rabadán 2002, Camus Camus & Gómez Castro 2008). Y, en caso de duda, el censor siempre podía recurrir a los ficheros de publicaciones no autorizadas, listas de autores malditos e índices de libros prohibidos que, estos sí, circularon libres y de manera abundante durante toda la dictadura, como Lecturas buenas y malas, de Garmendia de Otaola (1949), o Selección de libros. Juicio sobre 700 obras de actualidad, de María Lázaro (1944). Un sistema jerarquizado, con diferentes niveles administrativos de vigilancia, y una cohorte de lectores especializados en diferentes materias (asesores religiosos y políticos) aseguraban el cumplimiento de estos criterios ideológicos, dotando al sistema censor de cierta sistematicidad y cohesión.

Sin embargo, algunos autores que a priori no estaban destinados a ser publicados en un sistema dictatorial como el franquista lograron llegar a manos de los lectores españoles ilustrando el concepto de «porosidad» al que alude Merkle (2018: 244): «The severe censorship designed to strengthen the new regime was often more permeable than originally thought». Aunque, como apuntaba Cornellà–Destrell (2015), la escasez de medios impidió que durante los años 1940 y 1950 se publicaran muchas traducciones, lo cierto es que fue durante esta época cuando aparecieron numerosas obras de autores tan controvertidos como George Orwell, Graham Greene, Aldous Huxley o Ernest Hemingway. Publicar se había vuelto necesario e imprescindible, y las traducciones comenzaron a surgir.

Y he aquí otro de los rasgos que hacen del sistema censor franquista un sistema complejo y particular: su capacidad de actuar como catalizador propagandístico. Esto explicaría que una obra como 1984 de Orwell, feroz crítica contra los estados totalitarios, viera la luz en esta época. En 1952 Destino publicó la novela, no sin amputar ciertas partes, como las once páginas de «Los principios de la neolengua», el apéndice final de la novela. Cualquier crítica explicita al fascismo quedó suprimida de forma oportuna mientras que la modificación y reescritura de ciertos pasajes aseguraron que la crítica que Orwell profería contra los estados totalitarios quedara reducida a una crítica centrada exclusivamente en el comunismo (Meseguer 2015). En el expediente del AGA 43632–50, el censor subraya el potencial propagandístico de la obra: «esta obra constituye un formidable alegato contra el régimen comunista y está prohibida y es perseguida en todos los países de influencia soviética, siendo muy grande su aceptación en Europa y en América, por lo que conviene la conozca el público en lengua castellana». Este caso ejemplifica la capacidad del sistema para desviar un mensaje contrario a la ortodoxia franquista y acabar creando otro nuevo que refuerza los valores establecidos y la reproducción del discurso dominante. Con esta estrategia, la censura adoptó una dimensión más compleja y la traducción acabó convirtiéndose en una herramienta propagandística al servicio del gobierno.

Y no es un caso aislado. Tal era el vacío y la necesidad de llenarlo con obras favorables al régimen, que antes que prohibir, se prefería autorizar aquellas novelas que llegaban a consulta, sin importar el número de tachaduras que fueran necesarias para edulcorarlas o transformarlas. Después de que el censor de turno reconociera que de esta «arenga anarquista» podría desprenderse una moraleja «positiva para una minoría» si se pulían los diálogos, Los ojos de Ezequiel están abiertos, de Raymond Abellio, fue publicada en 1955 por Escelicer, con no menos de 184 retoques exigidos, entre los cuales algunas tachaduras abarcaban varias páginas (expediente 4586–55).

De hecho, explica Larraz (2014) no importaba tanto la presencia del delito en una obra, como la ausencia de justificación de este; si existía una moraleja, no había razones para denegar la publicación de una obra. Verbigracia, la novela de Henri de Montherlant, El caos y la noche, publicada en 1963 por Noguer, recibió la autorización de la Administración pese a contener varias críticas al régimen franquista y hasta insultos a Franco (al que el autor llega a comparar con Stalin o a insultar directamente). El expediente 5593–63 contiene el informe del censor que propone tachaduras a pasajes concretos, aunque termina por dar su autorización; la razón ha de encontrarse en su valoración final: «como es lógico [el protagonista] es un obseso del antifranquismo y menudean pensamientos chocantes que se explican que se piensa que los hace un obseso del anarquismo, un viejo recalcitrante».

