Izquierdo

La traducción de textos humanísticos en los Siglos de Oro

Adrián Izquierdo (Baruch College, The City University of New York)

 

Introducción

El programa pedagógico de los studia humanitatis, caracterizado por el rescate y la edición de textos clásicos antiguos desde finales del siglo XV, se propuso la renovación del hombre no solo como individuo sino también como animal político, en su conocida formulación aristotélica. La traducción, como era de esperar, fue práctica indisociable del humanismo, y la ingente cantidad de traducciones de autores clásicos griegos al latín, y de estos a las diversas lenguas vernáculas, junto con la magnitud de su circulación en los siglos XVI y XVII, fue un fenómeno sin precedentes. Si bien la traducción ha sido parte indisociable del desarrollo cultural en todas las etapas de la historia de la humanidad, en este periodo, gracias también al auge de la imprenta, el comercio editorial y la madurez alcanzada por las lenguas vernáculas en sus respectivos contextos nacionales, el volumen de obras traducidas llegó a conformar una parte importantísima de la producción de las grandes plazas editoriales del continente como Madrid, Amberes, París, Venecia, Basilea o Lyon. En los prefacios, dedicatorias, censuras, palabras al lector o epístolas del editor de muchas de estas versiones se recogen las ideas fundamentales del momento sobre los disímiles modos de trasladar un texto de las lenguas clásicas a las vernáculas, o entre vernáculas; las motivaciones filológicas, morales o ideológicas que llevaban al traductor a verter un texto a otra lengua y cultura, y, en ocasiones, los cambios, adiciones u omisiones que confiesa haber hecho escudándose en ese tipo de motivaciones.

Habría que aclarar, antes de proseguir, que dentro del marco de la retórica de la imitatio renacentista, el estudio de las traducciones y sus paratextos revela una serie de prácticas traductoras muy variadas que dependen, en el mejor de los casos, del género traducido, el contexto político, el valor que se le atribuya a las lenguas en cuestión o simplemente la búsqueda de ascenso social, prestigio cultural o ganancia comercial por parte del traductor. En los siglos XVI y XVII, bajo el gran manto de la traducción se cobijaban prácticas disímiles como la adaptación, la refundición de fragmentos, la reescritura interlingüística más o menos disimulada, la imitación de temas, motivos o estructuras extraídos de otros textos, la adición de comentarios, paratextos o amplificaciones, la supresión de fragmentos y, en no pocas ocasiones, el hurto de obras enteras disfrazadas como propias. Peter Burke, por ejemplo, nos propone reflexionar sobre la traducción en su contexto cultural, ligada a los sistemas o regímenes de traducción de un periodo dado, es decir, el conjunto de reglas, normas o convenciones que rigen su práctica, tanto los fines (o estrategias) como los medios (tácticas o poéticas) empleados (2010: 15). En la práctica, ante la gran variedad de normas que coexistían e incluso se oponían entre sí en los siglos XVI y el XVII, concluye Burke, podemos hablar de «culturas o subculturas de traducción» (2010: 33; 2005: 18). Las páginas que siguen van precisamente encaminadas a ejemplificar esas reglas o normas rectoras de la traducción en España durante los siglos XVI y XVII en relación con los textos de corte político y moral que marcaron la cultura del momento.

 

Traducciones de autores clásicos

La presencia de la Monarquía hispánica en la geografía europea de la temprana modernidad propició la entrada en la península ibérica de textos e ideas diversos y favoreció el intercambio cultural de los grandes humanistas del continente con sus congéneres españoles. A partir de la unión de las coronas de Castilla y Aragón, esta última con importantes territorios en la península itálica, y la aceleración de la expansión política y militar en la región por parte de Carlos V, la influencia del humanismo italiano se hizo sentir con fuerza en España durante la Baja Edad Media y los comienzos de la Edad Moderna. En la segunda mitad del XIV, el aragonés Juan Fernández de Heredia, importante hombre de letras y político al servicio de Pedro IV de Aragón y del papado, patrocinó un estudio en Rodas del que salieron las primeras traducciones de Tucídides (los discursos de la Historia de la Guerra del Peloponeso) y de Plutarco (Vidas paralelas) a una lengua romance, en este caso el aragonés. Gracias a la labor filológica y humanista de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, nos ha llegado gran parte de la obra de Fernández de Heredia, así como también otros manuscritos de importantes traducciones como la de De consolatione philosophiae de Boecio por el canciller Pero López de Ayala, o la conocida primera traducción de algunos libros de la Ilíada al español a partir de la versión latina de Pier Candido Decembrio, atribuída a Pedro González de Mendoza, hijo del ya mencionado marqués de Santillana. López de Ayala, embajador de la corte papal de Aviñón, también tradujo Las décadas de Titio Livio a comienzos del siglo XV, no del latín sino a partir de la versión francesa, y también la Caída de príncipes de Boccaccio indirectamente desde el italiano. Enrique de Villena, que tradujo la Rethorica ad Herennium, la Eneida y la Divina Comedia, y el importante humanista Alonso de Cartagena, que llevó al español obras de Cicerón y de Séneca, figuran también en esta primera generación de humanistas–traductores españoles. Las traducciones directas desde el griego y el latín al español (o aragonés), como se observa en los ejemplos anteriores, coexisten desde temprano con las indirectas o intermedias a partir del italiano o del francés.

 

Traducciones de obras religiosas

La religión fue otro de los grandes temas que transformó la sociedad europea de estos siglos, en particular en los momentos más álgidos de la Reforma y la Contrarreforma, y la traducción de textos bíblicos, teológicos, hagiográficos y místicos escritos en español, debido a los peligros asociados con su interpretación, es también reseñable. La Vita Christi del cartujo alemán del siglo XIV Ludolfo de Sajonia es un compendio de los evangelios con comentarios patrísticos, disertaciones morales e instrucciones espirituales que tuvo una amplia circulación en Europa. Traducido al castellano por el franciscano Ambrosio Montesino por orden de Isabel la Católica (Alcalá de Henares, Estanislao Polono, ca. 1502), la Vita fue muy leída por san Ignacio y por el místico Thomas Kempis. A su vez, el difundidísimo libro de devoción Contemptus mundi o Imitación de Cristo de Kempis, vertido primero al catalán (1482) y luego al español (1490) fue, como se sabe, una de las lecturas preferidas de santa Teresa. Las obras de esta última, junto con las de san Juan de la Cruz o Luis de Granada, por ejemplo, fueron ampliamente traducidas al francés en el XVII –se ha hablado incluso de una «invasión mística» en Francia (Bremond 1923)– y al latín, en particular para los lectores de alemán. Destacan, también, las ediciones multilingües de la Biblia, siendo la primera de este tipo la Biblia polyglotta Complutensia (1514–1517), patrocinada por el cardenal Cisneros y publicada por la Universidad de Alcalá con textos en hebreo, arameo, latín, griego y un diccionario hebreo–arameo. Similar intento filológico llevó al hebraísta Benito Arias Montano a concebir la Biblia regia o Políglota de Amberes (1569–1573) por orden de Felipe II. Al margen de las traducciones filológicas de la Biblia, proliferaron, a lo largo y ancho del continente, las traducciones, paráfrasis y refundiciones poéticas de los salmos en Italia, Francia, Inglaterra y España. Además de ser la traducción y la paráfrasis métodos de adquisición de estilo y ejercicios retóricos prescritos por Cicerón o Quintiliano, por ejemplo, la razón de la multiplicación de dichas prácticas en este peligroso contexto es el atractivo que tenían tanto el Salterio como el Cantar de los Cantares como materia poética. Ambos, además, al ser atribuidos a David y Salomón respectivamente, no emanaban directamente de la inspiración divina y podían ser traducidos y parafraseados con menor peligro. Traducciones de los salmos hicieron en España Juan de Valdés (hacia 1537), Arias Montano (1574), Juan le Quesne (Salmos metrificados, 1606), fray Luis de León, su discípulo Pedro Malón de Chaide y Francisco de Quevedo. De Fray Luis son de destacar sus versiones multilingües del Cantar de los Cantares: una del hebreo al castellano con comentarios (a pesar de la interdicción de la Iglesia); otra poética en octava rima; y la Triplex explanatio in Canticum Canticorum, autotraducción latina de su propia versión castellana con comentarios, por orden de las autoridades eclesiásticas. No por gusto, cuando Quevedo editó la poesía de Fray Luis estableció una clara delimitación entre su producción original, sus traducciones de textos clásicos y sus paráfrasis o recreaciones bíblicas: Obras propias y traducciones latinas, griegas e italianas, con la paráfrasi de algunos salmos y capítulos de Job (Madrid, Imprenta del Reino, 1631). Hay que tener muy presente un hecho a menudo olvidado, que es el ineludible bilingüismo del mundo intelectual del momento y la productiva simbiosis que establecían estos autores desde edad temprana entre el latín y los vernáculos europeos, en la que predominaba el papel de la traducción de los clásicos como método de perfeccionamiento léxico y estilístico de la lengua vernácula.  Es por ello que encontramos abundantes ejemplos de esta práctica frecuente, pero en ocasiones olvidada, la autotraducción, de la que ofrecemos varios ejemplos en estas páginas.

