Monreal

El lugar de las lenguas vernáculas en los Siglos de Oro

Juan Luis Monreal Pérez

 

Introducción

No podía faltar en una obra sobre la Historia de la traducción en España el análisis de la contribución de los Siglos de Oro a la misma. No cabe duda de que el periodo que comprende los llamados Siglos de oro, entre 1492 y 1659 aproximadamente, ha sido realmente relevante para la historia de la lengua, de la literatura y del arte en España en general y, de la traducción, en particular. Desde el punto de vista de la comunicación oral y escrita, las lenguas clásicas (hebreo, griego y latín, principalmente) y las lenguas vulgares constituyeron la base lingüística en este periodo y, por ende, fueron el material objeto de traducción. El predominio en cuanto al uso que tuvieron las lenguas clásicas en buena parte de esta época no debe oscurecer la importancia que en la misma tuvieron las lenguas vernáculas. Por ello, el título del presente capítulo tiene como objeto hacer algunas aportaciones en relación al lugar que ocupan las lenguas vernáculas. Dichas aportaciones formarán parte del debate histórico que ha tenido lugar al respecto en la construcción de la historia de la traducción, tanto durante el periodo que se analiza como en los siglos posteriores al mismo.

Para hablar del desarrollo de las lenguas vulgares es imprescindible situarnos en el contexto político, religioso y lingüístico europeo y relacionarlo con el fenómeno cultural del Humanismo renacentista, donde sobresalen figuras como las de Erasmo, bien que el holandés renunciara al uso de las lenguas vulgares o vernáculas en pro de la lengua latina para difundir su pensamiento y sus obras entre todos los ciudadanos europeos. No obstante, las lenguas vulgares no se desarrollaron como una pura reacción a la importancia que los humanistas renacentistas dieron a las lenguas clásicas, para quienes lo prioritario era la elegancia de la lengua, que debía estar basada en un uso que fuera natural, que facilitara la comunicación y que permitiera un mejor entendimiento del hombre, de la sociedad y del sentido de la historia; al contrario, de esta forma, al seguirse el patrón lingüístico de las lenguas clásicas, se sentó la base lingüística que se hizo extensiva a las lenguas vernáculas durante su desarrollo en el Siglo de Oro. Otro factor al que se prestará especial atención a la hora de analizar el desarrollo de las lenguas vulgares fue la implementación de una política lingüística destinada a que las lenguas vulgares o vernáculas, garantes de la unidad suprarregional, hicieran posible el ejercicio del poder en un imperio en expansión, lo cual sería posible gracias a una lengua que articulara los estratos político, religioso y académico de la sociedad española. De hecho, Carlos V no sería partidario de hablar en latín, pero en cambio, sí se expresaría en las diferentes lenguas vulgares que tenían un peso cultural y político relevante en la Europa del momento para que, del mismo modo que hiciera Erasmo, sus mensajes llegaran todos los europeos. Además, fue un encargo real motivado por el deseo de gestionar el imperio español lo que impulsó a Nebrija como gramático y lexicógrafo a escribir una obra normativa sin precedentes en la historia de las lenguas vulgares. Con estas premisas, se estudiará el pensamiento plasmado en obras de carácter divulgativo, lingüístico, traductológico y literario, de autores como Nebrija, Juan de Valdés, Fray Luis de León, entre otros intelectuales, como por ejemplo Cisneros, ya que forman parte de un insigne episodio de nuestras letras y contribuyeron de forma determinante al desarrollo de las lenguas vulgares.

 

El humanismo renacentista, los studia humanitatis y el estudio de las lenguas

El historiador Jacob Burckhardt, con la definición que en su momento dio de Renacimiento como el descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre cuando dice que «al descubrimiento del mundo, la cultura del Renacimiento añade todavía una hazaña mayor, al descubrir e integrar plenamente por vez primera la sustancia humana y lograr sacarla a la luz» (Burckhardt 1984: 169), ha favorecido vincular estos dos términos y ha permitido desarrollar el concepto de Humanismo desde la forma de entender el Renacimiento. Esta visión de Burckhardt ha tenido y sigue teniendo su influencia a la hora de encajar el Humanismo en el contexto renacentista porque «sigue teniendo una cierta validez y sigue conformando una suerte de sustrato conceptual sobre el que es posible ir descubriendo nuevas perspectivas, debidas a las renovadas orientaciones de la investigación. Y ello es así, sobre todo, para aquéllos que, más o menos herederos de las aportaciones renacentistas, seguimos encontrando en el Humanismo una manera de estar en el mundo y contemplar la historia» (Ruiz 1993: 13).

