Bretón 1831

Manuel Bretón de los Herreros: «Literatura dramática. De las traducciones»

El Correo. Periódico Literario y Mercantil n.º 468 (8 de julio de 1831), 2–3.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 92–93.

 

Tal plaga ha llovido y está lloviendo sobre los teatros españoles de dramas de toda clase y condición, traducidos por lo común pésimamente, por manos ineptas, que no es extraño se oiga por algunos con cierta repugnancia el nombre de traductor. Sin embargo, no es tan fácil una buena traducción ni de tan poca importancia, sobre todo en asuntos poéticos, como suponen algunos criticastros ignorantes. Los escritores más célebres, así antiguos como modernos, no se han desdeñado de traducir con más o menos libertad a sus antecesores o contemporáneos de otros países, y algunos han debido a una traducción feliz toda su fama. Pero el ínfimo estipendio concedido arbitrariamente a los que escriben para el teatro, y acaso la falta de un reglamento que, asegurándoles mayor aunque más difícil premio, ponga la propiedad literaria a cubierto de las usurpaciones que suelen cometer por esas provincias de Dios empresarios de teatros y libreros, retraen de ejercitarse en tan útiles trabajos a muchas plumas que pudieran honrar nuestra escena, o si la necesidad les obliga a escribir se abstienen de atormentar su imaginación, se limitan a traducir con más negligencia que estudio el primer melodrama que viene a sus manos, entregan su manuscrito anónimo, como hijo expósito, a quien lo quiere recibir, y adivina quién te dio. Consecuencia es muy natural del desaliento que agobia a los buenos ingenios el petulante descaro con que se meten a traducir muchos [3] tábanos que apenas saben leer. «Yo sé la lengua de Castilla porque al fin en Castilla he nacido, y mal que bien las gentes me entienden; un sargento gascón me dio algunas lecciones de la francesa: ¿pues por qué no he de traducir yo una comedia? Mi letra es clara; entiendo un poco de ortografía; tengo un Chantreau y un Taboada para los apuros… Sí, sí: manos a la obra. En ocho días amaso mi traducción; se representa; la aplauden tal vez a rabiar, que de menos nos hizo Dios, y aunque el público silbe, tosa, escupa, brame y pida la media luna, no importa: 600 u 800 rs. no son de perder, y, como dijo el otro, los duelos con pan son menos». Así discurren probablemente los traductores adocenados que osan profanar el santuario de las musas; así algunas comedias buenas salen intolerables de entre sus uñas; ¿y qué diré de las malas? Así barrenan los inocentes oídos del espectador tantos versos de gaita gallega; tantos soporíferos retazos de prosa mazorral y destartalada, tantas simplezas, tantos galicismos, tantas herejías literarias.

Para traducir bien una comedia del francés al castellano no basta saber a fondo el castellano y el francés: es necesario no ignorar las costumbres de ambas naciones; es preciso haber estudiado al hombre no solo en los libros, sino también en la sociedad; es forzoso haber observado el gusto del público; es indispensable saber renunciar a muchas gracias del original, que no lo serían en la traducción por la diferente índole de las lenguas, saber crear otras que las sustituyan, sin traerlas por los cabellos; saber… Pero no nos cansemos. Dígase en una palabra que difícilmente podrá ser buen traductor de obras dramáticas quien no sea capaz de escribirlas originales.