Muñiz

La traducción de las letras italianas en los Siglos de Oro

María de las Nieves Muñiz Muñiz (Universitat de Barcelona)

 

Introducción

La traducción de obras italianas en los Siglos de Oro se halla estrechamente ligada a una confluencia de factores: por un lado, el prestigio de la cultura renacentista y la dominación española en su centro irradiador; por el otro, el repliegue autoritario del catolicismo frente al desafío protestante y el nacimiento de una ideología imperial. En el primer caso, el efecto fue un empuje sin precedentes a traducir; en el segundo, un freno a la libre recepción de los textos, sometidos a la doble criba de la selección y la censura. Importantes consecuencias ideológicas tuvo además el hecho de que en 1520 se sumara a la conquista de América la reunión del imperio germánico y del reino de España en la persona de Carlos de Habsburgo, porque ello acentuó el orgullo de un imperio «donde no se ponía el sol» mientras restaba autoridad al saber antiguo en nombre de la amplitud sin límites del Nuevo Mundo (Maravall 1963).

Paradójicamente esta ideología de fondo contrastaba con el prestigio de la cultura renacentista imbuida de clasicismo, cuyo influjo sobre los literatos españoles creció al abrigo de múltiples y prolongados contactos con la península dominada (no es preciso recordar que Garcilaso pasó los últimos y más fecundos años de su vida en la Nápoles de Sannazaro, o que Cervantes alternó varias estancias en distintas ciudades italianas entre 1570 y 1575). Se abría así una fase expansiva y a la vez contradictoria de la importación cultural, con decisivas consecuencias para la historia de la traducción, que a menudo se mezcló con la imitación y adquirió una dignidad literaria sin precedentes. Fundamental fue para ello la publicación en 1534 del Cortegiano de Castiglione traducido por Boscán con «la última lima» de Garcilaso (Morreale 1959, Piras 1999), y ello no solo por la calidad del resultado, «el mejor libro en prosa escrito en España durante el reinado de Carlos V» (Menéndez Pelayo 1942: liii), sino también porque en su carta dedicatoria a Jerónima de Almogávar, Garcilaso defendía la posibilidad de una perfecta traducción capaz de hacer olvidar el origen del libro («diose Boscán en esto tan buena maña que cada vez que me pongo a leer este su libro […] no me parece que le hay escrito en otra lengua»), y a la vez reconocía la urgente necesidad de importar obras foráneas para compensar la pobreza de las nacionales («apenas ha nadie escrito en nuestra lengua sino lo que se pudiera muy bien escusar», ibidem).

Traducir y naturalizar era, en suma, la palabra de orden para superar el gap cultural con los logros del Renacimiento. Cerca de un siglo después, la imitación había cambiado la faz de la poesía española, pero, en cuanto al arte de traducir, Cervantes hacía un balance mucho menos optimista: por un lado restaba valor al traslado «de lenguas fáciles» (Quijote II 62), por el otro encarecía la dificultad de óptimas versiones poéticas, aduciendo como prueba el fallido intento de Jerónimo de Urrea con el Orlando furioso de Ariosto, «que le quitó mucho de su natural valor» (Quijote I 6), aunque reconocía dos importantes excepciones: el Pastor fido de Guarino en la versión de Cristóbal Suárez de Figueroa, y el Aminta de Torquato Tasso en la de Juan de Jáuregui, ambas capaces de poner «en duda cuál es la traducción o cuál el original» (Quijote II 62). Entre la experiencia de Garcilaso y la de Cervantes transcurre el grueso de las traducciones españolas de obras italianas en los Siglos de Oro, cuya cifra total alcanza los tres centenares si se añaden las versiones aisladas de poesías, los traslados del latín y el aporte de literatura religiosa, indispensable para completar el cuadro general de una época marcada por los conflictos de creencias (Farinelli 1929, Meregalli 1964, Muñiz 2007, Proyecto Boscán).

 

De los Reyes Católicos al Imperio «donde no se ponía el sol»

Un somero repaso a la literatura italiana traducida bajo los Reyes Católicos permitirá apreciar los elementos de discontinuidad con la época de Boscán y Garcilaso. Si entre finales del xv y comienzos del XVI la imprenta favoreció el rescate de versiones medievales de Boccaccio y de Dante, la traducción ex novo de la Historia de duobus amantibus de Piccolomini en línea con la novela sentimental (Salamanca, 1496), y una nueva versión del libro de Marco Polo por Rodrigo de Santaella (Sevilla, Cromberger, 1503), en los años siguientes dos traducciones inacabadas de la Comedia dantesca coexistieron con otras completas de Petrarca: la del De remediis por Francisco de Madrid (Valladolid, Diego de Gumiel, 1510), y la de los Triunfos por Antonio de Obregón, esta última acompañada del comentario didáctico–moral de Illicino y sin asomo de endecasílabos (Logroño, Guillermo Brocar, 1512). En otros ámbitos, la incipiente visión humanista de la historia fue un hecho aislado frente al persistir del gusto por la crónica, visible en la traducción del Supplementum cronicarum de Giacomo Foresti por Narcís Viñoles (Summa de todas las crónicas del mundo, Valencia, Jorge Costilla, 1510), y en el título Corónica del noble cavallero Guarino Meschino adoptado por Alonso Hernández Alemán para la novela de Andrea da Barberino (Sevilla, Cromberger, 1512). Instancias novedosas se advirtieron, en cambio, en el ámbito religioso, donde, al lado de la siempre popular Legenda aurea de Varagine, se abrieron paso la ascética penitencial de corte savoranoliano y la espiritualidad cristológica propugnada por el cardenal Cisneros, propicia a traducciones de Angela da Foligno y de Caterina da Siena.

Las instancias renovadoras en lo espiritual se acentuaron durante el primer decenio del reinado de Carlos V bajo el empuje del erasmismo,1 lo que explica que Diego López de Cortegana publicara en 1520 la traducción de dos opúsculos de Enea Silvio Piccolomini (De curialium miseris y Somnium de fortuna) junto con la Querela pacis de Erasmo (Sevilla, Jacobo Cromberger). Cierto es que en la década siguiente las cosas cambiaron hasta el extremo de prohibirse los Coloquia del filósofo holandés, pero la religiosidad inquieta siguió favoreciendo la fortuna de Savonarola, objeto en los años 30 y 40 de ocho traducciones, todas anónimas salvo la del Triunfo de la Cruz de Juan Lorenzo Ottavanti en 1548 (Benavent 2003; Calvo Rigual 2008), y la mayor parte de las cuales reunió en 1550 el impresor flamenco Martin Nucio con alguna adición. En cuanto a las lecturas laicas, el gusto popular acogió libros de viajes o de aventuras de cariz sentimental; así, el Itinerario de Ludovico de Varthema por tierras de Oriente y el Libro del peregrino de Iacopo Caviceo, ambos vertidos en 1520, el primero por Cristóbal de Arcos en las prensas sevillanas de Cromberger, el segundo por Hernando Díaz en las venecianas de Bartolomeo Zanni. Nada, sin embargo, igualó la boga popular de los libros de caballerías, género al que se adaptaron poemas italianos dejando irreconocible el original: así, el Orlando innamorato de Matteo Maria Boiardo, convertido en la novela Espejo de cavallerías, cuyas dos primeras partes se debieron a Pero López de Santa Catalina (1525), la tercera, refundida con otras contituaciones italianas del poema, a Pedro de Reinosa (1527), y la última del todo ajena al libro original (Gómez Montero 1992). Otros poemas menores perdieron autonomía para formar una saga protagonizada por Rinaldo di Montalbano: el Innamoramento di Carlomagno, convertido en los dos Libros del noble y esforçado cavallero Renaldos de Montalván por Luis Domínguez (1523), la Trabisonda historiata, denominada Tercero libro de don Renaldos por un anónimo traductor (1533), y la primera parte del Baldus de Teofilo Folengo, hecha pasar por el Quarto libro del esforzado cavallero Reinaldos de Montalbán (1542). Sin llegar a estos extremos, el Morgante de Luigi Pulci dio, en fin, lugar a un traslado en prosa por obra de Francisco Auner, cuya segunda parte incluyó episodios espurios como «los amores de Reynaldos con Antigonia» (Libro del esforzado Morgante y de Roldan y Reynaldos, Valencia, Francisco Díaz Morgano, 1533; Libro Segundo de Morgante, Valencia, Durán Saluanyach, 1535).