Entender el Humanismo como movimiento cultural e intelectual sitúa los studia humanitatis en el lugar central, fijando como objetivo fundamental el estudio de las lenguas clásicas, latín y griego, y asumiendo como referente prioritario los grandes autores griegos y latinos. La gramática en los Studia Humanitatis se considera la madre de todos los saberes y de la cultura, ya que los diferentes oficios que aquélla conlleva la convierten en una fuente extraordinaria de actividad intelectual (Rico 1993: 13–14). Desde esta perspectiva es cómo hay que entender el esfuerzo humanista por concienciar de la importancia de las lenguas clásicas para construir un mundo nuevo.

Es importante señalar cómo los humanistas se presentan como defensores de un nuevo orden, que supone una visión nueva de la vida, de una nueva civilización, justamente a partir de una forma original de entender la lengua y la literatura. Éstas, para los humanistas, no son algo muerto, sino algo totalmente vivo; algo que conecta con la historia. La lengua y la literatura son para los humanistas el reencuentro con el mundo, a través de textos y de escritores, que hay que entender en su debido contexto filológico e histórico, puesto que la lengua hay que entenderla como una construcción social y con la literatura se accede al encuentro de la colectividad, formada por escritores marcados por diferencias individuales. Precisamente esta forma de entender la lengua y la literatura llevó a los humanistas a dar el salto, desde lo concreto, a una visión general y global de entender el mundo y la historia (Rico 1993: 44).

Esta visión global y optimista de los humanistas italianos que trasciende los puros planteamientos filológicos empieza a decaer en Italia a finales del siglo XV, precisamente a medida que estas cuestiones van ocupando mayor espacio y se va constituyendo una red de especialización. Precisamente lo que al Humanismo le daba mayor pujanza, su visión global del mundo y de los saberes, empezaba a retroceder en territorio italiano, y con ello se iniciaba el cierre de una época próspera del pensamiento humanista (Burckhardt 1984: 149).

La pérdida de vitalidad que experimenta el movimiento humanista en Italia coincide con su expansión en el resto de Europa, liderado especialmente por representantes de tres países europeos que se erigen en el siglo XV como referentes intelectuales de dicho movimiento: Francia, Países Bajos y España son los espacios intelectuales que albergan respectivamente a Guillaume Budé, a Desiderio Erasmo y a Juan Luis Vives.

El dinamismo del movimiento humanista en Europa, a diferencia de lo que sucede en Italia donde hay una estrecha convergencia entre país y líderes de la corriente cultural, no se limita a los países de origen de la élite intelectual que impulsa dicho movimiento. Esto significa, que sin negar la influencia cultural que dicha élite pudo recibir del propio país, ésta se vio fundamentalmente alimentada por los flujos culturales transnacionales que fluían del mundo de las letras, a través de la influencia de libros y personajes intelectuales del momento. Por tanto, hay que hacer un reconocimiento del carácter cosmopolita del movimiento humanista europeo, en un doble sentido: por una parte, porque las influencias transcienden las fronteras nacionales y, por otra, porque los humanistas europeos cuando escriben, hablan y actúan, se dirigen a un público también cosmopolita. Aquí radica un aspecto fundamental de la corriente humanista europea: su carácter universal y cosmopolita.

Si bien el humanismo europeo sigue básicamente las líneas filosóficas de la corriente italiana, sin embargo, el paso del tiempo hace que aquél desarrolle un sentido crítico mayor que lo hiciera ésta. Desde esta nueva etapa, los humanistas se dedican, por una parte, al estudio de la Antigüedad clásica examinando las potencialidades que ofrecen los documentos y materiales al uso y, por otra parte, se posicionan ante los mismos con una gran libertad crítica que les permite distanciarse de ellos suficientemente, de modo que les faciliten una mejor aproximación a la actualidad y al análisis de los diferentes problemas que los contextos actuales presentan. La mirada al pasado no es, pues, para los humanistas de nuevo cuño un anclaje en el pasado, sino una fuerza que les hace entender y penetrar en el conjunto de problemas que el presente les ofrecía, no exentos de complejidad, como la conciencia de crisis que se estaba instalando en Europa, los deseos de reforma y los movimientos nacionales. Los nuevos humanistas, con su mirada a la antigüedad desde el territorio de las letras, no se inhibieron de leer e interpretar el presente. Al contrario, el espíritu de los Studia Humanitatis les hizo tomar partido ante los acontecimientos que convulsionaban la época y lograron generar en torno a ellos la cultura nueva de una nueva era.

