Lasso de la Vega

José S. Lasso de la Vega: «Fidelidad o libertad o Fidelidad y libertad: a la vida por la letra»

 «La traducción de las lenguas clásicas al español como problema» en Actas del III Congreso Español de Estudios Clásicos, Madrid, SEEC, 1968, I, 89–140

 

[135] Vistas las cosas desde este miradero, lo que sí decididamente parece cierto es que, cuando la reproducción del sentido se erige en medida de la traducción, la traducción es irrealizable.

Fidelidad y libertad: eterno dualismo sobre cuyo gozne gira toda la discusión, los dos polos sobre los que rueda el eje de nuestro problema. Al primer pronto, fidelidad y libertad se contraponen. La libertad, en la acepción usadiza, se apoya en la instancia de reproducir el sentido, entendido y subentendido, del original. Pero esto sólo ocurrirá cuando el sentido del original se identifique con su comunicación. En toda obra literaria hay algo incomunicable, algo no mediatizable, provincia de misterio en la que lucha por venir a luz la semilla de la lengua pura y esencial. Ésta es el lugar en que toda comunicación, toda intención, toca un estrato en el que está destinada por fin a liberarse. El verdadero interés de la verdadera traducción se halla en una zona y región espiritual donde ya el sentido se olvida y va en derrota. ¿Qué dice un poema, qué comunica? Poco al que lo entiende. Su esencia no es comunicación. Las traducciones muy comunicativas no comunican más que algo inesencial. Pues lo que hay en una obra literaria aparte de comunicación –y hasta el traductor más obtuso concede que ello es lo esencial– eso es, en normalidad, inaprensible, secreto poético. Por acrobática paradoja la libertad de la traducción es liberación del sentido que encarcela y tiene cautiva a la lengua pura en la lengua ajena. Como una tangente toca al círculo en un punto [136] –viene a decir Walter Benjamin*– y no este punto, sino la relación de la tangente para con el círculo, determina su curso en el infinito, así la traducción toca al original en un punto, su sentido, para seguir luego cursando, según las leyes de su libertad, en el movimiento libre de la lengua. Habiendo arrancado juntos, acaban por perderse de vista.

Nadie malentienda lo que digo y piense puerilmente que el traductor sólo puede traducir en tanto crea él también poéticamente. En tal caso, la traducción, en cuanto traducción, será doblemente mala: transmisión inadecuada de un contenido inesencial. No, nada de eso. El sentido de esta libertad lo ha señalado Rudolf Pannwitz en las penetradísimas palabras de una página –año de 1917– de su Crisis de la cultura europea: «Nuestras traducciones, incluso las mejores, parten de un principio falso. Quieren alemanizar –hispanizar– el indiano, griego o inglés en lugar de indianizar, helenizar, anglizar el alemán –el español–. Respetan mucho más la lengua propia que el espíritu de la ajena. El error fundamental de la traducción es que se aferra al estado casual de la propia lengua en lugar de dejarla moverse por y en la extraña. Cuando se traduce de una lengua muy lejana, la traducción debe retroceder hasta los últimos elementos de la lengua misma, allí donde palabra, imagen y tono se conjuntan. No tenemos idea de en qué medida es esto posible, de hasta qué grado puede modificarse una lengua. Las lenguas se distinguen unas de otras como un dialecto de otro: esta aseveración hay que tomarla no en sus zonas superficiales, sino con gravedad bastante». No sabríamos enunciar, con menos palabras, la fórmula de la traducción mediante el extrañamiento del lector ni justificarla más sobriamente, limpia de todas las gangas románticas de que aparecía revestida en Schleiermacher: el ideal del alemán como lengua literaria universal, la fantasía que acariciaba de «un público de amantes y conocedores en el mejor sentido de la palabra».

