Sassone 1925

Felipe Sassone: «Un impuesto literario»

ABC (13 de marzo de 1925), 7.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 31–33 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

La Sociedad de Autores Españoles, que es una entidad administrativa, pero también una agrupación de literatos –debiera ser, por lo menos, algo como la Societé de Gens de Lettres, de París–, ha decidido que los adaptadores y refundidores de obras del dominio público sólo perciban por ellas el 50 por 100 de los derechos de autor, y que las obras traducidas paguen a la Sociedad por derechos de administración algo más, no importa cuánto. que las obras originales, las cuales ya dejan el 10 por 100 en las provincias de España y el 20, y aún el 25, en América.

A mí me parece de perlas la primera medida; tan de perlas, que fui yo quien la propuso en una Junta general, ofreciéndome a pagar la mitad de lo que ya hubiere cobrado y de lo que pudiera cobrar en lo futuro de La Dama de las Camelias, que la compañía que dirijo representa, traducida por mí. Bien hace la Sociedad en cobrar derechos por las obras del dominio público, porque no cobrarlos redundaría en perjuicio de las obras que no lo son, y es lógico considerar que quien traduce o arregla una obra extranjera o refunde las clásicas de Lope, de Tirso, de Calderón, de Mira de Mescua o de Moreto, colabora en cierto modo con Moreto, Mira de Mescua, Tirso, Calderón y Lope, y como trabaja sobre un pensamiento ajeno, no ha de ganar lo mismo que quien trabaja sobre su propio pensamiento. Pero el gravar con aumento en los derechos de administración las traducciones que no son del dominio público significa establecer un impuesto literario, algo así como unos derechos de Aduana, sobre las obras extranjeras, y, la verdad, no se me alcanza ni su necesidad, ni su moralidad, ni su lógica.

Ante todo, las dos medidas no se compadecen entre sí, porque si la primera fue tomada, con estricta justicia por lo que se refiere al trabajo de cada autor, para que ese 50 por 100 que se quedaba la Sociedad aumentase los fondos de la misma y permitiese administrar de balde a los autores, que es el ideal, la segunda realiza todo lo contrario, y viene a aumentar unos derechos de administración que tendemos a hacer desaparecer. De ahí que las dos medidas se rechacen.

¿Es que la segunda medida va encaminada a proteger la producción nacional y a defenderla contra la producción extranjera? ¿No se nos acusará por ello de xenofobia inconcebible e inadmisible en hombres de letras? En el ramo de farmacia, por proteger la industria nacional, se han gravado atrozmente los productos ovoterápicos extranjeros, la tiroidina, por ejemplo, siguiendo las enseñanzas de la República Argentina, sin pensar que allí cuentan con el ganado vacuno necesario para la fabricación de dichos productos, mientras que nosotros no contamos con él. Claro está que no se puede decir lo mismo de la producción dramática, la mía descartada, muy numerosa y muy buena entre nosotros. Pero por lo mismo que es numerosa y buena, se protege a sí misma sola, como han de protegerse solos los autores noveles, si en sus propios merecimientos tienen fuerza para ello, y sobre todo ello le toca únicamente decidir al público, que es quien habrá de rechazar, y rechazará al fin, las obras malas, sin parar mientes en si son originales o traducidas.

Fundar esta xenofobia en celos artísticos y ejercitarla como represalia porque al autor A o B, célebre entre nosotros, no le quisieron traducir en Francia o en Italia, es de una pequeñez, de una ilógica y de una puerilidad que asustan. Hubiera tenido gracia, por no decir otra cosa, que por el hecho de no haber traducido a idiomas extranjeros las obras de Santiago Ramón y Cajal –que sí las tradujeron, porque Ramón y Cajal se protege solo– no quisiéramos admitir en España la traducción de cualquier sabio extranjero que hubiera, como el nuestro, cambiado con sus descubrimientos los rumbos de la ciencia.

¿Que los franceses, los italianos o los ingleses no quieren conocer al autor A o B, español, que cuenta con el sufragio de su público y el aplauso de sus críticos? Pues peor para franceses, italianos e ingleses; pero, ¿por qué hemos de imitar nosotros tan vituperable actitud, y por qué hemos de hacer pagar a la cultura española una culpa que no tiene? No hay ninguna literatura en el mundo tan vigorosa y tan rica que pueda bastarse por sí sola, ni es suficiente que sólo conozcan el movimiento del teatro contemporáneo aquellos de nuestros autores que son políglotas y más sabios que Pico de la Mirandola; que quien debe conocerlo es el público, por cuyo nivel de cultura estamos obliga- dos a velar los hombres de letras. El arte es universalidad, y todo intercambio intelectual debe ser favorecido, que oponerse a ello es acción tan antipatriótica como la de algunos de nuestros viejos políticos que, cerrados los ojos a todo progreso, se empeñaban en vivir en España como si ésta formase un mundo aparte y no estuviera en Europa.

¿Que los literatos europeos se oponen –y no se oponen, no; es una suposición– a que su público conozca a Galdós, a Benavente, a los Quintero, a Martínez Sierra, a Muñoz Seca y a Arniches, pongo por autores célebres entre tantos como contamos? ¡Pues peor para ellos, repito! A nosotros nos interesa, en cambio, conocer a Andreieff, a Cromerlinck, a Molnar, a Romains, a Shaw, a Serment, a Pirandello y a Rosso di San Secondo, y conociéndolos sabremos más que otros públicos, porque de antemano conocíamos a nuestro Galdós, a nuestro Benavente, a nuestros Quintero, a nuestro Martínez Sierra, a nuestro Marquina, a nuestro Arniches, y a nuestro Muñoz Seca, que ellos ignoran. Y no hay que temer ni a la postergación de los autores noveles, que la obra buena se escapa del cajón al teatro, como los seis personajes de la famosa farsa pirandeliana; ni a la invasión de malas obras extranjeras, que a las malas Dios las castigará, y Dios en este caso, es el público, contra cuyo interés y cuya curiosidad no podemos ir nosotros ni echando cuentas, ni teniendo celos, ni ejercitando venganzas.

Las obras extranjeras nos son necesarias para mejorar nuestro clima teatral, para que sus novedades, sus extravagancias y sus bizarrías den lugar a que el público nos perdone a nosotros las bizarrías, las extravagancias y las novedades que también a nosotros se nos ocurren, y que no nos deja pasar. Porque, por ahora, no nos dejan hacer nada, y, por lo visto, ni siquiera traducir.