De la propagación de doctrinas heréticas por medio de la traducción se quejaba el confesor y colaborador de santa Teresa, fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, en El soldado católico (Bruselas, Roger Velpio y Huberto Antonio, 1611), quien al referirse a los difundidores de herejías señalaba:

sería nunca acabar si yo os cantase las industrias que han tenido y tienen para sembrar y dilatar esta maldita doctrina…, que es traducir los libros heréticos en español, italiano, francés y griego para enviarlos a España, Italia y toda Francia y a los griegos moscovitas: de estos libros he visto muchos, principalmente en lengua española y francesa. (Gracián de la Madre de Dios 1611: 121)

El religioso decide utilizar el mismo método como antídoto y, con el fin de informar al papado del contenido de algunos de esos peligrosos tratados compuestos en flamenco, los traslada al español y los envía a Roma (García Hernán 2011: 190, n. 28). Si las ediciones políglotas, traducciones e interpretaciones de la Biblia fueron motivo de profunda disensión y en algunos casos motivo de encarcelamientos y excomuniones ya que, a diferencia de los católicos, los reformistas protestantes favorecían las traducciones vernáculas de la Biblia –recuérdese, por ejemplo, el influjo de la versión alemana de Lutero o la quema de William Tyndale por su traducción inglesa–, uno de los géneros españoles que logró traspasar fronteras geográficas con total soltura, y uno de los más traducidos en la Europa de los siglos XVI y XVII, fue sin duda el de los libros de caballería. Gracias a la imprenta, el Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo y sus múltiples ciclos y continuaciones españolas y extranjeras fueron verdaderos bestsellers, a pesar de las muchas condenas eclesiásticas a la literatura de entretenimiento. La propia santa Teresa confiesa haberlos leído en su juventud, y también Carlos V, fiel lector de Le chevalier delibéré (1483), obra del cronista Olivier de la Marche, para la cual pidió a su secretario, Hernando de Acuña, una traducción española. Según testimonio de un contemporáneo, es posible, además, que el emperador participara en la traducción del texto que Acuña da a las prensas de Juan Stelsio con el título de El caballero determinado en Amberes en 1553 (Rubio Árquez 2017).

 

Traducción y moralización

Juan Luis Vives, uno de los humanistas peninsulares de mayor renombre en su tiempo, dedicó un capítulo de su libro De ratione dicendi (Lovaina, 1532) al tema de la traducción. Su labor docente en diversas universidades y cortes europeas en las que pasó la mayor parte de su vida y su relación con las clases gobernantes de un continente desangrado por guerras religiosas lo llevaron a reflexionar sobre el ejercicio del poder, la monarquía y la importancia de la religión en el gobierno. En esta etapa vital, muchas de sus deliberaciones provienen, como le escribe al cardenal Wolsey en 1523, de dos textos del orador y pensador político griego Isócrates que ha vertido al latín: el Discurso Areopagítico sobre el estado ateniense y el Discurso en ayuda de Nicocles, o sobre la monarquía. Ha realizado su traducción latina, le dice al cardenal, intentando respetar el estilo, emulando la «pulcritud y aticismo» del griego, y no trasladando «con frase redundante y ampulosa lo que él dijo con expresión ceñida y breve, ni con asiática pompa su ática concisión, aunque no conté las palabras, que es propio de un servilismo ruin y necio» (Vives 1523). En el caso de Erasmo, maestro de Vives y uno de los humanistas más influyentes del XVI, la transmisión de su obra latina en lenguas vernáculas fue impresionante. La versión castellana del Enchiridio militis christiani (Alcalá de Henares, Miguel de Eguía, 1526) por Alonso Fernández de Madrid, y otras como los Coloquios o el Elogio de la locura, a pesar de haber sido prohibidas en 1559 por el Índice del inquisidor Valdés, circularon por la península ibérica clandestinamente. En el caso de la primera, el Enquiridión, tuvo múltiples reediciones que se agotaban en cuestión de días. «Ya el Enquiridion ha salido en español, y con tener muchos millares de ejemplares impresos no logran los impresores contener a la muchedumbre de los compradores», le comunica a Erasmo en carta de septiembre de 1526 su amigo y corresponsal español Juan Maldonado (Sánchez Modesto 2005: 145). En el caso del Elogio de la locura, la presencia de un manuscrito de una traducción española del siglo XVI en la Ets Haim/Livraria Montezinos de Ámsterdam –Moria de Erasmo Roteradamo–copia de una versión manuscrita anterior que no nos ha llegado, corrobora la circulación encubierta de las obras de Erasmo en español tras su censura en España.

Dado el componente moralizante de su obra, y por ser considerado uno de los antiguos con quien mejor se podía casar la antigüedad clásica con el cristianismo, Plutarco fue uno de los autores más leídos tanto en las aulas del bizantino Manuel Crisoloras desde finales del siglo XIV como en las de los jesuitas del XVII como parte de las lecturas de la Ratio studiorum. Plutarco había echado raíces en Francia tras la traducción de Jacques Aymot a tal punto que Montaigne llegó a estimarlo como uno de sus autores preferidos «depuis qu’il est François» (Essais, II, x). Esta versión francesa de las vitae de Plutarco –Les Vies des hommes illustres grecs et romains (París, 1559)– fue llevada al inglés por Thomas North, y a ella acudirá Shakespeare para extraer la materia de varios de sus dramas históricos. Erasmo, quien ofrece a Plutarco como modelo de historiador y filósofo, publica en 1514 en Basilea su versión de los Opuscula Plutarchi nuper traducta Erasmo Roterodamo interprete y más tarde, en la misma ciudad, la de De non irascendo; eiusdem De curiositate (1525) en versión bilingüe en griego y latín. Tanto para los Adagia como para los Apophthegmata, Erasmo se sirvió copiosamente de la obra de Plutarco y de la traducción. Su monumental traducción y adaptación de los apotegmas de Plutarco, los Apophthegmatum, sive scite dictorum libri sex (Basilea, J. Froben, 1531), con más de setenta reediciones hasta finales de siglo, pronto tuvo dos versiones españolas: la de Juan de Jarava y la de Francisco Támara, ambas publicadas en Amberes en 1549. En España, varias de las versiones romances de las Vidas de Plutarco se hicieron no directamente del griego sino por mediación del latín. Tal es el caso de la parcial catalana de la Vida de Alejandro por Luis de Fenollet (Barcelona, Pere Posa y Pere Bru, 1481) o la española por Alfonso Fernández de Palencia (Sevilla, Pablo de Colonia, Juan Pegnitzer de Nuremberga, Magno Herbs de Fils y Thomas Glockner, 1491). Asimismo, la obra de otro de los hombres de letras más leídos en la Europa de la segunda mitad del XVI, Antonio de Guevara, es también deudora de la interpretación moral de la obra de Plutarco. Sus obras político–morales (Relox de príncipes, Libro áureo de Marco Aurelio, Epístolas familiares y Menosprecio de corte) fueron verdaderos éxitos comerciales, tanto en originales como en sus traducciones al inglés, francés, italiano, neolatín, alemán, polaco o húngaro. También lo fue la de una de las obras españolas más leídas del momento y la primera miscelánea escrita en español, la Silva de varia lección (Sevilla, 1540) de Pedro Mexía, con más de un centenar de ediciones y traducciones lo largo del XVI y el XVII.

