Fernández Marcos

Las traducciones de la Biblia en los Siglos de Oro1

Natalio Fernández Marcos (ILC-CSIC)

 

La historia de la Biblia en España, en palabras del hispanista francés Samuel Berger, es uno de los temas más fascinantes que imaginar se pueda (Berger 1899: 369). De los múltiples avatares de esta historia se pueden destacar algunos más singulares: la peculiar transmisión de la Vulgata en los márgenes de Europa, y la persistencia del uso de la Vetus Latina; la pronta traducción a las lenguas vernáculas de la península ibérica en las Biblias romanceadas medievales; la producción de las dos primeras biblias Políglotas, la de Alcalá y la de Amberes (Fernández Marcos 2012a), que colocaron a España en la vanguardia de la filología bíblica; y finalmente, la prohibición de traducir a las lenguas vernáculas del imperio español los textos originales de la Biblia (Martínez de Bujanda 2019), de funestas consecuencias para nuestra lengua y para nuestro pueblo.

Esta prohibición es tanto más difícil de entender cuanto que el cristianismo fue desde el principio una «religión de traducción» (Rabin 1976: 35–38). En efecto, de todas las religiones conocidas el cristianismo es la única que nació con un libro en su cuna. Este libro fue la Biblia hebrea en su traducción griega de Septuaginta. El cristianismo adoptó como su Biblia una traducción, la Biblia griega de Alejandría. La Septuaginta es la Biblia de los autores del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia en la antigüedad, y la Biblia de la Iglesia ortodoxa de Oriente hasta nuestros días. En Occidente solo será destronada por la traducción latina de Jerónimo a partir del siglo V, versión que, con el tiempo, por el uso continuado de los fieles, terminará llamándose Vulgata en el Concilio de Trento (1546).

Y no solo eso, sino que la Septuaginta fue muy pronto traducida a las distintas lenguas autóctonas del imperio romano en oriente y occidente: al copto, armenio, georgiano, etiópico, latín, gótico y antiguo eslavo (Fernández Marcos 1998: 348–363). Y hoy en día la Biblia es el libro más traducido, casi a la mitad de las lenguas del universo, como informan las United Bible Societies de Nueva York. Por el contrario, en las otras religiones del libro, el hebreo se mantiene como texto sagrado en la liturgia de las sinagogas y el árabe en la liturgia de las mezquitas.

En España hubo defensores de las traducciones bíblicas a las lenguas vernáculas como Luis de León, Bartolomé Carranza, Furió Ceriol, y, por supuesto, los reformados españoles (Boehmer), pero prevaleció el criterio de la prohibición de estas versiones por vincularlas a la reforma de Lutero y Calvino, aunque el Concilio de Trento en su sesión de 8 de abril de 1546 solo declaró auténtica la Vulgata en materia de fe y costumbres, pero nada decretó de las traducciones a las lenguas vernáculas, por las discrepancias existentes con relación al tema entre los teólogos procedentes de centro y del sur de Europa. Pero el imperio español se empeñó en prohibirlas por ver en estas versiones el peligro de «luteranizar». Por eso cuesta entender que personajes de la altura de Melchor Cano en el siglo XVI, asesor de los inquisidores y autor de la obra clásica Loci Theologici, llegue a afirmar que traducir la Escritura a lengua vulgar «es imbención y negocio del demonio» (Fernández López 2003: 235).

Sin llegar a esos extremos la verdad es que las energías de nuestros filólogos y orientalistas en el siglo XVI se centraron en la producción de las dos primeras políglotas de la historia. La Biblia Políglota Complutense (1514–1517) bajo el mecenazgo, dirección e impulso del cardenal Jiménez de Cisneros, y la Biblia Regia o Biblia Políglota de Amberes (1568–1573), bajo el mecenazgo de Felipe II y dirigida por el orientalista Benito Arias Montano (Fernández Marcos & Fernández Tejero 1997, Fernández Tejero & Fernández Marcos 2016). Las dos Políglotas aglutinaron a los mejores helenistas, latinistas, hebraístas y orientalistas del siglo XVI. El 26 de julio de 1508 abre Cisneros en Alcalá el Colegio Trilingüe que iba a ser el cimiento para la empresa de la Políglota. El cardenal invita a humanistas de primer rango como Nebrija y Erasmo a colaborar. Nebrija termina apartándose de la tarea por desacuerdos con Cisneros sobre los criterios de edición de la Vulgata. Erasmo también rechaza la invitación con la excusa de que Non placet Hispania. Pero en torno a Cisneros se juntarán los hebraístas descendientes de conversos, Alfonso de Zamora, Pablo Coronel y Alfonso de Alcalá; los helenistas y latinistas Demetrio Ducas, Hernán Núñez (el Pinciano o Comendador), Diego López de Zúñiga y Juan de Vergara (Fernández Marcos 2017: 3–10). Sin embargo, llama la atención que ninguna de las dos Políglotas incorporase la traducción a una lengua vernácula, en este caso al español. En este sentido las Políglotas supusieron más un esfuerzo filológico que traductológico.