[137] Repito la cantata, el sermón que hay que predicar a diario –y por mí no quedará– y vuelvo a sostener, con machacante insistencia y no por mero querer, que el más alto elogio de una traducción no es poder decir de ella que se la lee en nuestra lengua como un original. ¡Valiente idea de la traducción tienen los que así dicen! La traducción verdadera es transparente, con esa honrada transparencia de cristal coloreado de que antes os dije, y no esconde el original. A través de ella, éste nos aparece con la frescura intacta que sus gracias tuvieron a la hora de estremecerse, a la hora de sus santas natividades. Esta transparencia no la da la frase o el sentido, antemural opaco, triple cota de bronce que lo encerca; la otorga la palabra, la fidelidad a la palabra, medio cristalino donde da sus refracciones y afirma su casta el yo mejor del original. Cada palabra es una sugestión y poder anagógico, una llave de oro que abre el reino de misterio ante nuestros ojos pasmados.

A veces esa fidelidad solícita puede llevar a lo ininteligible. Si el sentido se erige en metro y contraste crítico de la traducción, juzgará como mala traducción aquella que, por ser ella tan fiel, se desdeña de esa común esclavitud de las malas traducciones. Las traducciones de Píndaro y Sófocles por Hölderlin –el amoroso aquél, alma congojosa de griego nuevo– parecían, tan fuera de lo que se usaba en la pasada centuria, exempla in terrorem, una barbaridad, una enormidad. Hoy, son para nosotros la norma, que nos ofrece no poca enseñanza. En ellas bebemos boca al chorro. No plugieron en el siglo ése y hoy, por muy diverso estilo del estilo de entonces, somos muy sus amigos. Se han fraguado su prestigio, golpe a golpazo, contra la indiferencia, contra la hostilidad. Nos feriamos en ellas y las consideramos, especialmente las sofocleas, como traducciones ejemplares hasta la superlación. Descubrieron, rumbearon un continente al cual nadie las seguiría hasta bastante más tarde; pero ahora, una vez puestos a tono, entendemos bien su audaz intención artística, nos rendimos sumisos a ellas y las ponemos devotamente sobre nuestra cabeza. El tesoro de esas obras griegas, a fuerza de traducciones paródicas convertido en algo casero y consuetudinario, lo teníamos desterrado, como muebles viejos, en el desván. No habitábamos en ellas y resultaba [138] que no nos eran o que nos eran cachivaches. Por estas traducciones, de una intensidad de extrañamiento a la que han llegado pocos, el lector que no sabe griego edifica su vivienda en aquellos autores venerables, vuelve a habitar el ser griego del único modo posible, en la «casa del ser», en su lengua recidiva. Unge de ellas y nos trasciende la armonía de la lengua griega con sonidos alemanes. Esa armonía es tan profunda que el sentido es tocado sólo tangencialmente.

Estas traducciones no son copias; más bien son el «arquetipo» del original. En ellas se nos hace perlúcida la frase, aparentemente revesada, de Nietzsche, «revivir lo grande para previvirlo», «das Grosse nachleben, um es vorzuleben». Han incorporado, creemos, el sueño de Novalis, quien en una página de 1798, muy poco conocida**, escribía : «Una traducción es o gramatical o transformadora o mítica. Las traducciones míticas son traducciones en el estilo más elevado. Representan el carácter puro, plenario, de la obra de arte individual. No nos dan la obra de arte real, sino el ideal de la misma. Aún no existe, a lo que creo, ninguna muestra de ellas». El trabajo, meticuloso y casto, de traducir, llevado con hieratizado formalismo, sin cansancio, tiempo y tiempo, nos encamina de alguna manera a poner nuestros pasos sobre las huellas de los del autor. No se trata sólo de plasmar, de troquelar un texto desde otro, sino de remontar, desde éste, al momento virtual de su eflorescencia. Vemos algo de su detrás. Asistimos a ese estado de espíritu que semeja las vísperas inmediatas de un concierto: los instrumentos se llaman, se invitan uno al otro, se saludan y despiertan y se dan el tono y acorde antes de iniciar la ejecución. A través de la puerta ancha de la más estrecha fidelidad a la palabra, el poeta, Hölderlin, ha tenido acceso a aquel instante y dominio en que el sentido se desencerca de trabas, se libera en una anchurosidad sin confines, en una hondura sin suelo. Con un temple no muy remoto del místico ha mecido su espíritu; ha gozado, a fauces anchas, del secreto. Estas traducciones transpiran una gran experiencia y una vicisitud casi sacra. La ha revelado febricitante y luego ha callado para siempre. Fueron su obra [139] postrera, su canto de cisne. La revelación, consuntiva, le ha muerto la lengua.