Que una novela encerrara una lección moralizante no solo contribuía a adoctrinar al lector, sino a proteger la mente del más débil, como rezaba el artículo 18 de la ley. A diferencia del sistema censor alemán, que consideraba que la lectura quedaba reservada para la clase media alta, simpatizante del nazismo, y por tanto representaba menos peligro que el cine o el teatro (Rundle 2000), para el régimen franquista el peligro radicaba en el grado de preparación del lector: el culto, capaz de discernir juicios y valores nefastos de los apropiados desde el punto de vista patriótico, y el ingenuo, considerado demasiado influenciable y maleable. Por lo que, a las consagradas formas de censura tradicionales, como la supresión y modificación de contenidos moral o ideológicamente perniciosos, venían a sumarse otras formas de control, igual de eficaces que la propia censura, pero mucho más sutiles, como la publicación de libros en ediciones de lujo, en obras completas, en el idioma original o en tiradas cortas destinadas al lector erudito (Martínez Rus 2014: 86). Como apuntaba Ruiz Bautista (2008: 63), «el peligro no residía tanto en la obra en sí como en su lectura por parte de un sujeto carente de la suficiente formación y criterio».

Este sistema censor dio sus frutos y resultó satisfactorio durante los casi treinta años que estuvo amparado por la Ley de Prensa de 1938. Sin embargo, la situación de ostracismo y de repliegue sobre sí mismo del país que caracterizó este periodo dio paso gradualmente a una nueva etapa aperturista en la que los virajes políticos y económicos que había dado Europa y el resto del mundo obligaron al régimen a mover ficha. Había que ocupar un lugar en el tablero internacional y, para ello, era preciso un lavado de cara, deshacerse de ciertos vestigios fascistas. Además, a las presiones externas venía a añadirse, en el panorama nacional, la necesidad de contentar a ciertos sectores desencantados con una ley a la que acusaban de arbitraria y poco rigurosa. Con Fraga Iribarne al frente del Ministerio de Información y Turismo, empezaba a gestarse una nueva ley, que abriría lo que Savater asimilaba a un nuevo periodo de adoctrinamiento (Savater 1996).

 

Internalización de los criterios censorios: la Ley de Prensa e Imprenta de 1966

El sector editorial acogió con entusiasmo la proclamación de la Ley de Prensa e Imprenta el 18 de marzo de 1966. El régimen franquista había empezado a mostrar hacia sus nuevos aliados en Europa y el resto del mundo signos de aperturismo y tolerancia y, entre las medidas que se había comprometido a adoptar, se encontraba esta ley, que otorgaba cierto margen y libertad a los editores. Pero pronto quedó patente que esta reforma, tanto en su planteamiento como a través de las diferentes medidas que pretendía poner en marcha, estaba destinada a constituir un marco más encorsetado y riguroso aún, perfeccionando así las prácticas censorias en vigor hasta la fecha.

La «consulta voluntaria» y el «depósito directo» pasaron a sustituir a la censura previa. Los editores ya no estaban obligados a presentar sus proyectos a censura; sin embargo, en ellos recaía la responsabilidad de editar una obra que pudiera atentar contra los valores franquistas, si finalmente la Administración así lo estimaba. A diferencia del sistema de dictamen simple contemplado en la ley del 38 (autorización o denegación), la resolución adoptaba ahora otros matices que reflejaban una mayor definición y perfeccionamiento en la actuación censoria: la obra podía ser autorizada, autorizada con condiciones (supresión, tachaduras, modificación), denegada (denuncia, secuestro, sanción administrativa), desaconsejada en consulta y prohibida en depósito (Abellán 1980: 139). El editor no solo podía ver su proyecto frustrado, como sucedía con la ley de 1938, ahora también se arriesgaba a ver sus ediciones destruidas, cargar con desorbitadas sanciones o enfrentarse al cierre de su editorial. Beatriz de Moura, editora de Tusquets en la época, reconocía en una entrevista que:

esa ley no representó más que un maquiavélico desplazamiento de la responsabilidad de la Censura oficial a la autocensura del editor, que, si se atrevía por libre a publicar un libro, podía ocurrir ‒como de hecho ocurrió en enésimas ocasiones‒ que cargara con las consecuencias tanto morales como materiales (en el mejor de los casos, contemplar, tragando bilis, cómo la policía destruía de madrugada en la imprenta toda la edición y además correr con todos los gastos consiguientes).3

