Bertomeu

La traducción de las ciencias físicoquímicas en el siglo XIX

José Ramón Bertomeu Sánchez (Universitat de València–Institut Interuniversitari López Piñero)

 

Introducción

El siglo XIX es un período crucial en el desarrollo de la ciencia experimental en España, al igual que en otros territorios europeos. Se crearon dos escenarios institucionales fundamentales para su desarrollo: la enseñanza secundaria y las Facultades de Ciencias. Aumentó la presencia de personas expertas con formación científica en diversos ámbitos de la industria, la agricultura y la salud pública. Aparecieron nuevas editoriales, revistas académicas y publicaciones de divulgación científica. En el contexto español, el siglo se abrió con la crisis de los años finales de la Ilustración y las guerras napoleónicas. La represión política y el exilio de liberales y afrancesados también favorecieron la producción de algunas de estas traducciones. Las reformas universitarias de los años centrales del siglo XIX propiciaron también la traducción de obras científicas, así como el aumento de las publicaciones en el último tercio del siglo (López Piñero 1992, Sánchez Ron 1999, García Belmar & Bertomeu Sánchez 2003).

En este marco histórico general se presentará un panorama de las traducciones relacionadas con las áreas de física y química en el siglo XIX en España. En los últimos años se han realizado numerosas publicaciones acerca de este tema desde los estudios filológicos, la historia de la traducción y la historia de la ciencia. Mi revisión se basa sobre todo en este último grupo de estudios, tanto por tratarse de mi especialidad como por el renovado interés por la traducción en este campo. Este interés ha surgido como consecuencia de la incorporación de nuevos territorios y espacios de ciencia, así como por la adopción de escalas más globales y menos eurocéntricas, lo que ha conducido a una mayor atención por el movimiento intercultural de objetos, personas y saberes.1 [El acercamiento de la historia a la traducción corre parejo con la avalancha de trabajos acerca de la traducción no literaria, y particularmente la relacionada con la ciencia, la tecnología y la medicina, surgida desde Facultades de Filología y desde los Estudios de traducción.2

 

Fronteras borrosas, identidades nacientes

Dada la magnitud de estos estudios, no es posible resumir toda esta producción, ni siquiera resumirla de forma escueta, por lo que me limitaré a un grupo significativo de trabajos recientes, a los que remito para revisiones más exhaustivas. El objetivo es presentar las principales conclusiones de la investigación de los últimos años. Al hacerlo se ofrecerá también una muestra de los principales textos traducidos y un esbozo del retrato colectivo de autores, editores y traductores, así como de los principales públicos destinatarios. Se tratará de observar el rango variado de géneros de literatura científica, así como de los contextos institucionales y las formas de comercialización y circulación. Finalmente, a partir de un grupo de casos seleccionado por la existencia de estudios, se ofrecerán ejemplos del tipo de intervenciones realizadas en los textos, con el objetivo de estudiar las principales tendencias, tanto en las ideas como en las prácticas de la traducción científica durante el siglo XIX.

La historia de la ciencia está plagada de mitologías que se aceptan de forma acrítica. Circulan en manuales, obras de divulgación y es habitual escucharlas en boca de personas con formación en ciencias. Una de ellas es la denominada «revolución científica», considerada como el punto de partida de la ciencia moderna gracias a las innovaciones de personajes famosos como Copérnico, Galileo y Newton. Los estudios de historia académica, sin embargo, han abandonado esta noción de para cuestionar el papel de los experimentos cruciales y de los genios fundadores. La mayor parte de historiadores aceptan que muchos rasgos que actualmente se asocian con la ciencia moderna se consolidaron, en realidad, a través de un largo recorrido durante el siglo XIX (Cunningham & Williams 1993). A lo largo de ese siglo se fijaron muchos aspectos definitorios de las disciplinas experimentales, se establecieron las bases para su enseñanza y se creó una comunidad académica dedicada plenamente a su desarrollo. Las fronteras disciplinares fueron difusas y cambiantes. Por ejemplo, la física y la química compartieron un amplio terreno de investigaciones a principios del siglo XIX en torno a los denominados fluidos imponderables: la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo. En la segunda mitad del siglo la aparición de áreas como la cinética química, la espectroscopia o la termodinámica (Pohl Valero 2011) crearon otros puentes adicionales y zonas de frontera que sufrirían nuevas transformaciones a principios del siglo XX con el posterior desarrollo de la química física y la mecánica cuántica (Gavroglu & Simões 2012, Nye 1996).

Por otra parte, la conexión entre física y química y otras áreas como la medicina y las ciencias naturales también sufrió cambios importantes en esos años, lo que se refleja asimismo en la labor de traducción en temas como la toxicología (Campos Martín 2019) o el análisis de alimentos (Álvarez Jurado 2016). También hay que señalar las fuertes relaciones de la física y la química del siglo XIX con áreas diversas, y también cambiantes, en el ámbito de la industria, la minería, la agricultura y el transporte. En áreas como la enología (Álvarez Jurado 2015), la mecánica (Pinilla, Montesinos & Jiménez 2013), la minería (Puche 2004 y 2015) o el ferrocarril (Rodríguez Ortiz 2012) también hubo una importante labor de traducción que permitió la llegada de nuevos conceptos y términos relacionados con las ciencias experimentales.

Por si todo esto fuera poco, hay que añadir que las fronteras disciplinares presentaron formas diversas según el contexto académico, universitario, escolar o divulgativo en el que se produjeron las traducciones. Se debe abandonar, por lo tanto, cualquier intento de delimitación precisa del conjunto de obras estudiadas dentro de este apartado. La frontera difusa afecta al margen de error de todo balance cuantitativo de las traducciones. Por ejemplo, existe un repertorio exhaustivo de obras de química publicadas en España durante estos años, fruto de un proyecto inacabado y que solamente presentó resultados parciales (Portela & Soler 1987). Los propios autores de este repertorio reconocen la diversidad de publicaciones incluidas, desde grandes tratados de varios volúmenes a tesis doctorales o folletos de instrucciones de unas pocas páginas. Desde el punto de vista temático, el repertorio contiene obras generales de química, monografías de diversas especialidades y un amplio abanico de áreas cercanas, desde la farmacia, la minería y la agroquímica, hasta las industrias de jabones, perfumes, tintes y un número abultado de obras de divulgación, algunas de ellas relacionadas con la magia o con la alquimia. Por lo que respecta a los autores, se incluyen desde personajes desconocidos hasta químicos ilustres, entre ellos algunos como Mateu Orfila, cuya enorme producción, realizada toda ella en Francia, distorsiona considerablemente los datos de la primera mitad del siglo. Según reconocen los propios autores, tal diversidad no permite extraer grandes conclusiones, más allá de confirmar los conocidos períodos de la ciencia del siglo XIX establecidos hace décadas por José M. López Piñero: un primer tercio caracterizado por la crisis de las guerras y la represión absolutista, la lenta recuperación de los años centrales, y el fuerte desarrollo del último tercio que sentaría las bases de la denominada Edad de Plata de las primeras décadas del siglo XX (López Piñero 1992, Portela & Soler 1992). No existe un repertorio equivalente en el terreno de la física, aunque se dispone de un excelente catálogo de monografías y artículos de revista para el ámbito de la astronomía y de la geodesia, del que también se pueden extraer conclusiones semejantes (Castro 1991).