Tal el variopinto contexto en el que Boscán y Garcilaso hicieron su audaz propuesta de renovar las letras españolas emulando las de Italia, «tierra muy floreciente de ingenios, de letras, de jüizios y de grandes escritores», según afirmaba Boscán en la carta a la duquesa de Soma antepuesta a la segunda parte de las obras de ambos (Barcelona, Carles Amorós, 1543). Fueron sobre todo las poesías del toledano las que hicieron irreversible el cambio gracias a la naturalidad de sus endecasílabos y a la eficaz mezcla de modelos entretejida en sus églogas (petrarquismo, bucólica sannazariana, poesía clásica). En cuanto al arte de traducir, el propio Garcilaso había ofrecido algunas versiones que oscilaban entre lo literal y la libre adaptación, desde los versos del Furioso de Ariosto intercalados en la Égloga I (vv. 310–23, 1666–1670, 1271–1272, 1277–1281), hasta el fragmento de la Prosa VIII de la Arcadia de Sannazaro versificado en una larga secuencia (vv. 161–667) de la Égloga II (Gargano 2007), pasando por el soneto de Sannazaro «O gelosia, d’amanti orribil freno», incluido como número XXXIX en las Obras de 1543 («Oh celos, de amor terrible freno»), aunque de discutida atribución. A partir de entonces el proceso fue imparable: sin contar las versiones aisladas que distintos poetas hicieron de líricas petrarquistas (entre ellos Gutierre de Cetina), en 1554 los Triunfos de Petrarca tuvieron por fin una versión en endecasílabos, novedad que el impresor destacaba en el título mismo y que su traductor, Hernando de Hoces, atribuía expresamente en la carta dedicatoria al influjo de Boscán y Garcilaso:

Despues que Garcilaso de la Vega y Ioan Boscan truxeron a nuestra lengua la medida del verso Thoscano, han perdido con muchos tanto credito todas las cosas hechas, o traduzidas en qualquier genero de verso de los que antes en España se usavan, que ya casi ninguno las quiere ver. («Prologo al Illustrissimo Señor Don Juan de la Cerda, Duque de Medinaceli», Los Trivmphos de Francisco Petrarcha ahora nuevamente traduzidos en lengua Castellana, en la medida, y numero de versos, que tiene en el Toscano y con nueva glosa, Medina del Campo, Guillermo de Millis, 1554, f. 2r)

Por entonces ya había visto la luz la traducción completa de la Arcadia de Sannazaro debida a Diego López de Ayala y Diego de Salazar (Toledo, Juan de Ayala, 1547), anuncio del auge de la literatura pastoril iniciado en 1559 con la Diana de Montemayor y estímulo a su vez para otras tres versiones que quedaron inéditas (de Juan Sedeño, Jerónimo de Urrea, Pedro Sánchez de Viana). Mientras tanto, la teoría del amor platónico había ido divulgándose a través del Cortesano de Boscán (ocho veces reeditado hasta 1553) y de los Asolani de Bembo, cuya traducción, quizá debida a Luis de Santángel, apareció en 1551 impresa en Salamanca por Andrea de Portonariis. Es posible atribuir a ese clima el éxito alcanzado entre 1541 y 1553 por la traducción que Diego López de Ayala hizo de un extracto del Filocolo de Boccaccio sobre debates de amor entre damas y caballeros (Muñiz 2012), para el que no faltó un contrapunto antipetrarquista cuando Fernán Xuárez tradujo la procaz e irreverente Terza Giornata de Aretino titulándola Coloquio de las damas (Sevilla, Juan de León, 1547), luego prohibida pese a los cortes practicados por el traductor (Gagliardi 2011). De hecho, no todo giraba en torno a Petrarca y al amor platónico: una verdadera fiebre de traducciones de obras italianas invadió las prensas españolas con extensiones sobre todo en Venecia y Amberes: en esta última ciudad Martin Nucio daba a la luz en 1550 la traducción del De inventoribus de Polidoro Vergilio debida al erasmista Francisco de Támara, condenada a la hoguera en 1558 (Bataillon 1966: 717–718), y vuelta a editar solo en 1599 bajo el nombre de Vicente Millis con el texto corregido «conforme al que su Santidad mandó emendar» (de ahí que Cervantes pudiera citarla en el Quijote II 22, 24); en las prensas venecianas de Francesco Marcolini aparecía en 1551 la anónima traducción de La Zucca de Francesco Doni (Capra 2015); al año siguiente lo hacía en Valladolid, en casa de Sebastián Martínez, una versión atenuada de La Circe de Giovan Battista Gelli debida a Juan Lorenzo Ottavanti (Vega Ramos 2007), autor también en 1552 del único traslado impreso de los Discorsi sopra la prima Deca di Tito Livio de Machiavelli, con dedicatoria al príncipe Felipe (Medina del Campo, Guillermo de Millis), versiones ambas más tarde prohibidas (no así la de la Vita di Castruccio Castracani que Pedro Mexía insertó, con partes adaptadas y resumidas, en el cuarto libro de su Silva de varia leccion el año 1551).