De modo que la censura interna pasaba a convertirse con esta nueva ley en una práctica común. Mientras los autores españoles buscaban el modo de burlar la censura, los traductores, que no son sino autores de las traducciones que llevan a cabo, entregaban el fruto de su trabajo a las editoriales, que solían acometer por su cuenta las modificaciones que estimaban oportunas. Con lo cual esta época significó el auge de lo que paradójicamente se denomina autocensura (cuando a menudo las manos del traductor ni siquiera estaban involucradas en dicho proceso de adaptación de los contenidos). Los casos de intervención directa motu proprio del traductor en el proceso de censura sobre las versiones que producía tal vez podían darse de forma espontánea, por ejemplo, por cuestiones morales o por afinidad ideológica (Meseguer Cutillas 2015). Lo más probable, sin embargo, era que detrás de cualquier esfuerzo de adaptación de una obra determinada a los estándares de los valores dominantes estuviera la figura del editor ya que, en última instancia, también era quien daba la cara y corría con los riesgos ante la Administración. Mientras que la censura externa puede resultar identificable, en parte por las evidencias que el investigador ha de encontrar en los archivos oficiales y en las pruebas de imprenta que estos pueden contener (a no ser que los mismos expedientes estén incompletos o se hayan extraviado, como a veces pasa), la autoría de la censura interna se vuelve una realidad más escurridiza, que no deja entrever la mano de quien la llevara a cabo. El expediente 4586–55 de Los ojos de Ezequiel están abiertos contiene una carta del editor en la que admite que el traductor, José Vila Selma, «había modelado convenientemente la obra» siguiendo los propios consejos de la Administración, lo que revela además en este caso una perfecta sinergia entre censura interna y externa. Sin embargo, existe en los estudios sobre traducción y censura franquista la tendencia a señalar al traductor ante cualquier caso de censura interna, cuando lo común era que el autor de dicha intervención fuera el propio editor. Dilucidar el autor de una marca de censura interna sigue siendo un reto para el investigador. A este respecto, María Teresa Gallego Urrutia, reconocida traductora de libros, que desempeñó su labor también bajo el franquismo, ofrece la siguiente reflexión:

Creo que las editoriales censuraban la traducción entregada por temor a que retirasen la edición, e incluso que se lo comentasen a veces al traductor, aunque por entonces podían no hacerlo porque el traductor no tenía propiedad intelectual y no cedía su traducción, sino que ésta pasaba a ser propiedad de la editorial que podía hacer lo que quisiera con ella. O cambiaba lo conflictivo por su cuenta o le decía al traductor lo que tenía que cambiar. Y no podemos saber en esos casos si la versión publicada y censurada era cosa del traductor o de la editorial. Pero estoy muy convencida de que era cosa de la editorial y, por lo tanto, no se puede hablar de autocensura en traducción.4

El Archivo General de la Administración guarda en sus expedientes las valiosas pruebas que dan fe de esta práctica. Muestra de ello es, por ejemplo, el expediente de censura de La liga antimuerte, de Kingsley Amis, publicada por Lumen en 1967, justo un año después de la aprobación de la nueva ley. Esta novela fue sometida a examen por la censura, que propuso casi una treintena de supresiones; su editora, Esther Tusquets, no conforme con la decisión, remitió una carta en la que decía haber llevado ya a cabo un ejercicio de autocensura. «Hay un agravante: en las galeradas que mandé a Orientación Bibliográfica, el texto ya no aparecía íntegro. Antes de que lo picaran en la imprenta, yo suprimí ya por mi cuenta lo que me pareció no podría publicarse. O sea, que a los 28 cortes vienen a sumarse otros previos, y la novela queda todavía más mutilada de lo que puede parecer». Solo así logró s la autorización para publicar esta novela de Amis (expediente 4892–66).

La obra de Aldous Huxley Contrapunto, fue presentada igualmente después de que Planeta realizase más de veinte tachaduras en la traducción, lo que facilitó su paso por la censura, como muestra el expediente 1583–57, que desvela una vez más esa complementariedad entre censuras externa e interna, a todas luces debida a la asimilación de los márgenes de lo culturalmente aceptable (Lefevere 1984: 128) por parte de todos los agentes involucrados en el campo literario:

esta obra del escritor inglés Huxley, enjuiciada por nosotros no hace mucho se presenta a la Censura con tachaduras propuestas por la Editorial Planeta. En visto de ello, salvadas por dicha Editorial un conjunto de pensamientos, ya antidogmáticos, ya inmorales, con las gracias corrosivas de este novelista, hemos añadido de nuestra cosecha un montón de acotaciones, quedando así la novela reducida a una transcripción más o menos vigorosa de la vida social en ciertos medios.

