Anónimo 1797

Anónimo, «Sobre el arte de traducir y sus dificultades, trozo traducido del inglés (del Looker–on, el Espectador) al francés, inserto en la Década filosófica de 10 de diciembre de 97 (20 frimaire)»

Memorial Literario XVIII (diciembre de 1797), 294–306.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 302–307.

 

[294] Una prueba incontestable de la dificultad de traducir bien es el corto número de traducciones buenas entre el inmenso de las que existen. Es difícil comprender la razón por que están conformes en considerar como un género subalterno a aquel en que los más célebres escritores han tenido tan mal éxito: jamás ha habido un buen traductor que no estuviese adornado de los talentos necesarios para composiciones originales, al paso que se ven muchos ingenios originales sin el talento de traductor.

Si una traducción fuese solamente un ejercicio de la memoria y la aplicación mecánica de los términos correspondientes a otra lengua, si existiese la fuerza de una obra en solo las palabras tomadas separadamente y no en su combinación y si el verdadero sentido se hallase siempre bien expresado por las denominaciones correspondientes, un buen [295] traductor estaría a la par con el compilador de un diccionario. Pero si para copiar con todo su efecto las pinturas de la imaginación de otro es menester poseer los mismos colores y saberlos colocar, si es necesario sentir con delicadeza y expresar con precisión, si es menester concebir con plenitud y trasladar con fidelidad, en fin, si se considera que al conocimiento perfecto de la lengua que se traduce es menester reunir todas las calidades del estilo en la que se escribe, que es necesario ser claro sin ser confuso, sencillo sin ser común, noble sin hinchazón o festivo sin mal gusto, vivo, animado, variado en sus formas, si se considera todo esto, digo yo, será forzoso convenir que hay en el arte de traducir dificultades muy superiores a las fuerzas del común de los escritores y que no son siempre susceptibles de vencerlas los grandes talentos.

Examinando las traducciones que existen se hallan los defectos que se debían esperar de semejantes obstáculos. En las primeras tentativas vemos una exactitud servil que nos priva del genio del original. Ben Johnson, Hobbes, Holyday y otros nos suministran de estos ejemplos. En pos de ellos viene una serie de traductores subalternos, que parecían complacerse [296] en degradar sus autores con expresiones bajas y que se contentaban con indicar el sentido de los originales, sin incomodarse en la elección de voces y conveniencias del estilo. Tales son Lestrange y Echard, los que pueden ser estudiados por los que se ocupan en las combinaciones más triviales de la lengua y que gustan de los chistes y de las bufonadas proverbiales. Dryden* se presenta a la cabeza de los traductores de esta clase. Dotado por la naturaleza de aquella gracia que coloca a ciertos autores superiores a las reglas, pensó que con su calidad de poeta podía atreverse a más que ninguno de sus contemporáneos. Por desgracia, observó en las traducciones su negligencia habitual. Causó mucho daño por este medio y violó por su inexactitud la constancia de la fidelidad que debe acompañar a toda traducción. Se queja de la insuficiencia de nuestro idioma y observa que no podría trasladar los originales con la gracia y brillantez de dicción que les pertenecía. Se lamenta de la dificultad de componer nuevas voces y de inventar expresiones que correspondan a la variedad infinita del autor.

[297] Cuando tengo el Paraíso perdido a la vista no puedo concebir cómo se atreven a quejarse de que falta a nuestra lengua fuerza, variedad y majestad. Tenemos abundancia de expresiones para el estilo elevado y para el familiar, para las materias graves y para las festivas; es un almacén de trajes donde se pueden encontrar adornos para príncipes y charlatanes, para héroes y arlequines. Es verdad que, a pesar de esta abundancia, resta una dificultad insuperable a los traductores: esta es que una lengua no puede proveer para cada frase otra frase que corresponda precisamente en dignidad, ni para cada palabra una expresión equivalente en energía o en gracia. Hay necesariamente cosas que deben perder algo de su valor por falta de términos igualmente propios; pero cuando hay en el original un carácter distintivo, sea el que fuere, un traductor que maneja una lengua tan llena de recursos como la nuestra no tiene excusa si no le traslada como debe.

Tocante a los pormenores y a las palabras enfáticas, son muchas veces intraducibles. Cuando el ejército de los griegos mandado por Jenofonte, después de haber sufrido un sinnúmero de fatigas y aflicciones, arribó sobre las [298] montañas de donde descubrían la mar, esta vista llenó los corazones de las emociones más vivas y deliciosas. Cada uno se representaba la casa paterna, que tocaba el fin de sus trabajos, que gozaba de las tiernas caricias de su esposa y de sus hijos. ¡Thalassa! ¡Thalassa! gritaron las primeras filas en sus transportes de alegría y estas voces agradables se repitieron con gritos sucesivos hasta la retaguardia del ejército donde se encontraba Jenofonte. Comparemos ahora las voces ¡la mar! ¡la mar!** con las del original. Un millón de voces repetidas por mil ecos distintos no producirían igual efecto. Todo el genio del traductor no podría aquí compensar la debilidad de la lengua.