Por las mismas fechas Francisco de Villalpando inauguraba las traducciones de tratados de arquitectura con los libros III y IV de las Reglas de Sebastiano Serlio (Toledo, Juan de Ayala, 1552), reconociendo en el prólogo la necesidad de importar italianismos para cubrir las carencias del léxico castellano («El Interprete al Lector», f. iiir); un año después Alfonso de Ulloa publicaba en las prensas de Gabriele Giolito su propia versión de las Sentencias de Niccolò Liburnio, al tiempo que cierto «Licenciado Peña» reactualizaba como un tratado de comportamiento el De vita solitaria de Petrarca (Medina del Campo, Guillermo Millis), y Agustín de Almazán ofrecía una versión moralizada del irreverente Momus de Leon Battista Alberti: La moral y muy provechosa historia del Momo (Vega Ramos 1998). Siguieron en 1554 tres traducciones más: la del Riso de Democrito et pianto de Heraclito de Antonio Fregoso por Alonso de Lobera (Valladolid, Sebastián Martínez), una nueva versión del De dictis et factis de Beccadelli, dirigida por Antonio Rodríguez Dávalos a Alonso Fernández de Córdoba (Amberes, Juan Stelsio), y la primera del De partu Virginis de Sannazaro, obra de Gregorio Hernández de Velasco (Toledo, Juan de Ayala, con 6 ediciones hasta 1583): se entremezclaban así obras medievales, humanistas y contemporáneas, tratados políticos, morales, de arquitectura y erudición, poesía filosófica y religiosa, sátira, florilegios de sentencias y misceláneas de facecias. Lo medieval y lo moderno, lo ortodoxo y lo heterodoxo parecían contemperarse buscando un término medio en el que cabían también versiones de obras religiosas controvertidas pero no expresamente protestantes como las Regule de Pietro da Lucca, traducidas por el erasmista Gonzalo Fernández de Oviedo (Sevilla, Domenico De Robertis, 1548), el poema Christiados de Girolamo Vida vertido por Juan Martín Cordero (Amberes, Martin Nucio, 1550), o los escritos espirituales de Serafino da Fermo y Giovanni del Bene en traslados de Buenaventura Cervantes de Morales (1550–1556) y de otros. Un elenco de títulos no pocos de los cuales irían engrosando más tarde las listas de libros prohibidos o expurgados.

Pese a esta variedad, hubo dos temas directamente vinculados a la ideología del Imperio español que fueron ganando terreno: la ciencia militar y la historia contemporánea, esta última expresamente vinculada a las vicisitudes y los intereses del Imperio español. Dentro de la primera, en 1536 Diego de Salazar tradujo el Libro dell’arte della guerra de Machiavelli añadiendo partes propias que con el tiempo lo hicieron creer una obra suya; en 1544 un anónimo dirigía a Gonzalo Fernández de Córdoba su traducción el De re militari de Paride Dal Pozzo (Libro llamado batalla de dos, Sevilla, Domenico Portonotariis); en 1549 seguían dos obras de Alciati, los Emblemata vertidos por Bernardino Daza Pinciano (Lyon, Guillermo Roville) y el De singularis certamine por Juan Martín Cordero (Amberes, Martin Nucio, 1555), esta última traducida a poca distancia del Duello de Girolamo Muzio que Alfonso de Ulloa había publicado en Venecia, en casa de Gabriele Giolito, el año 1552. En cuanto a la historia,2 en 1536 Bernardo Pérez de Chinchón había trasladado el De rebus nuper in Italia gestis de Galeazzo Capella con el significativo título de Historia de las cosas que han passado en Italia […] sobre la restitucion del duque Francisco Sforcia en el ducado de Milan, en el qual se recuentan las grandes victorias del Emperador don Carlos; pero la parte del león le tocó a Paolo Giovio con el Comentario de le cose de’ Turchi, traducido dos veces, la primera por un anónimo el mismo año de su publicación (Barcelona, Carles Amorós, 1543), la segunda cuatro años después por Díaz Tanco de Fregenal, a su costa, y con dedicatoria al príncipe Felipe. De igual puntualidad gozaron las biografías que Giovio dedicó al Gran Capitán y a Fernando de Ávalos, traducidas respectivamente por Pedro Blas Torrellas (1554) y por Miguel Vallés (1557) e impresas en Zaragoza por Esteban de Nágera. No es de extrañar que en este contexto Jerónimo Jiménez de Urrea –además de añadir partes sobre empresas y figuras españolas– dedicase al príncipe Felipe su versión en octavas del Orlando furioso de Ariosto «porque el libro trata de altos hechos y de heroicas y grandes impresas» (Amberes, Martin Nucio, 1549), y que la misma justificación sirviese a Hernando Alcocer para la suya menos afortunada de 1550. Por lo demás, Francisco Garrido de Villena, no solo tradujo en octavas el Orlando innamorato de Boiardo en 1555 (Valencia, Joan de Mey) alegando su nexo argumental con el Orlando furioso, sino que intentó emular el poema ariostesco con uno propio sobre la derrota de Roldán: El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles. Las armas se imponían a las letras cuanto más se acercaban sus esferas y más se pretendía asimilar lo italiano a lo español.

 

El canon de la «pluma y la espada» bajo Felipe II

El canon de la «pluma y la espada» terminó por dar el protagonismo a las armas a medida que España se erigía en baluarte del catolicismo y que la censura, ayudada por los Índices de libros prohibidos (el de Valdés se publicó en 1559), imprimía un fuerte carácter tridentino a las obras editadas. Uno de los primeros en pagar el precio fue Machiavelli, prohibido in toto pocos años después de haber sido traducidos sus Discorsi con dedicatoria al entonces príncipe Felipe. Por lo demás la orientación fuertemente nacionalista imprimida por Felipe II desde antes de su coronación, siguió favoreciendo las traducciones de Paolo Giovio, ya tratasen de ciencia militar (el Dialogo dell’imprese militari et amorose vertido por el incansable Ulloa en 1558 junto con el Ragionamento de Ludovico Domenichi) o de historia contemporánea (el Historiarum sui tempori encadenó dos versiones entre 1562 y 1563, la de Antonio Joan de Villafranca y la de Gaspar de Baeza, traductor también este último de sus Elogia de caballeros antiguos y modernos en 1568). Dos traducciones tuvo asimismo el Compendio delle Istorie del Regno di Napoli de Pandolfo Collenuccio, una de Nicolás Espinosa (1563), la otra, más tardía, de Juan Vázquez de Mármol (1584); y la misma continuidad se advierte en los tratados de artes militares y caballerescas, a cuyo elenco se sumaron la traducción del De re militari de Antonio Cornazzano por Lorenzo Suárez de Figueroa (1558), la del tratado de heráldica de Gabriele Simeoni por Ulloa (1561) y la del manual de equitación de Federico Grissone por Antonio Flórez Benavides (1568).

Pero el cambio de tendencia se apreció sobre todo en la literatura religiosa, donde la ortodoxia más estricta triunfó con autores como Girolamo Garimberti y Bonsignore Cacciaguerra, vertidos respectivamente por Juan Méndez de Ávila (1572) y Flórez de Benavides (1575), o Cesare Calderari, que tuvo dos traductores, Diego Sánchez de Cámara (1589) y Jaime Rebullosa (1597). Podría sorprender en este clima que el tratado Della vera tranquillità dell’animo de Isabella Sforza pasara el filtro pese a su evangelismo reformista, pero ello se debió al celo corrector de sus propios traductores: Juan Díaz de Cárdenas en 1568, Nicolás Díaz en 1571. Así las cosas, no es de extrañar que el pensamiento político y la historia contemporánea ampliaran aún más su ya notable espacio: el De regno et regis institutione de Francesco Patrizi fue traducido por Enrique Garcés en 1591 con dedicatoria al rey; la Historia de Italia de Francesco Guicciardini, por Flórez Benavides en 1581; Dell’unione del regno di Portogallo alla corona di Castiglia de Girolamo Conestaggio tuvo cuatro versiones próximas a los hechos relatados (de Diego de Aguiar, Pedro Manrique, Antonio Peralta y Diego de Roys) lo cual explica que circularan manuscritas (Muñiz & Casas 2008) y que no hubiera inconveniente para editar otra más tardía de de Luis de Bavia, reinando ya Felipe III (en Barcelona, por Sebastian de Cormellas, 1610); inédita quedó asimismo la traducción anónima de los Comentarios de Lodovico Guicciardini a las guerras de Flandes, mientras que la Historia della guerra fra Turchi e Persiani de Giovanni Minadoi tuvo como traductor al cronista mayor del Reino, Antonio de Herrera, y como dedicatario a Juan de Idiáquez, miembro del Consejo de Estado (Madrid, Francisco Sánchez, 1588). Otra obra de Lodovico Guicciardini, Hore di ricreatione (o Detti et fatti piacevoli et gravi), ajena a la historia pero perteneciente al género de los dichos y ejemplos memorables, fue objeto de dos versiones distintas, una de Vicente de Millis: Horas de recreación, Bilbao, Matías Mares, 1586 (Scamuzzi 2018 y 2019), y otra parcial de Jerónimo de Mondragón, que añadió partes de su propia cosecha (Primera parte de los Ratos de recreación, Zaragoza, Pedro Puig y Iuan Escarrilla, 1588).