Tampoco faltaron en la Península las traducciones que continuaban el método medieval de moralización y cristianización de fuentes clásicas. Los libros de emblemas, en particular las múltiples ediciones y traducciones de los Emblematum liber (Augsburgo, 1531) de Andrea Alciato fueron un género dilecto de la cultura renacentista, en particular gracias al florecimiento de la filosofía neoplatónica y su interés por la mitología. La literatura emblemática subrayaba, de forma mucho más directa y concisa, las ideas políticas y morales que se querían transmitir. En primer lugar, los epigramas que acompañan la pictura son, por lo general, traducciones al latín de textos de uno de los repositorios de epigramas griegos más conocidos del periodo, la Antología planudea. En segundo, se procede a una traslación alegórica al sistema moral de la época, como sucede, por ejemplo, con el mito de Ganimedes, el joven troyano que Zeus, enamorado, se lleva al Olimpo y que, en Alciato, pasa a representar el anhelo del conocimiento divino sin ninguna traza de pecado nefando. A igual procedimiento traslativo se somete el centauro Quirón, tutor de Aquiles, que en el emblema de la edición de 1546 del Emblematum liber pasará a representar la dualidad entre lo salvaje y lo racional en la educación política, como subraya la inscriptio del emblema –«Los consejeros de los príncipes»–, idea a la que también recurre Maquiavelo por esas fechas, quien resalta en El príncipe la necesidad de los gobernantes de ser mitad hombre y mitad bestia. La versión castellana de los Emblemas de Alciato traducidos en rimas españolas, a cargo de Bernardino Daza Pinciano (Lion, Guillaume Rouillé y Mathias Bonhomme, 1549), como indica el título, adapta los epigramas a diversas formas poéticas. El traductor español, algo no poco común en la época, también añade figuras y nuevos emblemas. Nótese que fue publicado en uno de los centros europeos más importantes de ediciones de libros en español. Dada la naturaleza transnacional de la empresa, el privilegio real para la publicación, por ejemplo, figura en francés en los preliminares.

A partir de la princeps del Emblematum liber de Alciato, los libros de emblemas se convirtieron en un género editorial de gran difusión que daba también cabida a las imitaciones señaladamente cristianizadas. Tal es el caso del Monumenta emblematum Christianorum virtutum de Georgette de Montenay (Fráncfort, Johann Carl Vnckels, 1619). La primera edición del libro salió solo en francés, Emblemes ou devises chrestiennes, en 1567, e iba dedicada a la reina navarra Juana de Albret. A esta le siguió otra bilingüe en francés y latín en 1584. Su gran fortuna llevó al librero alemán J. C. Vnckels a publicarla en 1619 en siete idiomas: latín, francés, español, italiano, neerlandés, alemán e inglés. Muchas de las versiones interlingüísticas de los emblemas no se ciñen a los textos en francés o latín y tienden a amplificar o modificar muchos los versos. La versión poética de la dedicatoria en español advierte al lector que no desaproveche la ocasión de disfrutar estos emblemas («Porque vienen de Donsella / No menos sabia que bella,») y subraya su finalidad moralizante: «Por la doctrina escondida / Qu’es en ellos contenida / Ensenando, Piedad / Esser de prosperidad / De Dios bien recompensada». Dicho sea de paso, fue la dedicataria de estos Emblemes, la reina Juana de Albret, quien encargó al cura calvinista Joanes Leizarraga la primera traducción del Nuevo Testamento protestante al euskera, la segunda obra impresa en esa lengua.

Capítulo aparte merecen las traducciones poéticas de textos clásicos antiguos con fines moralizantes. Uno de los compendios poéticos más traducidos e imitados desde la segunda mitad del XVI fue el conjunto de odas que se creía que eran del poeta heleno Anacreonte. El descubrimiento, traducción latina parcial y publicación del compendio por el impresor Henri Estienne (París, 1554) marcó el curso de la poesía lírica europea. Imitaron y tradujeron las odas anacreónticas poetas de la Pléiade francesa, como Pierre de Ronsard o Rémy Belleau, o ingleses y escoceses, como Abraham Cowley y George Buchanan. En España destacan la paráfrasis de Francisco de Quevedo y la versión de Esteban Manuel de Villegas, considerado este último el creador del anacreontismo en poesía española. En efecto, Villegas publicó una versión del poemario dado a conocer por Estienne «traducido en la misma cadencia en que está en griego» (en decir, adaptados a versos heptasílabos) en sus Eróticas o Amatorias (Nájera, Juan de Mongastón, 1618), aunque excluyó algunos de naturaleza homoerótica. El Anacreonte castellano, con paráfrasis y comentarios según el original griego más corregido con declaración de lugares dificultosos de Quevedo (compuesto alrededor de 1609 pero que circuló en forma manuscrita y solo fue dado a las prensas en 1794) no censura ninguno de los poemas, pero recurre a una profunda labor de moralización y cristianización del poeta griego que, según una larga tradición literaria, amaba los efebos y se daba al vino. Además de consultar el original griego y las traducciones neolatinas de Henri Estienne, de Elie André (1556) y de Eilhard Lubinus (1597), Quevedo también acude a la del francés Belleau (Les Odes d’Anacréon Téien, traduites de Grec en François, ensemble quelques petites hymnes de son invention, París, 1556) para la composición de su versión. La «Vida de Anacreonte» que Quevedo inserta en los preliminares de su versión parafrástica de las odas es una traducción de la compuesta en latín por el humanista Lilio Gregorio Giraldo y que, como señala Quevedo, ha sido «corregida y aumentada en disculpa de Anacreonte, con autores y conjeturas» por él (2018: 121). Es decir, basándose en la autoridad de algunos escritores antiguos que selecciona interesadamente y en el uso de silogismos retóricos, Quevedo busca demostrar que Anacreonte no fue ni inmoral ni pagano, con el fin de justificar su empresa traductora. Nótese que para interpretar y amplificar los versos del poeta heleno y adaptarlos a su tiempo, Quevedo se sirve, dentro del amplio marco de la imitatio retórica, de la paráfrasis. Su Anacreón es ahora castellano, libre de manchas morales y casi un proto–cristiano que incluso creía, según Quevedo, en la inmortalidad del alma. En su versión, por ejemplo, introduce términos de la filosofía neoestoica o el cristianismo («arrepentimiento», «pena y premio», «gloria», «Dios» o «legislador eterno»), ausentes en el griego original.

Además del Anacreonte español, Quevedo también realizó versiones del griego de Focílides y de Epicteto. Es método habitual en Quevedo y sus contemporáneos acudir a otras versiones en otras lenguas a la hora de componer las suyas. Al igual que revela que para su Anacreonte ha examinado las versiones de Estienne, André, Lubinus y Belleau, para componer el texto español del Manual de Epitecto, declara haber seguido ese mismo proceder:

Con deseo de acertar en lección tan importante, y con el recato de quien trata joyas, he visto el original griego, la versión latina, la francesa, la italiana, que acompañó el Manual con el comento de Simplicio, la que en castellano hizo el maestro Francisco Sánchez de las Brozas, con argumento y notas; la última que hizo el maestro Gonzalo Correas, que numera 79, empero el maestro Sánchez, cuya división sigo, incluyó los 19 capítulos, a mi parecer con buena advertencia. (1981: 489)

Por su compatibilidad con la filosofía cristiana, las doctrinas de Epicteto fueron fundamentales en el desarrollo del neoestoicismo lipsiano en España (Schwartz 2015). Las versiones españolas que menciona Quevedo, la Dotrina del estoico filósofo Epicteto, que se llama comúnmente Enchiridion o Manual (Salamanca, Pedro Lasso, 1600) de Francisco Sánchez de las Brozas, la primera en publicarse, tuvo varias reimpresiones en las décadas siguientes. Luego le siguieron las de Gonzalo Correas (Manual de Epicteto, Salamanca, Jacinto Tabernier, 1630) y la de Quevedo, Epicteto y Phocílides en consonantes (María Quiñones, a costa de Pedro Coello, 1634). También lo que se creía entonces que eran sentencias del griego Focílides de Mileto (siglo IV a. C.) fueron sometidas a una lectura neoestoica y cristianizada. Quevedo, por ejemplo, llega a considerar al griego un «filósofo cristiano» que «evangelizó en medio de la gentilidad» (citado por Schwartz 2015: 25). Otra de sus traducciones, las Lágrimas de Jeremías castellanas, ordenando y declarando la letra hebrea con paráfrais y comentarios, fue realizada muy probablemente al tiempo que trasladaba y comentaba las del pseudo-Anacreón, el pseudo–Focílides y el Manual de Epicteto, en la primera década del XVII. Para esta obra de carácter apologético, en la que Quevedo ofrece tanto una traducción literal como una paráfrasis poética con comentarios, se sirve de diversas fuentes bíblicas y patrísticas y se apoya tanto en textos hebreos como griegos y  latinos.