Un estudio cuantitativo más reducido, pero más homogéneo, permite extraer algunos datos adicionales sobre traducciones de manuales de química. La producción general sigue las tendencias antes marcadas, aunque se observan cambios sustanciales en la proporción de originales y traducciones. Durante el primer tercio del siglo la mayor parte de manuales de química fueron traducciones, principalmente de textos franceses. No resulta extraño, dada la importancia de la química francesa de esos años y de la cercanía cultural entre las lenguas, un contacto acrecentado por los viajes de pensionados y exiliados a Francia. En la etapa intermedia siguiente la producción original aumentó, con el consiguiente descenso del porcentaje de obras traducidas hasta su práctica desaparición en los niveles más elementales de la enseñanza. Las traducciones continuaron siendo un grupo notable de obras destinadas a la enseñanza universitaria. Al mismo tiempo, aumentaron las obras traducidas del alemán, muchas veces a través de versiones intermedias en francés. Finalmente, en el último tercio del siglo se observa un número mayor de traducciones del inglés y del alemán (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010 y 2011, Muñoz Bello 2015).

 

Autores traducidos

Entre los autores traducidos se pueden observar tres grandes grupos: personajes académicos y universitarios de reconocido prestigio en diversas ramas de las ciencias; profesores y autores de manuales y obras escolares; y autores de obras de divulgación dirigidas al gran público. El más numeroso es, sin duda, el de los autores de manuales. En la primera mitad del siglo se tradujo la práctica totalidad de los manuales de física relevantes publicados en Francia por Mathurin Brisson (1803–1804), Antoine Libes (1818, 1821, 1827–1828), Jean–Baptiste Biot (1826), Charles Bailly (1830), François Beudant (1830), Claude Pouillet (1841) y Camille Despretz (1845). Estas traducciones aparecieron antes de la irrupción Tratado elemental de física de Adolphe Ganot que se convirtió en un auténtico acontecimiento editorial, de resonancias internacionales, durante la segunda mitad del siglo. Desde su primera aparición en 1851 se publicaron dos versiones diferentes, que en total sumaron más de cuarenta ediciones y numerosas traducciones a lenguas como el italiano, holandés, alemán, polaco, inglés, búlgaro, ruso, turco, portugués, así como versiones parciales en sueco y chino. En castellano aparecieron también un gran número de ediciones, dirigidas tanto a la Península como a América Latina, incluso algunas publicadas bastantes años después de la muerte del autor (Simon Castel 2011 y 2013). En el caso de la electricidad y el magnetismo también hubo un predominio de traducciones procedentes del francés, si bien se pueden encontrar bastantes obras procedentes del inglés o alemán publicadas en la segunda mitad del siglo (Moreno 2015).

Junto con los manuales se tradujo también una importante cantidad de diccionarios especializados, aunque no tantos como en medicina o farmacia (Battaner 2001). Uno de los más importantes, de principios de siglo, fue el gran diccionario de física escrito en francés por Mathurin–Jacques Brisson, que también contenía voces relacionadas con la química y otras materias (Garriga 1997). A finales de siglo se tradujeron los primeros diccionarios especializados sobre electricidad y magnetismo (Moreno & Madrona 2004). También por esos años la editorial Espasa publicó la traducción del Nuevo diccionario de química en dos volúmenes de Émile Bouant, con las adiciones del ingeniero industrial Ramón Manjarrés y el farmacéutico Federico Trémols, ambos profesores de química en Barcelona, que coordinaron un equipo de tres autores más. Este fue el principal diccionario de química traducido en el siglo XIX, pero anteriormente se habían traducido obras de menor envergadura como el diccionario de reactivos químicos de Jean–Louis Lassaigne (1846), así como muchos otros de áreas relacionadas, como el Diccionario de falsificaciones alimentarias de Alphonse Chevallier (1854–1855) y de Jean–Léon Soubeiran (1876). También en este grupo cabe incluir el Diccionario tecnológico (1833–1835), traducido a partir de obra una colectiva francesa, similar a otra posterior (Diccionario de artes y manufacturas) de Charles Laboulaye (1856–1857). El traductor de esta obra en cuatro volúmenes, Francisco de Paula Mellado, emprendió un ingente trabajo de adaptación de expresiones, fórmulas y pesos y medidas. Contó con la ayuda de un equipo de académicos y artesanos para refundir o reescribir las entradas y hacerlas así más cercanas al interés del lector destinatario, lo que le costó una reprimenda de uno de sus primeros reseñadores, que no podía aceptar de ningún modo tantas diferencias entre original y traducción. Esta anécdota indica la existencia de diversos puntos de vista acerca de los límites en la intervención del traductor, así como unas fronteras difusas entre su labor y la de quienes firmaban como autores de las obras. Otro ejemplo es el Diccionario industrial de Carles Camps i Armet, una obra en cinco volúmenes que era, en realidad, un conjunto de extractos de obras extranjeras de física y química industrial, entremezclada con apartados de cosecha propia, fruto de su experiencia como ingeniero de máquinas de vapor (Silva Suárez 2004).

En el terreno de la química también la traducción se centró en obras francesas, lo que permitió disponer en castellano, en un plazo relativamente corto, de los principales manuales y tratados de química aparecidos en Francia desde principios hasta mediados del siglo XIX. Destacan los grandes tratados, entre cinco y diez volúmenes, de Antoine Fourcroy, Louis–Jacques Thenard y Jean–Baptiste Dumas. En la década de 1840 se produjo la traducción del gran manual de Jacob Berzelius, una obra compleja de la que se realizaron dos versiones diferentes. Estos grandes tratados de la primera mitad del siglo dieron paso en la segunda mitad a obras de menor volumen, tales como las de los franceses Fremy y Pelouze y las de Langlebert, autor también de un manual semejante de física, todos ellos reeditados en diversas ocasiones, también con diversas modificaciones y adiciones (Bertomeu Sánchez y Muñoz Bello 2015; Muñoz Bello 2015).

En ocasiones las traducciones se presentaron como respuesta a las necesidades generadas por las nuevas instituciones educativas que carecían de herramientas didácticas actualizadas. Algunos traductores consideraban sus obras como idóneas para cubrir estos huecos, pero otros no estaban del todo satisfechos. José Luis Casaseca pensaba que su traducción del Compendio de química de Eugène Desmarest (1828) era una aportación provisional hasta realizar una obra propia y plenamente adaptada a sus enseñanzas. Otras veces los traductores justificaron su obra por la llegada de nuevas interpretaciones (por ejemplo, la «teoría unitaria» en química) que no figuraban en los textos disponibles en castellano. También presentaron sus traducciones como un deber patriótico, es decir, como una forma de poner a disposición de la nación de los saberes de alto interés práctico producidos allende las fronteras. El traductor de un libro sobre tintes, realizado en francés por Jean–Baptiste Vitalis (1829), afirmó en el prólogo que su obra pretendía proporcionar «un beneficio a nuestra Nación» al elegir un libro que recogía la experiencia práctica de un autor de obras reeditadas en Francia.

