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Ricardo Baeza: «Literalidad y literariedad»

El Sol (26 de octubre de 1928), 1.

 

El ideal de una traducción por lo que a la forma atañe, es, sin duda, que el estilo de ella equivalga exactamente al del original; esto es: que la obra nos dé la impresión de haber sido escrita directamente en el idioma de la versión; tal, en suma, como la habría escrito el autor si en vez de escribir en su lengua original lo hubiese hecho en la del traductor.

Este concepto entraña desde luego la necesidad —que desde un principio hemos venido manteniendo— del traductor escritor y de una cierta afinidad entre traductor y traducido, hallándose la bondad de la versión en proporción directa del grado de esta afinidad y de las capacidades expresivas de aquél. Pero aun coincidentes estas dos condiciones esenciales, todavía le quedará por resolver al traductor un punto importantísimo: la manera de llevar a cabo la traducción, o sea: la opción entre las dos modalidades o escuelas traductivas: la literalidad y la literariedad.

André Gide, en su ya citada carta, se lamenta de que en estos últimos tiempos la preocupación de la literalidad tienda a prevalecer entre los traductores sobre todo el resto. A su juicio, es absurdo atenerse demasiado estrictamente al texto, ya que no se trata de traducir palabras, sino frases, trasladando no solamente el sentido, sino la emoción y el pensamiento, como si el autor estuviera expresándose directamente, cosa que sólo podrá lograrse mediante continuos rodeos y perífrasis y teniendo con frecuencia que apartarse largo trecho de la simple literalidad.

«Así —continúa diciendo monsieur Gide—, cada vez que he tenido que traducir me he puesto por norma el olvido completo de mí mismo, traduciendo tal como el autor podía desear ser traducido, o como yo, en su caso, hubiera deseado serlo; esto es: no literalmente. Por lo que a mí hace, si en un comienzo exigía que las traducciones de mis obras me fuesen sometidas, pareciéndome la mejor aquella que más exactamente se ajustaba al texto, no tardé en reconocer mi error, y hoy día recomiendo a mis traductores que en ningún caso se crean esclavos de mis palabras ni de mi frase». En una palabra: que tenga más en cuenta la belleza del resultado que la absoluta exactitud de la equivalencia verbal. Pero claro está, como el mismo monsieur Gide se apresura a añadir, que “este consejo no es válido sino cuando el traductor conoce perfectamente los recursos de su propia lengua y es capaz de penetrar en el espíritu y la sensibilidad del autor que tiene entre manos hasta identificarse con él».

Y esta restricción es de tal pertinencia, que su observancia bastaría a resolver de plano este dilema de literalidad o literariedad. Así, tratándose de un traductor que sea a la vez un buen escritor, avezado al manejo de su idioma, y un buen crítico, ducho en el análisis y contemplación de la obra ajena, no cabe duda que el método de la literariedad será el procedente. Y aquí, por cierto, cabe advertir que ese olvidarse de sí mismo, ese desprenderse de la propia personalidad para endosar la personalidad del artista traducido, reproduciendo exactamente su sensibilidad y su pensamiento, con todas sus virtudes y defectos, sólo será posible mediante un temperamento agudamente crítico y del más singular proteísmo, indispensable para el ejercicio de estos avatares. Especialmente para la reproducción de los defectos y vicios, a los que es mucho más difícil encontrar equivalencia precisa que a las cualidades y virtudes; del mismo modo que, como saben todos los traductores medianamente habituados, son las frases peor escritas las más arduas de traducir, y los estilos más pedregosos los que más trabajo cuesta recrear. Así, ante el peligro de exagerar las culpas ajenas, o de atribuirle las que acaso no existen sino en nuestro criterio cuando no es un Gide el que traduce, lo más prudente será, lejos de olvidarse de sí mismo e inhibir la propia personalidad, fortificar y exaltar esta personalidad cuanto se puede, escribiendo en todo momento lo mejor que nos sea posible, no vacilando en embellecer lo susceptible de embellecimiento, y con la bastante generosidad para ceder en beneficio del autor nuestras propias perfecciones de estilo. Y desde luego también será discreto, ante la posibilidad de que aquel embellecimiento y estas perfecciones llegasen a resultar excesivos, que, aunque optando por el método de la literariedad, lo acompañe el traductor de una dosis prudencial de literalidad, rebasada la cual conviértese la versión en paráfrasis y el traductor en colaborador, mixtura rara vez apetecible.