 

Traducción y evangelización

El peso político del español como lengua compañera del imperio, por emplear el conocidísimo sintagma de Antonio de Nebrija, también se hace sentir con toda su fuerza en la misión evangelizadora en los territorios americanos y asiáticos de la Corona. En plena Contrarreforma, el Tercer Concilio Limense (1582–1583) reunió a teólogos, juristas y traductores de quechua y aimara con el fin de eliminar la obligación de enseñar oraciones y rezos en latín a los nuevos conversos, unificar prácticas lingüísticas y elaborar textos doctrinarios trilingües para la evangelización de las poblaciones andinas. En la Doctrina Christiana, y catecismo para instrucción de los Indios, y de las demás personas, que han de ser enseñadas en nuestra sancta fe. Con un confessionario, y otras cosas necessarias para los que doctrinan, que se contienen en la página siguiente… traducido en las dos lenguas generales, de este reino, quichua, y aymara (Lima, Antonio Ricardo, 1584), por ejemplo, la imposición lingüística e ideológica se hace por medio del uso de perífrasis, la resemantización de términos quechuas y aimaras a los que se le infundía un contenido religioso, la supresión de términos autóctonos para explicar conceptos cristianos y la introducción, en su lugar, de préstamos como «Dios», «virgen», «diablo», etc. que evitaran la confusión con términos paganos existentes en dichas lenguas pero que no tenían los mismos referentes (Cerrón–Palomino 1997). La Doctrina Christiana, dicho sea de paso, fue el primer libro impreso en América del Sur. Por otra parte, en el contexto americano, la traducción en imágenes significó otra de las formas de salvar las distancias culturales y lingüísticas. Un conocido ejemplo es el Catequismo en pictogramas del franciscano Pedro de Gante (hacia 1525), es decir, una traslación intersemiótica de conceptos religiosos como «culpa» o «pan» presentado a manera de códice para hablantes de náhuatl.

 

De la historiografía antigua a la política moderna

La historiografía antigua fue uno de los géneros más leídos del momento por ser fuente de conocimiento fundamental para los hombres del Renacimiento, y la edición, traducción e imitación de los clásicos de la historia grecolatina permitió la difusión de la filosofía moral, la política, la cartografía, la medicina, el derecho y casi todas las demás áreas del conocimiento humano que contenían sus páginas. Al ser la historia antigua una de las principales fuentes de la filosofía moral y política –y el caso de Plutarco es paradigmático, como señalábamos antes–, se disparó el interés por los historiadores grecolatinos, cuyos textos fueron sometidos a una rigurosa crítica textual y filológica con el fin de rehabilitarlos, revitalizarlos y adaptarlos al pensamiento y circunstancias del momento. No por gusto, para George Steiner los primeros humanistas, más que descubrir la Antigüedad, la inventaron (1980: 284). Las traducciones latinas y vernáculas de los historiadores antiguos permitieron establecer un puente con un pasado al que se recurría para buscar respuestas a las cuestiones políticas más acuciantes del momento: la mejor forma de gobierno, la razón de estado, el absolutismo político, el derecho divino de los reyes, la soberanía o la cada vez más controvertida figura del consejero real o favorito.

El desarrollo de la ciencia política moderna, por lo tanto, está ligado al redescubrimiento, traducción y reinterpretación de textos antiguos y contemporáneos en los que el hombre del Renacimiento buscó respuestas a las preguntas sobre la mejor forma de gobierno en un continente arrasado por guerras civiles, religiosas y territoriales. La difusión del pensamiento político occidental se entiende mejor cuando se tiene en cuenta el impacto de las traducciones de los textos y autores más difundidos del momento, así como de los diversos métodos a los que se recurría para trasladar los textos de una lengua y cultura a otra en el periodo. El interés por traducir la obra de Tácito, Nicolás Maquiavelo, Justo Lipsio o Jean Bodin, por ejemplo, es, en el mayor de los casos, una respuesta a situaciones concretas de la vida política de la época. Siguiendo la proyección transnacional de la gran mayoría de estos textos e ideas, nos centraremos, a grandes rasgos, en la recepción e influencia de las traducciones españolas de textos de corte político en la Monarquía española de Felipe II y sus herederos, Felipe III y Felipe IV –marcadas por el espíritu de la Contrarreforma del Concilio de Trento– y en su utilización por los escritores cercanos al gobierno que buscaban aconsejar a reyes y consejeros del aparato monárquico español sobre los métodos más efectivos de ejercer el poder respetando la ortodoxia cristiana.

A diferencia del humanismo temprano, que se propuso el rescate y edición de autores grecolatinos, y las traducciones del griego al latín –Salustio, Tito Livio, Julio César, Tucídides, Polibio–, el contexto sociopolítico de la segunda mitad del XVI favoreció con creces las traducciones entre las diferentes lenguas vernáculas europeas. En la segunda mitad del XVI, Diego Gracián de Alderete, discípulo de Juan Luis Vives y secretario e intérprete de lenguas de Carlos V y Felipe II, llevó al español la obra de muchos historiadores griegos como Plutarco, Jenofonte, Isócrates, Agapeto y Tucídides, por ejemplo, justificando así su empresa traductora en términos de utilidad para el gobierno, como declara en la «Dedicatoria» de la Historia (Salamanca, Juan de Canoval, 1564) de este último: «Considerando cuanto convenga a los Reyes y príncipes saber todas maneras de historias verdaderas, y principalmente aquellas que tratan de las vidas y hechos de Reyes y grandes príncipes y de las policías griegas y romanas, propuse de traducir en castellano algunas obras e historias griegas» (1564: s. p.). Gracián de Alderete compuso su Historia de Tucídides a partir del original griego, pero también apoyándose en la versión francesa de Claude de Seyssel, quien a su vez se había servido de la latina de Lorenzo Valla, conexión que vuelve a subrayar una práctica bastante común, la de traducción intermedia, de la que hemos ofrecido otros ejemplos. Gracián de Alderete, además, fue nombrado primer secretario de la recién creada Secretaría de Interpretación de Lenguas por Cédula Real de Carlos V en 1527. Su labor, y la de sus sucesores en el cargo, consistía en traducir para el Consejo de Estado los documentos relacionados con la política exterior del gobierno, la correspondencia diplomática, las bulas y breves papales y un sinfín de documentos oficiales necesarios para gobernar el dilatado y multilingüe imperio (Cáceres 2004).

Otro de los casos más representativos de rescate de un historiador clásico por medio de la edición filológica, los comentarios y la traducción fue Tácito, el historiador antiguo más traducido durante la temprana modernidad y fuente de innumerables tratados sobre el arte del gobierno (Burke 1966). La similitud entre la época que pinta Tácito en sus Historias y Anales y la que se vivía en Europa hizo que sus ediciones y traducciones se dispararan a partir de la segunda mitad del XVI, y que sus historias se leyeran como un «espejo» de los tiempos, siguiendo la definición ciceroniana de la historia como maestra de la vida. El humanista flamenco Justo Lipsio, reconocido editor y comentador de clásicos antiguos, fue su mayor divulgador; a la primera edición de la obra del romano publicada en Amberes en 1574, Historiarum et annalium libri qui exstant (Ch. Plantin), le siguieron varias reediciones y comentarios que tuvieron una inmensa fortuna editorial en Europa.

Padre intelectual del neoestoicismo, Lipsio, mediante su labor filológica y filosófica, logró conciliar la antigua doctrina estoica con el cristianismo y hacer del neoestoicismo una de las corrientes filosóficas más influyentes del continente. Aparte de sus ediciones de clásicos como Tácito y Séneca, sus dos libros más prestigiosos fueron el De Constantia Libri duo, qui alloquium praecipue continent in publicis malis (1583–1584), para enseñar a los ciudadanos europeos a soportar los males que acarreaba la guerra; y el Politicorum sive Doctrinae civilis libri sex (1589) –una colección de pasajes y aforismos extraídos de historiadores y filósofos antiguos (la gran mayoría de Tácito)–, que perseguía el mismo fin, pero esta vez dirigido a las clases gobernantes. De Constantia, publicada en Leiden en 1584, fue pronto traducida al francés, alemán, polaco, holandés, italiano, inglés y español. El Politicorum se imprimió más de cincuenta veces desde su primera publicación en 1589 hasta 1760, y se tradujo en más de veinticuatro ocasiones al francés, inglés, holandés, alemán, italiano y español. En España, la versión castellana corrió a cargo de Bernardino de Mendoza, diplomático y hombre de letras del gobierno de Felipe II, cuya versión vio la luz en 1604 con el título de Los seis libros de las Políticas o doctrina civil de Justo Lipsio (Madrid, Imprenta Real).