Con todo hay que destacar en ellas las traducciones interlineares al latín de los textos arameos y griegos, aportación que solo se ha puesto de relieve en publicaciones recientes (Conde Salazar y Cañas Reíllo 2018; García Juan 2020). El latín se convierte en la lingua franca de los colaboradores de la Políglota. Los filólogos helenistas y latinistas intentaron no apartarse en este trabajo de la ortodoxia del cardenal, pero produjeron unas traducciones latinas mucho más literales que las de la Vulgata, versiones que contribuían a erosionar la autoridad de esta y aumentar la crisis de la Vulgata en el siglo XVI. Es más, Cañas Reíllo ha comprobado que en la traducción del Targum Onqelos de Alfonso de Zamora se puede entrever la tradición bíblica judeo–española y encuentra coincidencias extraordinarias con la Biblia de Ferrara (Fernández Marcos 1994) que incorpora muchos de los romanceamientos de las biblias medievales. Pero prevaleció el criterio de autoridad sobre la filología y Cisneros no quiso poner en cuestión la traducción de la Vulgata. Como dirá Bataillon «la gran Biblia de Alcalá sirve a la causa tan cara del humanismo cristiano, sin abrazar todos sus atrevimientos» (Bataillon 1966: 42).

Pero el siglo XVI no fue sólo el siglo de las Políglotas sino también el siglo de las traducciones de la Biblia. Mientras tanto en Europa se estaba dando el salto a la creación y difusión de la Biblia en versiones vernáculas, fenómeno en el que España estuvo ausente. En vez de poner «un cuchillo de fuego entre la Biblia y el pueblo» (Pérez 2014: 248) como quería Melchor Cano, las Escrituras pasaron masivamente a manos del pueblo en la geografía de la Reforma y en humanistas como Erasmo:

Dessearía yo, por cierto, que cualquier mugercilla leyesse el evangelio y las Epistolas de San Pablo; y aún más digo, que pluguiese a Dios que estuviesen traduzidas en todas las lenguas de todos los del mundo, para que no solamente las leyessen los de Escocia y los de Hibernia, pero para que aún los turcos y los moros las pudiesen leer y conocer… Y por esto digo que pluguiese a Dios que el labrador, andando al campo, cantase alguna cosa tomada desta celestial philosophia, y que lo mismo hiziese el texedor estando en su telar, y que los caminantes hablando en cosas semejantes aliviasen el trabajo de su camino. (Erasmo 1932: 455–456)

Estas eran por entonces las preocupaciones de humanistas como Erasmo y reformadores como Lutero, Melanchthon o Calvino: la popularización del evangelio y de los textos de las Escrituras por medio de las traducciones a las lenguas vernáculas de Europa. En la primera parte del siglo XVI se produce lo que Hamel llama la «domesticación de la Biblia en Europa» (Hamel 2001: 216). A menos de un siglo de la invención de la imprenta y con las traducciones a las lenguas vernáculas, la Biblia llegó a cantidad de gente que nunca había abierto un libro. Se leía con pasión, y la Biblia se convirtió en un tesoro íntimo en la vida diaria de los ciudadanos. Difícilmente se puede exagerar la importancia que tuvo la Biblia para el desarrollo de la alfabetización y la evolución de las nuevas lenguas vulgares en el siglo XVI. Se puede hablar con toda razón de un fenómeno de «democratización» de las Sagradas Escrituras. «No hay nación en quanto yo sepa, a la cual no sea permitido leer en su lengua los libros sagrados… Sola queda España, rincón y remate de Europa, a la cual no sé yo por qué esto le es negado que es a todas las otras naciones concedido». Así se lamenta Francisco de Enzinas en el prólogo a su traducción del Nuevo Testamento dedicada al emperador Carlos V (Amberes 1543).