En cuanto al traductor que no sea escritor ni tenga la menor capacidad crítica, realmente el único consejo que debería dársele es el de que no tradujera. O, por lo menos, que no tradujera hasta después de adquirida en ejercicios privados cierta soltura de pluma y algún discernimiento del paisaje literario. El estudio particular, sobre todo, del autor que se traduce será indispensable. A todo trabajo de traducción debe forzosamente preceder cierto trabajo crítico, el examen de la personalidad del autor y su obra, las características de ésta, sus diferencias en relación con las demás, etcétera. Decidir, tratándose de escritores novicios, si deben adoptar el método literal o el método literario, es difícil y depende en cada caso de las circunstancias particulares que lo acompañen; esto es: de las condiciones del autor y del temperamento y preparación del traductor.

Ambos métodos tienen sus ventajas y sus peligros. El disparatario de la literalidad en las traducciones castellanas sería interminable; más aún que el de la literariedad, ya que, hasta ahora, es el que ha venido prevaleciendo entre nosotros, al contrario de lo que, según M. Gide, empieza a acontecer en Francia. Por otra parte, es perfectamente natural que el exceso de literalidad predominara en un medio donde las traducciones, por regla general, son llevadas a cabo por neófitos en la literatura y aun, en la mayoría de los casos, por absolutamente profanos. La literariedad, aun practicada a tuertas, requiere mayores pertrechos y más seguridad en sí mismo. Por cierto, que la mayoría de los errores de literalidad nos muestra bien a las claras las condiciones de precariedad en que se desenvuelve nuestra labor de traducción: industria a destajo, realmente; trabajo mal retribuido y, como tal, hecho con toda premura. Así, la mayor parte de esos errores podrían haberse evitado con sólo mirar el Diccionario; es decir, con haberlo mirado bien. Pues casi todos ellos provienen; o de no haberlo consultado, cayendo en la celada de las palabras similares (esto es, de aquellas que con forma idéntica o análoga —tal, como ejemplo más tópico, el burro, que en italiano es cosa bien distinta del fratello asinoa— tienen sentido diferente), contra las que siempre debe particularmente prevenirse el traductor, o de haberlo consultado insuficientemente, escogiendo la primera palabra que salta a los ojos, o viene por orden, en lugar de estudiar entre los varios equivalentes que se nos ofrecen el más adecuado; operación tanto más necesaria cuanto más apartado del nuestro y más rico en significaciones dispares el idioma de que se traduce.

Es más: muchas veces bastaría un poco de reflexión o la relectura de la traducción para que el error por exceso de literalidad fuera enmendado. ¿Cómo, si no, por ejemplo — tomado al azar—, suponer que el distinguido traductor de «Clara d’Ellébeuse»nos pudiera hablar de su «traje de batista blanca con guisantes rosados»? Pues ¿qué, sino la sobra de premura o de pereza, podría explicar que dicho traductor —esta vez no un traductor al uso, sino un escritor realmente distinguido— olvidase momentánemente que si pois en sentido estricto es guisante, aplicado a telas es lunar?

Pero, en general, los disparates por literalidad, aunque más numerosos, suelen ser más leves que los originados por el exceso de literariedad. Véase, por ejemplo, un caso flagrante de los resultados de este método de interpretación que es en parte el método literario: «II se leva, pále comme la bordure de sa chlamyde», dice Flaubert en su «Hérodias», para que el traductor castellano (uno de los varios que la han traducido) escriba: «Se levantó, pálido tomo la pechera de su camisa».

Manera, sin duda, pensaría el traductor, de hacernos más sensible e inmediata la sensación, acercándola a nuestro vivir cotidiano y despojando la imagen de su tufillo arqueológico; propósito seguramente plausible, pero que tiene por efecto el cambiar súbitamente la clámide del judío romanizante por un magnífico frac de rutilante pechera almidonada. Ejemplo éste, como el anterior, como algún otro que todavía pondremos, y los infinitos que podríamos poner, demostrativos de que lo primero que debe hacer el traductor es pensar y pesar lo que escribe, y lo primero que debe tener es sentido común’. Un autor original puede prescindir de él, como demuestra victoriosamente todos los días nuestra vanguardia literaria, y hasta muchas veces esa ausencia será la prenda más segura de su éxito y su originalidad más evidente; pero un traductor no puede permitirse ese lujo y necesita en todo momento una cierta dosis de sentido común…