Con esta ley, los editores tenían más libertad para elegir los autores cuyas obras vendrían a formar parte de sus catálogos y también para importar ediciones latinoamericanas, las cuales, dicho sea de paso, no estaban siempre libres de censura (Cornellà–Destrell 2015). En cualquier caso, todo apuntaba a realizar un saneamiento previo al paso por consulta voluntaria aunque, por mucho que se pretendía obtener el visto bueno de la Administración, nada garantizaba que esta no acabara interviniendo. Con lo cual, los editores se volvieron desconfiados y acabaron convirtiéndose en censores de sus propios textos, algo que, según Abellán (1980) se reflejó en el descenso de las denegaciones y el aumento de los silencios administrativos.

Este último tipo de dictamen reflejaba una postura a la que se acogía el censor para trasladar de nuevo toda responsabilidad en el editor. Las obras de autores controvertidos, como Hemingway o Zola, recibían sistemáticamente esta resolución: llama la atención el caso de Zola, cuyas obras, publicadas tímidamente a principios de los sesenta, fueron apareciendo de forma continuada tras la proclamación de la Ley de Prensa de 1966. Sin embargo, la petición de puesta en circulación de cualquiera de las novelas que conforman la saga de Los Rougon–Macquart se veía una y otra vez despachada con una suerte de silencio administrativo al estar acompañada por la siguiente advertencia: «Con esta fecha se pone a su disposición la Tarjeta por la que se permite la edición de esta obra de Emilio Zola que, como Vd. seguramente sabrá, está incluida en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. La autorización para la impresión de la citada obra en el Registro de ediciones no supone un acto positivo del Estado en materia que está reservada a la propia conciencia del editor. Esta Sección se limita a permitir la circulación del libro dejando al editor las responsabilidades que le atañen» (expediente 2319–66). De ahí que, lógicamente, la versión de la obra zoliana durante el franquismo quedara sujeta a un ejercicio de censura interna, como en el caso de La falta del abate Mouret (Meseguer Cutillas 2015: 130-140) y La delicia de las damas (Meseguer Cutillas 2018).

El editor tenía hasta la posibilidad de dejarse asesorar a la hora de acometer este ejercicio de autocensura mediante la «consulta oficiosa», de la que se encargaba el mismo Director de Información, Carlos Robles Piquer, cuñado de Fraga, y en la que, tras una lectura y examen de las tachaduras propuestas, quedaba margen para la negociación. Larraz (2014: 73) asegura que «esto otorgó a ciertos editores y escritores la posibilidad de poner en circulación libros problemáticos que habían sido presentados a consulta voluntaria». Otros editores resolvían sus divergencias con los censores de una manera bien distinta: conocidos son los tratos de favor que la censura dispensaba a José Manuel Lara, director de Planeta, y sus distendidos encuentros con Robles Piquer, con quien, a menudo en restaurantes, dejaban zanjado el asunto (Laprade 2014).5 Estos flecos, que denotaban la arbitrariedad y la connivencia existentes en un sistema que se decía infalible, llevarían a la destitución de Fraga en 1969, que fue sustituido por un ministro más conservador, Sánchez Bella.

En definitiva, lejos de ser sinónimo de una fase de disensión para los agentes que operaban en el mercado del libro, esta ley trajo consecuencias nefastas para un sector editorial que, bajo el yugo de la dictadura, quedó condicionado hasta asimilar y aplicar los criterios ideológicos establecidos por la ortodoxia franquista. De esta manera, este segundo periodo de adoctrinamiento del lector español se caracteriza por un fenómeno de internalización de los márgenes y reglas de lo que era publicable y lo que no. Aquello supuso todo un cambio de paradigma censorio en el que el foco del control del pensamiento e ideas difundidas a través de la traducción literaria va desplazándose desde la censura de Estado hacia las propias editoriales, puertas adentro, por así decirlo. En este esquema de reproducción y diseminación de los valores oficiales, la depuración y/o apropiación de los textos procedentes del extranjero se tornó un recurso de lo más socorrido. Las versiones que llegaban a manos de los españoles no eran siempre íntegras y fieles a las obras originales, haciendo que la traducción llegara a convertirse en este contexto en una provechosa herramienta al servicio del régimen franquista.

 

Conclusiones

Si como apunta Ruiz Casanova (2000: 12), «desligar la traducción de la historia de la lengua y de la literatura que las recibe es un dislate», desvincular la traducción de su contexto histórico resultaría igualmente contraproducente. Las obras traducidas y el contexto sociocultural en el que se inscriben no pueden entenderse independientemente las unas del otro.