El Tácito prescrito por Lipsio fue determinante en la teorización política en la Europa del XVI y XVII. Aunque el interés por verter la obra de Tácito al español data de la segunda mitad del XVI, sus traducciones no salen hasta ya entrado el siguiente siglo. La primera que se da a las prensas fue la de Emmanuel Sueyro, Las obras de C. Cornelio Tácito, traducidas de latín en castellano (Amberes, Pedro Bellero, 1613, reeditada en Madrid, Viuda de A. Martín, 1614). Ese mismo año se publica también la traducción de Baltasar Álamos de Barrientos, Tácito español ilustrado con aforismos (Madrid, Luis Sánchez y Juan Hasrey) y otra que conjunta una atribuida a Benito Arias Montano, Aphorismos sacados de la Historia de Publio Cornelio Tácito con una versión de Joaquín Setanti, Centella de varios conceptos (Barcelona, S. Matevat, 1614). En el caso de la de Álamos de Barrientos, la selección del título de Tácito español revelaba ya la relectura a la que había sometido la obra del romano, cuyos márgenes llena de aforismos o de comentarios de pasajes de la historia romana que relaciona con el presente. Dice haberla compuesto en la cárcel, y desde ella pidió permiso de publicación en 1594, que fue denegada muy posiblemente debido al número de comentarios y referencias contemporáneas que inducía a los lectores a formar el paralelo entre el tirano Tiberio y Felipe II (Menéndez Pelayo 1952: 44; Davies 2001: 59).  La edición conjunta de la obra atribuida a Arias Montano, amigo de Lipsio y fallecido tres lustros antes, y la de Setanti, es una selección de máximas y sentencias de la obra de Tácito, en su mayoría relacionados con el mundo de la política y el arte de gobernar. Un año más tarde, en 1615, el historiador oficial Antonio de Herrera y Tordesillas dio a las prensas una traducción de Los cinco primeros libros de los Anales (Madrid, Juan de la Cuesta). La versión de Carlos Coloma, Obras de Cayo Cornelio Tácito (Douai, Marcos Wyon), apareció en 1629. Como en gran parte de Europa, la reflexión política que se extraía de las páginas de Tácito y de muchos otros historiadores antiguos era inseparable del paulatino proceso de centralización del poder monárquico, de la figura del privado o consejero real y del nacimiento de los estados modernos.

A pesar de las fuertes restricciones a la importación de libros extranjeros o las cortapisas impuestas por la censura real y eclesiástica, a la tentacular monarquía hispánica de los Austria, con territorios dispersos por el continente, entraban ediciones y traducciones de las plazas editoriales más importantes de Europa. El inventario de las bibliotecas de personalidades tan diversas como el arquitecto Juan de Herrera, los pintores Diego Velázquez y Bartolomé Esteban Murillo, el conde–duque de Olivares, el diplomático Lorenzo Ramírez de Prado, el mecenas Vincencio Juan de Lastanosa, el consejero Diego de Arce y Reinoso y el bibliófilo conde de Gondomar, nos permiten constatar la fuerte presencia en España de libros extranjeros. En la de Olivares, una de las colecciones más nutridas a la altura de 1620 –que contaba con 2700 impresos y 1400 manuscritos (Elliot 1986: 24)– resaltan los nombres de la literatura histórica italiana y francesa del XVI y del XVII. En el inventario de 1637 de la Biblioteca del Alcázar de Madrid, perteneciente a Felipe IV, destaca la presencia de libros extranjeros, en particular los de «gobierno y estado», con obras de Bodin, Castiglione, Lipsio, Guicciardini y Botero, por ejemplo, aunque curiosamente ninguno de Maquiavelo (Bouza 2005: 115). El hallazgo en 1992 de diez ejemplares y un manuscrito del siglo XVI escondidos detrás de una pared en una casa en Bancarrota –entre ellos una obra de Erasmo y una edición del Lazarillo– es muestra de que, a pesar de esas interdicciones, se seguían leyendo libros comprometedores. La pequeña biblioteca de Bancarrota también es significativa muestra de la naturaleza multilingüe de tales lecturas, con textos en latín, español, italiano, portugués y francés. Algo similar sucedió con El príncipe de Maquiavelo, revelador retrato de los entresijos de la vida política compuesto en 1513 y publicado póstumamente, en 1532. Su condena por los Índices de Roma de 1559 y de Trento de 1564, y oficialmente en España más de veinte años después, por el Índice del cardenal Quiroga de 1583, no contuvo su irrupción en España. Su obra estaba presente en las bibliotecas de intelectuales, políticos, artistas y eclesiásticos españoles del XVI y del XVII en ediciones italianas y francesas (Puigdomènech 2008: 41–42). Además, traducido al latín por Sylvester Teliu (De principe libellus, Basilea, 1560), la obra también pudo leerse en la lengua común de la República de las Letras y de la Iglesia.

El príncipe de Maquiavelo ha sido sin duda uno de los hitos cardinales de la política occidental, y las reacciones a su controvertido contenido no se hicieron esperar. Una de las respuestas más conocidas provino de la pluma del jesuita italiano Giovanni Botero, quien en su Della ragion di stato (Venecia, 1589) buscó dar respuesta a los problemas que planteaba la relación de la política con la moral, difundiendo el concepto de «razón de estado cristiana» como mejor forma de gobierno. Esta obra de Botero tuvo gran acogida en la España católica y contrarreformista y su traducción castellana corrió a cargo del historiador oficial Antonio de Herrera y Tordesilla, uno de los traductores de Tácito, como hemos visto antes. El autor italiano, según afirma Herrera en su prólogo de Los diez libros de la razón de Estado (Madrid, Luis Sánchez, 1593), se propuso con su obra «formar un príncipe religioso y prudente para saber gobernar y conservar su Estado en paz y justicia, procurando que se pueda hacer sin los medios que enseñan Nicolás Maquiavelo y Cornelio Tácito, como aquellos que son en todo contrarios a la ley de Dios» (s. p.)

Otro de los autores tacitistas de mayor renombre en la República literaria del XVII fue el marqués boloñés Viigilio Malvezzi, cuya primera obra, Discorsi sopra Cornelio Tacito (Venecia, 1622) y las biografías políticas de personajes clásicos y bíblicos que compone sucesivamente, lo llevaron hasta la Corte madrileña en 1636, donde el conde–duque de Olivares lo incorporó a su círculo de consejeros como cronista de Felipe IV. Ello gracias también a una de sus obras panegíricas por encargo, Il Ritratto del Privato Politico Christiano estratto dall’originale d’alcune attioni del Conte Duca di S. Lucar (Bolonia, 1635) –una especie de hagiografía política del privado– que fue trasladada al castellano por el juez Francisco de Balboa y Paz con el título Retrato del privado Christiano Político deducido de las acciones del Conde Duque (Nápoles, Octavio Beltrán, 1635). El aparato prefatorio que acompaña la traducción de Balboa (dedicatoria a la hermana del conde duque y esposa del virrey de Nápoles; y a Francisco de Calatayud, influyente secretario de Felipe IV) apunta a la intencionalidad política de la versión con la que buscaba hacerse un mayor lugar en la política del momento. De la primeras biografías políticas de Malvezzi, la más conocida fue Il Romulo (Bolonia, 1629), obra que trasladaron al español Quevedo (Pamplona, Viuda de Carlos Labayen, 1632), Teodoro del Aula (Milán, J. B. Malatesta, 1632) y Fabricio Lanario de Aragón (Nápoles, Egidio Longo, 1635). Para Quevedo, esta obra del boloñés es fundamental en la configuración de una escritura biográfica que se centra sobre todo en la interioridad del biografiado, al estilo de Tácito.  Entre los émulos españoles de Malvezzi también destaca Juan Pablo Mártir Rizo, que compuso una Vida de Rómulo (Madrid, Francisco Martínez, 1633). Il Tarquinio Superbo (Boloña, Clemente Ferroni, 1632) del marqués también fue llevado al castellano varias veces en el espacio de unos pocos años: por Antinoro Pedrosa (Milán, Maltesta, 1632), por Antonio González de Rosende (Madrid, Francisco de Ocampo, 1634) y por Francisco Bolle Pintaflor (Barcelona, Gabriel Nogués, 1634).

