Cicerón, Marco Tulio

Cicerón, Marco Tulio (Arpino, 106 a. C.–Formia 43 a. C.)

Orador, político y abogado latino. Aun no perteneciendo a la clase senatorial, logró alcanzar, tras pasar por todas las magistraturas inferiores, la máxima magistratura de la República (ejerció como cónsul durante el año 63). Su formación había sido la propia de quien aspiraba a recorrer la carrera política (cursus honorum): aprendizaje y entrenamiento en la retórica para dominar el arte de la palabra; estudio de la filosofía, de las leyes y del derecho. Publicó sus discursos, que redactó con la ayuda de su liberto Tirón. Entre ellos destacan los pertenecientes a sonados procesos judiciales en los que intervino, como el de Verres, magistrado corrupto en Sicilia (contra él van dirigidos los discursos llamados Verrinas); o el de Catilina, cabecilla de una conspiración contra la República (contra él pronunció Las Catilinarias); o, finalmente, el de Marco Antonio (que el propio Cicerón tituló Filípicas). Esta última acción política le costaría la vida: murió asesinado por los sicarios de Antonio, quien expuso su cabeza y la mano derecha en la tribuna de oradores del Foro.

Apartado de la vida pública por las luchas políticas que llevaron a Julio César a un poder absoluto, se dedicó a la composición de ensayos sobre la inmortalidad del alma y el sentido de la vida, la existencia y naturaleza de los dioses, los límites definidores del bien y del mal, el deber, los valores de la vejez, los de la amistad, la gestión de la cosa pública, las leyes, el político ideal, los antecedentes culturales de Roma; así como una serie de ensayos sobre el arte de la palabra, de la elocuencia y del hombre elocuente. A toda esta producción hay que añadir la numerosa correspondencia con amigos y personajes de la vida pública, así como algunos poemas de los que no se han conservado más que fragmentos. Cicerón pronto se convirtió en un clásico estudiado en las escuelas, sobre todo gracias a Quintiliano, quien lo propuso como modelo de elocuencia. La tradición le atribuyó, además, otro tratado de retórica (de autor desconocido, quizás de un tal Cornificio) dedicado a Herennio, que fue citado durante la Edad Media como la Retórica nueva.

Hasta el siglo XV no se encuentran traducciones de Cicerón a las lenguas de España. Ese siglo, sin embargo, presentó una relevante actividad traductora. La razón parece ser la necesidad de conocer los contenidos de ciencia por parte de la nobleza y de la realeza, que no tenían conocimientos de latín para leerlos en el original; las traducciones son encargadas a los únicos que en ese momento dominaban la lengua latina: los clérigos. Así, Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, tradujo en 1422 el tratado De Senectute y Los deberes (De officiis), a instancias de Alonso de Zamora. En torno a 1430 el mismo Cartagena vertió la Rhetorica (De inuentione), por encargo de Duarte, rey de Portugal. Es también probable que fuera el autor de la traducción del Pro Marcello que se conserva en varias copias manuscritas. No ha sobrevivido, en cambio, la de la Rhetorica ad Herennium o Rhetorica noua, que Enrique de Villena, en el proemio de su versión de la Eneida, dice haber realizado.

El De officiis también conoció en aquel siglo una versión al aragonés, junto con el De amicitia (B. Nacional de España, ms. 10246); Menéndez Pelayo describe esta obra como una traducción con «formas dialectales» del aragonés, lo que le induce a pensar que su autor tal vez fuera Gonzalo de la Caballería, traductor de estas mismas obras, que Nicolás Antonio dice haber visto en poder de su sobrino. El fraile Nicolau Quilis tradujo al catalán, en esta misma centuria, el De officiis, el cual es citado por Ferran Valentí en el prólogo de su traducción de las Paradoxes (Paradoxa stoicorum) y que se ha conservado en dos manuscritos. De esta última obra ha sobrevivido otra traducción al catalán, anónima (B. de Catalunya, ms. 296).

En el siglo XVI es cuando en España se dejó sentir el fenómeno del ciceronianismo, que no es otra cosa que un programa de enseñanza del latín, basado en la imitación de quien se consideraba que había sido su mejor usuario en la época clásica; el fenómeno afectó, como reflejo, también a las lenguas vernáculas y autores como fray Luis de León o fray Luis de Granada imitaron en prosa castellana su estilo periódico y rítmico. Por lo que respecta a la traducción se continuó con la de obras de contenido filosófico o moral, como la que realizó fray Ángel Cornejo con su Libro llamado Arte de Amistad (Medina del Campo, 1548). Francisco de Támara publicó los Libros de Marco Tulio Cicerón, en que tracta de los officios, de la amicicia y de senectud (Amberes, 1546), junto con la Economica de Jenofonte. En 1549, también en Amberes, se dio a la luz la traducción de Juan de Jarava de Los paradoxos (Paradoxa stoicorum) y El sueño de Scipión (Somnium Scipionis, pasaje del libro vi del De re publica); obras que aparecieron encuadernadas junto con los tratados vertidos por F. de Támara.