España produjo excelentes políglotas para elites, pero prohibió tajantemente las traducciones a las lenguas vernáculas del imperio, impidiendo de ese modo que la Biblia llegase también al pueblo llano y a las mujeres, como quería Erasmo. Sin embargo, esta traducción hubiera sido posible y deseable, dado el prestigio que por entonces tenía la lengua castellana. Con la conquista de Granada, la unidad de España, la Hispania del imperio romano y del reino visigodo, había sido recuperada, tras ocho siglos de lucha contra el Islam. Ese mismo año, bajo el patronazgo de la reina Isabel, Colón había alcanzado el Nuevo Mundo y la sociedad estaba llena de entusiasmo milenarista y celo misionero. Y ese mismo año publica Nebrija en Salamanca la gramática de la lengua castellana, la primera de una lengua vernácula publicada en Europa (Nebrija, edición de Quilis 1980). En el prefacio a la Reina Isabel escribe la famosa frase «que siempre la lengua fue compañera del imperio». ¡Cómo hubiéramos deseado una nueva traducción de la Biblia al castellano! Hecha por algún colaborador de las políglotas o por fray Luis de León o Benito Arias Montano en la segunda parte del siglo XVI. Sería un referente obligado para la historia de nuestra lengua como lo fue la Biblia de Lutero (1534) para la historia de la lengua alemana o la King James Bible (1616) para la historia de la lengua inglesa. Y lo más penoso de toda esta historia que desembocó en las guerras de religión, es que biblias católicas y protestantes contaban básicamente la misma historia. Como dice Hamel:

Fanatical adherents of the Reformation and the Counter–Reformation in the sixteenth century wrote hysterical pamphlets deploring each other’s corruption of the sacred Scriptures. They exaggerate outrageously. In practice, Protestant and Catholic versions of the Bible told exactly the same story. Some individual words are understood slightly different. (Hamel 2001: 245)

Lutero, sirviéndose de la imprenta, conquistó al pueblo como una estrella mediática. Su mayor éxito fue con toda probabilidad su traducción de la Biblia al alemán que alcanzó una difusión fulminante. Su traducción del Nuevo Testamento en 1522 se agotó en tres meses y siguió imprimiéndose constantemente. Cuando Lutero murió en 1546, uno de cada setenta alemanes poseía una copia del Nuevo Testamento en lengua vernácula, y la Biblia de Lutero de 1534 propició la unificación de la lengua alemana. En vida de Lutero se publicaron más de cuatrocientas ediciones de su Biblia o de partes de ella. De 1522 a 1540 se publicaron más de ochenta ediciones de la Biblia en holandés. Y así podíamos ir recorriendo otras lenguas para tomar conciencia de la singularidad del caso español que tanto lamenta Francisco de Enzinas.

Por el contrario, en España solo contamos con algunas traducciones parciales de la Biblia procedentes tanto del ámbito reformado, como del judío y católico, y las que se han llamado Biblias castellanas del exilio, impresas fuera del territorio del imperio español (Fernández y Fernández 1976). Entre las primeras se encuentra la traducción del Salterio a partir del hebreo de  Juan de Valdés (Alcalá, 1529), pero que no se publicó hasta el siglo XIX (Bonn 1880). Tradujo también los capítulos 5–7 de Mateo, y una traducción de la carta a los Romanos y la primera carta a los Corintios, impresas en Ginebra (1556 y 1557) después de su muerte acaecida en 1541. De su versión del Salterio dice Menéndez Pelayo (1928, Addenda XLIX), que todas las traducciones que en castellano se han hecho de aquella joya de la poesía hebrea le son inferiores. Se caracteriza por su literalismo y respeto a la lengua hebrea. En su dedicatoria a la ilustrísima señora D.ª Julia de Gonzaga, una de las mujeres más bellas de los tiempos de la Reforma, dice de su traducción de los Salmos: «os los he puesto en romance castellano, sacándolos de la letra hebrea, casy palabra por palabra, en quanto lo ha sufrido el hablar castellano» (Valdés 1964: 135). Su afán por reflejar lo más fielmente posible el texto hebreo le llevó a escribir con tinta roja aquellas palabras suyas que mejoraban la traducción pero que no estaban en el hebreo: «He mezclado del mío algunas palabras á fin que la letra lleue más lustre, vaya más clara y más sabrosa. Estas, porque sean conocidas, van escrittas con tinta colorada, pretendiendo que se las ha de dar el crédito que se debe dar á palabras de hombre, haziendo diferencia entre ellas y las que son de Spíritu Santto» (Valdés 1964: 135).