En efecto, la palabra traducida se asemeja a lo que viene a ser un negativo fotográfico: fija, en un momento concreto, un retrato de la sociedad receptora que la acoge, de la cual tiene mucho que contar. Encierra toda una microhistoria de las formas en las que literatura y política se influyen mutuamente, reflejando la manera en la que dicha sociedad se concibe a sí misma a la vez que explicita el discurso del poder. Aún más cuando la época histórica que se considera es una autoritaria, como en este caso el franquismo, en la que la actividad traductora se hizo indisociable de los mecanismos censorios puestos en marcha para asegurar la reproducción de las ideas dominantes. En este sentido, es paradójica esa doble función que llegó a desempeñar la traducción de libros a lo largo de la dictadura: representó no solo una amenaza de contaminación de la sociedad española por el riesgo de ver infiltrarse unos valores subversivos procedentes del extranjero, sino también una oportunidad para el régimen de reforzar y promover los valores oficiales sobre los cuales se asentaba.

Y a modo de cierre, y también de apertura, si algo de nuestra identidad y de nuestra memoria queda cristalizado en lo traducido, el capítulo de las relaciones entre traducción de libros y censura franquista está lejos de poder darse por concluido. Y seguirá siendo así al menos hasta que se salde una deuda histórica para con el lector español y la literatura universal. Una deuda que queda pendiente dada la cantidad de novelas traducidas y censuradas en aquella época que, o bien fueron reeditadas en sus versiones censuradas, o bien no dieron lugar a ediciones posteriores, y lucen aún hoy, en las estanterías de las bibliotecas, los estigmas de otros tiempos (Gómez Castro 2008).

 

Bibliografía

Abellán, Manuel. 1980. Censura y creación literaria en España (1936–1976), Barcelona, Península.

Abellán, Manuel. 1982. «Censura y autocensura en la producción literaria española», Nuevo Hispanismo 1, 169–180.

Camus Camus, María del Carmen. 2008. «Pseudonyms, Pseudo–Translation and Self–Censorship in the Narrative of the West during the Franco Dictatorship» en T. Seruya & M. Lin Moniz (eds.), Translation and Censorship in Different Times and Landscapes, Newcastle, Cambridge Scholars Publishing, 147–162.

Camus Camus, María del Carmen. 2010. «Censorship in the Translations and Pseudo–Translations of the West» en D. Gile, G. Hansen & N. K. Pokorn (eds.), Why Translation Studies Matters, Ámsterdam, John Benjamins, 41–56.

Camus Camus, María del Carmen & Cristina Gómez Castro. 2008. «El sistema de control de libros franquista frente a la invasión yanki: de la narrativa del Oeste al best–séller anglosajón» en E. Ruiz Bautista (ed.), Tiempo de censura: la represión editorial durante el franquismo, Gijón, Trea, 233–272.

Cornellá–Destrell, Jordi. 2015. «La obra de James Baldwin ante la censura franquista: el contrabando de libros, la conexión latinoamericana y la evolución del sector editorial peninsular», Represura 1–Nueva época, 32–60.

Garmendia de Otaola, Antonio. 1949. Lecturas buenas y malas. A la luz del dogma y la moral, Bilbao, El Mensajero del Corazón de Jesús.

Gómez Castro, Cristina. 2008. «The Francoist Censorship Casts a Long Shadow: Translations from the Period of the Dictatorship on Sale Today» en T. Seruya & M. Lin Moniz (eds.), Translation and Censorship in Different Times and Landscapes, Newcastle, Cambridge Scholars Publishing, 184–198.

Gutiérrez Lanza, Camino. 2000. Traducción y censura de textos cinematográficos en la España de Franco: doblaje y subtitulado inglés–español, León, Universidad de León.

Larraz, Fernando. 2014. Letricidio español: censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea.

Lázaro, María. 1944. Selección de libros. Juicio sobre más de 700 obras de actualidad, Valencia, Biblioteca y Documentación.

Lefevere, André. 1984. «Translations and Other Ways in which One Literature Refracts Another», Symposium. A Quarterly Journal in Modern Literatures 38: 2, 127–142.

Lobejón, Sergio. 2008. «La censura en la traducción de la poesía en inglés (1939–1978)» en L. Pegenaute et al. (eds.), La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI, Barcelona, PPU, I, 241–250.

Lobejón, Sergio. 2013. Traducción y censura de textos poéticos inglés–español en España: TRACEpi (1939–1983), León, Universidad de León (tesis doctoral).