 

Humanismo renacentista y lenguas vernáculas

Está suficientemente probado que las lenguas, especialmente las clásicas, se constituyeron como un elemento central de toda la arquitectura humanista renacentista. Pero en el caso de las lenguas vernáculas, ¿cuál ha sido su relación con el Humanismo renacentista? Pudiera pensarse que la importancia señalada de las lenguas clásicas en el período renacentista, fundamentalmente del latín, conllevó la inexistencia de las lenguas vernáculas en este tiempo. Nada más lejos de la realidad. Desde finales de la Edad Media, el uso de las lenguas vernáculas, tanto como lenguas escritas, pero sobre todo como lenguas habladas fueron un hecho (Ruiz 1987: 15–16). En este contexto es como hay que entender la aportación que Dante hizo a la lengua moderna (Burckhardt 1984: 207). Progresivamente, el latín fue desplazándose en beneficio de las lenguas vernáculas, y en los distintos campos de los saberes (Burke 2006: 23–24). Tampoco conviene olvidar, en este contexto, el caso de España, ya que en 1492 Antonio Nebrija editó su Gramática de la lengua castellana.

El uso de las lenguas vernáculas se fue intensificando a medida que corría el siglo XVI, restringiéndose cada vez más el latín y quedando éste reservado fundamentalmente para espacios tan selectivos como la Iglesia, la Universidad, la Corte y la diplomacia internacional. Incluso, en estos llamados espacios selectivos, las lenguas vulgares también iban tomando creciente peso a lo largo del siglo XVI. Fruto de esta situación, fueron apareciendo gramáticas vernáculas, que permitieron ir mejorando y normalizando los distintos lenguajes.

No cabe duda que el desarrollo de las lenguas vernáculas tuvo mucho que ver también con el ejercicio de los poderes, tanto político como religioso y académico (Monreal 2010: 22). Desde la perspectiva del poder político, éste consideró que la lengua vernácula era un instrumento útil para la expansión y construcción del imperio, reino o nación. A su vez, la lengua vernácula, bajo el brazo del poder político, encontraba la razón de su implantación, expansión y desarrollo. Así, el humanista Lorenzo Valla puso en relación el esplendor y la decadencia del latín con el esplendor y la decadencia del Imperio Romano (Burke 2006: 29).

Tan fuerte era la conciencia que el poder político tenía sobre el papel de las lenguas vernáculas al servicio del reino, que Carlos V –aún en tiempos en los que el latín todavía tenía su fuerte peso en los asuntos de la corte–, no hablaba o al menos no era partidario de hablar el latín, y sí, en cambio se expresaba en diferentes lenguas vernáculas.

En otra Institución de poder como es la Iglesia, el latín estaba muy arraigado. Esta lengua funcionaba realmente en esta organización como una verdadera lengua franca, dado el carácter universal de la Iglesia. Sin embargo, al menos hasta el concilio de Trento en el que se tomaron las debidas medidas para la formación del clero, no conviene pensar que todo él hablaba latín. Más bien, existían dos tipos de cultura en el clero: la de los que hablaban latín (literati), y la que correspondía a los que no lo hablaban (laica, vulgus o iliterati), que en la baja Edad Media representaban la gran mayoría; de hecho, la mayor parte del clero en este tiempo usaba las lenguas vernáculas como forma de comunicación.

El latín también estuvo muy vinculado al poder académico, es decir, a las universidades. En toda la baja Edad Media y el siglo XVI, la lengua de uso era el latín y, en la práctica, el uso de las lenguas vernáculas estaba prohibido, si bien ya se estudiaban las lenguas romances. Lógicamente, aún en este medio académico donde lo natural parecía ser el uso del latín, también empezaron a aparecer las razonables reivindicaciones del uso de las lenguas modernas y que desembocaron en la progresiva permisión respecto al uso de las lenguas vernáculas.

Por otra parte, el desarrollo de las lenguas vernáculas en el Renacimiento no se produjo como una pura reacción a la importancia que se daba a las lenguas clásicas. Al contrario, éstas al fomentar el interés de su conocimiento y de la cultura que representaban para un mejor entendimiento del hombre y del sentido de la historia, facilitaron dicha función para las lenguas vernáculas.

Por tanto, el periodo renacentista, pese a haber usado las lenguas clásicas como excelente instrumento para el desarrollo de la filosofía humanista, contribuyó también directa e indirectamente al uso de las lenguas modernas (Bataillon 1986: 692). Los humanistas en general, cuando defendían, por ejemplo, el retorno a las lenguas clásicas, y más concretamente al latín, lo que querían es que se hiciera un uso de éste, siguiendo el buen hacer de los clásicos, es decir, siguiendo los cánones establecidos por la gramática. Cuando criticaban las lenguas vernáculas, no era porque sintieran desprecio por ellas, sino porque su uso se producía sin seguir la gramática. Por ello, la corriente humanista hacia las lenguas fue igualmente crítica, tanto frente al mal uso del latín como frente al uso hablado y escrito de las lenguas vernáculas que no se ajustaba a ningún patrón gramatical.

