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Enrique Gómez Carrillo: «El arte de traducir»

ABC (25 de setiembre de 1926), 3–5.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria,  2008, 36–38 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Nunca se ha traducido tanto como en nuestros días. Ya no sólo se traduce del francés, sino también del italiano, del inglés, del alemán. Y nunca se ha traducido tan mal como ahora. Se ve que ese género, que antaño formaba parte de la literatura, hoy se ha convertido en un oficio. ¿Dónde están, en efecto, entre los nuevos traductores, los que pueden llamarse sucesores de Valle Inclán, de Ismael Arciniegas, de Pedro González Blanco, de Eduardo Marquina, de Alberto Insúa, de Manuel Machado, de Martínez Sierra, de Blasco Ibáñez…? Los escritores jóvenes consideran, sin duda, denigrante la labor de las adaptaciones. Y eso no sólo entre nosotros, puesto que en Alemania misma Sigmund Munz ha creído llegado el momento de proclamar en alta voz que traducir es un arte de abolengo. «Que esa tarea es noble –dice– lo prueba el hecho de haber practicado tal arte los más altos ingenios». Y no siempre lo traducido era poesía extranjera, sino que solía ser aún prosa. Goethe tradujo una de las obras en prosa de Diderot: Le nevew de Romeau. Así uno de los grandes escritores de Francia tuvo la honra de ser traducido al alemán por otro escritor aún más grande. Y no fue esa la única traducción que Goethe hizo. También tradujo del italiano la autobiografía de Benvenuto Cellini. Y es seguro que Benvenuto Cellini, como escritor, con ser atractivo y aun encantador, está muy por debajo de Goethe. En estos últimos tiempos la ópera póstuma de Puccini, Turandot, ha dado mucho que hablar de sí, desde que se estrenó en la Scala, de Milán. El libretista de Puccini no se valió sólo del drama Turandot, del veneciano Carlo Gozzi, sino que, además, recurrió, y principalmente, a la readaptación teatral de Schiller. Ya se ve, pues, que también éste fue en cierto modo traductor; y ¿quién va a pretender comparar a Gozzi con Schiller? Ciertamente la diferencia es enorme; por lo menos tanta como la que va de Diderot a Goethe. Así que también en este caso el traductor o adaptador tiene mucha más talla de autor que el traducido. Y no quiero detenerme a hablar de aquellos poetas cuyos méritos han culminado justamente en el arte de traducir. El italiano Andrea Haffei, por ejemplo, tenía muchas dotes; pero alcanzó su mayor fama gracias a la traducción que hizo de los dramas de Goethe y de Schiller. Una de las mejores obras del poeta boloñés Lorenzo Stechetti fue su traducción de las poesías de Heine.

Esto no es todo. En su exaltación de humanista, Sigmund Munz llega hasta jurarnos por Homero y por Virgilio que un hombre sensato de nuestros días debe preferir, por muy bien que conozca las lenguas clásicas, las buenas versiones del latín y del griego a las obras originales. Y lo curioso es que casi acaba por convencernos de que tiene razón, al citarnos los nombres de los poetas que mejor se han asimilado el espíritu de los antiguos, y que en su inmensa mayoría, no conocieron más idioma, según él nos lo asegura, que el del país en el cual nacieron. Leopardi, Carduci, Alfieri y Foscolo, por ejemplo, sólo cono- cían bien el italiano y el francés. Leyendo traducciones de los grandes poetas del Hélade y del Lacio, llegaron, sin embargo, a asimilarse el espíritu grecolatino, mucho mejor que los literatos que en la misma época leían en Berlín a Platón y a Cicerón en el texto. Claro que a esto, que en apariencia encarna una gran verdad, podríamos objetar al docto crítico tudesco que un toscano lleva siempre en la sangre el germen de lo clásico… Pero siguiéndolo por tal camino, acabaríamos por alejarnos de nuestro objeto, que es únicamente tratar de con- testar a la pregunta que hace una revista parisiense en los términos siguientes:

¿Debe un traductor atenerse a la letra de la obra que traduce y tratar de verterla a su lengua de una manera literal? ¿O debe seguir el ejemplo de los maestros del siglo XVII, que, en el fondo, no nos dieron sino adaptaciones de libros como El Quijote, La Divina Comedia, La Eneida, El Decamerón, El asno de oro?

Por mi parte, sin vacilar, voto por el método literal, al que le debemos monumentos como La Biblia, de Zadok Khan; Las mil noches y una noches, del doctor Mardrus; el Machbeth (sic), de Maeterlink, y el Satiricón, de Laurenti Thail-Thailade. Pero debemos darnos cuenta de que hasta la palabra literalidad hay que verterla en nuestra mente con muy delicados matices. Lo literal, en efecto, es como aquella sencillez clásica que Anatole France comparaba con la luz blanca, haciendo notar que en su nitidez entran los siete colores del Iris.

Abrid un libro cualquiera escrito en francés y tratad de traducirlo literalmente sin matices. Al cabo de veinte líneas, os convenceréis de lo absurdo de vuestra labor. Escuchad esta frase de Michelet, vertida según el método justilineario: «La Grecia en su religión, la más fervorosa y la más verdadera, guarda tanta razón, un tal alejamiento de lo absurdo, de lo incomprensible, que en lugar de dar el terror de lo desconocido, ella marca la vía por donde se hizo el Dios, el progreso que la ha puesto tan alto, por cuál serie de esfuerzos, de tra- bajos, de beneficios, él ganó su divinidad». ¿Se entiende siquiera lo que el gran historiador quiere decir? Sin embargo, en el original la frase es tan cristalina y tan sencilla, que cualquier literato puede traducirla literalmente sin quitarle su transparencia y su ritmo. Sólo que tal cual yo la entiendo, la literalidad no está hecha de pueriles respetos de los vocablos y de los giros, sino del sabor de cada estilo, de las peculiaridades de cada lenguaje, de la música de cada prosa. Hay entre nosotros algunos traductores que, creyendo hacer un prodigio, nivelan a los autores que traducen, de tal manera, que no dejan ver la diferencia que existe entre una página de Flaubert y una página de Stendhal.

«Eso consiste –decíame uno de ellos– en que el arte de la versión pura está en vestir el pensamiento extranjero con un ropaje castizo». Pero, por fortuna, el ejemplo admirable del doctor Mardrus ha demostrado que no sólo se puede y se debe traducir la idea, la acción, el fondo, sino también la forma. Se necesita ser ciego y sordo para no sentir la belleza de las palabras en sí mismas, fuera de las imágenes que encarnan, por su sola música y su propio color. Cuando Remy de Gourmont pedía que, en vez de la Academia Francesa, se crease una Academia de la Hermosura Verbal, no emitía una simple paradoja. Quitémosle a La tentación de San Antonio sus palabras suntuosas para reemplazarlas con otras de igual sentido, pero de menor lujo, y habremos convertido el más sublime poema escrito en prosa, en un tratado de pedantería histórica. Lo que embriaga en cada gran escritor es el bouquet especial de sus frases. Conservar ese bouquet, esa esencia, ese filtro mágico, he allí el secreto del buen traductor. Y para conservarlo, lo primero es la literalidad dentro de la sutileza, la disciplina sin automatismo, el arte unido a la ortodoxia.