La política podía ser también servida en moldes más deleitables que los tratados políticos o los manuales de comportamiento. El escritor de origen escocés nacido en Francia, John Barclay, compuso en lengua neolatina una novela bizantina, Argenis (París, 1621), que renovó la tradición inaugurada por la publicación y rápida difusión en traducciones latinas y vernáculas de las Etiópicas de Heliodoro. La intriga de la Argenis se desarrolla en una lejana Sicilia, adonde llegan los jóvenes Poliarco y Arcombroto. El primero ama a Argenis, hija del rey siciliano Meleandro, pero tiene que huir y refugiarse en Mauritania. Su padre la quiere casar con el valiente Arcombroto o con el ambicioso Radirobanes, rey de Cerdeña. Tras una serie de ataques de piratas, secuestros, conspiraciones, sueños, naufragios separaciones y encuentros, Poliarco, que en realidad es el rey de Francia, se reúne con su amada Argenis y se casa con ella. El poeta cortesano Nicopompus, uno de los personajes del libro y especie de alter ego de Barclay, señala el contenido alegórico y el propósito didáctico de la obra al decir que instruirá a los ignorantes vistiendo «una gran fábula a modo de historia» (Barclay, trad. de Pellicer, 1626: 125)  Esta ficción situada en un pasado antiguo y en una Sicilia ficticia, les permitió a Barclay y a sus contemporáneos desentrañar y criticar el convulsionado mundo político de su presente. En la novela, los nombres de muchos de los personajes son anagramas o su etimología es fácil de descifrar: el jefe de la secta religiosa que siembra la división en Sicilia se llama Usinulca (que remite a Calvino); Ibburanes, consejero de Melandro, es anagrama del cardenal Barberinus (Mafeo Barberini, futuro Urbano VIII); Arcombroto significa «el que guía a los mortales» y el nombre de la protagonista, cuya figura se asocia al reino de Francia, es el anagrama de Reginas. A partir de la edición parisina de Elzevier de 1627, tanto las reediciones latinas como la gran mayoría de las traducciones se publican con un apéndice que contiene las claves de los nombres: el rey Meleandro se asocia a Enrique III de Francia, el cruel Radirobanes a Felipe II de España y Poliarco y Arcombroto a Enrique IV de Francia, por ejemplo.

La fortuna de la novela de Barclay fue sensacional: cuarenta ediciones del texto latino antes de culminar el siglo, traducciones a trece idiomas, tres continuaciones y al menos dos adaptaciones teatrales (Davis 1983: 28). Al español se hicieron dos traducciones independientes cinco años después de su aparición: una por José Pellicer Salas y Tovar (Madrid, Luis Sánchez, 1626) y la otra por Gabriel del Corral (Madrid, Juan González, 1626). A su vez, Pellicer decide traducir y condensar la continuación de la obra que había compuesto A. M. de Mouchemberg, La Suite et continuation de l’Argenis (París, Nicolas Buon, 1626) y sacarla con su nombre en español: Argenis continuada (Madrid, L. Sánchez, 1626). Pellicer cataloga la Argenis de Barclay de «hermosa enigma», «símbolo animado» y «jeroglífico». Asimismo, subraya su contenido multifacético, político  y didáctico: «Ya en la Academia de amor possee catedra la razón de Estado. Ya entre lo tierno de los requiebros halla cabida lo político. Ya en las consultas de Cupido da su voto el gobierno» («Al túmulo de Juan Barclayo», s. p.).

Tras este breve bosquejo de la difusión de las grandes cuestiones de la política europea, se puede concluir que términos y conceptos tales como «razón de estado», «político», «disimulación», «tirano», etc., circulaban por el continente desde finales del siglo XVI y se iban adaptando al contexto cultural de cada lengua y país. Fue desde el latín de los Anales de Tácito, por ejemplo, que se extendió el uso del sintagma de arcana imperii para referirse a los secretos, misterios y motivaciones ocultas de la política. Quentin Skinner nos recuerda que en este periodo términos como «state» en Inglaterra y «état» en Francia, empezaban a emplearse en su sentido moderno, es decir, como la del Estado como una entidad independiente que un gobernante tiene que proteger y no como la de un gobernante que intenta conservar su estado (Skinner 1978: IX–X). Conceptos en plena metamorfosis como el de «político», que tuvo en un principio tintes peyorativos, o el término «aforismo», en general relacionado con temas políticos, también irán afianzando su acepción por estos años. En español, por ejemplo, «aforismo» figura ya en 1614 en el Tácito español ilustrado con aforismos de Baltasar Álamos de Barrientos antes mencionado. Con la difusión de la obra de Tácito, el término «revolución» adquiere otros tintes y además de los movimientos rotativos como el de los astros o el reloj pasa a describir las graves conmociones populares (Maravall 1972: 229).

Por lo tanto, dentro de la práctica de la imitatio renacentista, y en relación con autores polémicos como Tácito, Maquiavelo o Botero, la refutación, adaptación o traducción no confesada de sus textos es uno de los modos fundamentales de transmisión en Europa. Como se sabe, la poética del momento consideraba primordial la imitación de modelos previamente seleccionados por su interés lingüístico, conceptual o estilístico, y los escritores políticos del periodo, cuando critican o defienden ciertas posturas, fueron conformando poco a poco un lenguaje común en el que se repiten los mismos términos, significados, metáforas y citas. Sin ser consideradas propiamente traducciones, los comentarios, censuras, paráfrasis, selecciones parciales o respuestas a la obra de Maquiavelo, señal indudable de su amplia circulación, recogen muchos de los supuestos de su obra –a veces fragmentos o páginas enteros vertidos a la lengua receptora– para matizarlos moralmente o rebatirlos del todo. Tal es el caso, por ejemplo, del Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados. Contra lo que Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan (Madrid, Pedro Madrigal, 1595), de Pedro de Ribadeneyra, quien para componerlo traduce y parafrasea pasajes de El príncipe y de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, ambas de Maquiavelo. Esta obra representativa de la Contrarreforma española, por lo demás, tuvo gran fortuna en la República literaria europea y se tradujo al italiano (Génova, 1598 y Brescia, 1599), al francés (Douai, 1610) y al latín (Amberes, 1603; Colonia, 1604 y Maguncia, 1603 y 1604).

 

Traducción y censura

Por lo general, no es infrecuente por estos años en España la censura real y eclesiástica a las traducciones de obras de corte político o su expurgación y adaptación con el fin de mitigar las huellas del violento realismo maquiavélico. Les six libres de la République (París, 1576) de Jean Bodin, otro de los hitos del pensamiento político moderno, fue inmediatamente traducido al latín por el propio autor, publicado en versión revisada y corregida, para su mayor difusión europea. Su primera traducción española, Los seis libros de la República, traducidos de lengua francesa y enmendados cathólicamente (Turín, Herederos de Bevilaqua, 1590) fue obra de Gaspar Añastro, tesorero de la infanta Catalina, duquesa de Saboya, y dedicada a su hermano, el príncipe Felipe. El hecho más significativo, manifiesto desde el título, fue el intento de Añastro de conformar el texto francés a la ortodoxia católica. Por medio de enmiendas textuales y comentarios marginales, Añastro atenuó en su versión cuestiones relativas a autores protestantes (elimina las referencias a los protestantes Melachton o Calvino y la diatriba en contra del método de elección de papas y otros eclesiásticos), exalta episodios de la historia española y suprime muchas de las referencias al sentimiento antiespañol del original (Bermejo 1992: 105–114). De la traducción de Añastro se valió el arbitrista Martín González de Cellorigo para componer su Memorial de la política restauración de España, estados de ella, y del desempeño universal de estos reinos (Valladolid, Juan de Bostillo, 1600), obrilla que también incluye una adaptación de un capítulo de los Discursos sobre Tito Livio de Maquiavelo. El ejemplo de Cellorigo, que busca recetar soluciones a la decadencia y problemas de España, es representativo de la traslación de ideas, conceptos, autores y textos políticos por medio de la traducción, adaptación o refundición. Si bien cita a Bodin varias veces, sin precisar qué extrae o de dónde provienen sus ideas, y también a Botero o a Francesco Patrizi (autor de tratados políticos como De institutione rei publicae y De regno et regis institutione), alude a Maquiavelo, aunque, como era de esperar, sin mencionarlo (Villanueva 1997).