Por entonces, la tendencia a una rígida reglamentación de la vida ya había propiciado el progresivo declive del Cortegiano y dado paso al Galateo de Giovanni Della Casa, que tuvo dos traducciones, una de Domingo Becerra en 1586, otra, mucho más libre, en 1593, de Lucas Gracián Dantisco, quien, no solo adaptó el texto al gusto y a la ideología nacionales, sino que cambió el título en el de Galateo español, obteniendo una larga fortuna (quince ediciones hasta 1680; las mismas que el Cortesano hasta 1588). Entretanto se mantuvo el goteo de traducciones de tratados de arquitectura, campo en el que la autoridad de Italia era reconocida por la Corte española, como prueba el hecho de que la Regola delli cinque ordini d’architettura de Giacomo Vignola fuera traducida por el pintor de Corte Patrizio Cascese en 1593, aprobada por el arquitecto real Juan de Herrera y dedicada al futuro Felipe III.3 No faltaron tampoco traducciones para el De re aedificatoria de Leon Battista Alberti, que tuvo dos, pero, quizás por la naturaleza humanística de su autor, ambas anónimas y en alguna medida sospechosas si la más antigua, limitada a la Parte primera, nunca fue impresa tras el Privilegio otorgado en 1568; y la segunda, completa, con dedicatoria de Francisco Lozano (¿traductor?) al tesorero del Rey Juan Fernández de Espinosa, y aprobación de Juan de Herrera en 1578, tuvo una sola estampa en 1582 (Los diez Libros de Architectura de Leon Baptista Alberto traduzidos de Latin en Romance, Madrid, Alonso Gómez). Alguna consecuencia hubo de tener que en 1584 el Índice ampliado de Quiroga ordenara en su folio 172v el expurgo de un pasaje de la obra original.

A espaldas de esta operación ideológica, aunque no sin censuras preventivas de tipo moral, fue importado un género de larga tradición italiana, el de las novelle, cuyas traducciones se anticiparon varios decenios a su primera implantación en España por obra de Cervantes (Carrascón & Simbolotti 2016: 413–653): abrieron camino las Piacevoli notti de Francesco Straparola en el traslado de Francisco Truchado (Parte I, Zaragoza, Juan Soler, 1578; Parte II, Baeza, Juan Francisco de Montoya 1581), el cual las tituló Honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes, justificando en el aviso «Al discreto y prudente Lector» la adición del adjetivo «honesto» por «la differencia que ay entre la libertad Italiana y la nuestra» (González Ramírez 2011, 2012; Federici 2014; Coppola 2016). Más explícito aún fue Luis Gaitán de Vozmediano en el prólogo de 1590 a su traducción parcial de los Hecatommithi de Giovanni Giraldi Cinthio, donde destacaba que los relatos traducidos eran «honestos… respecto de los que andan en su lengua», aunque para ello hubiera debido «quitar cláusulas enteras, y aun toda una Novela» (Aldomá 1993, Berruezo 2017). Un año antes Vicente Millis Godínez había traducido del francés una selección de las Novelle de Matteo Bandello, con el título de Historias trágicas ejemplares (Histoires tragiques rezaba el título de la fuente), justificando así la drástica criba efectuada: «destas escogi catorce, que me parecieron a proposito para industriar y diciplinar la juventud de nuestro tiempo en actos de virtud, y apartar sus pensamientos de vicios y peccados» («Carta dedicatoria a D. Martín Idiáquez» en Historias tragicas exemplares sacadas de las obras del Vandello Verones, nuevamente traduzidas de las que en lengua francesa adornaron Pierre Bouistau y Francisco de Belleforest, Salamanca, Pedro Lasso, f. 6r).

Mientras la prosa narrativa trataba de conjugar entretenimiento y ejemplaridad, la poesía había acentuado su sesgo petrarquista y neoplatónico. Los Dialoghi d’amore de León Hebreo, encadenaron cuatro traducciones: la primera de Juan Guedalla, dedicada a Felipe II (Venecia, Francesco Sansovino, 1568), la segunda, disimulada, de Massimiliano Calvi (Del tractado de la hermosura y del amor, Milán, Paolo Gotardo, 1573), la tercera de Hernando y Carlos de Montesa (Zaragoza, Lorenzo y Diego de Robles, 1585), la cuarta y superior a todas, del Inca Garcilaso de la Vega, también dedicada, como la de Guedalla, a Felipe II (La traduzion del Indio de los Tres Dialogos de Amor de Leon Hebreo, Madrid, Pedro Madrigal, 1590). En cuanto a Petrarca, la fiebre por imitar el Canzoniere empujó a Ulloa a publicar en Venecia la primera parte de una versión métrica de Salomon Usque que en el título mismo, De los Sonetos, Canciones, Mandriales y Sextinas del gran poeta y orador Francesco Petrarca (Venecia, Nicolao Bevilacqua, 1567), resaltaba fidelidad a los géneros empleados por el poeta, justificaba en el paratexto por Ulloa con la necesidad de poner a disposición de los imitadores españoles «todas las maneras e invenciones de versos que en la lengua Italiana hay y un dechado del qual puedan sacarlos» («Al Lector», f. 4r).

De hecho la traducción de poesías sueltas fue particularmente abundante en los años setenta, a veces incluidas en florilegios (la Floresta de varia poesía de Diego Ramírez Pagán, en 1562, estaba sembrada de versos extraídos de antologías italianas, cfr. Fucilla 1960: 57–58), a veces en las obras de los propios poetas, ya sea que las publicaran en vida, como Jerónimo de Lomas Cantoral, que mezcló entre sus poesías versiones de Petrarca, Remigio Fiorentino, Sannazaro, Tansillo y Bernardo Tasso (Madrid, Pierres Cosin, 1578), o que las dejaran inéditas, caso de Sánchez de las Brozas, quien hacia 1572 tradujo con elegante pericia once sonetos de Petrarca y uno de Domenico Venier publicados póstumamente por Quevedo como apéndice a las Obras del bachiller Francisco de la Torre (Quevedo 1631a), autor a su vez de varias versiones de Benedetto Varchi. El mayor grado de excelencia lo alcanzó, sin embargo, en este terreno, Luis de León con dos canciones también publicadas póstumamente por Quevedo en 1631 (Quevedo 1631b), una de Giovanni Della Casa («Arsi, e non pur la verde stagion fresca» = «Ardí y no solamente la verdura»), otra de Pietro Bembo («Signor, quella pietà che ti costrinse» = «Señor, aquel amor por quien forçado»), a cuyo resultado puede aplicarse lo que el propio autor había exigido al arte de traducir poesías: «guardar quanto es possible las figuras del original, y su donayre, y hacer que hablen en Castellano, y no como estrangeras, y advenediças, sino como nacidas en él y naturales» (dedicatoria de sus Obras a D. Pedro de Portocarrero).

