Ranz 1789

Antonio Ranz Romanillos: «Prólogo»

Isócrates, Las oraciones y cartas del padre de la elocuencia Isócrates, ahora nuevamente traducidas de su original griego, e ilustradas con notas, por Don Antonio Ranz Romanillos, Madrid, Imprenta Real, 1789, I, vii–xxx.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 241–243.

 

[VII] No podrá menos de parecer extraño, a lo que creo, que en un tiempo en que solas las obras francesas parece que llaman la atención de nuestros traductores, haya quien piense en desenvolver, digámoslo así, los escondidos tesoros de la Grecia y trate de restituirlos a su antiguo lustre, sacándolos de aquel vergonzoso olvido en que por el descuido, o mejor por el fastidio de nuestros sabios góticos, yacían sepultados. Pero los que tengan idea de ellos, o quieran aplicarse a conocer su valor, confesarán sin duda que no solo son dignos de este cuidado, sino que a cualesquiera [viii] otros merecen en esta parte anteponerse.[…]

[x] Constando, pues, suficientemente [xi] de lo que llevo expuesto la utilidad y aun necesidad de estudiar la lengua griega para llegar a ser sabio o erudito, no quiero acumular más pruebas, no sea que parezca que tengo por incierta una cosa tan averiguada, por el mismo empeño con que procuro defenderla. Y más, que acaso se me dirá que ya sin mis amonestaciones tienen entre nosotros sus aficionados las letras griegas; y se me darán por prueba de ello dos o tres traducciones que del griego se han hecho de unos veinte o treinta años a esta parte. ¡Débil prueba, por cierto, y solo digna de tener lugar en cualquiera de las apologías que cada día se escriben en defensa de nuestro mérito literario! Porque en esta especie de escritos, para una completísima inducción hay más que bastante con uno u otro ejemplo. Yo creo que tiene más fuerza para hacer ver que entre nosotros está [xii] todavía abandonado este estudio, el argumento que puede tomarse de las traducciones que cada día se hacen al castellano de los libros del Nuevo Testamento, porque entre ellas las hay hechas del italiano, del francés y del latín, pero todavía no se ha visto una hecha del griego, con ser esta la lengua en que aquellos libros se escribieron. […]

[XIII] Teniendo, pues, por cierto que está muy olvidado en nuestra patria el estudio de las letras griegas y deseando que se cultiven con el ardor y empeño que merecen, me pareció que no habría medio más proporcionado para atraer hacia ellas la atención de la juventud española que el presentarles traducidas algunas obras de aquellos sabios a quienes debieron su mayor lustre; porque viendo [XIV] la sólida belleza de ellas, y estando por otra parte cierta de que nunca pueden dársela enteramente a conocer las traducciones, por más exactas que sean y por más cuidado que se ponga en copiar fielmente los originales, es casi indispensable que se dedique a aprender la graciosa lengua en que tan eminentes varones escribieron. Para esto tuve en primer lugar por oportunas las oraciones de Isócrates. […]

[XXIV] Demostrado así, a mi parecer, lo acertado de mi elección, juzgo que es ya tiempo de decir, aunque brevemente, qué reglas son las que he procurado observar en mi traducción, para hacer mi trabajo lo más útil y provechoso que me fuese posible. Y en primer lugar, siendo mi fin en esta obra el que arriba dejo indicado, es bien claro que me he de haber propuesto traducir a Isócrates de modo que le halle cualquiera y reconozca en mi versión, y que pueda esta servir en alguna manera de original; así como la copia de un retrato, si está bien hecha, pasa por él muchas veces, sin que tenga motivo de echar menos el retrato mismo aquel que ha llegado a conseguirla. Y para esto, que acaso será empresa superior a mis fuerzas, he puesto el mayor cuidado en no alterar ni el orden de los pensamientos, ni el de las ideas, [xxv] porque este las más de las veces es natural, y cuando no lo sea, algún motivo debió de tener el autor para escogerle; en conservar a los períodos los mismos miembros y la extensión misma que tenían; en no quitar ninguna conjunción y colocar los adverbios en el mismo lugar que en el original ocupaban; en dar a las frases simétricas su mismo orden, o colocarlas en otro equivalente; en expresar los pensamientos brillantes con el mismo número de palabras que empleó el autor; en guardar todas las figuras de sentencia, y aun las de palabra, si no copiando las mismas, poniendo por lo menos en su lugar otras equivalentes; en excusar cuanto he podido las paráfrasis y circunloquios, por conocer que con ellos se desfigura sumamente el texto; y en una palabra, en no separarme en nada de la dicción de este, si no es cuando me han precisado a ello la claridad, que es siempre la [XXVI] primera dote del estilo, y sin la que se hacen infructuosas todas las demás, o la naturaleza misma de las obras que traducía. Porque como estas son oraciones, no basta presentar y desenvolver las ideas, sino que es necesario también dar número y armonía a los períodos, y revestir las expresiones de la viveza misma que se notaba en el original, para que así sea uno mismo el efecto que puedan producir en una y otra lengua.

Con esto que puede tanto mejor ejecutarse cuanto la lengua castellana se parece más que ninguna otra a la griega en el orden y construcción de las palabras, como constantemente lo han notado cuantos han tenido algún conocimiento de ambas, pienso que si mi traducción no es tal que en un todo represente al excelente orador que copia, bastará por lo menos para dar una alta idea de él y engendrar en los lectores [XXVII] deseos de conocerle más de cerca a él* y a cuantos con él compiten en gracia y solidez, y así siempre me habré salido con mi intento.

Y esto es lo que de la versión misma puedo decir; en cuanto a las notas que para su ilustración me han parecido indispensables, si estas son historiales, el método que he seguido ha sido recurrir a los antiguos historiadores de la Grecia, para dar luz con su narración a aquellos [XXVIII] hechos de que en el contexto de sus oraciones hacía mención Isócrates, considerando que de nada me hubiera servido traducir con claridad y exactitud los pasajes en que a los tales hechos se alude, si al mismo tiempo no instruyera al lector en ellos.

* En el siglo XVI, tan fecundo en hombres instruidos, como todos altamente vocean, tradujo la Oración primera o Parenesis de Isócrates a nuestra lengua castellana el célebre cronista de Carlos V Pedro Mexía, y el secretario del mismo emperador, Diego Gracián, tradujo también la segunda y la tercera. Pero por lo que hace a la Parenesis, el mismo Mexía confiesa que en su traducción no siguió el texto griego, sino la versión latina de Rodolfo Agrícola, y que así no extrañará que de ella a él se note alguna diferencia; y el secretario Diego Gracián, aunque tradujo del griego en que era muy versado, no se ajustó a él tanto como era razón, ni en su dicción trató de copiarle enteramente; y fuera de esto, esta traducción suya, que no lo es sino de una partecita muy pequeña de las obras de nuestro orador, es en el día sumamente rara.