Tibulo, Albio

Tibulo, Albio (Gabios, ca. 50 a. C. –Roma, ¿17 a. C.?)

Poeta latino. Escribió elegías, exponentes de su rico mundo interior, en una lengua sencilla y diáfana, en las que habla de la paz y de la guerra, de las maravillas de una vida tranquila en el campo y, sobre todo, del amor en sus diversas presencias (el gozo, la pasión, el sufrimiento, el amor correspondido y el infiel, el amor entre hombre y mujer o el homoerótico). Su aspiración es gozar de un amor tranquilo en una naturaleza propicia. No todo lo transmitido con su nombre es obra suya, por lo que se prefiere para el conjunto el nombre de Corpus Tibullianum. Vivió en la época de Augusto y perteneció al círculo literario y político de Mesala, que fue defensor de los valores republicanos. La publicación de su obra (después del 27 a. C., aunque no muy lejos de ese año) debió de provocar una enorme admiración y, a su vez, no poca envidia, pero Tibulo tuvo en su haber el elogio de Horacio, que pertenecía al círculo rival, o, digamos, más adaptado al nuevo tiempo dictatorial, de Mecenas, y también la preciosa elegía, llena de respeto y de afecto, que a su muerte le dedicó Ovidio. La fama de la que gozó en vida contrasta con el casi total olvido en la Edad Media, aunque sus versos fueron incluidos en diversos excerpta, que debieron de conocer los autores que los citan (Vincent de Beauvais, Gautier de Châtillon, Guillaume de Lorris o Jean de Meung, y hasta el mismo Petrarca). Redescubierto por el Renacimiento, Petrarca posiblemente llevó a Italia el manuscrito que encontró en Francia. Impreso por primera vez en 1472, fue objeto de repetidas ediciones y comentarios. En Tibulo, entre otros poetas, tiene la poesía neolatina sus cimientos, y será imitado también en lengua vernácula, comenzando en Italia (Marrasio, Piccolomini, Ariosto, etc.); estas imitaciones suponen ya una suerte de traducción, aunque las de la obra completa, con la excepción de la parisina de Michel de Marolles (1653), se retrasaron hasta el siglo XVIII; tampoco son abundantes las citas de sus versos, aunque los hay, por ejemplo, en Rodrigo Caro o Cascales.

En España, imitaciones que implican un homenaje o tributo las hay en Hurtado de Mendoza, J. Boscán o Garcilaso de la Vega, así como en Lupercio Leonardo de Argensola, Bernardo de Balbuena, Nicolás Fernández de Moratín, Juan Meléndez Valdés, Ignacio de Luzán o Juan Arolas. Las elegías que, total o parcialmente, suelen imitarse o traducirse con más o menos libertad son la 1,1 (M. Menéndez Pelayo –que la tradujo dos veces y de forma distinta, una vez en tercetos y, la otra, en cuartetos–, Manuel Fernández–Galiano), 1,2 (José Marchena), 1,3 (M. Bretón de los Herreros, Tomás Forteza), 1,5 (Garcilaso, Fernández–Galiano), 1,6 (Aníbal Núñez), 1,8 (Garcilaso), 1,10 (Francisco de B. Pavón, Ricardo Catarineu, Lucio Arregi –en euskera–, Ramón Pérez de Ayala, Fernández–Galiano, Esteban Torre); 2,1 (J. Marchena, Fernández–Galiano, E. Torre), 2,3 (fray Luis de León, Esteban M. de Villegas), 2,6 (Garcilaso, Cadalso); 3,3 (Garcilaso), 3,8 (Víctor Balaguer, en catalán y dentro de su tragedia La festa de Tibúlus), y 3,19 (Víctor Botas). Los textos aducidos a Garcilaso por Fernando de Herrera en sus Anotaciones (Sevilla, 1580), los traduce el mismo Herrera.