Muchas traducciones se realizaron tras viajes al extranjero que propiciaron la visita a instituciones científicas y el conocimiento de nuevos métodos docentes o el contacto personal con personajes célebres y autores de obras de relevancia académica y práctica. Por ejemplo, Gregorio Verdú, militar y traductor del manual de química del francés Henri Regnault, señalaba entre sus razones la ausencia de obras semejantes en castellano, la necesidad de un manual para sus clases en la Academia de Ingenieros, la «reputación» de su autor y la existencia de traducciones de la obra en otros idiomas europeos. La traducción fue promovida por el viaje del traductor que pudo conocer personalmente al autor en Francia. El manual fue también empleado en las nuevas Facultades de Ciencias para los cursos de química inorgánica donde, según la lista de manuales oficiales de septiembre de 1867, también se debían utilizar dos traducciones francesas de obras de química (el famoso manual de Pelouze y Fremy y el de Cahours, también muy reeditado). Al mismo tiempo se ordenaba el uso de traducciones francesas en el caso de la química orgánica, incluyendo el tratado de Justus Liebig, originalmente escrito en alemán, pero traducido del francés por los farmacéuticos Rafael Sáez Palacios y Carlos Ferrari. Por el contrario, en las obras recomendadas por esas mismas fechas para la enseñanza de la física y la química en los institutos de secundaria, no figura ningún libro traducido. Es otra prueba más de la concentración de las traducciones en los niveles superiores de la enseñanza.

Junto con los principales manuales de física y química también se tradujeron obras destinadas al aprendizaje de las técnicas de laboratorio. Bajo el título «manipulaciones» de química o de física se tradujeron obras como las de Buignet (1887) o Jungfleisch (1888). En esta misma línea, aunque con un interés más recreativo, figuran obras como el Manual de física divertida de J.–S.–E. Julia de Fontenelle (1832) o las Recreaciones químicas de Jean–Charles Herpin (1827) y Friedrich Accum (1826, 1831, 1837), esta última una de las más famosas de este tipo, que fue traducida a partir de la versión inglesa por J. L. Casaseca, y, a partir de la tercera edición francesa por Juan Manuel Abella. El resultado fueron obras sustancialmente diferentes debido a los cambios introducidos por los traductores franceses (Jean–René Riffault y Amand–Denis Vergnaud) que, además de experimentos propios, incorporaron fragmentos de Samuel Parkes (Bragt 1995; Knight 2000). Eran obras con experimentos caseros, fenómenos curiosos o pequeños juegos, por lo general concebidos para ser realizados en el hogar. Junto con las mencionadas de principios de siglo, una de las más populares fue Las recreaciones científicas o La enseñanza por los juegos de Gaston Tissandier, que se tradujo y reeditó en las décadas finales del siglo por la editorial de Carlos Bailly–Baillière. Uno de los traductores fue Eduardo Sánchez Pardo, también traductor del Tratado elemental de física de A. Ganot para la misma editorial.

Junto con Tissandier también se tradujeron obras de grandes divulgadores franceses de la segunda mitad del siglo XIX, como Louis Figuier, Amédée Guillemin o Camille Flammarion. Sus trabajos aparecieron tanto en la prensa como en monografías y obras enciclopédicas, con bellos grabados fruto de la pericia de los impresores (Hibbs 2015). Un ejemplo, aunque más centrado en la historia natural, es la traducción de Cosmos (1851, 1874) una de las obras más populares de Alexander von Humboldt. Junto a este grupo de famosos divulgadores y científicos, cuyas obras fueron traducidas a muchos idiomas, figuran también una variedad de personajes actualmente desconocidos que realizaron obras de divulgación de saberes prácticos y aplicaciones industriales. Algunos ejemplos son los manuales de conservación de alimentos y cocina de Henri Duval, los libros de temática agroindustrial de Jules Rossignon o la Pequeña enciclopedia química industrial práctica, un conjunto de folletos de bajo coste editados en Madrid por Bailly–Baillière. Muchos de ellos fueron traducidos por Joaquín Olmedilla, autor de manuales y libros de divulgación de contenidos similares a los que traducía. También vertió libros de farmacia y química médica, que dejó prolijamente anotados, y una de las obras de divulgación de química en alemán más populares del siglo, Die Schule der Chemie de Julius Adolph Stockhardt, la cual fue reeditada y traducida a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XIX en muchos países de Europa (Haupt 1987; Portela & Soler 1992).

 

Traducción y negocio editorial

Las primeras décadas del siglo estuvieron marcadas por una fuerte inestabilidad en el mercado editorial, lo que condujo a la desaparición paulatina de importantes editores, libreros y editores del siglo XVIII. Dentro de este grupo, y con un papel destacado en la producción de obras de ciencias, figuran las imprentas de Antonio Sancha y Fermín Villalpando, que cerraron a principios de la década de 1830. También la Imprenta Real, que produjo grandes traducciones, como el gran tratado de química de Fourcroy (1803–1809) a principios del siglo, dejó de tener relevancia en las décadas posteriores. Otros, como la imprenta de Mateo Repullés o de León Amarita, iniciaron su andadura en las primeras décadas del siglo XIX en Madrid y desempeñaron un papel relevante en la producción de traducciones científicas. En Barcelona, el impresor Antonio Brusi i Mirabent editó la traducción de Carbonell Bravo de un tratado de química escrito por el italiano Giusseppe Mojon (1818). Más adelante fue reemplazado por su mujer y sus hijos, que continuaron editando traducciones francesas, como el manual de física experimental de C. Pouillet (1841). Otro editor relevante de Madrid fue Alejandro Gómez Fuentenebro, que dio a la luz la traducción del tratado de química de Jean–Louis Lassaigne, dentro de una colección dedicada a la medicina y la farmacia, la cual se vendía en la librería de la viuda de Calleja. También esta librería comercializó una versión del popular manual de física de César Despretz para su Enciclopedia de medicina, cirugía y farmacia. Estos grupos de impresores–editores y libreros–editores fueron los principales productores y distribuidores de traducciones de física y química en la primera mitad del siglo XIX. Sus estrategias comerciales fueron muy variadas, desde las ventas por entregas, las suscripciones o la inclusión de la obra en colecciones como las mencionadas o como el «Tesoro de las Ciencias Médicas», en la que apareció la traducción de tratados alemanes de química de mediados del siglo XIX.