Desde esa perspectiva hay que reconocer que los humanistas contribuyeron a desarrollar y dignificar el uso de las lenguas vernáculas, ya que reclamaban que éste se realizara siguiendo el rigor de las normas gramaticales, al igual que exigían también el mismo comportamiento al latín, en cuanto a su uso. En este contexto se entiende bien la gran contribución de Nebrija al desarrollo de la lengua vernácula castellana, ya que para éste: «la forma más segura de elevar y ennoblecer la lengua castellana es dotarla de una gramática, similar a la latina, para conseguir estabilidad y romper la barbarie» (Hinojo 1998: 70).

 

Uso de la lengua vernácula por autores españoles de los Siglos de Oro

La cultura del Humanismo renacentista está presente en los llamados Siglos de Oro españoles (1492–1659), ya que éstos participan, por una parte, de la filosofía que conforma al Humanismo renacentista y, por otra, en este periodo se usó y se desarrolló considerablemente la lengua castellana, siguiendo el impulso que este movimiento cultural dio al fomento de las lenguas vernáculas.

Muchos son los autores españoles que forman parte de este tiempo glorioso, calificado como Siglos de Oro por la abundancia y excelencia de la producción científico–literaria que tuvo lugar en España y en la que se utiliza la lengua vernácula castellana. La amplitud y el alcance de este fenómeno nos impide hacer un análisis pormenorizado del alcance de éste y nos obliga, a modo de ejemplo, a presentar –aunque sea de forma sucinta– las aportaciones que algunos autores españoles han hecho al uso de la lengua vernácula desde la perspectiva del Humanismo renacentista a través de obras de carácter divulgativo, lingüístico, traductológico y literario. Pensamos que autores como Nebrija, Juan de Valdés, fray Luis de León y Cisneros, entre otros intelectuales, forman parte de un insigne episodio de nuestras letras y contribuyeron de forma determinante al desarrollo de las lenguas vulgares.

 

Elio Antonio de Nebrija y las lenguas vernáculas

La personalidad de Antonio de Nebrija y su historial científico, aunque de alguna manera están asociados a la Biblia Políglota de Alcalá, no obstante, tienen vida propia, ya que su trabajo de filólogo y hombre de letras fue notable y su labor ha sido reconocida por todos y en todos los tiempos, principalmente por su gran producción científica, de la que hay que resaltar obras como Introductiones latinae, Gramática de la lengua castellana y los Vocabularios latino–español y español–latino.

Desde la perspectiva de este trabajo, la figura de Nebrija es relevante por su condición de gran humanista y por su contribución a las lenguas vernáculas, concretamente por su Gramática de la lengua castellana (Monreal 2011a: 164). Fue el primer filólogo que se dedicó a estudiar una lengua romance –en este caso la castellana– con todo el bagaje filológico de que disponía, rompiendo así la tradición, a la que –por otra parte– se sentía muy vinculado, de que solo las lenguas clásicas y nobles, como el latín y el griego, merecían ser objeto de estudio. La empresa filológica de Nebrija, bajo el buque insignia de su Gramática, tuvo mucho que ver con su intuición política del momento: España, durante el gobierno de los Reyes Católicos estaba a punto de descubrir nuevos mundos, en los que la lengua castellana se expandiría y se convertiría en la lengua compañera del imperio.

En toda la vida y obra de Nebrija, en su comportamiento académico e, incluso, en las relaciones personales que estableció en el ejercicio de su profesión de gramático siempre aparece la misma voluntad, concretada en dos objetivos precisos: criticar, por una parte, el método escolástico seguido por las escuelas de la Baja Edad Media y caracterizado por ocuparse de cuestiones menores que se expresaban en lenguaje artificial y especulativo; y combatir, por otra, la España bárbara, desde el punto de vista del uso de la lengua, para establecer en ella los studia humanitatis, el cultivo renacentista de las letras, que conduciría a esta nación definitivamente a la modernización.

Por tanto, el ideal humanista del Renacimiento aplicado al uso de la lengua fue para Nebrija su misión histórica. Ello explica que tal comportamiento marcará en las letras españolas su impronta y hará que su obra haya sido considerada como pionera en el llamado Humanismo renacentista español (Rico 1996: 9–10). La lengua constituye para Nebrija el centro de su interés y dedicación, pero no al modo escolástico que la reducía a un puro artificio especulativo, sino al modo renacentista como algo vital y práctico para el hombre y para la modernización de la sociedad. Razón por la que la lengua debe tener una funcionalidad clara, desde la perspectiva del autor.

