González Ruiz

Nicolás González Ruiz: «Doctrina de la traducción»

Revista Nacional de Educación 18 (1942), 39–46.

 

Si acaso pareciera este enunciado presuntuoso en demasía, redúzcase a la proporción de normas, consejos. experiencias u opiniones. Pero me atengo a la palabra «doctrina», porque mucho más que la divulgación de reglas prácticas y concretas me importa, en este caso, la fijación de una idea fundamental. El ejemplario y la información pueden quedar aquí para consulta reiterada. Lo que debe incorporarse al lector, sin necesidad de nuevas consultas, es una noción clara sobre la que pueda establecerse un criterio.

La traducción es un factor tan poderoso del intercambio intelectual de la difusión de las ideas y de la más amplia percepción de las creaciones de la inteligencia y del arte, que merece ser estudiada, cuando no como un arte también, al menos como un menester literario de mayor cuantía. Y los errores comúnmente aceptados, en orden a las cualidades que debe reunir una traducción, son tantos y tan graves como esperamos que se advierta en las líneas que van a seguir.

Si la cuestión pudiera reducirse a uno de los aspectos que ha tenido y tiene entre nosotros, sería relativamente fácil de resolver. La traducción, considerada como tarea literaria de cuarto orden, pobremente retribuida y entregada, por esa selección al revés que se opera en tales casos, a los más incapaces y a los de preparación más deficiente, no sería merecedora de un estudio como tal. Sería, todo lo más, un reflejo de cuestiones de carácter social o económico en la literatura. Pero si las faltas fundamentales de criterio que se observan en la traducción, considerada como un bajo oficio, las advertimos, en muchas ocasiones, trasladadas al empaque y a la suficiencia de la traducción que aspira noblemente a servir con plenitud sus fines, el asunto vale entonces muy mucho la pena de detenerse en él. Lo importante del fenómeno, con las excepciones consiguientes, [40] tan loables como se quiera, es que la falta risible del traductor de pobre calidad nos la encontramos trasladada a las esferas superiores, en empresas literarias de fuerte y meritorio aliento. Si se nos pregunta la causa a la cual atribuimos este hecho, un tanto desconsolador, tendremos que decir que a la ignorancia del castellano, y cuando esto no es presumible, sino que más bien se impone la presunción contraria, a la falta de criterio estético, aliada con un desconocimiento de la función propia del traductor, desconocimiento por el cual éste se siente inerme ante la fuerza de la palabra o del giro exótico.

Si examinamos el caso de traducción como oficio apresurado de infelices segundones, especie de forzados de la galera literaria, se nos ofrecerán los ejemplos por millones. Más de una vez he leído, en traducciones de novelas policíacas, que el criminal fue apresado por «dos «condestables», y no había comprendido que para dar en castellano la idea exacta de lo quo se decía en inglés, debía traducir «constable» por «guardia». Por lo general, en Inglaterra y en cualquier otro país, son los guardias y no los condestables, si los hubiere, quienes se ocupan de detener a los transgresores de la ley.

Se nos dirá que este detalle cómico no merece la pena del comentario. Si no fuera un hecho sintomático, desde luego que no. Pero, en primer lugar, casos de este tipo se dan en las traducciones con una frecuencia aterradora, y en segundo término, el hecho que descubren puede considerarse como un defecto fundamental de criterio que se halla muy extendido. Si hiciera falta una breve antología, o una larga antología, para apoyar este aserto, la aduciríamos aquí. Pero nos detiene el temor a convertir este trabajo en una serie de picantes alusiones, lo que en manera alguna entra ni en su naturaleza ni en nuestro propósito. La que tratamos de apoyar con el ejemplo es la que hemos llamado «doctrina». La cual se resume, para nosotros, en estos preceptos: para traducir una obra literaria, supongamos que del alemán [41] al castellano, hay que reunir imprescindiblemente estas cuatro condiciones, por el orden en que las enunciamos: a) Saber el castellano; b) Tener sentido estético; c) Tener sentido común; d) Saber alemán. De establecer la condición d como condición a, de suponer temerariamente que la condición a existe, y de no preocuparse siquiera de las otras dos condiciones, proceden la mayoría de los desaguisados quo la traducción literaria nos ofrece.

Aludimos a la traducción literaria, exclusivamente, porque es aquella en la que la ignorancia o incapacidad del traductor produce estragos más perceptibles. De suyo, todas las traducciones pueden considerarse como literarias, y si las condiciones a, b y c se hubieran exigido rigurosamente no poseeríamos un número de traducciones de obras de Filosofía escritas en un idioma nuevo, jerga insoportable y absurda. Lo mismo nos ocurrió, en los años anteriores a la Cruzada, con obras de Economía y Pedagogía. No queremos penetrar en el terreno de las alusiones. Pero saber el español es muy interesante para los españoles que saben, por ejemplo, Química, si aspiran a que los demás nos enteremos de la Química que ellos saben. Y si no se tiene esa aspiración… pues no merece la pena de saber Química, ni otra cosa ninguna.

