Mor Fuentes 1798

José Mor de Fuentes: [«Discurso preliminar»]

Ensayo de traducciones que comprende La Germania, El Agrícola y varios trozos de Tácito con algunos de Salustio, un discurso preliminar y una epístola a Tácito por Don José Mor de Fuentes y Don Diego Clemencín, Madrid, Benito Cano, 1798, VII–XXIV.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 331–335.

 

[VII] Las poquísimas traducciones apreciables que descuellan entre tal sinnúmero como nos acosa y los repetidos desaires que experimentaron plumas muy aventajadas en esta empresa debieran realzarla de su adocenado predicamento. Entiéndase que ningún autor menguado fue traductor de provecho, al paso que se dan compositores de nota que se muestran desatentados en el traducir.

Si la traducción, dice un inglés cuyas reflexiones entretejemos aquí con las nuestras, se redujese a una tarea de memoria, cual es la materialidad de ir ensartando correspondencias; si la valentía de una obra se cifrase en las voces de por sí, prescindiendo de su combinación; si el sentido legítimo quedase trasladado [VIII] en teniendo presentes las significaciones particulares, entonces un buen traductor se emparejaría con el hacinador de un diccionario. Pero puesto que para expresar debidamente los cuadros de ajena fantasía se requiere tener caudal de colores y emplearlos con tino, percibir con delicadeza y rasguear sin desvío, concebir plenamente y vaciar con puntualidad, y puesto que se necesita poseer la lengua ajena y todos los temples de la propia, ser claro sin mezquindad, sencillo sin chabacanería, entonado sin hoquedad, festivo sin chocarrería, siempre suelto, airoso y vario, concluyamos que el arte de traducir encierra dificultades insuperables para el vulgo de los escritores y a las veces para los talentos de primera jerarquía.

Desde luego se dan pormenores y voces sueltas intraducibles. Cuando el ejército griego al mando de Jenofonte, tras una repetición incesante de fatigas y contratiempos, otea el mar desde una cumbre, se embarga en mil [IX] deleitosas sensaciones. Cada cual está ya mirando el ansiado término de sus afanes, el hogar paterno, los abrazos y ternezas de su esposa y sus hijuelos: Talasa, Talasa (el mar) exclamaron las primeras filas en el disparo de su regocijo, y estas voces resonantes se fueron repitiendo y reforzando más y más hasta la retaguardia donde se hallaba Jenofonte. Cotéjese ahora con el original su equivalente en una lengua como la inglesa donde se pronuncia the si, the si: un millón de bocas con tantos otros ecos no les darían igual sonoridad y en este caso no hay alcance humano que supla la endeblez del idioma.

Además, así como ciertas dicciones tienen sus ecos inimitables, las hay también que no admiten equivalencias. Si un literato discreto fuese juntando de muchos idiomas las voces intraducibles, se le ofrecerían reparos interesantes sobre el enlace que ciñe la lengua con las costumbres y saldrían en claro varios rasgos característicos antiguos y modernos. [x] Así, en la voz pundonor vería la fecha caballeresca, en el orbitas, que no tiene equivalente, resaltan las prerrogativas de una sucesión numerosa entre los romanos. Los usos y carácter propio de nuestra nación han engendrado un sinnúmero de expresiones peculiares, como jaque, jácara, sainete, sainetear, quijote, quijotear, quijotismo, quijotería, quijotada. Los ingleses tienen su to humour, comfortable, consciousness; los franceses el appétissant, piquant, naïveté, ennui; los italianos el pizzicare, cordoglio, mordente, cuyas voces no son traducibles.

Mas a veces sucede lo mismo con ciertas combinaciones o modismos, provenidos acaso de particularidades ya desconocidas y que dejaron solo su rastro en lo enérgico de la alusión. En muchos autores duchos en lucir los primores de su lengua se echa de ver una delicadeza como vinculada a la pluma, una lozanía que se empaña al primer toque, un embeleso que se desvanece al desmenuzarlo. [XI] Allí se cifra la curiosa felicitas de Horacio, que está pegada al idioma como el color al lienzo. ¿Quién acertará con el equivalente de strenua inertia, facili saevitia, simplex munditiis, miseri quibus intentata nites y otras cien expresiones del privado de las musas? Todo eso se dijo una vez y no más.

Pero el desacierto más corriente de los traductores modernos consiste en desviarse de aquella sencillez sublime que caracteriza descollantemente a los antiguos: como si una hermosa no pareciese mejor con cierto desaliño y como si los conceptos verdaderamente atinados necesitasen de afeites. Los escritores del día andan a caza de relumbrones y de puro enlucir y arrebolar la naturaleza la disfrazan sin engalanarla.

Este distintivo genial de los antiguos se advierte en sus alegorías, tan sencillas todas y oportunas cuanto las modernas son confusas y complicadas; y la propia diferencia asoma por doquiera. Los antiguos figuran por [XII] pinceladas, los modernos dan un retoque tras otro; estos se esmeran en decir, aquellos en excusar cuanto les sea posible. Y, por lo mismo, en manos de su traductor muda de estampa, pues si es brioso lo hacen bronco, si agudo enigmático, si elegante acicalado y, por último, si es garboso lo representan danzarín.

Los más aventurado para un traductor es el alterar una frase a fin de abrillantar su concepto; y solo se debe franquear un derecho tan disputable a quien a costa de infinito desvelo se ha estrechado con su autor, tiene presente, por decirlo así, toda la gradería de sus ideas y cala hasta el fondo de sus intenciones por entre el rebozo de una expresión dudosa. Pero decir por cuenta de uno lo que ni siquiera dejó insinuado es sinrazón indisculpable con sus visos de felonía.