De hecho, pese a la fama de Petrarca, las traducciones españolas a menudo mostraron preferencia por otros poetas, y muy en especial por Luigi Tansillo, cuyas Lagrime di San Pietro –sin duda más afines a la religiosidad imperante del tiempo– acumularon cinco versiones distintas entre 1585 y 1590, por orden cronológico, de Sancho de Viezma, Gregorio Hernández de Velasco, Luis Gálvez de Montalvo, Juan Sedeño, Jerónimo de los Cobos (Mele 1916; Fucilla 1953; González Miguel 1979). Ello, y el mayor grado de exigencia técnica en las versiones métricas, explica que tuviera una sola edición el primer traslado completo del Canzoniere de Petrarca (fuera quedaron solo los sonetos prohibidos sobre el cisma aviñonés y la canción «Verdi panni» considerada intraducible), que Enrique Garcés dedicó a Felipe II en 1591, un fracaso editorial en toda regla, que desmintió los auspicios del paratexto, donde una poesía laudatoria de Pedro de Gamboa presagiaba la superior difusión de los versos traducidos sobre los originales gracias a la lengua del Imperio: «Tanto da más Garcés, que dio Petrarcha. / Que el tal, a sola Italia se reparte / El nuestro, al uno y al otro hemisfero. / Y assí su verde laurea el orbe abarca» (vv. 11–14).

Mientras tanto, el giro ideológico de los tiempos corría en dirección opuesta a la irónica tolerancia del poema ariostesco, que en 1585 fue sometido a una burda censura por Diego Vázquez de Contreras, quien, además de reducirlo a prosa, suprimió octavas, mutiló episodios y eliminó en general cualquier atisbo contrario a la ortodoxia religiosa y al orgullo español. Ello cuando en la propia Italia se estaban escribiendo obras funcionales a la ideología hispánica, muy en particular la Gerusalemme liberata de Tasso, que Juan Sedeño se apresuró a traducir en 1587 con el subtítulo de Poema heroico (Madrid, Pedro Madrigal), el mismo que Bartolomé Cairasco eligió para la suya, inédita, de finales de siglo: Goffredo famoso. Poema heroyco […] do se trata la conquista de Hyervsalen. Funcional era asimismo otro poema orlandiano de Lodovico Dolce: Le prime imprese del conte Orlando, traducido por Lope Enríquez de Calatayud en 1594 con dedicatoria al futuro Felipe III (El nascimiento y primeras empressas del Conde Orlando, Valladolid, Diego Fernández de Córdoba y Oviedo).

Pero la obra italiana que mejor representó la sintonía ideológica con la monarquía española fue la Ragion di Stato de Giovanni Botero, que Antonio de Herrera tradujo por encargo del propio monarca al poco de publicarse, para demostrar –según afirmaba en su dedicatoria al Rey– que se puede gobernar con éxito «sin los medios que enseñan Nicolo Machavili, y Cornelio Tacito, como aquellos que son en todo contrarios a la ley de Dios» («Al Rey Nuestro Señor», f. 3r en Diez libros de la razon de estado. Con tres libros De las causas de la grandeza, y magnificencia de las ciudades, Madrid, Luis Sánchez, 1593). Por esas misma fechas Diego de Mora había traducido Il Soldato cristiano del jesuita Antonio Possevino, azote de protestantes, dedicándolo al inquisidor general Gaspar de Quiroga, cuya muerte en 1592 tal vez fue causa de que la versión quedara manuscrita. Petrarca era sustituido por Tansillo, Castiglione por Della Casa, Ariosto por Tasso, Machiavelli por Botero. La distancia de la cultura italiana respecto a la española se había acortado, pero en un sentido muy distinto al previsto por Boscán y Garcilaso. La diferencia que aún permanecía, era corregida por la censura y la manipulación de los textos.

 

La época del Barroco y la decadencia del Imperio

Esta tendencia se reforzó ulteriormente bajo los reinados de Felipe III y Felipe IV, durante los cuales el retroceso en el terreno económico, social y territorial contrastó con los avances de la creatividad artística y literaria, uno de cuyos períodos más brillantes coincidió con el Barroco. De ahí que la corriente de influjos se hiciera recíproca y que el conocimiento de la lengua española se incrementase en Italia, como mostró la riqueza de lexemas, acepciones y modismos registrados en el diccionario bilingüe de Franciosini (Franciosini 1620), traductor a su vez del Quijote entre 1622 y 1625. Sin embargo, el ejemplo más llamativo de mestizaje ítalo–español en cuanto a traducciones literarias siguió fiel al estereotipo de las letras (italianas) y las armas (españolas): fue la nueva versión de la Gerusalemme de Tasso que Juan Antonio de Vera y Figueroa publicó en Milán el año en 1632 con el título de El Fernando o Sevilla restaurada, para celebrar la gesta de Fernando III el Santo contra los moros sirviéndose de los versos de Tasso, idea expresamente declarada en el título (Poema heroico escrito con los versos de la Gerusalemme Liberata del insigne Torquato Tasso ofrecido alla Magestad de Filippo IV el Grande) y desarrollada en el prólogo:

en esta conformidad se publica este Poema que es el Fernando y el Gofredo, la Restauraçion de Gerusalem y de Seuilla, dos vestidos hechos de uno, o uno que viste dos cuerpos. Travajo a costado la mudança, pero su mayor merito consiste, no en la parte que tengo en la obra, sino en la que dejo de tener, y la alavança que pretendo de justiçia es haver hallado medio, como ya que el Taso no fue en vida el Poeta deste Gran Rey, lo aya sido muerto, con que no triunfara el olvido de su Memoria, que sin esta diligençia lo hiçiera en parte, supuesto que de la Gloria de tal espada, solo se podia encargar la pureça de tal pluma. (f. 3v)

Ello no impidió que en 1649 el poema tuviera otra versión (esta vez fiel) de Antonio Sarmiento de Mendoza, igualmente dedicada a Felipe IV, prueba ulterior del interés que la obra suscitaba en las altas esferas del poder, empeñado en una eterna cruzada con los enemigos de la religión católica. Por lo demás, entre 1639 y 1640 el propio rey tradujo en 1636, aunque no las publicó, dos obras italianas relacionadas con su Imperio: el tratado geográfico de Lodovico Guicciardini sobre los Países Bajos: Descripcion de todos los paises bajos llamados por otro nombre Alemania la baja (Alonso Cortés & Mele 1931) y los libros V–VI de la Historia de Italia de Guicciardini «para la mayor inteligencia y acertado despacho de los negocios de esta Monarquía» («Epílogo» a la Historia de Italia donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año de 1492 hasta el de 1532, cfr. Guicciardini 1889–1890: ). No fue el rey una excepción.