Meta ideal de la traducción es que el texto produzca en el nuevo idioma a los lectores que en él lo lean, un efecto en todo semejante al que producía el texto original a los lectores que en el idioma original lo conocieron. Empleo la frase, un poco vaga, «efecto semejante», porque no se trata solo de que se perciba bien la idea, sino de que los matices de la expresión, vigor del léxico, belleza de la frase, sean trasladados igualmente. Esta es la aspiración dificilísima, por no decir imposible, de alcanzar, pero que nunca ha de perderse de vista, como en la vida no ha de perderse la fe. De lo contrario, los errores que se cometen tienen el carácter de irremediables.

El peligro que más vivamente acecha al traductor de calidad es el de que un conocimiento minucioso del idioma del cual traduce le lleve a considerar las palabras come entidades poco menos que independientes, guiado por el propósito de dar el que, a su juicio, es [42] sentido exacto de cada una de ellas. Tal tipo de traducción, especie de terrible ejercicio escolar, demasiado frecuente, por desgracia, conduce al lector hasta el más agudo desencanto ante un autor al que acudió lleno de ilusiones y ante el que acaba diciendo: «¿Pero es posible que este gran poeta, famoso en el mundo, fuese un escritor así de enrevesado y de un gusto tan deplorable?».

No hay nada de eso. Es que, ante los ojos del lector, un escritor acaba por parecerse mucho a su intérprete, sea traductor o crítico. Son muchas las veces que unas consideraciones críticas o biográficas sobre un autor nos llevan a exclamar: ¡Nunca hubiera creído que este autor se pareciera tanto a Fulanito! Y Fulanito es el que firma la crítica o la biografía. Pero aquí puede no pasar el comentario de una observación más o menos maliciosa. En cambio, en el caso de la traducción, todos los elementos de juicio están suprimidos para el que ignora el idioma original. No hay más que retroceder, y pensar que uno se ha equivocado creyendo que aquel poeta famoso era tan grande como decían.

Vendremos con esto a la consecuencia de que la tarea de traducir, como toda labor literaria, es fundamentalmente creadora. Si el traductor de la obra literaria no es buen literato, fracasará probablemente en su empeño. Han de darse las cuatro condiciones que hemos señalado antes, sin que falte ni una sola de ellas, para que el trabajo tenga un coronamiento feliz. Acaso por nuestro afán de trazar un esquema claro, les parezca a algunos un poco bruscamente expresada la condición que dice sencillamente: sentido común. Y el hecho es que, tratando de las cosas en serio, se encuentra uno con que no hay modo de decirlas más que de una manera.

El buen traductor, que conoce por lo tanto el idioma del cual traduce, no tiene más que plantearse esta interrogaci6n; la frase que al ponerla en castellano le resulta violenta, desusada, extraña ¿es también violenta, desusada y extraña en el original? O por el contrario ¿es una frase corriente, tal vez una frase bella? Si es así, es necesario idear una frase castellana igualmente expresiva, igualmente bella, que quiera decir lo mismo, aunque las palabras no [43] coincidan todas, o no coincida ninguna. El buen sentido del traductor consiste en apreciar esto exactamente y en no poner jamás en una situación, o en boca de un personaje, una expresión impropia, si es propia y adecuada, para su lengua y para su mundo, la que se emplea en el original.

Esto parece demasiado sencillo, y sin embargo aquí es donde se falla siempre. La misma división, tan acostumbrada, en traducción literal y traducción libre, es una prueba de lo extendidas que están las líneas erróneas sobre la cuestión. Ninguna buena traducción es literal, ni tampoco libre. No es literal, porque es un puro disparate seguir los textos a la letra. No es libre, porque está fielmente sometida a las calidades de fondo y forma de la obra que se traduce, a la las que trata de acercarse con un considerable esfuerzo creador. Por eso la traducción de las obras maestras es susceptible de renovarse constantemente y es tarea que jamás concluye, porque la traducción definitiva no existe.

La traducción no es solo a un idioma; es también a un gusto y a una época. La primera traducción francesa del Quijote es, ciertamente, magnífica. Podría servir de modelo en cuanto a criterio de traductor, de tal manera que penetra el sentido de frases sobre las cuales han existido dudas entre nosotros hasta fecha muy reciente. Cuando el traductor se encuentra con los famosos «duelos y quebrantos», no comete el error de traducir una palabra tras otra, construyendo una frase que en francés carece de sentido. Averigua ese sentido y traduce: «des œufs et du lard», esto es «huevos con tocino». Así cuando la traducción es buena, puede inclusive aclarar a los naturales del país de la obra traducida más de un pasaje confuso. Al esclarecer plenamente que «duelos y quebrantos» quiere decir «huevos con torreznos», ha quedado patente el acierto del traductor francés, hombre de indisputable sentido común. Sin embargo, el Quijote se ha traducido después varias veces en Francia. ¿Es que esas nuevas traducciones han supuesto un esfuerzo caprichoso y baldío, porque, al ser excelente la primera, eran ya ociosas las demás? De ningún modo. El espíritu de una época no se [44] considera saciado con la interpretación que a una obra literaria le da la época antecedente. Necesita una acomodación, no solo a las variaciones ocasionadas por la evolución natural del idioma, sino también al fruto de las averiguaciones nuevas, y sobre todo a la disposición singular del espíritu y del gusto del momento.