Durante las primeras décadas del siglo hubo también una importante producción en castellano editada en París y Londres. En Inglaterra, Rudolph Ackermann y sus sucesores, publicaron toda una serie de «catecismos» de diversos temas, entre los que figuraba uno dedicado a la química realizado por Samuel Parkes (1830). También editó la traducción del manual de física de Neil Arnott (1837) que fue encargada a Manuel María Sáenz de Buruaga, un párroco exiliado en Londres por haber sido miembro de las Cortes en el Trienio Liberal. En París cumplieron un papel similar los editores Rosa y Bouret, que también comercializaban en muchas partes de América Latina desde las primeras décadas del siglo XIX. En la segunda mitad, Rosa y Bouret publicó pequeños manuales de ciencias, incluyendo una de las primeras ediciones del manual de física de A. Ganot (1860) o el Manual de química divertida de Eduardo Vélez de Paredes (1860), que formaba parte de una gran Enciclopedia Hispanoamericana. Bouret continuó explotando en las últimas dos décadas del siglo las traducciones de manuales de éxito como los de Ganot y Langlebert o la física recreativa de Tissandier.

Con sus delegaciones y acuerdos con librerías en otros países, Rosa y Bouret fueron una de las primeras editoriales que produjo y comercializó traducciones de física y química en la Península Ibérica y en Latinoamérica. Otra pionera fue la editorial de la familia Bossange, que publicó en 1825 una traducción de las Recreaciones físicas de Alexandre Bertrand. La librería de Louis Hachette publicó traducciones al castellano de obras de divulgación de Louis Figuier (1866–1867) a mediados de siglo y también manuales elementales de física, como los de Augustin Privat–Deschanel (1876, 1884). Otros editores parisinos de la segunda mitad fueron Garnier Hermanos o Armand Colin, este último editor de versiones castellanas de los cursos de ciencias de Paul Bert (1891).

Un cambio relevante en el terreno de la edición de traducciones fue la desaparición de la censura previa y del control inquisitorial de la circulación de libros. Esta última fue reavivada a finales del siglo XVIII para establecer un cordón sanitario frente a los escritos de la Revolución Francesa, lo que afectó a algunas obras de ciencia. Aunque en plena decadencia, ambos mecanismos de control estuvieron vigentes hasta la década de 1830 y afectaron a algunas traducciones de obras de física y química, a veces dando lugar a controversias acerca de los criterios terminológicos adoptados o las formas más adecuadas de expresar determinados conceptos en castellano (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2009). A mediados del siglo pueden observarse dos transformaciones adicionales en el mercado editorial: la diversificación de editores con la ampliación del número de localidades de edición, y la irrupción de las grandes editoriales científicas internacionales, una transformación que ocurrió en muchos otros lugares de Europa. Por ejemplo, en el terreno de la física la editorial de origen francés, regentada por Carlos Bailly–Baillière y con sede en Madrid desde mediados del siglo XIX, jugó un papel destacado en la circulación de manuales de gran éxito, como el de Adolphe Ganot, que ayudó a comercializar también en América (Simon Castel 2011) o las grandes pequeñas enciclopedias de divulgación acerca de la electricidad editadas por Henri de Graffigny o Thomas O’Conor Sloane (Moreno 2017a y 2019). Esta labor fue continuada a principios del siglo XX con grandes proyectos divulgativos como los manuales editados por Soler y Gallach, que también tendrían mucho éxito (Moreno 2017c).

Los cambios del mercado editorial estuvieron también acompañados por innovaciones en la impresión de las obras. Una transformación muy importante fue el traslado de las imágenes situadas en las láminas desplegables finales al interior del texto, gracias a la adopción de nuevas técnicas de impresión en la década de 1830, que se generalizaron en la segunda mitad del siglo. Se produjo así no solo un aumento del número de imágenes, sino también un cambio en la naturaleza de las mismas y su relación con el texto (Bensaude–Vincent, García Belmar & Bertomeu Sánchez 2003, Simon Castel 2011). Todo ello planteó retos importantes a los editores, que en las décadas centrales del siglo no disponían de recursos técnicos suficientes, ni tampoco acceso a las láminas originales, para producir las traducciones. Por ello, algunas de las publicadas entre 1840 y 1850 tuvieron que modificar sustancialmente la cultura visual de las obras originales, bien al resituar las imágenes de nuevo al final, o bien al reducir el número o la calidad de las mismas. En otras ocasiones, ya más avanzado el siglo, los editores internacionales pudieron acceder con mayor facilidad a las láminas originales para reproducirlas con las técnicas adecuadas. Al igual que ocurrió con los textos, editores y traductores dispusieron así de un margen de acción importante en la cultura visual de sus obras, dentro de las limitaciones técnicas y comerciales de cada momento (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010).

La producción editorial reseñada estaba dirigida a un público amplio y diverso, que fue creciendo a lo largo del siglo. Por un lado, el público cautivo más importante, y al que se dirigieron la mayor parte de las traducciones, fue el de los estudiantes universitarios de ciencias y de las escuelas de cirugía y las facultades de Medicina y Farmacia, dentro de las cuales existieron estudios de física y química, sobre todo después de la reforma de la década de 1840. Creadas a mediados de siglo, las facultades de Ciencias nunca llegaron a alcanzar un volumen de estudiantes similar a los estudios médicos, por lo que el número de traducciones destinadas a este público fue menor, aunque más especializado. Otro grupo importante dentro del público destinatario fueron los estudiantes de las cátedras de química extrauniversitarias sustentados por la monarquía o por las Sociedades Económicas de Amigos del País. Algunas de estas cátedras fueron el punto de partida de los estudios científicos en los institutos de enseñanza secundaria creados durante la década de 1840, para los que también se realizaron algunas traducciones, antes de que los manuales pasaran a ser mayoritariamente escritos por los propios profesores de esos centros. Finalmente, otro grupo amplio de traducciones estaba dirigido a la población en general, a menudo con alguna especificación por profesiones (artesanos, agricultores, industriales, etc.) o por género. Como se verá más adelante, un grupo sustancial de las obras de divulgación estuvo específicamente dirigido a mujeres.

 

Las revistas científicas

Este panorama general de los libros traducidos deja patente la importancia de las traducciones para poner a disposición de un público lector amplio los nuevos saberes relacionados con las ciencias experimentales del siglo XIX, que llegaron a través de los principales tratados y manuales y de obras de divulgación. Resulta llamativa la lista de textos, hoy considerados clásicos de la ciencia, que nunca llegaron a traducirse: The New System of Chemical Philosophy de John Dalton (1808–1810), un libro que inauguró una nueva etapa del atomismo; el Essai de mécanique chimique fondée sur la thermochimie, de Marcelin Berthelot (1879), obra fundamental en el desarrollo de la termoquímica; A Treatise on Electricity and Magnetism, de James Clerck Maxwell (1873), un trabajo imprescindible en la física matemática. Estos libros, y otros textos de sus autores, fueron bien conocidos por la comunidad académica, en parte por las traducciones de manuales, pero sobre todo por artículos publicados en revistas científicas, una literatura con importancia creciente, que se transformó en la principal forma de comunicación académica durante la segunda mitad del siglo. Por ello, un panorama general de las ciencias experimentales en esta centuria debe inevitablemente incluir la labor de traducción y asimilación realizada desde las revistas académicas y de divulgación, una literatura muy variada y todavía poco estudiada. Me limitaré a ofrecer algunos ejemplos a partir de los repertorios bibliográficos disponibles, todos ellos afectados por sesgos y problemas de delimitación todavía mayores a los comentados anteriormente. El único repertorio de revistas científicas y técnicas del siglo XIX es un amasijo de publicaciones tan variopintas que lastra cualquier conclusión extraída a partir del mismo (Ten & Aragón 1996, Borrás 2003).