La historia contemporánea y la geografía fueron, de hecho, temas privilegiados por los traductores, como prueba otra versión compendiada de la Historia de Guicciardini que publicó Antonio Sebastián de Toledo en 1683 bajo el pseudónimo de Otón Edilo Nato de Betisana, así como una larga lista de autores traducidos: Conestaggio, con la ya citada traducción de Luis de Bavia; Guido Bentivoglio, a cuyas Relaciones de Francia y los Países Bajos, vertidas por Francisco de Mendoza en 1631 y publicadas en Nápoles, siguió en 1643 la historia de la Guerra di Fiandra traducida por Basilio de Varén «para que en propias, no en peregrinas vozes» se conociesen los «lustrosos trofeos» españoles (Guerra de Flandes, Madrid, Francisco Martínez, «Prólogo», f. 7r), y a la que el mismo traductor hizo seguir en 1651 La historia delle guerre civili di Francia de Enrico Caterino Davila, mientras que Antonio Vázquez tradujo la Congiura del conte Giovanni Luigi de Fieschi de Agostino Mascardi en 1640, Diego Felipe de Albornoz la Historia delle guerre civili di questi ultimi tempi de Maiolino Bisaccioni en 1658 y la de Pier Giovanni Capriata, que dejó manuscrita; inédita quedó también, y sin nombre del traductor, la Historia del Concilio di Trento que el jesuita Pietro Sforza Pallavicino había escrito, sin ultimarla, por encargo papal para refutar la de Paolo Sarpi (esta última condenada por la Inquisición). Añádase que otros cuatro historiadores se sumaron al elenco en las dos últimas décadas del siglo: en 1681 Guglielmo Dondini (Historia de rebus in Gallia gestis ab Alexandro Farnesio Parmae, traducida por Melchor de Novar), en 1684 Giovanni Sagredo (Memorie istoriche de monarchi ottomani, por Francisco de Olivares), en 1688 Simpliciano Bizozeri (Notizia particolare dello stato passato, e presente de’ regni d’Ungheria, Croatia, e principato di Transilvania, por un anónimo), y en 1696 Galeazzo Gualdo Priorato (Historia universale […] delle Guerre successe nell’Europa dall’anno 1630 sino all’anno 1640, también anónimamente).

En cuanto a las descripciones geográficas, las Relationi universali de Botero, utilizado como un tratado de geopolítica, tuvieron dos traducciones, una de Diego de Aguiar entre 1599 y 1603, otra de Jaime Rebullosa entre 1603 y 1610; incluso el libro de Marco Polo se unió a esta oleada con una nueva versión de Martín de Bolea, que lo tituló Historia de las grandezas y cosas maravillosas de las Provincias Orientales (1601) basándose en la traducción latina de Hittch (De Regionibus orientalibus, Basilea, 1532). Dentro de ese mismo espíritu, otro de los géneros que más se impuso en tiempos de Felipe IV fue la biografía, en parte debido a la boga de Virgilio Malvezzi, siete de cuyas obras fueron puestas en castellano: cuatro sobre las vidas de personajes antiguos: Alcibíades, David, Rómulo, Tarquinio (las dos últimas con doble y triple traducción respectivamente), dos sobre el conde–duque de Olivares (La Libra, Ritratto del Privato politico cristiano), otra sobre los Sucesos de la Monarquía de España en 1639, aunque superó a todas, por cronología y calidad, la que del Romolo hizo Francisco de Quevedo en 1632, que en el prólogo elogiaba, imitándolo, el estilo tacitiano del autor, «donde es inmensa la escritura y corta la lección», así como el método biográfico capaz de descifrar «el interior ignorado» del personaje, un tour de force conceptista que aunaba traducido y traductor, como no dejó de notar Jerónimo Antonio Pallés en su «Juicio del Texto y de la Versión»: «Romulo deve invidiar al Marques que le escrive y el Marques al que le traduce. Romulo queda con premio en la historia, el Marques en la traduccion» (El Romvlo del Marques Virgilio Malvezzi traduzido de Italiano por don Francisco de Quevedo Villegas, Pamplona, Viuda de Carlos de Labayen, f. 11r–12v).

No faltaron tampoco traducciones de otro autor de estilo lacónico y sentencioso, Giovan Francesco Loredano, cuyas vidas de Adán y del papa Alejandro III trasladó Antonio Vázquez en 1657 (ambas en Madrid, por Gregorio Rodríguez); pero incontables fueron las dedicadas a santos, empezando por las de jesuítas que casi siempre tradujeron miembros de su misma Compañía: así la de Ignacio de Loyola y Vincenzo Caraffa escritas por Daniello Bartoli, la primera traducida por un anónimo que la dejó inédita, la segunda por Alonso de Andrade, que la publicó en 1658, o la de Francisco Javier, que escribió Orazio Torsellino y vertió en 1600 Pedro de Guzmán. Fuera de la Compañía de Jesús, la vida de la carmelita Maria Maddalena de’ Pazzi, escrita por su confesor Vincenzo Puccini, fue traducida por el también carmelita Juan Bautista de Lezama en 1648.

Por lo demás, las obras religiosas vivieron una inflación de traducciones: el célebre Roberto Bellarmino, responsable de los procesos contra Giordano Bruno y Galileo Galilei, acumuló siete entre 1615 y 1650, aunque el autor más divulgado fue, sin duda, el jesuita Paolo Segneri, con trece traducciones, la mayor parte debidas a José López de Echáburu. En cuanto a la oratoria sacra, los sermones de Cornelio Musso y de Francesco Panigarola fueron puestos en castellano el año 1602, respectivamente, por fray Diego de Zamora y por Gabriel de Valdés. Cabe señalar que de todos los autores citados, el prosista más sobresaliente fue Danielo Bartoli, de quien también se vertieron otras dos obras no biográficas: L’uomo di lettere y L’Eternità consigliera, la primera por Gaspar Sanz (Madrid, Andrés García de la Iglesia, 1678), la segunda por Nicolás Carnero (Madrid, Juan Garcia Infanzón, 1691).

La oleada de escritos religiosos no mermó el interés por la ciencia militar y la heráldica (por lo demás incluso la fe había sido militarizada por el fundador de la Compañía de Jesús): de los Emblemas de Alciati hubo dos nuevas traducciones: una del latinista valenciano Diego López (Nájera, Juan de Mongaston, 1615), otra anónima que no llegó a publicarse; las Reglas militares de la caballería de Ludovico Melzi fueron puestas en castellano por el Auditor del Tercio de Lombardía y Piamonte Galderico Gali para el duque de Feria (Milán, Giovan Battista Bidelli, 1619), el tratado de equitación de Giorgio Basta, por Pedro Pardo de Rivadeneyra, «entretenido por su Majestad en los Estados de Flandes», con dedicatoria al conde–duque de Olivares (Bruselas, Jan van Meerbeeck, 1624), los Cargos y preceptos militares de Lelio Brancaccio por Ildefonso Scavino (Barcelona, Sebastián y Jaime Matevad, 1639), y, en fin, la Attione bellica de Raimondo Montecuccoli por Bartolomé Chafrión, «Soldado de Infanteria española del Tercio del Excmo. Señor Duque de San Pedro», con el título Arte universal de la guerra (Milán, Marco Antonio Pandolfo Malatesta, 1693).