La primera traducción completa de Tibulo fue la de Norberto Pérez del Camino (M., J. Peña, 1874), aunque el jesuita valenciano Pedro Ceris y Gelabert pudo acabar antes una traducción, que permanece inédita y perdida. El retraso de una traducción completa puede justificarse, en parte, por los temas poco ortodoxos presentes en las poesías (magia, homosexualidad, infidelidad); lo avalaría el que todavía en 1948 el colombiano Germán Arcila suprimiese los versos que hablan de amor en su traducción de la elegía 1,10. La versión de Pérez del Camino, que presenta también el texto latino, tiene mucho que ver con el exilio del traductor a Francia (firma el «Discurso preliminar» en Burdeos en 1815) y con el conocimiento allí de la Traduction en prose de Catulle, Tibulle et Gallus, par l’auteur des Soirées Helvétiennes et des Tableaux, pues la sigue muy de cerca, aunque no elimina, como hizo la francesa, la homosexualidad; no se decidió a hacerlo porque, dice, algunos pasajes «hacían impracticable esta alteración»; además, no revelaba ningún secreto porque esta «mancha de los antiguos» era conocida, y apostilla: «distando tanto sus costumbres de las nuestras, su ejemplo no debe ser peligroso para nosotros». Traduce en endecasílabos, con predominio de cuartetos o tercetos, y presenta fallos de comprensión del texto de Tibulo, que, sin duda, le llega a través del francés; pese a los elogios que le prodiga Menéndez Pelayo, el aliento poético no es demasiado alto. La segunda traducción corresponde a Germán Salinas en el volumen I de sus Líricos y elegíacos latinos (M., Sucesores de Hernando, 1913), en elegante prosa, con comentarios de tipo moralizante. Muy meritoria es la de Carlos Magriñá, Los cuatro libros de elegías llamadas de Tibulo (B., Altés, 1922), en sonoros hexámetros y pentámetros, que se esfuerza por dar a conocer un poeta por el que siente enorme simpatía. Tras la edición de José Torrens junto con Catulo (B., Iberia, 1969), Enrique Otón (B., Bosch, 1979) dio a la luz una edición bilingüe –no edición crítica, es decir, sin texto crítico–, y a partir de ese momento se sucedieron las traducciones, en edición bilingüe, de Hugo Francisco Bauza (Tibulo y los autores del «Corpus Tibullianum»; M., CSIC, 1990), Arturo Soler (Elegías de Catulo y Tibulo; M., Gredos, 1993) y Juan Luis Arcaz Pozo (M., Alianza, 1994). Estas traducciones se han reeditado por lo general varias veces, algunas de ellas revisadas. Pasados unos años vio la luz la espléndida edición bilingüe, Albio Tibulo y los autores del Corpus Tibullianum. Elegías amatorias, de J. L. Arcaz y Antonio Ramírez de Verger (M. Cátedra 2015).

Como traducciones parciales deben mencionarse la Selección de elegías publicadas a principios del siglo XX por Agustín Millares Carlo (Revista de Libros, M., Editorial Calleja), del libro primero, debida a Carmen M. Sanmillán (Granada, Instituto de Historia del Derecho, 1973); o la de Fernando Navarro Antolín de las elegías de Lígdamo (Huelva, U. de Huelva, 1993). No son elegíacos los autores presentes en Antologías; no lo es Tibulo, del que ni siquiera su canto a la paz es incluido por José Morell en su amplia antología de Poesías selectas de varios autores latinos de 1683, ni lo vemos en Poesías forestales de A. A. de Armenteras, de 1913, donde cabría perfectamente alguna elegía. Pero sí está, como es lógico, en la Antología de la poesía latina de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar (M., Akal, 1981), donde Alvar traduce las elegías 1,3, 1,10, 3,19 y 3,20; está también en Poesía de amor en Roma de A. Alvar (Alianza, 1993), que ofrece la traducción de veintinueve poemas del Corpus Tibullianum; ocho elegías, en traducción de Arcaz, aparecen en la Antología de la literatura latina de José Carlos Fernández Corte y Antonio Moreno Hernández (Alianza, 1996).

En lengua catalana existe la versión de Joan Mínguez (B., Fundació Bernat Metge, 1925), que sería revisada en ediciones posteriores por Josep Vergés y C. Magrinyà; y en gallego, la traducción de Xosé Antonio García Cotarelo (Elexías; Santiago de Compostela, Galaxia, 1989), aunque antes había parafraseado Ramón Cabanillas las elegías 3,2 y 4,14 en Versos de alleas terras e de tempos idos (Santiago de Compostela, Seminario Conciliar, 1955). También lo había traducido, en parte, Aquilino Iglesia Alvariño (la 1,3) en la revista Grial (1986), o Avelino Gómez Ledo (1,1; 1,10; 2,1 y 4,10) en Escolma de poetas líricos gregos e latinos (Santiago de Compostela, Instituto P. Sarmiento, 1973). Daponte (en la revista Dorna de 1982, números 3 y 4) había traducido dos poemas (1,1 y 1,10). De 2011 es la traducción de 1,3 de Manuel E. Vázquez Buján, incluida en el volumen colectivo La palabra en el texto (Santiago de Compostela, U. de Santiago).

En Hispanoamérica, al colombiano Miguel Antonio Caro se deben unas muy bellas traducciones de Tibulo, no exentas de libertad, en endecasílabos impecables, con un encomiable dominio de la lengua; la 1,10 la tradujo también G. Arcila en 1948; y en México (Escalante), en 1905, Joaquín Casasús, en edición bilingüe con texto de Postgate, realiza en hermosos versos su traducción, acompañada de comentarios muy eruditos; pretendía llenar en la literatura española el vacío que no llenó –así lo expresa– la de Pérez del Camino. De 1976 es la de Herrera Zapién (México, UNAM).

 

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Francisca Moya del Baño