El único descargo admisible de un traductor está en la inferioridad de su idioma y este caso es muy frecuente. Literatos de mucha [XIII] cuenta envidian la riqueza del griego poniendo aquella cualidad en el primer predicamento, pero yo opino que la multiplicidad de signos para expresar los objetos materiales acarrea más embarazo que ventaja. En efecto, ¿cuándo podrá conducir para la poesía o la elocuencia castellana el que muchas plantas y animales, infinidad de instrumentos y operaciones de agricultura y artes varíen de nombre según las provincias? Esto es, pues, lo que puntualmente sucede con el griego en razón de su inmenso caudal. Otros, con más fundamento, decantan la admirable facilidad y energía de sus voces compuestas, y en esta parte sólo puede competirle el alemán y alguna vez el inglés entre todos los idiomas modernos.

Pero en mi concepto la principal excelencia de la lengua griega consiste en aquel desahogo con que permite participar los infinitos tiempos de sus verbos y sustantivar o neutralizar sus positivos, comparativos y [XIV] superlativos, en fin en aquella pastosidad, si puedo expresarme así, que facilita el amasarla como convenga en todos los casos ocurribles. Además, los griegos en extremo sensibles y finos dieron cierto temple suave y agraciado a algunas dicciones, que en realidad dentro de su blandura encierran una expresión inimitable: así un brioso alazán corre sin esfuerzo impetuosamente.

El desembarazo que debe la lengua latina a su extraña carencia de artículos, a sus ablativos absolutos y a su arbitrariedad en la inversión la habilita sobremanera para la poesía y presta a la prosa una variedad inapeable de giros y locuciones en todo género de estilos.

Baste lo dicho de las dos lenguas que por lo común sirven a los literatos de punto de [XV] comparación para fijar el predicamento de las modernas y, desentendiéndonos de todas estas, vamos a estrecharnos con la castellana, cuyas propiedades daremos a conocer imparcialmente y sin asemejarnos a tantos extranjeros y nacionales que la elogiaron a bulto y por seguir servilmente el eco de la comparación.

Ante todo, es innegable que si su valor se graduase por esos ridículos abortos, esas traducciones francesas emponzoñadas todas con un turbión de barbarismos y un ensarte perpetuo de impropiedades, merecería por seguro el ínfimo lugar entre cuantas se conocen. Por otra parte, nuestros autores afamados atesoran a la verdad un inmenso acopio de voces y apuntan algunas metáforas atinadas, pero generalmente desconocen el artificio de la composición y, no acertando a apropiar las frases a los conceptos según su vigor o templanza, su elevación o llaneza, no cuidando de oracionar con despejo y concisión, mucho [XVI] menos de parrafear debidamente, se hace por lo común su lectura en extremo penosa y desabrida para cuantos han disfrutado otras más amenas.

De aquí se infiere que la lengua castellana debe en realidad conceptuarse más por sus cualidades constitutivas que por lo palpable de nuestros actuales escritos.

Empezando por la sonoridad de sus ecos, baste decir que se iguala con la italiana y se le aventaja en la variedad de las terminaciones, y en cuanto a su caudal, tengo regulado que en el uso común apenas corre una tercera parte de las dicciones que contiene. Aun estas admiten por lo más una [XVII] infinidad de modificativos de aumento, diminución [XVIII] o menosprecio, cuales no se hallan en ningún otro idioma.

También permite la formación de compuestos, pero en fuerza de una vulgaridad lastimosa tanto estos como los aumentativos y diminutivos se descartan comúnmente del estilo culto y quedan vinculados en el familiar. Sé que un escritor moderno, rompiendo la valla, ha dicho en poesía seria dulci–ardiente y otro hondi–sonante, y estos ejemplos deben seguirse hasta en la prosa, despreciando altamente las críticas de estos mentecatos, que ajustando el idioma a la estrechez de su cerebro intentan encarcelarlo en las expresiones ya establecidas.

El defecto común de las dicciones castellanas es su largueza y, por lo mismo, deben, particularmente en verso, cercenarse siempre que sea dable sin perjuicio de la inteligencia y decir desprovechar, desgalanar, desfrenado, despiadado, desosiego, sensiblez, insensiblez por desaprovechar, desengalanar, [XIX] desenfrenado, desapiadado, desasosiego, sensibilidad, insensibilidad.

Si se trata de frases es demostrable que abundan en castellano al par de las voces y solo falta darles aplicaciones nuevas y acertadas. De mí sé decir que en todo el Valero, a pesar de tanta variedad de materias como abraza, no me he visto en la estrecha precisión de usar un francesismo, como lo acreditará algún día su publicación.

Los latinos llamaban con infinita propiedad impedimenta al bagaje de su ejército y la misma denominación cuadraría cabalmente a los artículos y relativos el, lo, la, que, el cual, tan embarazosos en el habla moderna. Fuera de esto, si la construcción castellana no es tan varia y holgada como la griega y latina, cotejada cuidadosamente con la alemana queda dudosa la competencia, y con esto declarada su desmedida superioridad a la francesa, la inglesa y aun la italiana.

Sacamos por conclusión que la lengua [XX] castellana corre pareja con las más aventajadas, y si la locución de las siguientes traducciones no corresponde a sus originales se deberá culpar nuestra insuficiencia, no la del instrumento que usamos.