La consecución de los cometidos anteriores por parte de la lengua no era para Nebrija sólo un puro deseo, sólo una voluntad. De ninguna manera. Nebrija acomete a lo largo de su obra actuaciones concretas por las que nos indicará el mejor ejercicio de la lengua. A tal fin, cinco de sus obras principales responden específicamente a dicho cometido, ya que en tres de ellas (Introductiones latinae, Introducciones latinae contrapuesto el romance al latín y Gramática de la lengua castellana), Nebrija aborda la cuestión de la gramática, como ámbito normativo, tanto en relación al latín como al castellano y haciendo una contribución importante al desarrollo de las lenguas latina y castellana. En las otras dos obras (Diccionario latino–español y Vocabulario español–latino), la aportación de Nebrija es también considerable desde el punto de vista lexicográfico, ya que le asigna a la primera de éstas el objetivo de complementar lexicográficamente la gramática latina (Introductiones latinae), de modo que fuera un instrumento que ayudase a la interpretación de los textos latinos (Nebrija 1979); por otra parte, concibe el Vocabulario español–latino como una guía que oriente al bien escribir y hablar en latín desde la lengua romance castellana. Este objetivo que Nebrija asigna al Vocabulario ha sido precisamente la razón de la importancia de esta obra, ya que contribuyó a normalizar la lengua castellana (Salvador 1994: 10). El trabajo que se manifiesta en estas dos obras de Nebrija es creativo y no puramente reversivo, ya que no se limita, por ejemplo, en el Vocabulario a darle la vuelta a las voces que figuran en el Diccionario, sino que –al contrario– hay una labor de selección que le llevó a no incluir las mismas voces en una y otra obra y a evitar la pura repetición, ya que el Vocabulario está pensado desde el español, a diferencia del Diccionario que había sido pensado desde el latín (Colón & Soberanas 1979: 10).

 

Juan de Valdés y las lenguas vernáculas

La lengua y la literatura siempre fueron para Valdés elementos permanentes en su cultura humanista. Sería en su época de Italia, cuando se interesó especialmente por la lengua española, escribiendo su principal obra el Diálogo de la lengua. No fue casual que cuando Valdés llega a Nápoles (1535) –ciudad española en este momento– después de haber pasado un año en Roma trabajando inicialmente en ambos lugares como agente político del emperador, entablara relaciones con Garcilaso de la Vega, que a la sazón era presidente de la Academia Pontaniana, de carácter humanista y fundada por Alfonso V. Ello le procuró vincularse a los círculos de las letras de la ciudad.

Ciertamente, el espíritu reformista que reinaba en esta época dio importancia a tener un buen conocimiento de textos escritos de relevancia sociocultural en otras lenguas, bien por la vía del acceso directo a los mismos, o por la vía de la traducción. Esta perspectiva perteneciente al humanismo reformador hizo que la lengua en general y las lenguas romances en particular, fueran para Valdés un objetivo permanente de aprendizaje y de reflexión.

Resultaría difícil entender la defensa práctica que Valdés hace de la lengua española, si entre otras situaciones no se tiene en cuenta que su lengua natural o materna es la española. Esta es la lengua que habla en el espacio familiar; esta es lengua que usa en su medio escolar y social joven, Cuenca y Escalona; esta es la lengua instrumental que utiliza para su formación universitaria en Alcalá, y ésta es la lengua dominante que le sirve de vehículo para su producción literaria (Barbolani 2006: 17).

Cierto que Valdés tuvo buen conocimiento de otras lenguas, tanto clásicas como romances, pero fueron lenguas aprendidas a partir de su lengua materna. A ello contribuyeron tanto su formación (básica y universitaria) como su estancia en Italia. El uso de la lengua castellana está tan arraigado en Valdés que la primera obra que escribe, en pleno ambiente erasmista en Alcalá, lo hace en lengua vulgar, el Diálogo de doctrina cristiana (1529). No es la intención de Valdés en esta obra entrar en la cuestión de la lengua española, tarea que hará más tarde con el otro Diálogo de la lengua, sino usarla, tal como él la entendía. Ya en esta obra adopta el coloquio erasmiano, y no solo lo hace, a nuestro entender, para reflejar la influencia de Erasmo en sus escritos, sino también porque este género literario le permite utilizar el instrumento de la lengua española de forma viva, fresca directa y sencilla (Bataillon 1986: 346).

Valdés escribió la obra el Diálogo de la Lengua en un contexto sociocultural, Italia, que apostaba por la lengua como forma de comunicación y por el uso de la lengua vulgar en sus formas más nobles adaptándose al espíritu renacentista del momento (Monreal 2011b: 146). El interés que sentía Valdés por la lengua castellana se acentuó gracias a la estima que los italianos en general, y los napolitanos en particular, tenían por nuestra lengua. No es casual que la condición de Nápoles como ciudad imperial española la hiciera permeable a la cultura y lengua españolas.

