Díez-Canedo 1925

Enrique Díez–Canedo: «Traductores españoles de poesía extranjera»

La Nación (7 de junio de 1925).

Fuente: Enrique Díez–Canedo, Conversaciones literarias. Tercera serie: 1924–1930, México, Joaquín Mortiz, 1964, 89–96.

Desacreditada por el abuso, la traducción poética no suele reunir actualmente sufragios de aceptación corriente. Se la considera como una deformación de los originales, y, en el mejor caso, como una variación original sobre un tema ajeno.

Hay, efectivamente, una discusión siempre abier­ta en cuanto a la posibilidad de traducir poesía. ¿No está la poesía verdadera en el milagroso equi­librio que mantiene juntas a las palabras del ins­pirado que por primera vez las miró, y que un cambio cualquiera lo perturba y deshace? Raro será que, representando las palabras una idea, a la que dan todo su mágico atractivo de música y color, encuentre la idea en otro idioma su equiva­lente imponderable en las palabras que den con exactitud el sentido.

Considerada así, la traducción poética tiene que ser una recreación, y el trabajo que exija ha de ser contrario a la espontaneidad, que se supone prima­ria condición lírica. Pero la espontaneidad es de la idea y no de la forma. La forma, como de obra artística, es reflexiva y lenta. Una de las confu­siones más graves que pueden darse es la de es­pontaneidad e improvisación. No se improvisa una estatua, un cuadro, una sinfonía. Tampoco un poema. Aun los que se tienen por improvisados emanan de un trabajo de elaboración subconscien­te, muy largo quizá. Espontaneidad es captura pronta de la genuina idea poética, expresada luego reflexivamente con la suma fidelidad: hallazgo de las palabras propias.

Un modelo en otra lengua que la del poeta puede hacer las veces de inspiración, y el trabajo en su versión lírica vendrá a ser una manera de elabora­ción, más condicionada. De aquí que el buen traductor haya de ser poeta con capacidad receptora, poeta comprensivo, crítico, en cierto modo: la fidelidad a la propia idea se convierte en fidelidad al dechado.

Ahora bien: ¿es posible esta fidelidad? La prác­tica nos dice que hay, en todas las lenguas, exce­lentes versiones. Los que para traducir a un poeta prefieren la prosa al verso, dan por admitido que algo se ha de sacrificar y pretenden que una ver­sión en que se pierde el ritmo y se guarda la letra es preferible a otra que pierde la letra y no es fiel al ritmo. Ésta es una verdad, pero con el abuso como argumento. Cuando sea posible una versión que respete la letra y el ritmo en el mismo gra­do que la prosa de un idioma respeta el verso del que intenta traducir, aquel argumento cae por su pie.

La cuestión está en decidir si el verso puede re­producirse, pasando de un idioma a otro. Y parece que hay dos medios: el de la transcripción, como en ciertas poesías de lenguas afines, y el de la re­creación, único eficaz entre lenguas desemejantes. Para el primero basta una determinada habilidad. El segundo requiere mayor tino y sólida capacidad crítica.

La cuestión no se resuelve con decir que se ha de traducir en prosa. Una traducción en prosa es un auxilio para la comprensión del sentido del ori­ginal, y las versiones interlineales, en este caso, son las preferibles. Aunque se cite el ejemplo de Mallarmé traduciendo a Poe en prosa francesa: en primer lugar, la poesía francesa, en tiempos de Mallarmé, era harto poco flexible; en segundo lu­gar, ¿no sostuvo el propio Mallarmé la inexistencia de la prosa?

Cabalmente con un modelo de Mallarmé hizo un escritor hispanoamericano, mi amigo Alfonso Reyes, una experiencia ejemplar. Tradujo el «Abani­co de Mlle. Mallarmé», primero literalmente en prosa; luego dio a su versión ritmo análogo al del original; por fin ordenó sus palabras para lograr los consonantes que reprodujeran la rima. Pues bien: cada una de estas versiones aproximaba más la suya al texto francés, dando en color y música lo que se desviaba del sentido estrechamente literal.

Esto se logra merced a un estudio inteligente, en que se dilucide bien cuáles son las formas esencia­les de una poesía y cuáles las accidentales, las de mera elaboración. Aquéllas son inalterables, éstas se pueden modificar, y para que la modificación sea feliz se requiere, en el poeta que traduce, un gusto certero. No se le puede exigir a nadie que traduzca, pero si traduce, habrá de tener en cuenta consideraciones análogas a las formuladas aquí.

De hecho la literatura española moderna registra algunas importantes traducciones en verso. La pasada generación tuvo en Teodoro Llorente un in­térprete que solía dar a sus modelos vestidura espa­ñola, convencido de la imposibilidad de acometer la tarea de buscar equivalentes formales. Sus tras­lados eran como narraciones de poesías ajenas. Valen lo que vale su verso, lleno de tersura e inca­paz de concentración.

En la generación actual no faltan, como digo, los traductores. Sin embargo, al buscar para la anto­logía de la moderna poesía francesa, que recopilé y en parte traduje con mi amigo Fernando Fortún, las versiones aprovechables, poco encontré de mano española, ya publicado con anterioridad, que conviniera a mi propósito. Más me sirvieron las tra­ducciones de algunos poetas hispanoamericanos.

Con todo, en Las flores del mal, interpretadas por Eduardo Marquina, y en Los trofeos, traducidos por Antonio de Zayas, escogí las muestras que ha­bían de representar en aquel libro a Baudelaire y Heredia.