Otro ejemplo de traducción «enmendada» es la versión incompleta de la Utopía de Tomás Moro de Jerónimo Antonio de Medinilla y Porres, corregidor y Justicia de Córdoba (Córdoba, Salvador de Cea, 1637) quien eliminó el libro I y tradujo el II «siguiendo más el espíritu del autor que sus palabras», como revela él mismo en su «Al lector» (1637: IV–V). Aunque la versión de Medinilla y Porres es la primera traducción española que se publica, de la Utopía existe, en los fondos de la Real Biblioteca de Palacio (ms. II/1087), un manuscrito anónimo en español compuesto entre 1520 y 1530, es decir, en fechas muy próximas a su primera publicación en Lovaina, testimonio de su circulación y lectura es España antes de la primera versión cercenada de 1637. Francisco de Quevedo, recomendando esta traducción, la interpretó en clave política: «Yo me persuado que [Moro] fabricó aquella política contra la tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla su idea, y juntamente reprehendió los desórdenes de los más príncipes de su edad» (1637: X–XI). Dos años antes Quevedo, en su «Carta a la Serenísima Majestad del rey Luis XIII» de Francia, un manifiesto político publicado a raíz de la declaración de guerra del país vecino, había traducido libremente e insertado un largo fragmento de la Utopía (Peraita 2004).

Este tipo de traducción y apropiación cultural era algo común en textos como estos, donde se transformaba, se seleccionaba interesadamente o simplemente se eliminaba algún pasaje incómodo. Por citar otro de los muchos ejemplos, la Storia d’Italia (Florencia, 1561), del conocido historiador italiano Francesco Guicciardini, traducida parcialmente por Antonio Florez de Benavides (Baeza, Juan B. Montoya, 1581), elimina el retrato negativo del papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia. La Historia de Guicciardini fue una de las obras históricas escritas en una lengua vernácula más difundidas y traducidas del momento, y a ello sin duda contribuyó la versión latina, a cargo del humanista Celio Secondo Curione (Historiarvm svi temporis libri viginti, Basilea, 1566). La Storia también fue, dicho sea de paso, llevada al español en 1633, aunque no a la imprenta, por Felipe IV para «mayor inteligencia y acertado despacho de los negocios de esta Monarquía» (1889: v) y como ejercicio de aprendizaje del italiano ya que, mediante la traducción, según nos confiesa el monarca en el «Epílogo breve» que antecede su versión, «se consigue gran noticia, y ningún otro camino hay que tanto aproveche para hacerse dueño de ella [de la lengua italiana]» (1889: XVII). Como ha sintetizado Fernando Bouza, estudioso de la biblioteca y la versión del rey, «este Felipe IV lector propone la traducción como consumación de la lectura» (2005: 154).

Fue precisamente la traducción una de las vías más recurridas para transmitir ideas de textos poco ortodoxos sin mencionar las fuentes y así esquivar la censura. Tal es el caso de la Historia de la vida de Lucio Anneo Séneca español (Madrid, Juan Delgado, 1625) del escritor político y traductor Juan Pablo Mártir Rizo. El primer párrafo de esta historia, por ejemplo, aunque no es el único, fue extraído, en traducción no confesada, del inicio del capítulo XXII de El príncipe de Maquiavelo.

 

La traducción como espejo crítico de reyes y consejeros: el caso de Pierre Matthieu

Humanistas editores y traductores de la talla de Erasmo y Lipsio, intermediarios culturales de textos, ideas, valores e instituciones del mundo clásico, llegaron en ocasiones a suplantar a sus modelos antiguos. Otros humanistas que escribían en lengua vernácula –Maquiavelo o Guicciardini son tempranos ejemplos– pronto se convirtieron en modelos contemporáneos muy traducidos e imitados. Baldassare Castiglione publicó un manual de comportamiento cortesano que tuvo un éxito arrollador en Europa y que, en traducción española de Juan de Boscán –Los cuatro Libros del Cortesano, compuestos en italiano por el Conde Baltasar Castellón, y agora nuevamente traducidos en lengua castellana por Boscán (Barcelona, Pedro Monpezat, 1534)–, llegó a ser el modelo de prosa áulica para ser imitada en castellano.

El historiador francés Pierre Matthieu, imitador de Tácito y de Lipsio, fue otro de esos autores vernáculos cuya fama en la Europa de su tiempo se extendió gracias a las traducciones de sus biografías políticas a las lenguas europeas más influyentes del momento. Antes, citando a Peter Burke, decíamos que, en la práctica, ante la gran variedad de normas que coexistían e incluso competían entre sí, podemos hablar de «culturas o subculturas de traducción» en el XVI y el XVII (2010: 33). Las múltiples formas en que se tradujo y reescribió su obra en España ilustran claramente estos distintos modos de apropiación de textos extranjeros. Juan Pablo Mártir Rizo, por ejemplo, inserta en su Norte de Príncipes fragmentos enteros de la obra de Bodin y Maquiavelo sin mencionarlos (Maravall 1984: 48). Como hemos señalado antes, para componer su biografía de Séneca extrae varios fragmentos de El príncipe de Maquiavelo. Cabe destacar que, aunque Mártir Rizo advierte haber «usurpado los mejores conceptos» a varios de esos «muchos varones que escribieron policía, ya sean latinos, franceses, italianos o españoles» (1945: 13), lo hace sin revelar quiénes eran, teniendo en cuenta que todo lector avezado de la época podía reconocer las fuentes que traduce o adapta sin nombrar. La mención expresa de «impíos» autores como Bodin o Maquiavelo hubiera bastado para levantar las sospechas de la Inquisición e imposibilitar su publicación. Tal fue la suerte, por ejemplo, de la traducción parcial de los Essais de Montaigne por Diego de Cisneros, terminada en 1637 –Experiencias y varios discursos de Miguel señor de la Montaña–, pero que nunca llegó a las prensas y que se encuentra en manuscrito en la Biblioteca Nacional de España (ms. 5635), a pesar de haber sido «enmendada católicamente», como declara su traductor en el «Discurso del traductor acerca de la persona del señor de Montaña, y los libros de sus experiencias y varios discursos»:

Propondré aquí algunas de las proposiciones que tengo notadas en este libro 1, que publico traducido, las cuales con las demás van corregidas en la traducción y enmendadas de manera que no puede ofender la doctrina ni queda ofendido el sentido ni la intención del autor, y sin borrar casi nada, como verá, el curioso que lo quisiere examinar, confiriendo el original francés con la traducción española. (Cisneros 2018: s. p.)

La obra de Montaigne se leyó en la España del XVII en francés o en la versión parcial italiana de Girolamo Naselli, publicada en 1590 con el título de Discorsi morali, politici e militari; o en la de Girolamo Canini, Saggi di Michel sig. di Montagna, overo Discorsi, naturali, politici, e morali (Venecia, 1633), ambas consultadas por Cisneros para componer su versión española. Baltazar de Zúñiga, importante político, embajador, ministro de Felipe IV y tío del conde–duque, había traducido algunos capítulos que circularon por la Corte madrileña de forma manuscrita, también consultados por Cisneros. Hasta finales del siglo XIX no habrá una versión íntegra de la obra de Montaigne en español.

Traducir las biografías políticas compuestas por Pierre Matthieu no era solo llevar a España las lecciones y el estilo de Tácito filtrados por Lipsio, sino reconocer al historiador francés como modelo retórico y moral contemporáneo cuyas narraciones ponían de relieve el valor de lo vernáculo dentro de la producción de un conocimiento histórico y político moderno. Sus biografías también eran, al igual que se propuso hacer Barclay en su Argenis, una manera de transmitir lecciones y observaciones políticas y morales de manera más deleitable que los secos tratados  políticos que inundaron las imprentas del siglo XVII. Entre las primeras que se vierten al español destaca la traducción de las Observaciones de Estado y de Historia sobre la vida y servicios del Señor de Villeroy (Lisboa, Pedro Craesbeeck, 1621) por el autor político Fernando Alvia de Castro, por vía indirecta de la traducción italiana –«traducido de francés en italiano, por un incierto»– como explica el traductor en el título de la segunda portada. Esta particular vía de transmisión franco–italo–española de la obra de Matthieu permite vislumbrar cómo viajaban sus obras por medio de embajadores, soldados y emisarios reales por la geografía europea: Pedro de Toledo conoció en París a Villarreal y le obsequió a Alvia una traducción italiana de la biografía política de Matthieu, que este traslada al español (Izquierdo 2019).