Hay, sin embargo, un punto de apoyo. El texto sagrado –directo, las partes de por medio ausentes, palabra que es de la verdadera lengua, de la lengua de la Verdad–, el texto sagrado es traducible. Lengua y Revelación están en él unidas. Fidelidad y libertad se unen igualmente en la versión yuxtalineal. Pero, en un grado u otro, toda escritura –aunque, sobre todo, más arriba que todo, la Escritura– tiene en sus líneas, al pie de su letra, su traducción virtual, una sola y propia suya. Leamos –digamos– las líneas y no las entrelíneas. La versión yuxtalineal de las sagradas letras es el prototipo o ideal de toda traducción.

«Las lenguas, como las religiones, viven de las herejías», escribió Unamuno***. Desde que el mundo es mundo las lenguas, como las religiones, viven de la fidelidad, de la continuidad, de la tradición. La vida es siempre secuencia, aun para aquellos que quieren romper con todo. «El verdadero artista   –comentaba Goethe****– debe ser considerado como un hombre que quiere conservar algo que se reconoce como sagrado y perpetuarlo con seriedad y reflexión. Pero cada siglo, a su manera, tiende hacia lo profano y pretende hacer vulgar lo que es sagrado, fácil lo que es difícil, divertido lo que es serio. Esto no sería mayormente de reprobar si el resultado no fuera la destrucción tanto de la seriedad como de la alegría».

La unidad del género humano tiene sus raíces últimas en la unidad de la tradición en sentido estricto, es decir, en la participación común de la tradición sagrada que remonta a la palabra de Dios. En nivel temporal y más próximo, la unidad de nuestra tradición cultural nos viene de nuestra participación en la heredad común de nuestros παλαιοί, άρχαιοι de nuestros mayores griegos, sus filósofos y sus poetas. Aristóteles llamaba a los poetas «los antiguos más antiguos», οί παμπάλαιοι. Más románticamente Hegel diría que son los «nobles espíritus» que, por la audacia de su razón, penetraron en la naturaleza de las cosas y del hombre y nos la dieron a conocer con su palabra. Son, por derecho de [140] primogenitura, los primeros depositarios de una simiente germinal, en cierto modo de un ϴειος λόγος, de una palabra divina. Sólo que, en este caso, Dios mismo no es el que habla, sino la realidad llevada al lenguaje. Seamos fieles a esa palabra.

Me despido de la traducción como la saludaba al comienzo, con una caricia, etimologizando : ¿qué otra cosa es la etimología sino una caricia a la palabra en su arcana raíz? En unas páginas de Heidegger***** sobre la traducción, es decir, en unas páginas profundas, el egregio pensador ha emparejado el concepto de traducción con el de transmisión. Transmisión dícese en alemán Ueberlieferung. Pues bien, cuando una traducción es propiamente transmisión, tradición, lo es en su sentido más auténtico: liefern, liberare, liberación.

 

NOTAS

* BENJAMIN Die Aufgabe des Uebersetzers, recogido en Schriften I 40-54. Juzgar ligeramente estudio tan estimable revela algo más que ceguera filosófica: ésta no es, desde luego, floja en GUETTINGER Zielsprache. Theorie und Technik des Uebersetzens, Zurich, 1965 (la crítica a que aludo se halla en las páginas 35 ss.; por lo demás, hay mucho de apreciable en este librito).

** «Blüthenstaub» en Athenaeum 1798 (repr. fotomec. Stuttgart, 1960), 88.

*** Ensayos I 395.

**** Carta a Zelter del 18-V-1811.

***** Der Satz vom Grund, Pfullingen, 1957, 173.