Zayas, al traducir a Heredia, lo vuelve aún más rígido. Las sonoridades españolas de este poeta parnasiano acentúan la calidad de dureza con que están labrados los sonetos franceses. En último término, son las mismas virtudes, exageradas, las que resplandecen en la versión del duque de Amal­fi. Zayas ha traducido también a dos poetas sue­cos: Snoilsky y Gripenberg. Ha tenido presentes los originales –e hizo su labor cuando tenía cargo di­plomático en Suecia–, pero quién sabe con qué ayuda. Por de pronto, las poesías de Snoilsky, tra­ducidas en cuartetas, son sonetos en el original.

Marquina presta a Baudelaire su verbo cálido, mas su expresión no sigue la palabra precisa del original. Es un Baudelaire menos profundo, más elocuente. Algunas piezas, sin embargo, conservan el atractivo capcioso, que es su encanto más nuevo. Mejor se adapta la manera de Marquina a la fisonomía de Guerra Junqueiro, de quien ha traducido, nada menos, cinco volúmenes. El gran poeta portu­gués tiene mucho de oratorio y mucho de familiar; y en ambas notas ha logrado Marquina sus mejores inspiraciones propias.

Francisco Villaespesa ha traducido, muy bien, a Eugenio de Castro. Muy bien, a pesar de que, cuan­do la transcripción no es corriente, la mano se le desliza. Un tomo, Salomé, que no corresponde por entero al así titulado en portugués, y otro, La sombra del cuadrante, son los que ha publicado hasta hoy. Hay asimismo versiones suyas de Antonio Nobre, Pascoli y d’Annunzio. Miguel Pelayo ha traducido a Castro. Miguel Romero Martínez es autor de una espléndida versión de Leopardi, en gran parte inédita aún.

La publicación de las obras de Verlaine por una casa madrileña puso en contacto con la poesía del «Pauvre Lélian» a un grupo de poetas que ha des­empeñado la tarea con resultados desiguales. Emi­lio Carrere ha traducido los Poemas saturnianos y las Canciones para ella (de él se han publicado asimismo, en revistas, muchas versiones de Samain), y, sobre todo en el primer tomo, ha dado bien la fisonomía de un poeta cuyo «saturnismo» ha in­fluido tan directamente en su poesía original. Me­nos afortunada es la traducción de las Fiestas ga­lantes y las Romanzas sin palabras, por Luis Fer­nández Ardavín; pero se trata de los más vaporosos poemas verlainianos, y la sustitución, en gene­ral, del asonante español por el consonante francés no es importuna. Verlaine tendió muchas veces al asonante, inusitado en francés hasta los tiempos más recientes. Mauricio Bacarisse, en Antaño y ayer (Jadis et naguère), y en las composiciones ci­tadas en Los poetas malditos, alcanza verdaderas realizaciones. Le ha correspondido lo más artificio­so, lo de técnica más complicada. Bacarisse, excelen­te versificador, era uno de los pocos que podían ha­bérselas con tal poesía.

Y aquí, por haberme arriesgado a interpretar dos libros verlainianos: Sagesse y La bonne chanson –y por otras muchas traducciones de diversos poe­tas y literaturas de que soy responsable–, podría yo hablar de mí mismo; pero las generalidades puestas al frente de este artículo indican cuál fue mi intención; las más de esas versiones o transcrip­ciones han sido hechas por mí como tema de estu­dio, para penetrar bien la estructura íntima de los autores que iba leyendo. En cuanto al resultado, no soy yo lo suficientemente imparcial para emitir juicio.

Casi todos los poetas de hoy han dado versiones sueltas: Unamuno, Jiménez, Manuel Machado, Pé­rez de Ayala. Especializado como traductor sólo se encuentra a Fernando Maristany, muerto en 1924, después de una labor que, en diez años, llena unos cuantos volúmenes.

Maristany traduce todos los idiomas. Sus rami­lletes de cien poesías (… «cien mejores») recopi­lados en las antologías inglesas que llevan ese tí­tulo, le dan cinco tomos –francés, inglés, portu­gués, alemán, italiano– que luego se completan al reunirse en un abultado Florilegio, con algunas muestras líricas de los poetas griegos y latinos, y, aparte, con traducciones del gallego y del catalán, con una antología general de poetas franceses, con un tomito de Teixeira de Pascoaes y con muchas versiones sueltas en los cuadernitos de poetas ex­tranjeros editados en Barcelona por su iniciativa, que recogen la obra dispersa de muchos intérpretes españoles y americanos.

Se le ve a gusto en los ingleses, en los alemanes modernos, en los portugueses. Mas no siempre sus interpretaciones son exactas ni sus equivalencias de forma son felices. En particular los sonetos italianos, que no conservan el orden de consonancias o las cambian por el asonante, producen efecto in­grato, porque no salvan la gran dificultad de las lenguas afines, que lo son también por su poética.

Su misma formación tardía le da ánimo para acometer ciertas empresas que, más reflexivamente, a una mano más hecha a modular el verso, le hu­bieran asustado, y de las que él sale en ocasiones con toda soltura. Entre sus primeros libros –una colección de versiones varias: Poesías excelsas (breves) de los grandes poetas y Las cien mejores poesías líricas de la lengua francesa– y los últi­mos, las poesías clásicas del Florilegio, en que le ayudaron personas versadas en el conocimiento del griego y el latín, y las poesías alemanas (el tomo italiano, posterior, lo hizo, sin duda, para completar la serie), se nota evidente progreso téc­nico.