Por todo ello, y aunque resulte evidente la relevancia de la traducción de revistas y artículos variados, sus consecuencias resultan más difíciles de aquilatar. Un ejemplo de la importancia es una de las primeras revistas científicas en castellano, editada por un breve período en Bayona en 1806, y que tenía por título Diario de química, física, medicina, cirugía, farmacia, botánica, mineralogía, historia natural, comercio y artes. Se trataba, según su subtítulo, de una «Colección de la disertaciones y memorias, observaciones y descubrimientos y presentados a las Sociedades sabias de Francia y a sus principales Escuelas, y leídos en sus Juntas públicas y privadas». Durante su breve existencia incluyó trabajos de autores como Luigi Brugnatelli, L.–J. Thenard, Sigismund F. Hermbstaedt, y un gran número de extractos, la mayor parte procedentes de revistas francesas como el Journal de Physique o los Annales de Chimie. Otro ejemplo, de mayor duración, es la revista editada por el químico J. L. Casaseca, tras su retorno del exilio en Francia en 1831: El Propagador de Conocimientos Útiles. Eran pequeños folletos, de periodicidad mensual y bajo coste, que contenían artículos de una o dos páginas. Casaseca resumía o traducía textos publicados en revistas extranjeras, principalmente en francés, tales como el Journal des Connaissances Usuelles o el Journal de Pharmacie. También solía incluir un artículo traducido de mayor extensión y contribuciones aportadas por lectores y colaboradores. Los temas eran diversos: pintura, cerámica, alumbrado, salud pública y artes industriales, todo ello combinado con trabajos dedicados a descubrimientos recientes en las ciencias experimentales, tales como nuevos elementos, compuestos, instrumentos, etc. (Bertomeu Sánchez 2011).

La eclosión del periodismo científico y de las revistas de divulgación durante la segunda mitad del siglo XIX hace difícil ofrecer un panorama general. Algunas revistas comercializaban libros por entregas o publicaban fragmentos de obras extranjeras en sus páginas. Un ejemplo es la pionera traducción de los primeros capítulos de un tratado de química legal en la revista La Abeja Médica en 1851. La traducción completa apareció en forma de monografía por parte de otro traductor, que pudo así aprovechar la publicidad generada por la aparición en una revista muy centrada en temas de toxicología (Suay–Matallana 2020). Es razonable pensar que hubo muchos otros solapamientos entre las traducciones aparecidas en forma de libro y aquellas publicadas por entregas en las revistas y todavía poco conocidas. Hay que tener en cuenta que algunas publicaciones periódicas se parecían mucho a los grandes tratados comercializados por entregas. Así es el caso del Semanario Químico–Artístico, que comenzó editar Luciano Martínez durante 1847, al mismo tiempo que comercializaba su traducción por entregas del gran tratado de química de Dumas. En realidad, el primer volumen del semanario contiene todos los apartados de un manual de física y química. Los siguientes volúmenes presentan un tratado sobre jabones, unas recreaciones físico–químicas y un manual de fabricación del vino. Eran similares a monografías publicadas esos años y se podían adquirirse independientemente. Por otra parte, también hubo una continuidad entre las revistas académicas y la prensa general, al menos en el terreno de la ciencia. La fuerte presencia de la ciencia en la prensa general ha sido constatada en numerosos países durante el siglo XIX, con diversas formas, temas, autores y públicos destinatarios (VV. AA. 2005, Papanelopoulou & Kjærgaard 2009, Papanelopoulou, Nieto & Perdiguero 2009).

También aparecieron artículos de física y química en semanarios industriales y agrícolas o en revistas médicas y farmacéuticas. Un trabajo limitado a este último grupo ofrece pruebas contundentes del peso de la traducción entre 1851 y 1868, la cual podría implicar más de la mitad de los artículos, si se incluyen los anónimos, que eran muchas veces extractos de revistas extranjeras, sobre todo francesas como el Journal de Pharmacie o el Journal de Chimie Médicale. También aparecen extractos de revistas alemanas (Journal für Praktische Chemie) e italianas Giornale di Farmacia, di Chimica e di Scienze Affini), pero apenas hay ejemplos de revistas inglesas. Hay muchos trabajos de investigación pionera, sobre todo de autores franceses, que suponen alrededor de dos tercios de los identificados. Entre ellos figuran autores como Marcellin Berthelot (química orgánica), Louis Pasteur (cristalografía, fermentación) o Henri Sainte–Claire Deville (aluminio). Hay también una fuerte presencia de autores alemanes como Friedrich Wöhler (química inorgánica) y Justus Liebig (química orgánica), Robert Bunsen (análisis), Otto Linné Erdmann (toxicología), este último editor del Journal für Praktische Chemie. Se tradujeron muchos menos autores británicos, entre ellos el farmacéutico londinense William Bastick. Hay que señalar también diferencias importantes en cuanto a fuentes, autores e idiomas de origen en las tres revistas estudiadas (Soler 1979).

La importancia de la traducción es también patente en la Revista de los Progresos de las Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, editada por la Real Academia de Ciencias durante toda la segunda mitad del siglo XIX. Era una publicación complementaria a las Memorias, también aparecidas en 1850, y que recogían trabajos originales y discursos de los académicos. En la Revista de los Progresos, por el contrario, se pretendía presentar las novedades científicas a partir de la rica colección de revistas extranjeras recibidas por la Academia. En su primer número incluyó sobre todo traducciones de revistas relacionadas con la Academia de Ciencias francesa (Comptes rendus, L’Institut, etc.). Aunque a partir del tercero comenzaron a proliferar memorias y extractos de artículos en castellano, los editores continuaron traduciendo textos procedentes de revistas francesas, como Annales de Chimie, Annales de Sciences Naturelles, Cosmos, Presse Scientifique, etc. También se incluyeron resúmenes de conferencias, cursos o informes presentados en otras Academias de Ciencias con las que mantuvo contactos e intercambios. La revista contó con la colaboración de los corresponsales extranjeros de la Academia, que publicaron extractos y ayudaron a seleccionar noticias. Por ejemplo, gracias a la labor del corresponsal en París, el químico Jean–Baptiste Dumas, tradujo un artículo de la revista francesa Cosmos con las primeras noticias acerca de la nueva técnica de análisis espectral de Robert Bunsen y Gustav Kirchhoff, con la que tantos descubrimientos famosos se realizaron en las décadas posteriores (Pérez García & Muñoz 1988).