Aunque no lo cite, la traducción de Casiodoro de Reina en los Salmos está muy influida por la traducción de Juan de Valdés. Valdés es perfectamente consciente de que los autores del Nuevo Testamento citan según la Biblia griega o Septuaginta y no según el hebreo. Por eso aconseja a doña Julia de Gonzaga: «También quiero avisaros desto, que las autoridades, que de los Salmos están alegadas en el Testamento Nueuo, van más conformes a la letra griega que a la hebrea. Esto digo a fin que no os maravilléis hallando disconformidad entre aquellas alegaciones y estas traduciones» (Valdés 1964: 139).

La primera versión protestante del Nuevo Testamento al español es la de Francisco de Enzinas publicada en Amberes, en casa de Esteban Meerdmann (1543). En el famoso prólogo al emperador Carlos V expone las razones que le han llevado a acometer esta empresa y vale la pena transcribir uno de los párrafos que mejor relatan la singular situación de España frente al resto de las otras naciones, en cuanto a traducciones vernáculas se refiere:

Es así que allende de todos los griegos y de todas las otras gentes del mundo que conoscen la redemptión de Jesucristo, los cuales en su lengua leyn la sagrada Escritura, no hay ninguna nación, en quanto yo sepa, a la cual no sea permitido leer en su lengua los libros sagrados, sino a sola la española. En Italia hay muchas versiones y muy varias, y las más han salido de Nápoles, patrimonio de V. M. En Francia hay tantas que no se pueden contar. En Flandes y toda la tierra que V. M. tiene de esta parte del Reno, muy muchas he visto yo, y cada día salen nuevas, y en las mas insignes cibdades della. En Alemaña, así en la tierra de los católicos como de los protestantes, hay más que agua. Lo mesmo nos cuentan de todos los reinos del gloriosísimo rey don Fernándo, hermano de V. M. En Inglaterra y Escocia y Hibernia lo mismo hay. Sola queda España, rincón y remate de Europa, a la cual no sé yo por qué esto le es negado que es a todas las otras naciones concedido. Y pues en todo presumen de ser los primeros, y con razón, no sé por qué en esto, que es lo principal, no son ni aun los postreros. Pues no les falta ingenio ni juicio ni doctrina, y la lengua es la mejor (a mi juicio) de las vulgares, o a lo menos no hay otra mejor. (Bergua 2006: 63–64)

Este discípulo de Melanchthon tenía el proyecto de una traducción de toda la Biblia al español y contaba con el apoyo ferviente de Calvino. Estos planes hacen de él un émulo de Lutero, Erasmo, Tyndale u Olivetan, pero con menos éxito, porque el 13 de diciembre del mismo año 1543 es arrestado en una entrevista con el confesor del emperador. Pero su traducción del Nuevo Testamento, según opinión común desde Richard Simon a finales del siglo XVII, depende de la versión latina de Erasmo (Bergua 2006: 66). Y en cuanto al proyecto de traducción de toda la Biblia, a pesar de su pretensión de traducir del hebreo (publicó en Estrasburgo a su costa, con falso pie de imprenta y sin prólogo, Salmos, Job, Eclesiástico y Proverbios), en realidad Gilly demostró que esta dependía de la versión latina de Sebastian Castellio (Gilly 1985), íntimo amigo suyo (Bergua 2006: 144) y enfrentado a Calvino por haber este condenado a la hoguera a Miguel Servet en 1553.

La primera versión impresa en castellano y hecha por judíos paradójicamente se publica en Constantinopla en 1547. Se trata de un Pentateuco políglota y el castellano está escrito en aljamiado, es decir, con caracteres hebreos, y está publicado en las prensas de la familia Soncino como se indica en el largo título hebreo del libro. El texto hebreo en el centro va acompañado de las traducciones al neogriego aljamiado a la derecha y al ladino o judeoespañol calco a la izquierda. En los márgenes se ha añadido el targum o versión aramea de Onqelos y el comentario de Rasi. La disposición de la página, toda ella en caracteres hebreos, no deja lugar a duda sobre los destinatarios: fue una obra de judíos y para judíos, con una finalidad primordialmente litúrgica y en segundo lugar pedagógica. La política centralizadora de Solimán el Magnífico ya había publicado en 1546 otro Pentateuco políglota en hebreo, arameo, persa y árabe para uso de los judíos orientales y unificación de aquel mosaico de comunidades judías que convivían en la capital del imperio otomano. Tan solo dos monografías publicadas en la segunda mitad del siglo XX han despertado el interés de este texto para nuestra brillante tradición de las Biblias romanceadas (Sephiha 1973 y Amigo 1983) que ponen de relieve la continuidad de esta traducción con las Biblias romanceadas medievales y los comentaristas judíos de la Edad Media.

