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Ricardo Baeza: «El espíritu de internacionalidad y las traducciones»

El Sol (2 de octubre de 1928), 1.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (19001965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 117–119 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Uno de los rasgos distintivos del actual movimiento literario en Occidente es, sin duda, la abundancia de traducciones. Antes de la gran guerra, puede decirse que las únicas literaturas europeas que importaban en gran escala eran la alemana y la italiana. La inglesa y la francesa, con su intenso nacionalismo, oponían tácitamente un dique a la producción extranjera; en parte, explicado, y hasta casi justificado, por la riqueza de la producción propia. En cuanto a la española, que durante todo el siglo XIX presentó un fenómeno de xenofobia literaria semejante, no pudiendo aducir la misma razón, convendrá quizás buscar ésta en la carestía cultural, el apartamiento de la vida europea, la desapetencia de civilización espiritual. La desgana de toda lectura por parte de la masa iletrada que, en realidad, venían a integrar casi todas las clases sociales del país… El caso es que, fuera cual fuese el motivo, si España era el país que menos leía del continente, también era el que menos traducía de las literaturas ajenas.

Ahora bien, de quince años a la fecha este estado de cosas ha cambiado radicalmente. Pese a todas las exacerbaciones nacionalistas y a todos los pruritos de «révanche», es indudable que el espíritu de internacionalidad va cada día ganando terreno y rebajando fronteras. Entre tantos males como nos trajo la guerra, hay que reconocer este bien efectivo y trascendente. Y hay que reconocer, y que celebrar, con todo el optimismo que permite el caso, que en esto siquiera la literatura española no se ha quedado a remolque de las otras literaturas europeas y ha tomado parte oportunamente en el movimiento.

En estos últimos diez o doce años, seguramente se ha traducido más al castellano que en los sesenta u ochenta anteriores. Desde luego, el movimiento ha adolecido de cierta precipitación y desorden, sin un criterio todavía seguro de selección. En la prisa de recuperar el tiempo perdido, se ha traducido un poco a tuertas y a derechas, al azar, atendiendo más a la sensación y a la actualidad que al mérito intrínseco de las obras, y así se han importado ya una porción da libros secundarios, y aun de inepcias patentes, mientras permanecen todavía sin nacionalizar obras de primordial importancia. Igualmente, adviértese un marcado desequilibrio en la proporción de las literaturas importadas, con un marcado predominio de la francesa sobre todas las demás, al punto que por cada libro inglés o alemán que se traduce pueden contarse, cuando menos, diez o doce franceses. La razón de esta desproporción es bien obvia: la abundancia de traductores del francés, en relación con la carestía de traductores del inglés y el alemán. Aunque no por ello deje de ser menos lastimoso para el público medianamente letrado aquel prevalecer de las traducciones francesas, ya que, por regla general, la mayoría de ese público se halla, precisamente, en condiciones de leer directamente lo francés.

Pero estos defectos eran punto menos que inevitables en la irrupción primera, y sin duda se irán corrigiendo paulatinamente. Por lo pronto, lo importante era que ese movimiento se produjese, y, por fortuna, repito, las letras españolas han seguido, en este respecto, el compás europeo. Pues si el nacionalismo es ya una dolencia funesta en el orden práctico de la vida, aún lo es mucho más en el orden espiritual, y una literatura, sea cual sea—y aun la que, en líneas generales, pudiera considerarse superior y más normativa—, no puede sino ganar en el contacto y confrontación con las demás literaturas.

El espíritu del tiempo tiende, cada día más, a crear una mentalidad internacional, común a toda la colectividad humana, donde se fundan las diferentes características nacionales y se, concilien todas sus contradicciones y antagonismos.

Ahora bien: el conocimiento de las obras maestras de las literaturas ajenas puede ser esencial para la consecución de ese fin, y, desde este punto de vista, la traducción se nos presenta como un factor trascendental en la futura internacionalidad literaria. Pues ¿acaso no es una obra maestra, literaria o artística, la expresión suprema, la cifra y [¿?] del espíritu de una raza, el producto más entrañable de su alma más recóndita? Así, en nuestra comprensión y amor de la humanidad rusa, en la esperanza que en ella tenemos puesta y que el actual caos político que la deforma no basta a vencer, y en la apasionada curiosidad con que el Mundo sigua el desenvolvimiento del fenómeno ruso, ¿quién podría, equitativamente, hacer la parte de Tolstoy y Dostoiewsky, y de la música rusa y de los bailables de Diaghilew? Y entre todas las obras del espíritu, ¿quién le disputaría la primacía a la obra literaria, como la representación más cabal y prefecta de las actividades humanas? Se dirá que para que una obra literaria influya en una literatura extranjera no hace falta precisa que sea traducida a esa literatura, ya que los mejores de sus representantes suelen ser gente instruida y capaz de leerla en su idioma original, y así la mayoría de los escritores españoles hemos sufrido la influencia de las obras francesas, y hasta algún sector de ellos la de sus semejantes inglesas y alemanas, sin necesidad de que esas obras estuviesen vertidas al castellano; pero a esto conviene objetar que no se trata sólo del ámbito literario, sino del general y común, y, por mi parte, siempre he pensado que una obra extranjera no ejerce su plenitud de influencia en un país hasta que se halla incorporada a su idioma. Esto es: traducida… y debidamente traducida en su espíritu y en su letra, inseparables en una obra literaria y en fusión o unión como hipostática; con lo que tenemos que una traducción viene, realmente, a ser como una especie de transustanciación. Concepto que, sin duda, dista mucho de la acepción de tarea puramente mecánica y de labor suplementaria y desdeñable en que ordinariamente se la tiene, aun por aquellos que la llevan a cabo. Y claro está que el trabajo así realizado es desdeñable y de ínfimo jaez; pero sólo por culpa de los traductores que así piensan y así trabajan.

La traducción, considerada en su ser genuino, es cosa muy distinta: una verdadera obra de arte; tan artística, desde el punto de vista de la forma, como la obra de creación, y participando de la naturaleza de ésta y de la obra de crítica. Y tal es su importancia en el paisaje literario, que, sin duda, no será exagerado elevar la cuestión a la categoría de «problema». En estos últimos meses, la crítica francesa se ha ocupado repetidamente del tema, y la Nouvelle Revue Frangaise de este mes publica una carta sagacísima de M. André Gide (no enviada, al fin, a su destinatario, M. André Thérive, que se ocupará del asunto en «l’Opinion»),  en que el incomparable crítico de Prétextes trata de «la espinosa cuestión de las traducciones», confesando que es una de las que más le han detenido y preocupado.

Punto en el que la casualidad quiere coincida exactamente con M. Gide, al par que también con sus ideas sobre el particular; porque lo cual, y teniendo en cuenta la apuntada importancia del tema, espero no parecerá ocioso que ponga una apostilla a la carta de Monsieur Gide y eche también mi cuarto a espadas…