El otro gran tema del siglo, la ciencia política, se bifurcó aún más claramente que bajo Felipe II: por un lado las obras caras al régimen: el Manuale de Grandi de Marcantonio Querini, traducido por Mateo Prado en 1640 (Madrid, Antonio Duplastreh), versión acompañada por un poema laudatorio de Calderón de la Barca y un prefacio de José Pellicer, cronista mayor del Rey, que elogiaba al autor como azote «de Bodino, el Machiavelo, y escuela de Ateistas» y al traductor por no haber hecho una «Traduccion del Toscano, pero Suplemento» (f. 10–16r), o el Príncipe deliberante de Tommaso Roccabella, apología del soberano absoluto que Sebastián de Ucedo tradujo en 1670 y dedicó al duque de Osuna. Por el otro, las condenadas a no ver la luz, en primer lugar las de Machiavelli, cuyo Príncipe tuvo entre mediados y finales de siglo tres versiones manuscritas, todas conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, dos de ellas anónimas: la primera (ms. 1084) limitada al tratado (Rius &  Casas 2010), la segunda (ms. 1017) acompañada por otros cuatro escritos del autor (Ritratti delle cose di Francia, Rapporto delle cose dell’Allamagna, Descrizione del modo tenuto dal Duca Valentino nell’ammazzare Vitellozzo Vitelli, Vita di Castruccio Castracani); en fin, la más tardía (ms. 902), debida a Juan Vélez de León, también acompañada por una selección de textos (Vita di Castruccio Castracani, Descrizione del modo tenuto dal Duca Valentino nell’ammazzare Vitellozzo Vitelli, Ritratti delle cose di Francia, Discorsi su la Prima Deca di Tito Livio).

Inéditas quedaron asimismo todas la traducciones de los antiespañoles Ragguagli di Parnaso de Traiano Boccalini (Williams 1946), salvo dos centurias cuya versión atenuada publicó Antonio Vázquez bajo el pseudónimo de Fernando Pérez de Sousa (Conrieri 2007) con el título Discursos políticos y avisos del Parnaso, Madrid, María de Quiñones, 1634 (Pini 2012); las otras cinco, todas anónimas, correspondieron a la Pietra del paragone politico, y circularon manuscritas desde 1620 hasta finales de siglo (Gagliardi 2017). Inédita quedó también la traducción de una tercera obra de Boccalini sobre el historiador latino asociado a Machiavelli: los Comentarios a Cornelio Tácito, que el arabista Miguel García tradujo en los años ochenta.

El predominio de la ideología imperial y tridentina fue tal, que incluso ante opciones, por así decirlo, neutrales, las preferencias se inclinaron del lado más afín a la moral, lo cual explica que, pese al triunfo de la metáfora en la literatura barroca, no se tradujera el Cannocchiale aristotelico de Emanuele Tesauro, sino su compendio de ética aristotélica La filosofia morale, que Gómez de la Rocha trasladó en 1682 (Lisboa, Antonio Craesbeeck de Mello). De hecho, si se excluye la poesía, fuera de la política, la historia y la religión, pocos fueron los ámbitos de interés para las esferas próximas al poder, uno de ellos siguió siendo la arquitectura, como muestra la dedicatoria al  conde–duque de Olivares, de la traducción de Palladio que Francisco de Praves publicó en 1625, y en la cual afirmaba haber aprendido la lengua toscana precisamente por la «necessidad de saber» ese arte. Más general fue, en cambio, el interés por las misceláneas de erudición y curiosidades, un subgénero cultivado en España desde la Silva de varia lección de Pedro Mexía, y renovado a principios del XVII por Tommaso Garzoni con tres libros, todos vertidos al castellano: Theatro de’ vari e diversi cervelli mondani y La sinagoga de gl’ignoranti, por Jaime de Rebullosa (1600); La piazza universale di tutte le professioni del mondo (1615), «traducido, cercenado, y añadido» por Cristóbal Suárez de Figueroa según sus propias palabras (Cherchi 1997–1998, Arce Menéndez 2008).

Ante esta avalancha de obras no propiamente literarias, cabe preguntarse qué espacio ocupó la traducción de poesía. La respuesta es compleja, no solo porque los autores españoles se habían apropiado ya de los modelos importados de Italia, sino porque, al traducir, solían mezclar traslado literal y libre recreación, además de insertar las versiones en obras de otra índole, caso este practicado por Lope de Vega en la comedia Angélica en el Catay, cuyo acto ii contiene dos octavas del Furioso de Ariosto (xxiii, 108–109: «Fuentes, aguas y yerbas desde soto»), y de Cervantes, que en la Galatea compendiaba un soneto de Amalteo («La blanca nieve y colorada rosa», vv. 33–40), y en el Quijote fragmentos de Tansillo (I 33: «Crece el dolor y crece la vergüenza»), de Aquilano (II 38: «De la duce mi enemiga») y de Bembo (II 68: «Amor, cuando yo pienso»). En otros casos poesías tenidas por originales no eran sino libres reescrituras con partes traducidas e incluso traducciones propiamente dichas: a la fórmula mixta pertenecen el soneto «Cuál del Ganges marfil…» de Góngora, cuyos versos iniciales replican los del 28 de Ariosto («Qual avorio di Gange»), o «Urnas plebeyas», que calca los tercetos de «Tra le tombe di molti horrende e scure» de Angelo Grillo; a la fórmula plena, el soneto de Lope de Vega «Ponme do el sol abrasa campo y prado», fiel en su casi totalidad al 145 de Petrarca, «Pommi ove ‘l sol occide i fiori e l’erba» (Entrambasaguas 1942: 103), y dos de Quevedo: «Si el abismo, en diluvios desatado», y «Más solitario pájaro ¿en cuál techo», que corresponden respectivamente a uno de Luigi Groto («Se ’l diluvio de Giove in terra steso»), y, salvo el último terceto, a otro de Petrarca («Passer mai solitario in alcun tetto»).

Para encontrar traducciones presentadas como tales, hay que acudir a misceláneas y florilegios como la Guirnalda de Venus casta y Amor enamorado que Jerónimo de Heredia publicaba en Barcelona en 1603, donde, además de incluir versiones de poesías de Coppetta, Parabosco, Varchi y Tansillo, añadía el poema de Minturno Amore innamorato, mezclando partes traducidas e imitadas; y la Miscelánea Austral de Diego de Ávalos y Figueroa, publicaba el mismo año en Perú, que no solo intercalaba en sus diálogos traducciones de distintos poetas (ante todo de Vittoria Colonna, seguida de Petrarca, Poliziano, Lorenzo de’ Medici, Alamanni, Aquilano, Lorenzino de’ Medici, Muzzarelli, Sasso), acompañándolas a veces con observaciones sobre el arte de traducir, sino que se cerraba con una casi completa de Le lagrime di San Pietro de Tansillo. Prueba de la predilección por esta última obra, ya pluritraducida en el siglo anterior, fue que de ella se publicaron todavía otras dos versiones: una de fray Damián Álvarez (1613), otra de Francisco Jacinto Funes de Villalpando (1653), además de una tercera, inédita hasta el siglo XIX, del Marqués de Berlanga.