Pero lo que caracteriza al siglo XVI es el comienzo de las traducciones de las cartas y de los discursos, cuyo interés no era ya el contenido, sino el deseo de imitar su estilo de lengua latina (de ahí las ediciones bilingües) o incluso el de servir de modelo para el castellano y otras lenguas. Andrés Laguna, médico de Julio III, es autor de las Quatro elegantissimas y gravissimas orationes de M. T. Ciceron, contra Catilina, trasladadas en lengua española (Amberes, 1557). La traducción de Laguna gozó de la crítica entusiasta de Menéndez Pelayo («Debe estudiarse como texto de lengua, porque tiene correspondencias muy felices de vocablos y frases que pueden aprovechar los traductores modernos») y de varias reimpresiones en los siglos siguientes, a veces encuadernadas con la traducción de Salustio realizada por Manuel Sueyro. Pedro Simón Abril también vertió al castellano discursos de Cicerón que habrían de servir a su tarea docente. Según él mismo declara en su Gramática griega tenía traducidos, para su uso en las clases, «las oraciones de Tulio contra Verres, pro Lege Manilia, pro Archia, pro Ligario, pro Marcello y pro Milone». Nicolás Antonio se refiere, además, a una traducción de Las catilinarias. Sólo llegaron a la imprenta –y es lo que se conserva– la traducción de la Divinatio in Caecilium o primer discurso de Verrinas (Zaragoza, 1574). Abril destaca, sobre todo, como traductor de la correspondencia: publicó selecciones de las cartas públicas y de las privadas: Los dos libros de las epistolas selectas de Marco Tulio Ciceron (Zaragoza, 1583) y Los deziseis libros de las epistolas, ò cartas de M. Tulio Ciceron, vulgarmente llamadas familiares (Madrid, 1589), obra que conoció numerosas reimpresiones en los siglos posteriores y fue incorporada a la edición de las obras completas de Cicerón hecha por Navarro.

Otra selección de cartas (segundo de Familiares y algunas de las otras colecciones) editó y tradujo fray Gabriel Aulón en Alcalá de Henares (1574). También el humanista Pedro Juan Núñez tradujo discursos (Pro Lege Manilia, Pro Marcello, I in Verrem, IX in Antonium) y cartas (una selección) para sus tareas docentes, que se han conservado en copias manuscritas (en la B. de Catalunya y en la B. Nacional de España). Otras veces la finalidad de la traducción es distinta, como es el caso de Martín Laso de Oropesa, quien tradujo La oración que hizo Cicerón en el senado ante César, porque perdonó a Marco Marcello y La oración de Cicerón por Quinto Ligario, incluidas junto con una Carta de Marco Bruto a Cicerón en su traducción del Bellum ciuile o la Farsalia de Lucano, solo en la edición de Burgos (1588, pero 1578), para que formaran parte de la Historia del Triunvirato que le servía de apéndice. Durante el siglo XVII siguieron reimprimiéndose las traducciones de Laguna y de Abril. Un manuscrito (10.718 y 10.720) de la B. Nacional de España contiene Las Catilinarias traducidas por Sebastián de Mesa, párroco en Madrid (en distintas partes del manuscrito se dan las fechas de 1626 y 1625).

En el siglo XVIII Gregorio Mayans y Siscar reeditó las traducciones renacentistas de Abril. En Salamanca, Pedro Soler publicó su traducción de la primera catilinaria, declarando haber tenido a la vista la de Laguna. Los profesores de latinidad continuaron produciendo versiones para su uso didáctico; así, el jesuita Isidoro López publicó en Burgos (1755) las Cartas escogidas de M. T. Cicerón, traducidas de latín en Castellano, entresacadas de su Epístolas Familiares, y Manuel de Valbuena dio Los Oficios de Cicerón, con los Diálogos de la Vejez, de la Amistad, las Paradoxas, y el Sueño de Escipión (M., Ibarra, 1777), que se siguieron reimprimiendo en el siguiente siglo. El escolapio Andrés de Jesucristo publicó unas Oraciones selectas (M., Ulloa, 1776), y Rodrigo de Oviedo, profesor de latín, unas Oraciones escogidas (M., A. Sancha, 1783).