Así como hay ciertas voces cuyos sonidos no pueden imitarse, hay también ciertas expresiones que tienen un sentido que no puede traducirse. Si un hombre verdaderamente capaz juntase de diversas lenguas las voces que no pueden traducirse, su adopción pura y sencilla sería un aumento real de riquezas, nos libertaría de tener que recurrir a las [299] circunlocuciones y daría más nervio y sencillez al estilo. En el curso de semejante empresa se presentaría ocasión de examinar las agradables delaciones que existen entre la lengua y las costumbres y se podrían discernir muchos rasgos característicos de los antiguos y de los modernos. Por ejemplo, la palabra sentiment trae su origen de las instituciones de la caballería. En la palabra orbitas, que no tiene correspondencia puntual, encontramos la idea de la importancia y de los privilegios que entre los Romanos estaban unidos a una numerosa familia. Los usos y el carácter propio de nuestra nación han producido un gran número de expresiones particulares a nuestra lengua, tales como comfortable, humour y otras muchas; así como los franceses tienen sus palabras características appétissant, piquant, naïveté, ennui, &c. que no podemos trasladarlas.

Las palabras enfáticas no son las únicas que no se pueden traducir: sucede lo mismo muy a menudo con ciertas combinaciones de voces de los idiotismos. Hay particularidades triviales que quedan impresas en una lengua largo tiempo después que han dejado de existir. De esto resulta una fuerza accidental de ciertas frases, una cualidad, un sentido [300] que les son inherentes y que la traducción no podría significar. En muchos autores que conocen a fondo los recursos secretos de la lengua, observamos una delicadeza que no puede trasladarse, una hermosura superior al manejo de la frase, un encanto que desaparece al análisis: en una palabra, la curiosa felicitas de Horacio se distingue en el lenguaje como el color sobre la tela. ¿Quién podrá trasladar en términos equivalentes el strenua inertia, el facile saevitia, el simplex munditiis y otras muchas expresiones del favorito de las musas? Se dijeron una vez y no se volverán a decir más.***

Parece que sirve de consuelo a nuestro amor propio el culpar a los instrumentos que empleamos para ocultar los defectos del desacierto. Es verdad que el ingenio no puede compensar los defectos de la lengua, pero confesemos que [301] en la nuestra hay un gran número de obras traducidas cuyas imperfecciones no pueden atribuirse sino al mal gusto, a la ignorancia o al orgullo de los traductores. Es menester recurrir a una de estas causas para explicar las groserías que se cometen en el sentido de un autor, las nuevas formas dadas a sus opiniones o el sentimiento del traductor puesto en lugar del original. Es insufrible ver a un traductor tomar a la letra lo que el autor pone en sentido figurado o ver vestir una metáfora con lo que el autor dijo sencillamente.

El famoso traductor de Cicerón y de Plinio se conduce muchas veces por una vanidad semejante y sacrifica su autor a la delicadeza fatigosa de los rodeos: está muy distante de ser un traductor fiel. Escribiendo Cicerón a Lucceiius (sic) dice: Epistola enim non erubescit; el traductor traslada: «Porque una carta ahorra el embarazo de ponerse colorado». Si hubiera traducido literalmente hubiera conservado toda la fuerza del original.

El defecto más común en nuestros traductores modernos es el alejarse de la sencillez de su modelo, de esta sencillez que caracteriza tan superiormente a los antiguos. Al modo de una joven hermosa, que nunca parece mejor que cuando [302] está sin afeites, así los pensamientos felices quieren que se les presente con simplicidad. Los traductores modernos solicitan brillar y, a fuerza de querer hermosear la naturaleza, la recargan de ornatos y sus resultas son el desfigurarla.

Esta diferencia del carácter de las composiciones antiguas y modernas es más notada en el gusto de las alegorías. Los modernos tienen emblemas complicados y confusos y los antiguos son sencillos y convenientes. Lo que corresponde al sentido figurado ofrece la misma diferencia. Los antiguos diseñan con pocos rasgos, los modernos retocan sin cesar. Estos piensan que no dicen nunca demasiado, aquellos al contrario. Entre las manos de los traductores de nuestros días un autor antiguo pierde necesariamente su carácter. Si es nervioso le hacen duro, si es espiritual enigmático, si tiene elegancia afectado y si camina con gracia le hacen danzar.