Pero, si el poema de Tansillo primó por la cantidad de traducciones, el Pastor fido de Battista Guarino y el Aminta de Tasso, lo hicieron tanto por la alta calidad de los traslados, que ya reconoció Cervantes, como por la elevada conciencia de la dificultad para lograrlo. Así, Cristóbal Suárez de Figueroa excusaba sus faltas alegando en la primera edición del Pastor fido la «dificultad que tiene el traduzir, pues ha de ser retratar al vivo y no pintar a gusto […] asido siempre a las palabras y conçetos agenos» («Dedicatoria a Baltasar Suárez de la Concha» en El Pastor fido. Tragicomedia pastoral de Bautista Guarino, Nápoles, Tarquino Longo, 1602), razón por la que siete años después daba de nuevo a la imprenta el texto profundamente corregido (Valencia, Pedro Patricio Mey, 1609, esta vez con dedicatoria a Vincenzo Gonzaga, duque de Mantua), y con tal cúmulo de variantes, que se llegó a pensar en dos traductores distintos (Arce Menéndez 1999). En cuanto a Juan de Jáuregui, ya en la primera edición de su trabajo, aparecida en 1607 (Aminta de Torcuato Tasso, traduzido del italiano en castellano, Roma, Esteban Paulino), confesaba la dificultad de hallar equivalentes satisfactorios de «muchas frases vulgares y modos de decir humildes […] tan diferentes de los nuestros», así como para lidiar con los falsos amigos de ambas lenguas evitando «vocablos por humildes, que en la italiana se usan por elegantes», o, en fin, para reproducir la libre alternancia de endecasílabos y heptasílabos, extraña a los oídos españolesa acostumbrados al «porrazo del consonante» («Dedicatoria a D. Fernando Enríquez de Ribera», f. iiir). De ahí un largo proceso de lima que culminó en 1618 con una nueva versión, más natural y fluyente en castellano, aunque igualmente fiel (Aminta. Fábula pastoral de Torquato Tasso, en Rimas de Don Iuan de Iauregu, Sevilla, Francisco de Lyra Varreto). Frente a estos logros, quedó desfasada una traducción posterior del poema de Guarino que la sefardita hispano–portuguesa Isabel Correa realizó en «metro español» con adiciones propias (Amberes, Verdussen, 1694).

De hecho, pese a la censura que permitía manipular los textos a placer, y la orgullosa reivindicación de la lengua castellana frente a la italiana («no es menos abundante nuestra lengua que la suya», sostenía Enríquez de Calatayud mientras declaraba sin empacho haber añadido al poema de Dolce octavas de su invención, «Al benigno Lector», f. A3v), a lo largo del tiempo fue imponiéndose el concepto más riguroso de traducción: «la traducion haviendo de ir atada alos conceptos agenos no es posible llegar a la propiedad de su estilo», avisaba fray Damián Álvarez explicando los límites de su versión de Tansillo. «No dejo de confesar –escribía a su vez el anónimo traductor de La Zucca de Doni– que la lengua Toscana no sea muy abondante, rica y llena de Proverbios, chistes y otras sentenciosas invenciones de hablar: las quales en nuestro Castellano ninguna fuerza tendrian»; «imprimir huellas en agenas estampas, sin borrar su imagen no carece de difficultad», advertía Gómez de la Rocha prologando su traducción de Tesauro («Prólogo del Traductor a los Lectores» en Filosofía moral, h. 3r) y Cairasco, distinguía entre obras fáciles y difíciles a causa de su estilo refinado, situando entre estas últimas la Gerusalemme de Torquato Tasso «que parece le compuso a posta para que nadie pudiese traducirle bien» («Al Lector» en Goffredo famoso). Pero el paratexto que más espacio dedicó al problema fue el de Las Guerras de Flandes traducidas por Basilio Varen, donde este, dedicando su trabajo a Manuel Álvarez Pinto, concluía: «Y aunque las Traduciones parezcan à muchos un trabajo facil, no lo es tanto, que en varios lances no se detenga congojosamente la eleccion de las palabras, y en todos la harmonia de las clausulas, para corresponder en ageno idioma à la que tienen en el propio», idea desarrollada ulteriormente por Antonio Vázquez en el prólogo a la misma edición:

Quando al si el traduzir es considerable trabajo, confiesso que ai muchas traduciones infelices. Pero diganme los dedeñadores, de que principio nace, uno de lo dificil de conseguirlas con felicidad? De aquí procede no hallarse algun nombre cuerdamente docto, que no haga mucha estima de los que consiguieron esta dicha, y ninguno que lo sea negara auer alcançado esta su ultima perfeccion. Y si una de las mayores glorias de los excelentes Escritores es verse traduzidos, como puede quedar sin ella quien con tal acierto los traduze: Pudiera aquí traer muchas alabanzas de grandes hombres sobre las perfetas Traduciones, bastame empero la del famoso Garcilaso, que en la carta escrita a doña Geronima Palova sobre la Traducion que Boscan hizo del Cortesano del Castellon, dize assi: «Siendo, à mi parecer, tan dificultosa cosa traduzir bien un libro, como hazerle de nueuo». («A los estudiosos», en Guerra de Flandes escrita por el […] Cardenal Bentivollo, Madrid, Francisco Martínez, 1643, f. 9r)

El círculo se cerraba confirmando la dignidad del arte de traducir en virtud de su dificultad. Para ello Vázquez recurría a las palabras de Garcilaso, pero omitiendo su corolario: «diose Boscán en esto tan buena maña que cada vez que me pongo a leer este su libro […] no me parece que le hay escrito en otra lengua». La omisión no era baladì: la idea renacentista de perfección vigente en el siglo XVI, había dado paso a la conciencia barroca de la infinita y nunca lograda aproximación al modelo.

 

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Rius Gatell, Rosa & Montserrat Casas Nadal. 2010. Ed. de «Il Principe» de Maquiavel, Primera traducció espanyola basada en un manuscrit inédit, Castellón–Barcelona, Fundació Germà Colón Domènech–Publicacions de l’Abadia de Montserrat.

Scamuzzi, Iole. 2018. Ed. de L. Guicciardini, Horas de Recreación. Trad. de V. de Millis, Madrid, Sial.

Scamuzzi, Iole. 2019. «También se trata de ti: lector in fabula entre Lodovico Guicciardini y Miguel de Cervantes», eHumanista 42, 253–270.

Vega Ramos, María José. 1998. «Traducción y reescritura de L. B. Alberti: El Momo castellano de Agustín de Almazán», Esperienze Letterarie 23: 3, 13–41.

Vega Ramos, María José. 2007. «Las bestias felices: La Circe de Gelli en España» en M.ª de las N. Muñiz (ed.), La traduzione della letteratura italiana in Spagna (1300–1939), Florencia, F. Cesati, 253–272.

Williams, Robert H. 1946. Boccalini in Spain. A Study of his Influence on Prose Fiction of the Seventeenth Century, Menasha (WI), George Banta Publishing Company.

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  1. Puede verse el capítulo de Santiago del Rey «La traducción de los textos erasmianos en los Siglos de Oro», en esta misma obra.
  2. Pueden verse, en esta misma obra, los capítulos de Adrián Izquierdo sobre «La traducción de textos humanísticos en los Siglos de Oro» y de Jorge García López sobre «La traducción de historiadores modernos en los Siglos de Oro».
  3. Puede verse el capítulo de María Jesús Mancho, «La traducción de textos científicos y técnicos en los Siglos de Oro», en esta misma obra.