Martínez Rus, Ana. 2014. La persecución del libro: hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936–1951), Gijón, Trea.

Merino, Raquel. 2007. Traducción y censura en España (1939–1985). Estudios sobre corpus TRACE: cine, narrativa, teatro, Bilbao, Universidad del País Vasco–Universidad de León.

Merino, Raquel & Rosa Rabadán. 2002. «Censored Translations in Franco’s Spain: The TRACE Project–Theatre and Fiction (English–Spanish)», TTR 15: 2, 125–152.

Merkle, Denise. 2018. «Translation and Censorship» en F. Fernández & J. Evans (eds.), The Routledge Handbook of Translation and Politics, Londres, Routledge, 238–256.

Meseguer Cutillas, Purificación. 2015. Sobre la traducción de libros al servicio del franquismo: sexo, política y religión, Berna, Peter Lang.

Meseguer Cutillas, Purificación. 2018. «De escaparate naturalista a la vitrina franquista: Au bonheur des dames, de Émile Zola» en I. Cáceres Würsig & M.ª J. Fernández–Gil (eds.), La traducción literaria a finales del siglo XX y principios del XXI: hacia la disolución de fronteras, Soria, Diputación de Soria,  45–64 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 21).

Pegenaute, Luis. 1996. «Traducción, censura y propaganda: herramientas de manipulación de la opinión pública», Livius 8, 175–183.

Pegenaute, Luis. 1999. «Censoring Translation and Translation as Censorship: Spain under Franco» en J. Vandaele (ed.), Translation and the (Re)Location of Meaning. Selected Papers of the CETRA Research Seminars in Translation Studies, 1994–96, Lovaina, Katholieke Universiteit Leuven, 83–96.

Pérez López de Heredia, María. 2005. «Inventario de las traducciones censuradas de teatro norteamericano en la España de Franco (1939–1963)» en R. Merino, J. M. Santamaría & E. Pajares (eds.), Trasvases culturales: literatura, cine y traducción. 4, Vitoria, Universidad del País Vasco, 2005, 97–112.

Riba Sanmartí, Caterina & Carme Sanmartí Roset. 2017. «Censura moral en la novela rosa. El caso de Elinor Glyn», Represura 2, 40–55.

Ruiz Bautista, Eduardo. 2008. (ed.) Tiempo de censura: la represión editorial durante el franquismo, Gijón, Trea.

Ruiz Casanova, José Francisco. 2000. Aproximación de una historia de la traducción en España, Madrid, Cátedra.

Rundle, Christopher. 2000. «The Censorship of Translation in Fascist Italy», The Translator. Studies in Intercultural Communication 6: 1, 67–86.

Rundle, Christopher. 2018. «Translation and Fascism» en F. Fernández & J. Evans (eds.), The Routledge Handbook of Translation and Politics, Londres, Routledge, 29–47.

Salaverría, José María. 1939. «Los secretos de librería», ABC, 16 de abril.

Savater, Fernando. 1996. «Ángeles decapitados. La desertización cultural bajo el franquismo», Claves de Razón Práctica 59, 8–13.

Toury, Gideon, Descriptive Translation Studies and Beyond, Ámsterdam, John Benjamins, 1995.

Vandaele, Jeroen. 2015. Estados de Gracia: Billy Wilder y la censura franquista (1946–1975), Leiden, Brill.

Vandaele, Jeroen. 2020. «Ibsen and the Doll’s House Dictator: how Francoism Curbed Nora», Perspectives. Studies in Translation Theory and Practice.

 

 

Show 5 footnotes

  1. El lector interesado en conocer en profundidad cómo operó la censura y qué consecuencias tuvo en otros géneros, como el de la poesía, puede consultar, por ejemplo, Lobejón (2008 y 2013), además de su capítulo en esta obra, dedicado a «La traducción de poesía en la época franquista».Especialmente interesantes son los trabajos del grupo TRACE sobre cine, teatro y narrativa, recogidos en la obra de Merino (2007). Sobre teatro y cine, véanse también, por ejemplo, los de Gutiérrez Lanza (2000), Pérez López de Heredia (2005) y Vandaele (2015 y 2020).

  2. El término «pseudotraducción», adoptado por Toury (1995), se refiere aquí a textos que, aun estando escritos originalmente en español, por escritores españoles que utilizaban un pseudónimo extranjero, eran presentados al público español como traducciones.

  3. Entrevista personal realizada por la autora en 2014.
  4. Entrevista personal realizada por la autora en 2018.
  5. Entrevista personal realizada por la autora en 2014.