La formación académica que recibió en Alcalá le preparó para llevar a cabo en su día tareas de traducción. El conocimiento lingüístico que obtuvo del latín, griego y hebreo le capacitó para que más tarde y, por motivos estrictamente religiosos, pudiera dedicara una parte de su tiempo a la labor de traducción. También con esta actividad Valdés continúa la tradición humanista, y se suma a la lista de humanistas reformadores que igualmente acometieron este trabajo. Bien que las traducciones no ocupen un espacio relevante en su actividad profesional, en el trabajo dedicado a este campo Valdés nos transmite suficientemente su pensamiento en relación a este oficio y que expresa señalando que la traducción debe intentar mejorar aquellos textos, ya previamente vertidos, pero que no consiguieron la calidad traductora necesaria. Igualmente, cree que debe respetarse al máximo el texto original, especialmente cuando se trata de textos sagrados a los que hay que tener mucho respeto. La traducción, según Valdés, es un oficio nada fácil (Terracini 1996: 950) por la natural dificultad que presenta la diversidad de vocablos de las lenguas en juego, la de origen y la de llegada, es decir, la lengua original y la lengua en que se vierte el texto en cuestión (Valdés 1997: 235). Por todo ello, Valdés piensa que es una temeridad practicar la traducción sin un conocimiento adecuado de las lenguas objeto de la traducción (Valdés 1997: 235–326). Todos estos criterios orientaron en la práctica su labor de traducción.

 

Fray Luis de León y las lenguas vernáculas

Fray Luis de León responde perfectamente al patrón de hombre humanista del siglo XVI, marcado por los dos movimientos culturales que lo caracterizan, Humanismo y Reforma (Pérez 1991: 13). En toda su obra aparece la presencia de elementos humanistas renacentistas que señalan la dirección de la misma, como su estima por la civilización griega y latina, su conocimiento de la Biblia (Ortega 2002: 15), su dominio de la Retórica, su interés por las literaturas romances y su vinculación a la filosofía erasmista (Bataillon 1983 y 1986), que se manifiesta en su modo de entender la vida cristiana como algo sincero y vivido en lo más profundo de cada uno.

Desde el punto de vista del uso de las lenguas, el castellano y el latín fueron las lenguas principales de fray Luis de León, aunque el griego y el hebreo también los utilizó, escribiendo directamente en ellas y traduciendo de unas lenguas a otras. Por lo que nos parece de mayor interés subrayar la atención permanente que le dedica a la cuestión filológica. Escriba en el género que escriba, dedique su obra a no importa qué materia, use una lengua directamente o mediante la traducción, siempre tiene muy presente el valor y la función del lenguaje y la importancia de la palabra y de los nombres. Por encima de cualquier otro aspecto o detalle, el filológico constituye el elemento central y transversal de toda la actividad literaria del agustino.

En suma, lo relevante en el conjunto de la obra de Fray Luis es ver en ella su armonía, coherencia, arquitectura y estética; su amor por el lenguaje en cuanto al fondo y la forma y su espíritu abierto y crítico como le correspondía ser en el contexto del Renacimiento español que le tocó vivir. Se puede decir que lo sustantivo de Fray Luis como escritor fue: «la fidelidad a su obra, la armonía de su pensamiento, la arquitectura clásico–cristiana de su producción literaria, la aspiración constante a superarse en el sentir profundo y en la dicción perfecta, la audacia en romper viejos academicismos y consagrar al castellano teológico y escriturario» (Sánchez 1956: 9).

Desde el punto de vista del uso de la lengua castellana, ésta no permaneció impasible a la influencia de Fray Luis. Al contrario, supo inyectarle, siguiendo la tradición inaugurada por Nebrija, nueva savia que contribuyó a su desarrollo, en dos planos distintos. A nivel teórico, el agustino hizo una reflexión general sobre las lenguas con la que se adhirió a la corriente de pensamiento que trataba de hallar los fundamentos del lenguaje (Perea 1998: 33) y como resultado de la misma enriqueció claramente la cuestión filológica; de esta forma se integra en el grupo de figuras españolas que en el último cuarto del siglo XVI reflexionó más sobre la lengua (Carrera 1988: 154). A nivel práctico, defendió la bondad de cualquier lengua para decir todas las cosas, con lo que dignificó la lengua vulgar para ser un canal noble de comunicación de cualquier pensamiento sobre las cosas (León 1991a: 403). Fruto de combinar el nivel teórico y práctico en la lengua, dio muestras suficientes en sus escritos de tener una visión general de la lengua que integra de modo equilibrado los diversos elementos que la conforman (Caminero 1990: 171).