En el siglo XIX, el descubrimiento del De re publica en un palimpsesto por el cardenal Angel Mai (1822) tuvo pronto eco en España, pues en 1848 apareció en Madrid La República, conforme al texto inédito comentado por Ángel Mai, con un discurso y disertaciones por Mr. Villemain, traducido por Antonio Pérez García. A finales de la centuria volvió a publicarse una versión por Antonio Zozaya (M., Biblioteca Económica Filosófica, 1885). En este siglo todavía se encuentran médicos ilustrados, como Fernando Casas, quien en 1841 publicó en Cádiz (La Revista Médica) Lelio o Diálogo de Marco Tulio Cicerón sobre la Amistad; el propio traductor dio más tarde, en la misma imprenta, el De oratore y varios discursos, entre ellos los dirigidos contra Catilina, como parte de un Curso de Elocuencia (Cádiz, La Revista Médica, 1862). La misma editorial publicó también una «traducción literal» de La oración primera contra L. Catilina de Francisco de P. Hidalgo (1859), en la colección «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos».

Se siguieron traduciendo los discursos, a veces en periódicos como el Semanario Pintoresco Español, donde en 1857 apareció una versión del Pro Ligario, debida a  Francisco Carrasco, marqués de la Corona (aunque, recientemente, se ha propuesto que el responsable de la misma fue su propio editor, Alfredo Camús). Pero la empresa más importante de esta centuria fue, sin duda, la del editor Luis Navarro, quien publicó en su «Biblioteca Clásica» diecisiete volúmenes en octavo con las obras completas del orador romano (M., Imprenta Central, 1879–1898): en ella participó M. Menéndez Pelayo, quien se encargó de los tratados de retórica y de alguno de los filosóficos, mientras que para otras obras se utilizaron traducciones de siglos anteriores, como las de Valbuena o la versión renacentista de las Epístolas familiares de Simón Abril. El final de la centuria conoció una imagen de Cicerón totalmente diferente (¿deformada?), debida a la caricatura que de él difundió el filólogo e historiador Theodor Mommsen.

A comienzos del siglo XX esta imagen de Cicerón caló en muchos intelectuales europeos, entre ellos Ortega y Gasset, quien llegó a referirse a Cicerón como «una magnífica cabeza de intelectual, dedicada durante toda su existencia a confundir las cosas», aunque más tarde matizó esta idea. Pero lo destacado en esta centuria, por lo que a la traducción se refiere, es que se produjo una eclosión de empresas editoriales con el empeño de editar y verter las obras completas de los clásicos. Ocupan un lugar destacado las debidas a instituciones, como la Fundació Bernat Metge (Barcelona), que publicó en 1923 los discursos, acompañados de su traducción al catalán, obra de Llorenç Riber. El mismo tipo de ediciones bilingües emprendieron otras instituciones, como el CSIC en la colección «Alma Mater». Otras editoriales, como Espasa–Calpe (Madrid), acercaron Cicerón al gran público, aunque no siempre traducido desde la lengua original. En el último tercio de la centuria ha habido una auténtica competición editorial (Gredos, Alianza, Akal, Cátedra, etc.) por verter los clásicos, entre los que Cicerón ha ocupado un lugar importante, si bien por motivos no tan explícitos como los de épocas anteriores. Por ello el lector actual puede escoger entre varias y muy cuidadas versiones, realizadas por expertos.

La actividad traductora a otras lenguas de España ha sido menor. Entre 1952 y 1954 (en la revista Euzko Gogoa) se publicó en euskera Adiskidetasuna (De amicitia), traducida por Bingen Amezaga. Y ya a finales de ese mismo siglo han comenzado a verterse al gallego algunas obras, como Sobre a vellez y Sobre a amizade, publicadas conjuntamente por Xosé Carballude y Xosé M. Liñeira (Vigo, Galaxia, 1995). Recientemente, el político vasco Arturo I. Aldecoa ha publicado en castellano y euskera (aunque las traducciones no son suyas) el Commentariolum petitionis (solo texto en latín) del hermano del orador, Quinto Cicerón; lo curioso de esta edición es que no traduce el Comentario, pero sí las Cuatro catilinarias (Katilinarioa), con el pretexto de contextualizar el primero (Bilbao, Atxular Atea, 2013).

 

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Juan M.ª Núñez González