El ejemplo de las técnicas espectroscópicas muestra la relevancia de las traducciones aparecidas en revistas, un terreno todavía por explorar con más detalle. También sería necesario conocer mejor toda una serie de pequeños textos relacionados con el incremento del comercio internacional de medicamentos y de instrumentos científicos a finales del siglo XIX. La comercialización de este tipo de productos, y de otros semejantes, exigió la traducción de un conjunto amplio de folletos, guías, prospectos, instrucciones, catálogos y otros impresos, de los cuales solamente una pequeña parte se han conservado. Del mismo modo, también están por explorar las numerosas traducciones que circularon de forma manuscrita, tanto para uso personal como colectivo, tal y como ocurrió con los cuadernos de estudiantes (García Belmar & Bertomeu 2010).

 

Una torre de Babel en ciencias

Los cuadernos de estudiantes del siglo XIX son una de las fuentes que permiten captar el universo de la oralidad, sin el cual resulta imposible entender la vida académica en esos años (Wacquet 2003). Por ello, además del escrito, resulta necesario abordar las prácticas de traducción del discurso oral y las propuestas para superar las barreras lingüísticas en reuniones científicas y congresos cada vez más transnacionales. Durante el siglo XIX, sobre todo en la segunda parte, se desarrollaron los primeros grandes congresos internacionales en el terreno de las ciencias experimentales, lo que supuso mayores exigencias comunicativas entre lenguas diferentes. Uno de los primeros de este tipo tuvo lugar en 1860 en Karlsruhe con la participación de un centenar de químicos de una docena de países europeos, entre ellos el farmacéutico Ramón Torres Muñoz de Luna (Gutiérrez Cuadrado 1998b). Estos congresos internacionales fueron cada vez más habituales y se transformaron en un ingrediente fundamental de la práctica científica en las primeras décadas del siglo XX. Estas reuniones obligaron a vencer las barreras lingüísticas en unos años caracterizados por una auténtica babel científica. Para superarlas fue necesario un constante recurso a la traducción entre las principales lenguas en las que se publicaban textos de ciencia. También se propuso la adopción de lenguas vehiculares como el esperanto o el ido, en las que colaboraron numerosos científicos como Wilhelm Ostwald (Gordin 2015). Otro de ellos fue el ingeniero de montes Ricardo Codorníu y Stárico, que defendió el uso del esperanto en ciencia, así como la adopción de otros estándares internacionales, como el sistema de clasificación decimal. Según Codorníu, la variedad de idiomas empleados por la comunidad científica implicaba un esfuerzo que consumía más del «treinta por ciento de la vida útil». Pensaba que era imposible que una lengua viva como el francés o el inglés pudiera erigirse en lengua universal, por lo que defendía la promoción del esperanto como «la mejor arma para comunicarse de forma rápida y útil entre los científicos», al mismo tiempo que ayudaría a la mejora de la agricultura y la industria con la rápida circulación de novedades (Olagüe 2004).

Las propuestas de lenguajes universales nunca llegaron a desarrollarse plenamente y durante todo el siglo XIX los avances de la física y la química estuvieron íntimamente relacionados con la traducción. Tal y como se ha visto anteriormente, la mayor parte de ellas se realizaron a partir de textos escritos en francés, o de versiones francesas de obras escritas en otras lenguas. Esta situación puede explicarse por la cercanía entre las lenguas, el amplio conocimiento del francés entre la comunidad académica española del siglo XIX, los viajes formativos a los grandes centros educativos franceses realizados por muchos estudiantes de ciencias, y los exilios más o menos prolongados en Francia por motivos políticos o económicos, muchos de los cuales, tal y como se ha visto, propiciaron traducciones (García Belmar & Bertomeu Sánchez 2003, Muñoz 2015 y 2016).

Por lo que respecta a obras escritas originalmente en alemán se tradujeron un buen número de ellas en el terreno de la minería y de la mineralogía, lo que en parte se explica por los viajes de pensionados españoles a Escuelas de Minas centroeuropeas y la contratación de profesores de minería como Christian Hergen, que desempeñó una importante labor docente en Madrid a principios del XIX (Bertomeu Sánchez 1992; Puche 2016). También hubo traducciones de autores franceses como el manual de Charles Blondeau, que sirvió para discutir las diversas propuestas terminológicas (Díez de Revenga & Puche 2009). El peso de las fuentes francesas se mantuvo durante la segunda mitad del siglo, incluso en los años de gran desarrollo de la química alemana. El ya mencionado estudio centrado en revistas farmacéuticas entre 1851 y 1868 muestra que las fuentes francesas suponían más de dos tercios de los artículos, mientras que solamente un 10% correspondía a publicaciones de origen alemán (Soler 1982).

Un caso singular, por la gran cantidad de lenguas implicadas, es el gran manual de Jacob Berzelius, una obra de autoría compleja, originalmente escrita en sueco, pero transformada en una obra influyente gracias a las versiones de Friedrich Wöhler, que amplió y renovó las sucesivas ediciones en alemán, las cuales fueron también modificadas sustancialmente en otras traducciones, particularmente en las versiones francesas, a partir de las cuales surgió la traducción en castellano, también con sus correspondientes modificaciones. La versión castellana fue iniciada por dos farmacéuticos, Rafael Sáez Palacios y Carlos Ferrari, en 1845 con tan mala fortuna que, justo en esos momentos, comenzó a publicarse una nueva edición francesa, notablemente aumentada y modificada por los químicos Ferdinand Hoefer y Melchior Esslinger, que emplearon la más reciente edición alemana y añadieron nuevas actualizaciones y adiciones. De este modo, los primeros volúmenes en castellano fueron traducidos a partir de la versión anterior francesa de 1839 y, al percatarse de los cambios sustanciales en la nueva edición, los traductores realizaron una nueva versión que se publicó en la década de 1850 (Blondel–Megrelis 2000, Muñoz 2015).

En términos generales, las traducciones de textos originales en alemán, a veces a través de lenguas intermedias como el francés o el inglés, se incrementó en la segunda mitad del siglo XIX, en parte como resultado del gran desarrollo de la investigación experimental y de la industria química alemana. Destacan en este conjunto las obras de nueva química orgánica surgida en los años 40 del siglo XIX, entre las que aparecen varios textos de uno de sus fundadores, Justus von Liebig, algunas traducidas por Torres Muñoz de Luna, uno de los químicos impulsores de este tipo de investigaciones en España. También son numerosas las traducciones en la segunda mitad del siglo XIX de los principales autores de la nueva especialidad de química analítica, especialmente las obras de pioneros alemanes, como Heinrich Will y Karl Remigius Fresenius, cuyos tratados fundacionales fueron vertidos por dos reconocidos especialistas: Magí Bonet i Bonfill, catedrático de análisis de la Universidad Central, y Vicent Peset i Cervera, un médico que dirigió un laboratorio de análisis en Valencia. También en temas relacionados de la naciente química biológica se tradujeron monografías y una gran cantidad de artículos alemanes en diversas revistas de finales del siglo XIX.