Al parecer todavía Juan Pérez de Pineda, huido de la Inquisición de Sevilla, publicó una traducción del Nuevo Testamento en Ginebra en 1556 (Jean Crespin).

No podemos pasar por alto la intensa labor de fray Luis de León como intérprete de la Escritura, basado en las lenguas originales, hebreo y griego, y su labor como traductor al castellano del Cantar de los Cantares (1561–1562) y de varios capítulos del libro de Job (Luis de León 1959 y1994). Precisamente en el prólogo a su traducción y explanación del Cantar explica la diferencia entre «trasladar» o traducir y «declarar» o explicar:

El que traslada ha de ser fiel y cabal y, si fuere posible, contar las palabras para dar otras tantas y no más ni menos, de la misma cualidad y condición y variedad de significaciones que los originales tienen, sin limitarlas a su propio sentido y parecer; para que los que leyeren la traducción puedan entender toda la variedad de sentidos a que da ocasión el original, si se leyese; y queden libres de escoger entre ellos el que mejor les pareciere. (Luis de León 1959: 65)

Fray Luis es partidario de la traducción literal, filológica, que diferencia de la exégesis. Su traducción del Cantar de los Cantares es una joya de nuestros Siglos de Oro, aunque no vio la luz hasta finales del siglo XVIII, como consecuencia de la prohibición de las traducciones bíblicas al vernáculo en los sucesivos índices inquisitoriales de los reinos hispánicos. En el proceso inquisitorial que lo llevó a cuatro años de prisión en Valladolid figuran, además de la traducción del Cantar, sus críticas a la versión Vulgata al afirmar que algunos de sus pasajes podían traducirse «melius, aptius, clarius, significantius». Para Luis de León todas las ciencias han de estar al servicio de la traducción y la hermenéutica. Personifica mejor que cualquier otro escritor en lengua castellana, la confluencia en sus escritos de la Biblia y de la cultura grecorromana, de la poesía y la teología (Fernández Tejero & Fernández Marcos 2008: 239–242; Fernández Marcos 2012b).

Dentro de las llamadas Biblias castellanas del exilio hay que destacar la primera traducción completa de la Biblia hebrea al castellano que tuvo el honor de ser impresa en Ferrara en 1553. Fue realizada por los judíos españoles expulsados en 1492 y que recalaron en el Norte de Italia, Tesalónica y Constantinopla. Esta versión sigue la tradición de las Biblias romanceadas y continúa la práctica de la adaptación de los ejemplares según sean los destinatarios de las copias, judíos o cristianos. Lleva un sello inconfundible de traducción «palabra por palabra de la verdad Hebrayca», creando una lengua receptora, el ladino o judeo–español, que se ha denominado lengua–calco. Está dedicada a Hércules I de Este, duque de Ferrara, y en el prólogo justifica la versión, «viendo que la Biblia se halla en todas las lenguas y que solamente falta en la española siendo tan copiosa y usada en la mayor parte de Europa y en algunas provincias fuera della». Los principios que subyacen a la traducción «palabra por palabra» son unos de carácter lingüístico, atentos a la dificultad del trasvase porque no hay dos lenguas iguales, y otros de carácter teológico, pues topamos con la concepción del hebreo como lengua santa (lason ha–qodes), arcana, en la que la menor tilde, y por supuesto el orden de palabras, encierra misterios ocultos; lengua del paraíso en la que Dios habló con Adán. De particular interés es el impacto que esta versión ejerció en las traducciones posteriores al español (Fernández Marcos 1994 y Hassán 1994). Sus efectos se pueden rastrear no solo en las versiones de los judíos sefardíes, sino también en la tradición protestante de Casiodoro de Reina, así como en la tradición católica de Felipe Scío a finales del siglo XVIII y de Cantera en su traducción de la Biblia de 1947. Esta comparación entre la Biblia de Ferrara y las traducciones bíblicas posteriores al español permite descubrir que el proceso de traducción se convierte en un fenómeno colectivo que va desde los primeros balbuceos del lenguaje bíblico en el español de la Biblia de Ferrara hasta la Nueva Biblia Española de L. Alonso Schökel publicada en 1975. Algunos aciertos de las primeras versiones adquieren carta de ciudadanía y se consolidan en la lengua receptora. Otros son mejorados o actualizados posteriormente. Pero nunca podrá faltar como punto de referencia la Biblia de Ferrara, la primera que permitió al español sentirse sacudido y enriquecido por una lengua origen de venerable antigüedad, y de no menos venerable tradición literaria.

