Sarmiento 1732

Martín Sarmiento: Demostración crítico–apologética del Teatro crítico universal, que dio a luz el R. P. M. Fr. Benito Jerónimo Feijoo, Benedictino. […] Hácela uno de los aprobantes, el P. Fr. Martín Sarmiento, Benedictino, Lector de Teología Moral en el Monasterio de S. Martín de esta Corte, Madrid, Viuda de Francisco del Hierro, 1732, I.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 120–121.

 

[410] Esta y otras traducciones desatinadas del R. podrán servir de ejemplo o aviso para que los incautos lectores no se dejen llevar de traducciones de libros cuando ignoraren los talentos del traductor. Tengo advertido que es muy común el error de creer que un sujeto que tuviese algunos principios de lengua extraña es ya capaz de traducir un libro. Error perniciosísimo y que ocasionó se toleren en la República literaria traducciones insulsas de libros excelentes. Presupuestas las prendas intelectuales en el que quiere ser traductor, no hay bastante con que posea las dos lenguas. Es indispensable que comprenda el asunto de la obra que ha de traducir. Tampoco alcanza comprender el asunto si no posee las dos lenguas con perfección. Si no concurren juntos estos requisitos no saldrá traducción, sino una desfiguración de la obra que haga obra aparte. Para precaver los errores que hay en esto ya el Ilustrísimo Huet trató este punto en su libro De interpretatione.

[411] En caso no obstante que el traductor no esté adornado igualmente de aquellas dos prendas juzgo que mejor traductor será el que, penetrando el asunto perfectamente, posea la lengua extraña con alguna medianía, que el que poseyendo la lengua con perfección apenas tiene tintura de la facultad que ha de manejar. Esto se hace evidente con este ejemplo: un perfecto geógrafo español que solo sepa medianamente la lengua francesa entenderá y podrá traducir menos mal un libro francés de geografía que otro español que sepa con primor la lengua francesa y solo tenga de geografía tales cuales principios superficiales. Para evadirse de las dificultades de la lengua podrán servir de mucho los diccionarios; si no precede el estudio de la facultad que es el objeto de la obra, ni alcanzan diccionarios para el acierto; o, por mejor decir, concurren diccionarios, polianteas y otros fárragos para la mayor confusión.

¿Pero qué dirá el lector de aquellos que, negados al conocimiento de la facultad que se ha de manejar en la traducción y satisfechos con tal cual infarinatura de la lengua extraña, se quieren meter a traductores? Diga lo que gustare. Lo que no tiene duda es que aun muchos españoles no entienden algunos libros castellanos cuando estos tratan de facultades recónditas que jamás han sido objeto de su aplicación. El R., queriendo meterse en todo, demuestra que no es para cosa alguna. No entiende los períodos castellanos del Teatro crítico porque ya está negado a la inteligencia de los asuntos y le es trabajo inútil revolver lugares comunes de polianteas y otras compilaciones para entenderlos. Traduce insulsa y contradictoriamente los autores franceses que caen en sus manos porque se halla muy atrasado en los rudimentos de la lengua francesa. Bastará para demostrar esto la confusión del du francés con el por castellano que introdujo (n. 423) en la traducción de la Relación del P. Fritz. Finalmente, por poseer los dos defectos en sumo grado tradujo en la materia presente: «No es otra cosa que puras hipótesis» como que [412] correspondía al francés «Ne sont pas de pures hypothèses», siendo evidentísimo que es traducción en sentido contradictorio. ¡Fíense, en vista de esto, los lectores incautos en los que sin levantarse del polvo literario se levantan del polvo de la tierra a ser traductor de la noche a la mañana!