Desde el punto de vista de la expresión literaria, Luis de León puso en juego variados recursos léxicos que, sin lugar a duda, han enriquecido la lengua castellana, tales como: cultismos semánticos y léxicos, vulgarismos y coloquialismos, arcaísmos y neologismos; tecnicismos de carácter filosófico, escriturario y teológico; léxico propio de ciencias como la Botánica, Medicina y Astronomía; léxico de profesiones y oficios. En cuanto al uso de los modos de expresión literaria, el agustino supo transitar por la poesía como por la prosa con armonía y ritmo, gracias al dominio que tenía de ellos (Bustos 1991: 115).

Su idea de la lengua castellana y por la que trabajó afanosamente fue hacerla lengua de cultura, siguiendo el modelo clásico. El concepto que tenía de la lengua como lengua vulgar no se lo impedía, ya que no era incompatible escribir y hablar en lengua vulgar con hablar y escribir con elegancia (León, 1991b: 388–389). Se puede decir que en toda la producción literaria de Fray Luis se pone de manifiesto una constante preocupación por el lenguaje y la literatura en las diversas lenguas. Pero curiosamente, la expresión de dicho pensamiento no la expone en obra alguna específica y destinada a tal fin, sino que utiliza las Introducciones de sus obras literarias y exegéticas para reflexionar al respecto (Thompson 1995: 23).

Fray Luis acometió una notable obra de traducción. Ello se explica por el amor y la atracción personal que le despertó la lengua, más que por su dedicación profesional al campo de la filología que no la tuvo, ya que la Teología y la Sagrada Escritura fueron sus dos actividades centrales. Sin embargo, esto no significa que su labor en este ámbito no haya sido relevante; al contrario, sí lo ha sido, por la calidad de la misma (Álvarez 1990: 241). Esta calidad, según algunos reconocen, fue posible por las dotes extraordinarias que el agustino poseía para este menester y por el buen conocimiento que tenía de la literatura antigua y de las lenguas clásicas, griego y latín, así como del hebreo. Fray Luis lleva a cabo la actividad de traducción principalmente en romance, tanto en su obra poética como en la escrita en prosa, guiándole siempre en la selección de los textos a traducir la calidad de los mismos.

Para el agustino la traducción debe conseguir ser básicamente fiel a los textos y ser vertida a lengua vulgar que permita accesibilidad a los textos y que, al mismo tiempo, posea riqueza lingüística. Los criterios fundamentales que orientan su labor traductora son, por un lado, la fidelidad al texto original, pero cotejándolo con versiones en otras lenguas. La fidelidad, sin embargo, no es para el agustino una esclavitud; al contrario, deja margen de libertad para añadir las palabras necesarias que den al texto sentido y claridad (Ramajo 2006: lxxvi). Por otro lado, también le importa llevar a cabo la traslación del texto a la lengua vulgar, teniendo en cuenta las figuras y maneras de hablar del original, siempre que éstas no impidan la claridad del texto vertido a la lengua vulgar.

La idea que el agustino tiene sobre la traducción la va a materializar, pues, siguiendo el método de la aplicación del sentido literal (Morreale 2007: 270–271) y, especialmente, cuando se trata de los Libros Sagrados. Ahora bien, este procedimiento debe realizarse mediante el examen del texto original, en la lengua en que esté escrito (León 1991a: 74). Fray Luis considera que el método del sentido literal en la labor de traducción es un buen camino para dar cuenta del texto en origen y en destino. Esta tarea la conceptúa el salmantino como la «corteza de la letra», en el sentido de que ofrece una primera lectura material del texto (filológica), que es absolutamente necesaria para poder hacer otras lecturas, a partir de ésta, que afecten a cualquier aspecto del contenido. Ciertamente, es consciente de que más allá de la literalidad hay otros sentidos y que deben, además, ser puestos de manifiesto y por las personas doctas en ello (León 1991a: 72)

Por ello, el agustino hizo un gran esfuerzo en la tarea de la traducción, poniendo en juego variedad de recursos lingüísticos que, en definitiva, no han hecho sino que enriquecer la lengua vulgar. Pero el despliegue de recursos lingüísticos que Fray Luis desarrolla en el ejercicio de la traducción no lo hace de forma indiscriminada; al contrario, lo que busca, en definitiva, es que las palabras que se usen correspondan realmente a las cosas, para elaborar un texto accesible en lengua vulgar, en este caso, castellana (Álvarez 1956: 21). Con la obra que llevó a cabo, aportó elementos de considerable interés para la lengua castellana. Pero, no solamente eso, sino que, dada la naturaleza de su traducción, ésta ejerció también una notable influencia «en las Historias de la Literatura española, puesto que los frutos de la pasión imperativa traductora de fray Luis de León forman parte esencial de la literatura española en el momento en que se está construyendo su época clásica por antonomasia» (Peñalver 1997: 47).