No hay cosa más peligrosa para un traductor que el cambiar una frase con la mira de aumentar su efecto. Un derecho tan dudoso y una libertad tan delicada no debe estar sujeto a ninguna regla; únicamente puede hacerlo el que por el mucho uso se ha familiarizado con la manera de su autor, que ha aprendido [303] a discernir las variantes de sus pensamientos, a adivinar las operaciones de su entendimiento y a descubrir sus intenciones por medio de una expresión dudosa. Pero hacer decir a un autor lo que jamás ha dado a entender es una injusticia que no admite excusa, es una traición y una falsedad. Es menester confesar que Dryden se ha hecho muchas veces reo de este crimen: no hay más que decir para justificarle que si presta a su autor ideas que no tuvo, le defrauda en desquite muchas ideas que no tuvo.

Hay aún otro escollo para los traductores, que es la sátira. No hay cosa más peligrosa que este género: es una flor extremamente difícil de trasplantar sin que peligre. Es menester tener grandes relaciones de espíritu y de talentos con su modelo para arriesgarse a traducir a un autor cómico. La fuerza cómica está tan íntimamente unida a las expresiones y a la manera de un autor, que ha menester tener unas manos bien delicadas y un tacto muy fino para saber desatarla. Por otra parte, la sal de un autor que tiene el talento de la jocosidad se encuentra muchas veces en sus expresiones graves y, al contrario, dice algunas veces en tono chocarrero cosas muy serias. El pobre traductor está muy [304] expuesto a engañarse y tomar por grave lo que dice bufoneándose o a reír a carcajadas cuando su autor se ha sonreído con malicia.

nota. Aunque el autor inglés ha hecho en este discurso la exposición de algunas expresiones de su idioma con el francés, &c., como la materia de la que trata interesa igualmente a todas las naciones, nos ha parecido presentarlo a nuestros lectores en honor de la memoria de nuestros buenos traductores, que han sabido vencer los escollos de este arte.

Al P. José Francisco de Isla, famoso autor original y excelente traductor, no se le ocultaron las razones que después ha expuesto el autor inglés sobre las dificultades del arte de traducir bien, por cuyo motivo en el prefacio del Compendio de la Historia de España &c dijo: «El traducir como quiera es sumamente fácil a cualquiera que posea medianamente los dos idiomas, pero traducir bien es negocio tan arduo como lo acredita el escasísimo número que hay de buenos traductores entre tanta epidemia de ellos; cuando son muchos los que conspiran en un empeño y pocos [305] los que le logran es la mayor prueba de su dificultad».

Mr. D’Alembert en el prólogo de su traducción de los fragmentos de los Anales de Tácito y en el Ensayo sobre la traducción, trató también este asunto con la mayor delicadeza, en donde, después de exponer menudamente las dificultades que hay para traducir bien y el mérito de un buen traductor, concluye así: «D’après ces considérations, je crois que s’il ne faut pas autant de génie pour traduire que pour composer, au moins faut–il autant de goût, et peut–être en faut–il davantage. Car on doit l’avouer qu’il est impossible de bien rendre les beautés d’un ouvrage si l’on n’a bien senti tous les degrés. C’est par où l’on doit commencer; il faut sans cesse être la balance à la main; or cette justesse, ce discernement comment peut–on l’acquérir si ce n’est par le goût? Si nous le consultons il nous apprendra que les langues fortes brisent les grâces de l’expression, et que les langues faibles énervent la force des tours mâles; il nous enseignera jusqu’à quel point on peut dans une traduction sacrifier l’énergie à la noblesse, la correction à la facilité, la justesse rigoureuse à la méchanique du style; sans cesse il nous dira qu’il faut plaire à l’oreille sans blesser [306] la raison et suivre celle–ci sans déplaire à l’autre; que la première est un juge orgueilleux qu’il faut ménager et la seconde un juge sévère qu’il faut craindre.

On voit donc par ce qu’on vient de dire, qu’en matière de traduction c’est le goût qui décide partout, que partout c’est lui qui doit nous servir de guide; que c’est à la clarté de son flambeau que le traducteur doit travailler; que les règles et les préceptes ne sont pas infaillibles, mais que le bon goût l’est».

 

* Traductor de Virgilio en inglés.

** La palabra inglesa es ¡the sea! ¡the sea!, que se pronuncia si.

*** El autor inglés hubiera podido añadir que esta razón es la que impide a las demás naciones apreciar a nuestro La Fontaine. Los ingleses que no están muy versados en la literatura francesa no tienen la menor idea del mérito de este autor.