La imagen del favorito real en el imaginario de la temprana modernidad es indisociable de la figura de Sejano (o Seyano, como se escribía en tiempos de Mártir Rizo) el militar, político y protegido del emperador Tiberio que, según Tácito, fue el causante del deterioro de su gobierno. El Sejano de Tácito fue, sobre todo, interpretado en clave maquiavélica y sirvió a lo largo y ancho de Europa para exponer los efectos nefastos de la naciente institución de la privanza que marcó la política de las grandes monarquías europeas política a lo largo del XVII. En 1617, el historiador Matthieu publicó un libro titulado Aeluis Sejanus, que da como una traducción, entre otros, de los libros II y IV de los Anales de Tácito. Su objetivo al rescatar esta figura histórica era ofrecer un maquiavélico retrato del favorito de la reina regente María de Médicis, Concino Concini, figura que asocia al Sejano romano. Asimismo, por medio de la traducción al español de esta obra de Matthieu que titula la Vida del dichoso desdichado (Madrid, Pedro Tazo, 1625), Mártir Rizo traslada el Sejano romano de Tácito a la corte madrileña y su figura, que en Francia se había asociado con Concini, se hermana ahora con la del duque de Lerma o la del conde–duque de Olivares. El éxito de esta biografía política de Matthieu fue tan rotundo que cuatro años antes de la versión de Mártir Rizo, un banquero genovés radicado en Madrid, Vicenzo Squarzafigo, había publicado una Vida de Elio Seyano (Barcelona, Sebastián Cormellas, 1621). Su versión es una traducción indirecta del italiano, donde el texto de Matthieu había tenido inmensa acogida y múltiples reimpresiones.

Es también Mártir Rizo quien lleva al español otra obra de Matthieu, la Historia de la prosperidad infeliz, de Felipa de Catanea (Madrid, Diego Flamenco, 1625) en la que figura, entre los paratextos, un interesante «Juicio a las obras de Pedro Matheo», nombre hispanizado de Matthieu, como se solía hacer entonces con los nombres propios, compuesto por Quevedo, que alaba la calidad de su prosa histórica al tiempo que critica su marcada parcialidad al escribir desde el lado francés. La obra es una crítica a los abusos del poder del privado, en este caso mediante el infame ejemplo de la lavandera de Catania, Felipa, que llegó a ser favorita y consejera de la reina Juana de Nápoles, y a quien se acusa de haber llevado el reino a la ruina.

El último ejemplo que proponemos, la Historia trágica de la vida del duque de Biron, es una biografía compuesta por Mártir Rizo, que sale de las prensas barcelonesas de Sebastián de Cormellas en 1629 como obra original suya. Sin embargo, su cotejo con la historiografía de Matthieu demuestra que se trata, casi en su totalidad, de una traducción de fragmentos enteros de su Histoire de France et des choses mémorables que el escritor español extrae, traduce y recompone hasta darle forma de biografía política independiente (Izquierdo 2019). En ese proceso, a la luz de la situación política franco–española de entonces, Mártir Rizo suprime todos los fragmentos donde se menciona la intervención de España y del representante español, el conde de Fuentes, a quien absuelve de toda doblez e intervención en el conflicto (1629: 70–75). La obra de Matthieu es, por lo tanto, otra de las fuentes no confesadas de Mártir Rizo. En este caso en particular, su mención como autor hubiese echado por tierra el propósito mismo su biografía política, ya que la ‘verdad’ que propone en cuanto a la participación de España en el conflicto es diametralmente opuesta a la del texto francés. Este particular ejemplo destaca la agencia del traductor en la autoría del texto que, siguiendo los mecanismos de producción textual y las prácticas retóricas y traductológicas del momento, podía adjudicarse la obra como suya.

 

La cuestión teatral

Estos ejemplos, provenientes de un mismo autor, el historiador francés Pierre Matthieu, y llevados a una misma lengua, el español, ilustran cuán diferentes podían llegar a ser en el periodo los métodos, estrategias y criterios para traducir un texto y dan cuenta, además, de los diversos modos de intervención del traductor en la composición de las versiones. A estos casos, por último, habría que añadir el papel del teatro en la difusión de los temas políticos más candentes del momento. La representación teatral fue imprescindible para popularizar los fundamentos políticos y morales que se recogían eruditamente en los libros de historia como los de Matthieu, y que circulaban principalmente en círculos intelectuales asociados con las esferas del poder. Peter Burke (2009), al estudiar la permeabilidad que se da entre la cultura de élite y la popular, ha estudiado ejemplos de la circularidad entre esos espacios en la temprana Edad Moderna. La historia representada en las tablas, al transmitirse de modo más deleitable, se difundía fácilmente entre los espectadores de los corrales y llegaba así a todos los estamentos sociales. Tanta fue la difusión de la obra de Tácito que el gran satírico italiano Trajano Boccalini acusó a Lipsio, en su irónico Ragguagli di Parnaso, de haber dado a conocer al historiador romano, que ahora «anda en manos de todos, que hasta los tenderos, no mostrándose más inteligentes de otra ciencia que de razón de estado, con gran mofa desta arte tenido en tanta reputación de los príncipes, se ve todo el mundo lleno de políticos mecánicos» (1653: 150v). La traducción española de los Ragguagli, dicho sea de paso, fue obra de un tal Fernando Pérez de Souza y se publicó con el título de Discursos políticos y avisos de Parnaso (Madrid, María de Quiñones, a costa de Pedro Coello, 1634). El traductor español, quien muy posiblemente utilizara un seudónimo, eliminó en su versión algunos de los pasajes más polémicos para los españoles, como corrobora el censor de la edición de 1634, para quien el traductor supo elegir «con acierto de ingeniosa abeja lo más gustoso de las Centurias del Trajano, menos ofensivo a las naciones que suele picar, y aun morder, más enderezado a las buenas costumbres de los Estados» (citado por Gagliardi 2009: 199). No cabe duda de que en la difusión del tacitismo político en la vida de los «tenderos» que menciona Boccalini, es decir, en casi todos las capas de la sociedad, el teatro tuvo sin duda un papel fundamental. El monstruo de la Fortuna. La lavandera de Nápoles, Felipa de Catanea, escrita a tres manos (por Calderón de la Barca, Juan Pérez de Montalbán y Francisco de Rojas Zorrilla) a principios de la década de 1630, es una comedia basada grosso modo en los hechos históricos de la reina Juana y su consejera. Podemos inscribir esta obra en la estela de la fama alcanzada por la traducción española de Mártir Rizo del difundido texto francés de Matthieu sobre la pérfida lavandera que llegó a ser la consejera de la reina Juana. Asimismo, el caso de la conspiración y caída del duque de Biron sirvió de inspiración al dramaturgo Juan Pérez de Montalbán para componer su comedia El mariscal de Virón por las mismas, y a Juan Maldonado para su parodia burlesca titulada Comedia burlesca del Mariscal de Virón alrededor de 1658. Las traducciones de la obra de Matthieu difundieron este sonado caso y su huella no solo se circunscribió a España, sino que también se propagó hasta Inglaterra por medio de la traducción de Edward Grimeston, A General Inventory of the History of France (Londres, 1607). En ella se basó el dramaturgo George Chapman para su doble tragedia The Conspiracy and Tragedy of the Duke of Byron, puesta en la escena en el teatro Blackfriars un año más tarde.

La difundidísima novela de Barclay, gracias al dramatismo de su contenido novelesco y político, también fue objeto de varias adaptaciones teatrales en Francia, en Alemania, Italia y España en el siglo XVII. En las letras españolas destaca la comedia de Argenis y Poliarco de Pedro Calderón de la Barca, escrita entre 1626 y 1636, que se centra en el triángulo amoroso de Argenis, Poliarco y Arcombroto en un contexto político marcado por rebeliones, guerras e intentos de asesinato. La primera representación de que se tenga constancia se produjo en un corral de comedias de Buendía, un pueblo cercano a Cuenca, para las fiestas de Nuestra Señora del Rosario; la última, que sepamos, en el palacio real de Madrid en 1690 (Vara López 2015).

En conclusión, el breve panorama sobre la traducción que hemos trazado en estas páginas refleja la centralidad de su práctica en el periodo, su repercusión en la naciente ciencia política y en la sociedad de los Siglos de Oro, y el protagonismo de los traductores y editores como importantes agentes de creación de redes de conocimiento mediante la instrumentalización política, la expurgación moral y la adaptación creativa, y, en el mayor de los casos, interesada de textos e ideas fundamentales que repercutieron en la vida política, social y cultural de España.

 

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