Amerindias, Lenguas

Amerindias, Lenguas

Cuando Colón pisó tierras americanas se enfrentó a unas mil lenguas agrupadas en cerca de ciento treinta familias, las principales de las cuales eran la azteca (con más de veinte dialectos) en México, Estados Unidos y América Central; la maya–quiché y la náhuatl en México, Guatemala y América Central; la chibcha en Colombia; la caribe en las Antillas y Venezuela; la tupí–guaraní en Paraguay, Uruguay y norte de Argentina; la aimara y quechua en Ecuador, Perú y Bolivia, y la araucana en Chile. La conquista implicaba que a los nuevos súbditos de la monarquía española había que animarlos a hablar castellano y, a partir de 1516, se sucedieron recomendaciones para que se les enseñara a leer y a escribir en castellano. La primera ley general, que ordenaba a los sacristanes enseñar esta lengua a los niños indios, data de 1550. Sin embargo las órdenes de la Corona no fueron obedecidas, ni en ese momento, ni más tarde. Así, después de muchos debates y no pocos conflictos entre misioneros y juristas, una real cédula de Carlos III declaraba «ilegales» las lenguas americanas (1770). En cuanto a la comunicación oral, se mantuvieron las lenguas americanas para la evangelización y los contactos entre españoles y americanos, pero los escritos –leyes, documentos oficiales, estudios y libros– se redactaron siempre en latín o en castellano. Entre las primeras traducciones de América se encuentran, como era de esperarse, obras religiosas: en México, una Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana de Juan de Zumarraga, impresa en 1539, el libro impreso en América más antiguo y, en Lima, el Catecismo de la Doctrina Christiana, una doctrina trilingüe en castellano, quechua y aimara publicada por Antonio Ricardo en 1584. Tenemos también una carta de Richard Hawkins, corsario inglés, traducida del inglés al castellano e impresa en Lima en 1594. Fueron evidentemente muy numerosas a lo largo de la colonia las traducciones del castellano a las lenguas indígenas, en especial catecismos y libros de oraciones a menudo acompañados por léxicos y gramáticas.

Una vez conquistados los diferentes reinos americanos, la diversidad de lenguas empezó a desesperar a los religiosos, que veían en ella un obstáculo para su labor. Comprendieron entonces la necesidad de adoptar una lengua auxiliar o lingua franca para facilitar la comunicación entre el colonizador español y los múltiples pueblos indígenas existentes. Los monjes se dedicaron a la tarea de difundir algunas «lenguas generales». En 1584, el náhuatl se hablaba desde Zacatecas hasta Nicaragua; a finales del siglo XVI, el quechua se había extendido de Perú al noroeste argentino y desde el sur de Colombia a Ecuador y el alto Amazonas; el chibcha o muisca en toda la meseta de los Andes colombianos; y el guaraní en Paraguay, el litoral rioplatense y gran parte de Brasil. Se dio así el caso paradójico de que bajo la dominación española alcanzaran el náhuatl y el quechua una expansión que no habían tenido en la época de máximo esplendor de sus respectivos imperios.

A pesar de lo anterior, debe señalarse que, hasta el fin de la época colonial, hubo un desinterés oficial por las lenguas americanas (fuera del uso funcional) que se manifestó por la pérdida y destrucción de textos y traducciones de incalculable valor, así como de estudios lingüísticos llevados a cabo por los misioneros jesuitas, franciscanos, agustinos y jerónimos, por mencionar sólo algunos. De hecho, al no resultar admisible para la religión católica que los sacramentos se administraran sin impartir las nociones básicas de la fe y que la confesión, por ejemplo, se realizara mediante intérpretes, los religiosos se dedicaron a estudiar las lenguas del lugar hasta escribir gramáticas y diccionarios, traducir numerosos textos doctrinarios: breviarios, misales, libros de horas, entonarios, procesionarios, etc., de los que no pocos cayeron en el olvido, nunca fueron impresos o terminaron quemados. Larga es la lista de obras eruditas y traducciones que fueron editadas en la época colonial dedicadas al estudio de las lenguas americanas. Factores materiales de diversa índole, así como las guerras de independencia, la huida de numerosas familias españolas y criollas, y la destrucción de bibliotecas, conventos y edificios públicos contribuyeron a la extinción del libro. En este sentido es particularmente destacable la quema de los códices mayas perpetrada por Diego de Landa en 1562. Se hicieron entonces traducciones valiosas de muchas obras europeas a lenguas indígenas, como lo exigía la labor colonizadora, pero tal vez más importantes resultan las traducciones de textos de las desaparecidas culturas americanas.