Finalmente, dentro de esta babel de lenguas, sería necesario considerar también toda una serie de cuestiones menos estudiadas, tales como las traducciones relacionadas con lenguas como el catalán, el gallego y el vasco. Aunque tuvieron un fuerte número de hablantes durante el siglo XIX, se publicaron pocas monografías relacionadas con la ciencia, lo que evidencia el carácter elitista de gran parte de la producción revisada en este apartado, incluso aquella destinada a la divulgación. Los movimientos políticos y culturales de finales del siglo XIX, que condujeron a una recuperación de la literatura escrita en estas lenguas, también se desarrollaron en el terreno de la ciencia y tuvieron su pleno desarrollo en las primeras décadas del siglo XX, igualmente con actividades de traducción. Por ejemplo, en 1879, dentro de una colección editada por el Diari Català, se tradujo el Viatge d’un naturalista de Darwin y, ya en 1919, la Societat de Química de Catalunya tradujo el primer volumen del Tractat elemental de química de Antoine Lavoisier. Las características y el impacto de este tipo de traducciones, que también aparecieron en la prensa escrita en gallego o catalán, son cuestiones todavía poco estudiadas, teniendo en cuenta que gran parte de los estudios acerca de estas lenguas están centrados en la época bajomedieval y moderna (Figueres 1999; Vernet & Parés 2009). De igual modo, no he podido recoger apenas información de las traducciones realizadas a partir del italiano, más allá de constatar que existen textos relevantes como el manual de química de G. Mojon (1818), ya comentado, o de las traducciones del castellano a otras lenguas, un grupo pequeño, si se excluyen casos singulares como las obras de Mateu Orfila, pero de gran interés para su estudio (Valera 2006). Son solamente ejemplos de las muchas cuestiones pendientes de abordar.

 

Perfiles biográficos de la traducción

El anterior repaso muestra que una parte sustancial de los traductores fueron profesores y autores de obras de física y química. Hubo pocos casos de traductores «profesionales» que abordaran un amplio espectro de obras. Uno de ellos fue Pedro María Olive, que había estudiado leyes y completó su formación en París con estudios de química, lo que le permitió realizar la traducción del monumental tratado de química de Antoine Fourcroy en la primera década del siglo XIX. Contó con la ayuda del químico francés Louis Proust y su ayudante de laboratorio (Hernández Morillas 2014). Otro ejemplo es Eugenio de Tapia, también formado en derecho y teología, y autor de obras de jurisprudencia y literatura, que compaginó con una traducción de una obra francesa de divulgación científica, tal y como se ha visto.

Salvo los casos excepcionales citados, casi todos de la primera mitad del siglo, la mayor parte de los traductores ejercían actividades más o menos relacionadas con las ciencias experimentales. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo, el grupo más importante de traductores fueron médicos y boticarios, que constituían buena parte de las personas que investigaban y publicaban obras relacionadas con la química. Uno de los más destacados fue Higinio A. Lorente, que inició su labor como traductor de los Elementos de química de Jean–Antoine Chaptal cuando era estudiante en Madrid a principios de la década de 1790 y continuó posteriormente con obras de toxicología, medicina y una importante obra de terminología química (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2009). Otro notable traductor de obras médicas y químicas fue el ya citado J. L. Casaseca, hijo de emigrados políticos en Francia, que tuvo la oportunidad de formarse en las instituciones científicas de París de principios del siglo XIX. Realizó traducciones de manuales de química, así como obras de farmacología que introducían novedades importantes en experimentación animal, como los trabajos François Magendie (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010).

También existe un buen número de autores relacionados con el ejército, dado que fue uno de los espacios en los que se impartieron clases de física y química. Algunos ejemplos son Juan Antonio Munárriz de la Academia Militar de Segovia, donde tradujo el Tratado elemental de química de Lavoisier, y Gregorio Verdú, brigadier y encargado del curso de química en la Academia de Ingenieros. Muchos autores se familiarizaron con las ciencias y con los idiomas debido a sus viajes motivados por estudios o por el exilio más o menos forzado. Pere Mata, un médico de Reus que realizó gran cantidad de traducciones de textos muy variopintos, comenzó su labor de traducción durante su estancia en Francia para continuarla posteriormente a su regreso a la Península a mediados del siglo XIX (Cuenca 2017).

Hay casos singulares, variopintos e inclasificables. Jaume Almera, traductor de un exitoso manual de química francés con cuatro ediciones entre 1873 y 1903, había seguido la carrera sacerdotal y, tras obtener el doctorado en Ciencias, fue nombrado profesor de Historia Natural en el Seminario Conciliar de Barcelona. Sus publicaciones fueron en el terreno de la geología, más que en la química, a pesar de lo cual su traducción estaba salpicada de notas al pie, adiciones y comentarios (Garriga & Pascual 2009).

Otros casos singulares son los autores extranjeros que vivieron en la Península, como fue el caso del mineralogista alemán Christian Herrgen, que publicó una obra sobre la formación de rocas, basada «en varias obras alemanas» de la escuela de Abraham Gottlob Werner, o del químico Louis Proust, que colaboró en la traducción de la gran obra de química de Antoine Fourcroy, y publicó versiones de sus propios trabajos en francés y castellano (Florián 1999). También es singular el caso de Mateu Orfila, autor de uno de los más importantes manuales de química, escrito originalmente en francés, debido al exilio más o menos forzado en París de este autor de origen menorquín. En la portada de la traducción se indicaba que Orfila había realizado la versión en castellano de la primera edición de su obra en 1818, pero las sucesivas traducciones, algunas de ellas sobre versiones simplificadas, fueron realizadas por autores diversos. Sus todavía más famosas obras de toxicología fueron traducidas por autores tan diferentes como Mariano de Larra, médico afrancesado y padre del famoso escritor, o el farmacéutico, literato, político y periodista Pedro Calvo Asensio (Campos Martín 2019)

Dejando de lado los casos excepcionales, los traductores de obras de física y química del siglo XIX fueron, por lo tanto, hombres de ciencia, profesores y divulgadores. No he podido encontrar traducciones realizadas por mujeres, a pesar de que probablemente debieron desempeñar un papel relevante, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Varias obras dirigidas a mujeres se tradujeron a principios del siglo XIX, siguiendo una línea de publicaciones que se remontaba al siglo anterior. Eugenio de Tapia vertió las Cartas a Sofía en prosa y verso sobre la Física, Química e Historia Natural (1819) de Louis–Aimé Martin, obra publicada en francés y reeditada en numerosas ocasiones. Por su parte, el ingeniero Juan López de Peñalver publicó en 1798 las Cartas de Leonhard Euler a una princesa alemana, acerca de diversas cuestiones de Física y Filosofía, a partir de una edición incompleta realizada por Condorcet, de la que eliminó varios fragmentos, sobre todo los vinculados con la religión (Euler 1990); la obra se reeditó durante las primeras décadas del siglo XIX. También se encuentran gran cantidad de publicaciones dirigidas a mujeres en la prensa académica y generalista del siglo XIX, particularmente en temas aplicados o relacionados con la química doméstica, así como también en el terreno del ocio y los experimentos químicos destinados al entretenimiento en el hogar (Galbis 2001).