En la percepción y asimilación de este último, se le brinda al traductor la coyuntura de incorporar lo más fino de la sensibilidad histórica de la hora en que vive. Los hechos son siempre los mismos, y la obra literaria es un hecho histórico, pero la visión e interpretación de estos hechos cambia, y es presumible siempre que la de cada época es más perfecta y depurada que la de la anterior. Por eso la traducción de la obra maestra, si es digna de tal nombre, tiene una significación profunda y permanente, acomodable en su expresión a la peculiaridad de cada tiempo.

Encontramos otra prueba de esto, en el hecho de que, cuando la grandeza de la obra no trasciende de un tiempo a otro y la traducción es buena, esto es que además de traducción resulta labor literaria de creación, entonces dicha traducción permanece en el concepto y en la categoría de una excelente obra literaria del tiempo en que se hizo. Si el Cortegiano, de Baltasar Castiglione, fuese algo más que un delicioso libro de su hora, y su fondo tuviera una trascendencia secular, habría que traducirlo de nuevo, siendo así que la traducción de Boscán permanece coma cosa perfecta, pero como cosa perfecta del siglo XVI. Algo semejante podría decirse de esa maravilla arcaica que es la versión española del Gil Blas. Si la obra de Lesage tuviera, en algún sentido, un interés actual, la traducción dieciochesca quedaría en su casillero y se impondría la nueva traducción.

Todo esto nos conduce a rechazar de plano ese criterio estricto, servil y ajeno de todo esfuerzo literario creador, que cree las traducciones acabadas y definitivas cuando están al pie de la letra. Sobre este punto podemos ya fijar nuestras conclusiones diciendo que la buena traducción no se hace nunca al pie de la letra, sino que [45] supone un trabajo de creación literaria paralela a la del original, y que la obra maestra, esto es, la que vive perdurablemente y tiene una significación en todo tiempo, necesita ser traducida de una generación en otra, aunque las traducciones anteriores hubieran sido muy buenas.

Si esto fuera algo más que un ligero ensayo, la copia de razones y de ejemplos que podrían entrar aquí engrosaría, considerablemente estas páginas. Véase, en los dos casos que hemos citado, de qué manera la posteridad incluye entre las obras originales de Boscán o del P. Isla las traducciones del Cortesano y del Gil Blas. En la mayoría de las colecciones de obras completas de autores de la actualidad, no se estimaría ni conveniente, ni justo, que figurasen las traducciones en que estos autores se han empleado, y en cambio no se puede omitir la traducción de Hamlet, en una colección de obras completas de Moratín.

No es, pues, tan fácil como pudiera pensarse el que haya traducciones buenas. Pero descendiendo de ese estadio de perfección, al que no hay por qué obstinarse en llegar en un crecido porcentaje de las obras que se traducen, podemos deducir de lo expuesto, ya que no las reglas de un arte, sí las exigencias mínimas de un oficio ejercido decorosamente. Hay en todas las tareas literarias algo que se llama «tener oficio», que es de por sí un índice muy estimable del adelanto de un país en literatura. Pero precisamente, cuando ese adelanto no es el que fuera deseable, es cuando se menudean las traducciones y éstas son detestables en su casi totalidad.

El oficio de novelista es uno de los más cultivados en los tiempos actuales, tal vez, porque el arte de novelar está en decadencia. Pero esto es otra cuestión. El oficio de novelista es el de los hombres (y las mujeres, pues ya va siendo un oficio femenino en gran parte) que surten de «género», a las colecciones periódicas, bien policíacas, bien rosas, azules, amarillas o del color que sea. Esas colecciones en Alemania, en Italia o en Inglaterra, cubren la casi totalidad de sus catálogos con producciones nacionales. En España, como los del oficio (o las del oficio) son pocos y malos, los [46] catálogos de literatura barata acusan la presencia de un enjambre de traducciones. El traductor no es ni siquiera el mismo que escribe obras «originales», sino que está un grado más abajo en el escalafón. Le falta el que pudiéramos llamar cuerpo de doctrina necesario para fundamentar su tarea, y no sabemos si, de tenerlo, lo sabría aplicar.

Hemos tratado, sin embargo, de dárselo aquí sucintamente, porque un buen sentido vigilante y sereno puede hacer mucho, en cuanto se tienen claros los conceptos fundamentales. Limítese el traductor de oficio a expresar llanamente en el idioma que él habla y oye «fablar a su vecino», las ideas que encuentre, expresadas en el idioma del cual traduce. En la mayoría de los casos, con esto bastará para que a los criminales no los detengan los condestables, para que desaparezcan los «tópicos de conversación», para que los físicos se conviertan en médicos para que no se diga que pasó un extranjero cuando se quiere decir, en realidad, que pasó un extraño, etc., etc.

De otros aspectos de esta cuestión de las traducciones, que apenas si quedan apuntados aquí, prescindimos hoy. Nos bastaría con que nos fuésemos entendiendo sobre lo principal.