En resumen, se puede decir que Fray Luis, dedicado al campo de la Teología y trabajando en el mismo con criterio filológico, ha contribuido de modo relevante a la lengua vernácula castellana con su estilo sencillo y austero, con su rica y variada sintaxis, con su repertorio simbólico tomado de las tres tradiciones culturales que le influyeron (grecolatina y judaica) y con su poesía, tanto italianizante como la propia del Renacimiento español (Monreal 2010: 288).

 

El cardenal Cisneros y las lenguas vernáculas

Francisco Jiménez de Cisneros reúne casi todas las condiciones para ser considerado hombre muy representativo del Humanismo renacentista español, sobre todo porque toda su vida y trayectoria profesional está estrechamente relacionada con el mundo de las letras (Cabello 1919: 53). En primer lugar, su vida y su tiempo transcurren en el centro de los máximos acontecimientos que caracterizan la época, convirtiéndole así en testigo directo y, en algunos casos también, en actor principal en relación a buena parte de los eventos más significativos de los siglos XV y XVI: el descubrimiento de América (1492), su cercanía a los Reyes Católicos, concretamente confesor de la reina Isabel desde 1492 y dos veces regente del reino, arzobispo de Toledo y Primado de España desde 1495, Inquisidor General del reino desde 1507, acceso al poder de Carlos I de España (1516), publicación de las tesis de Lutero en la puerta de la Schlosskirche de Wittenberg (1517).

En segundo lugar, conviene señalar tres actuaciones, entre tantas que tuvo Cisneros, que le hacen ser una figura relevante en el Humanismo renacentista español y que, desde la perspectiva de este estudio, tienen especial significación. Nos referimos a sus iniciativas en las reformas en la Iglesia, especialmente en las Órdenes religiosas y, más concretamente, en la orden franciscana, de la que formaba parte; a su condición de fundador de la Universidad de Alcalá de Henares; y, finalmente, a su deseo e impulso por llevar a cabo el gran proyecto de la Biblia Políglota de Alcalá.

En Cisneros, como humanista convencido y práctico, el campo de las lenguas en general (Sáenz–Badillos 1996: 137 y Ruiz–Crespo 1945: 111) constituyó su territorio natural. Cuando se trataba de llevar a cabo su proyecto de la Políglota, las lenguas clásicas en las versiones originales eran el instrumento a utilizar para elaborar el mejor texto posible que facilitara el acceso al conocimiento de los textos sagrados, es decir, al conocimiento teológico bíblico (Cedillo 1921: 193–194). En cambio, cuando había que fomentar la cultura de las letras, el conocimiento científico–técnico, la cultura religiosa del clero y del pueblo, las prácticas litúrgicas, etc., el cardenal seleccionó y encargó ediciones de obras significativas, la mayoría de las veces en la lengua romance castellana (Monreal 2015: 190). Cisneros, como hombre de gobierno de Iglesia y de Estado no perdió nunca de vista cuáles eran los destinatarios de las mismas: hombres de letras, clero o pueblo en general. Ello le llevó a saber elegir en cada momento el interés de las ediciones y las lenguas a utilizar (García 1939: 107 y 1992: 448–458; Sáinz 1979: 37, 45–46; García Navarro 1986: 105–106).

Aparte de las ediciones en romance que se llevaron a cabo por la iniciativa directa de Cisneros, también el libro romance fue un material central en el contenido de la nueva biblioteca de la Universidad de Alcalá que por iniciativa de Cisneros se creó y llegó a adquirir una gran dimensión. Entre los distintos tipos de documentos que la formaban (códices bíblicos, escritores cristianos, textos académicos, gramáticos y humanistas), el libro romance estaba bien representado, con variadas ediciones que respondieran a la demanda de profesores y estudiantes. De la relación de obras presente en la nueva biblioteca de la Universidad de Alcalá, de unas el cardenal fue el editor y de otras contribuyó a que estuvieran allí presentes; ello no hace sino confirmar la aportación tan significativa que Cisneros hizo a las lenguas en general y al romance castellano en particular.

 

Conclusiones

Del examen realizado a lo largo de estas páginas se pueden hacer las siguientes consideraciones finales: que la cultura del Humanismo renacentista está muy presente en los llamados Siglos de Oro españoles; que durante este periodo se usó y se desarrolló considerablemente la lengua castellana, siguiendo el impulso que este movimiento cultural dio al fomento de las lenguas vernáculas; que son muchos los autores españoles que forman parte de este tiempo glorioso, caracterizado por la abundancia y la excelencia de la producción científico–literaria que tuvo lugar en España y en la que se utiliza la lengua vernácula castellana; y que autores como Nebrija, Juan de Valdés, Luis de León y Cisneros contribuyeron de forma relevante al desarrollo de las lenguas vulgares y a la constitución y crecimiento de la lengua castellana, como lengua vulgar, a través de sus contribuciones a la lengua y a la traducción.

 

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