La primera traducción completa (Biblia hebrea o Antiguo Testamento y Nuevo Testamento) al español es la llamada Biblia del Oso, por el pie de imprenta de un antiguo impresor, Apiarius, marca tipográfica que no se utilizaba desde hacía tiempo, que aparece en Basilea, en la tipografía de Guarin en 1569. Es obra de Casiodoro de Reina (1520–1594), uno de los frailes jerónimos de San Isidoro del Campo en Santiponce (Sevilla) que en pocos meses huyeron a Centroeuropa por distintos caminos en 1557 para escapar de la Inquisición (Moreno 2017). En la Amonestación al lector reconoce que se ha ayudado de la Biblia de Ferrara (1553) y de la versión latina literal desde el hebreo de Sanctes Pagnino (Lyon, 1528). Consultó también las versiones del Nuevo Testamento de Enzinas y Pineda, y la versión de los Salmos de Juan de Valdés, pero Reina los silencia por figurar estas versiones como Biblias de herejes en el Índice de Libros prohibidos de Roma y de España (Índice de Valdés de 1559). Reina, para esquivar la ineludible prohibición inmediata, hizo pasar su obra como católica y respetó el orden de los libros bíblicos según la Vulgata, cuyo canon había sido recientemente confirmado por el Concilio de Trento (decreto de 8 de abril de 1546). Por premura de tiempo al llegar a la traducción del Apocalipsis en 1567 (el impresor casi había alcanzado al intérprete), Reina se sirvió a manos llenas del texto de Enzinas contentándose con una rápida revisión (Gilly 1998). De todas formas se echa de menos un trabajo riguroso sobre el influjo de la Biblia de Ferrara en la Biblia del Oso así como la detección de otras fuentes utilizadas por Reina para su versión.

Finalmente, Cipriano de Valera, monje de la misma comunidad de Casiodoro en Sevilla, publicará la versión de este con pequeños retoques en Ámsterdam (Lorenço Jacobi, 1602). En realidad, no hizo más que adaptar el orden de los libros de Reina al canon reformista de las Biblias oficiales de Ginebra aprobado por Calvino, y quitar o añadir notas marginales. Pero las alteraciones introducidas por Valera en el texto traducido por Reina no sobrepasan un insignificante 0,5%. Como observa Gilly, no sin ironía, en el largo prefacio a la edición de 1602, dedica apenas cuatro líneas al verdadero traductor (Reina), mientras que el nombre del revisor, Cipriano de Valera, figura en grandes letras en el centro de la portada (Wiffen & Usoz y Río 1848–1870, Kinder 1983 y Gilly 1998). Valera esperó a la muerte de Casiodoro en 1594, para publicar su Biblia revisada y no ser acusado de plagiario. Su edición con sucesivas reimpresiones se convertirá en la Biblia de los protestantes de habla española hasta nuestros días.

La ausencia de una traducción autorizada de la Biblia al español en nuestros Siglos de Oro, semejante de la Biblia de Lutero para el alemán o la King James Bible para el inglés, causó un enorme daño a nuestra lengua y a nuestro pueblo. Por ser las dos traducciones del siglo XVI –Biblia de Ferrara (Biblia hebrea) y la Biblia del Oso (Biblia cristiana con Antiguo y Nuevo Testamento)–, las Biblias castellanas del exilio solo pudieron circular con libertad fuera del territorio español y entre los círculos minoritarios de judíos y protestantes.

 

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  1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación Portal digital de Historia de la Traducción en España, PGC2018–095447–B–I00 (MCIU/AEI/FEDER, UE).