En México se tienen cuatro ejemplos tempranos: el Libellus de medicinalibus indorum herbis, versión latina de un libro sobre la herbolaria medicinal de los indios, compuesto en náhuatl en 1552 por el indio Martín de la Cruz y traducido por Juan Badiano, de Xochimilco; el Libro de los coloquios o Libro de las pláticas de fray Bernardino de Sahagún, escrito en náhuatl y en castellano hacia 1530, que reproduce los intercambios imaginarios entre doce franciscanos y sabios aztecas; la Historia general de las cosas de Nueva España, escrita en náhuatl por un equipo encabezado por Sahagún, a partir de testimonios de ancianos y de viejos médicos de Tlatelolco, que el propio Sahagún tradujo en su totalidad al castellano (o sea, cuarenta años de trabajo y doce volúmenes); y la Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme de fray Diego de Durán, traducción literal de la Relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España según sus historias, conocida como el códice Ramírez, manuscrito anónimo del siglo XVI. Éstos, como algunos otros, son trabajos que tienen para los americanistas el valor de textos fundacionales, pues permiten el difícil trabajo de reconstrucción del pasado americano, del que quedan pocos documentos escritos. Es de notar sin embargo que, como han señalado diversos investigadores, tanto para el área andina como para México existe la imperiosa necesidad de liberar los documentos de la época colonial temprana (crónicas, cartas, escritos administrativos, etc.) de su carácter inaugural, primario o fundacional, liberarlos de su aura sagrada, al tener muchos de estos textos como emisora y receptora una misma cultura. Otros textos importantes para el conocimiento del pasado y su consiguiente fijación en la historia son la Monarquía indiana (1615) de fray Juan de Torquemada, síntesis de las crónicas religiosas y mestizas, injustamente denostada como plagio por muchos, y luego la Historia antigua de México de Francisco Javier Clavijero, donde el imperio mexicano se representa como nación autónoma, en pie de igualdad con otras naciones, publicada primero en italiano (1780) y traducida al inglés antes de ser devuelta al castellano.

En Perú, el ejemplo más antiguo es el denominado manuscrito de Huarochiri, texto quechua sin título recogido a fines del siglo XVI por el sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila: es una colección de las antiguas memorias del pueblo huarochiri y un ejemplo de filosofía de inclusión, diálogo e interculturalidad. Fue traducido al latín, al castellano y a otras lenguas. La de José María Arguedas fue la primera traducción directa al castellano, editada en 1966 junto con la edición completa y cuidada del original por el Museo Nacional de Historia y el Instituto de Estudios Peruanos, de Lima. En el siglo XVI, la obra del indio Felipe Guaman Poma de Ayala Nueva crónica y buen gobierno (hacia 1615) y las del mestizo Inca Garcilaso de la Vega Comentarios reales de los Incas (1609) e Historia general del Perú (1617), aunque redactados en castellano, son traducciones–transcripciones que cumplieron primero un papel de comunicación intercultural asimétrica y luego un papel estético al consagrar el «levantamiento» de una escritura hispanoamericana.

En Guatemala, primero se transcribió de la lengua quiché al latín y luego se tradujo al castellano el manuscrito del siglo XVI hoy conocido como Popol Vuh, texto anónimo escrito en piel de venado utilizando el alfabeto latino que reúne un conjunto de mitos y relatos históricos. Fray Alonso del Portillo de Noreña lo transcribió al latín en 1542 y el dominico Francisco Ximénez hizo la versión castellana hacia 1701, publicada por Scherzer en Viena en 1857. Luego Charles–Étienne Brasseur de Bourbourg lo tradujo al francés en 1861, dándole como título Popol Vuh. A partir de la labor de Ximénez, son varias las versiones en castellano que, a su vez, actualizando la lengua del siglo XVIII e interpretando la óptica del pueblo quiché, han tratado de reconstruir y realizar acercamientos semánticos al primitivo Popol Vuh, el del códice destruido. Entre esas traducciones, basadas en el texto original del sacerdote, encontramos: la versión resumida y adaptada a un lenguaje moderno, e ilustrada y recreada con dibujos extraídos de los códices mayas existentes, por Albertina Saravia, en 1965 (México, Porrúa); la versión más comercial, traducida del texto original, Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché, de Adrián Recinos en 1974 (México, Fondo de Cultura Económica); y, finalmente, el Pop Wuj de Adrián Inés Chávez en 1979 (México, Ed. de la Casa Chata), versión literal e idiomática que revela algunos datos, características y sucesos de forma diferente a la anterior.

Otro texto enigmático, los Cantares mexicanos, está contenido en un volumen que consta de 295 folios manuscritos por ambos lados, la mayor parte de ellos en náhuatl. Dos textos, el Kalendario mexicano, latino y castellano y el Arte adivinatoria de los mexicanos, se encuentran en castellano. Una traducción del manuscrito completo fue emprendida en 1992 por un equipo del Instituto de Investigaciones bibliográficas de México coordinado por Miguel León Portilla. Además de esta edición bilingüe náhuatl-español de 2011, han aparecido numerosos poemas y textos náhuatl vertidos al castellano, entre los que deben mencionarse el volumen de Poesía indígena traducido por Ángel María Garibay (México, UNAM, 1982) y los 15 poetas del mundo náhuatl de M. León Portilla (México, Diana, 1994).

En los últimos decenios se ha asistido en prácticamente todos los países hispanoamericanos a un movimiento de rehabilitación de las lenguas indígenas. Se manifiesta este movimiento de varias maneras. Desde las editoriales, las universidades y a veces los gobiernos se encomiendan traducciones de textos originalmente escritos en lenguas indígenas bien sea porque resultan fuentes históricas (crónicas, relatos, códices, etc.) o porque sirven el propósito de alimentar la identidad cultural propia (cuentos y poesía). Pero, paralelamente, ha renacido esa literatura por parte de indígenas preocupados por la supervivencia de su lengua y cultura, y deseosos de ir creando un espacio discursivo propio en el escenario cultural nacional e internacional.

Esta nueva literatura también se ha traducido al castellano, sobre todo para darle la mayor difusión posible dentro de los países y de la zona. Es de notar que la inmensa mayoría de estas traducciones son en realidad autotraducciones y que se publican generalmente en edición bilingüe. En cuanto a los autores–traductores, no provienen siempre de una clase letrada, sino que más bien son oriundos del campo, de ahí el carácter de oralidad y ruralidad de sus obras y traducciones.

Un ilustre ejemplo, en Perú, es el de José María Arguedas, quien a lo largo de su trayectoria narrativa tradujo géneros orales, como canciones, cuentos populares y mitos quechuas, y los insertó –tras someterlos a un proceso de transculturización– en la estructura de géneros de raigambre occidental, como la novela, el cuento y el ensayo. Arguedas, como lo siguen haciendo los autotraductores que se mencionan a continuación, optó por la traducción para representar la lucha de los indígenas y mestizos por defender su cultura y ser escuchados en un espacio nacional e internacional. Entre sus obras pueden citarse Diamantes y pedernales (1954), Los ríos profundos (1959), Todas las sangres (1965) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). En Chile merece destacarse la labor de Leonel Iván Lienlaf, autor del poemario Se ha despertado el ave de mi corazón (1989); de Rosa Zurita [Rayen Kvyeh] con una trilogía de relatos: Luna de los primeros brotes, Luna de las cenizas y Brotes de luna llena (1997); y de Elicura Chihuailaf, director de dos revistas literarias y traductor de Pablo Neruda al mapuche, con varios poemarios: El invierno y su imagen, En el país de la memoria, A orillas de un sueño azul, De sueños azules y contrasueños.

Por su carácter de país bilingüe, mucho más que cualquier otro en Hispanoamérica, Paraguay presenta una obra autotraducida desde 1936, la de Narciso Ramón Colman Nuestros antepasados. Poema etnogenético y mitológico. También debe mencionarse a Félix de Guarania, autor de libros de gramática y lengua guaraní, de un diccionario bilingüe y de De la raíz del sudor (1994), poemario en edición bilingüe; Susy Delgado con los libros de poemas Tataypy pe. Junto al fuego (1992) y Ayvu membyre. Hijo de aquel verbo (1999); Martín Almada con el poemario Las manos vacías (1986); Julio Correa con el drama social Kary pokâ. Los mal comidos (1981). En Ecuador, a Ariruma Kowii, poeta, abogado, profesor y editorialista con el poemario Tsaitsik. Poemas para construir el futuro (1993) en quechua y castellano.

En Guatemala se empezó a publicar literatura maya, sobre todo en ediciones bilingües (akateko, q’anjob’al, popti’ o chuj, entre otros), en los años 80. Autotraductores son: Gaspar Pedro González, artista, docente universitario y autor de la primera novela escrita en q’anjob’al y traducida al castellano con el título La otra cara (1992), así como de El retorno de los mayas (1998) y el poemario Palabras mayas. Poemas en maya q’anjob’al y español (1998); Humberto Ak’abal, cuya obra poética ha sido traducida a seis idiomas, escritor laureado y autor de Tejedor de palabras (1996) y Palabramiel (2001), ambas en lengua maya quiché con autotraducción al castellano.

En México se escribe literatura en por lo menos 25 de las más de 60 lenguas indígenas habladas. En zapoteco, Víctor Terán ha publicado el libro de poemas Como un sol nuevo (1994) y Javier Castellanos, promotor cultural, los poemarios Dilla ra’na. Lenguaje del corazón (1987) y Mi pueblo y su palabra (1999) y las novelas Cantares de los vientos primerizos (1994) y Gaa ka chhaka ki. Relación de hazañas del hijo del relámpago (2003). En lengua maya puede leerse a Leovigildo Tuyub con Breve historia del pueblo de Molas (1993), Gerardo Can con La Virgen de la Candelaria (1995) y a Santiago Domínguez Aké con La vida de Felipe Carrillo Puerto y su memoria en Muxupip (1993); en idioma náhuatl, a Natalio Hernández, profesor y ganador de numerosos premios con Canto nuevo de Anahuac (1994). En casi todos los demás países se observa un fuerte movimiento de rescate de las culturas indígenas con la consecuente publicación de cuentos, poemas y textos indígenas en lengua castellana.

 

Bibliografía

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Roberto Viereck, La traducción como instrumento y estética en la literatura hispanoamericana del siglo XVI, Madrid, Universidad Complutense, 2003 (tesis doctoral).

 

Georges L. Bastin