La ausencia de mujeres responde a su invisibilidad como autoras y traductoras durante el siglo XIX. Quizá alguna de ellas se ocultó bajos siglas o acrónimos como las que aparecen para designar la labor de traducción en buena parte de las obras. Basta con recordar que una de las obras de divulgación más famosas de la época, las Conversations on Chemistry, fue publicada anónimamente por la autora británica Jane Marcet en 1806 para ser reeditada durante toda la primera mitad del siglo. Como en otras ocasiones, la versión en castellano se realizó a partir de la publicación francesa, que apareció casi simultáneamente a la edición en castellano que también fue publicada en París, en todos los casos sin indicación de la autora (Cole 1988; Lindee 1991).

 

Traiciones más o menos consentidas

En los ejemplos anteriores se ha mencionado la acción creativa de los traductores, desde la selección de las obras, a menudo de acuerdo o bajo la solicitud de editores, hasta la inclusión de nuevos fragmentos, adendas, notas o apéndices que, en ocasiones, se publicaron de forma separada. También recortaron y resumieron textos, combinaron varias obras en un mismo libro, suprimieron asuntos problemáticos (por ejemplo, una referencia a Napoleón en un tratado de química de Fourcroy), y reorganizaron secciones completas, a menudo tras la actualización de pasajes. Se ha visto que algunas de estas incursiones generaron críticas, pero la comunidad académica se decantaba más por la actualización que por la fidelidad al original. Actualizar era una tarea considerada necesaria en la traducción de obras de ciencia y, como regla general, se esperaba que el traductor corrigiera errores, añadiera nuevos datos y presentara nuevas interpretaciones ajenas, incluso contrarias, a las del autor original. Esta relación irreverente con el original no fue siempre compartida, ni tampoco seguida a pies juntillas por los traductores porque en muchos casos no disponían de tiempo, motivaciones y conocimientos para la reescritura masiva del original. Existió una amplia gama de matices en las ideas y en las intervenciones según autores, traductores, editores, géneros y contextos históricos, una variedad de traiciones consentidas de la que solamente se pueden ofrecer aquí algunas pinceladas.

La falta de acuerdo respecto a las virtudes de la traducción científica se refleja en numerosas críticas contra las malas traducciones y una cierta ambivalencia acerca del valor de este tipo de producciones frente a las obras originales. Para Pedro María Olive, una mala traducción en el campo científico comportaba riesgos mayores que en el terreno literario, «pues a la corrupción de la lengua y del gusto se añade la del arte»; no solamente «nos corrompe y adultera nuestra literatura», sino que «también es perjudicial a la vida y a los intereses de los ciudadanos», «cual manjar venenoso y pestífero». Abogaba por un fuerte control de este tipo de traducciones para evitar la proliferación de versiones descuidadas y groseras, fruto «del loco amor propio o de la vil codicia de los traductores». Por su parte, un comentarista anónimo de la traducción castellana de los Elementos de química de Orfila dudaba que el autor hubiera revisado la traducción, plagada de burdos galicismos, errores ortográficos y descuidos de impresión. Sentía dolor porque «un buen tratado de química escrito por un español» estuviera «en buen francés y en mal castellano» (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010, Garriga 2017).

Esta percepción negativa acerca de la calidad de las traducciones se puede encontrar en muchos otros autores de esos años. Por ejemplo, cuando se recabó su opinión acerca de los manuales disponibles alrededor de 1845, fecha de la gran reforma universitaria, Andrés Alcón, un químico–farmacéutico con larga experiencia docente, señaló que los grandes tratados eran los de Thenard y Berzelius, pero que sus traducciones al castellano «no merecen la mayor confianza». Otro profesor de esos años, Vicente Masarnau, también indicó que las traducciones de Lassaigne, Orfila, Payen y otros anuales semejantes estaban «tan mal traducidas que valiera más que se hallaran en su primitiva lengua» (Moya 1994). Al margen de la validez de estas afirmaciones, resulta evidente que las críticas reflejan una cierta ambivalencia frente a las traducciones, aceptadas por ser vehículos de saberes relevantes y, al mismo tiempo, criticadas por su mala calidad o, más bien, por evidenciar la falta de producción original.

Las críticas también reflejan los diversos puntos de vista acerca de los modos de realizar la traducción, los argumentos para llevarla a cabo, la naturaleza de la intervención y las fuentes empleadas para adicionar o actualizar. Al traductor de las ecciones elementales de química teórica y práctica de Louis–Jacques Thenard (1816–1819) le llegó una nueva edición francesa mientras completaba su obra, por lo que hubo de añadir fragmentos de la nueva edición junto con otros extractos de libros franceses. Los traductores del Tratado de química aplicada a las artes de J.–B. Dumas, que se publicó por entregas entre 1845 y 1848, dejaron claro en la introducción que su opción era recopilar las novedades en un apéndice final para no alterar la organización de la obra. El prometido volumen nunca llegó a publicarse, aunque sí lo hizo un volumen con las láminas y sus explicaciones. El traductor de la segunda edición de los Elementos de química de Orfila, por su parte, barajó la posibilidad de un suplemento para recoger las novedades frente a la primera edición, tal y como ocurrió, por ejemplo, con el manual de J.–A. Chaptal a principios de siglo, para el que publicó un volumen nuevo que recogía las novedades de la tercera edición francesa frente a la traducción castellana existente. El traductor de Orfila no siguió este camino porque, después de un «prolijo y detenido» cotejo de las ediciones, se convenció de que las diferencias eran enormes y, finalmente, se decidió por una nueva traducción completa de la segunda edición (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010).

Los traductores no solamente se limitaron a actualizar las obras con notas o apéndices. También realizaron correcciones y enmiendas a la obra original. José L. Casaseca, por ejemplo, en su traducción del Compendio de química de E. Desmarest (1828) elaboró una pormenorizada lista de «Correcciones hechas por el traductor» al principio de cada volumen, añadió tres capítulos nuevos sobre sustancias no incluidas en la obra original, reformuló completamente otros para adaptar los contenidos a las nuevas interpretaciones e introdujo un buen número de notas a pie de página para aclarar diversos aspectos. «No dudo que mi traducción valga más que el original», señaló Casaseca en el prólogo, «pues contiene todo lo bueno de este y muchas menos faltas».

Hay también excepciones a la tendencia generalizada de actualizar, rectificar y ampliar las obras originales. Por ejemplo, los editores (Bailly–Baillière) de la séptima edición en castellano del Tratado elemental de física de Ganot (1876) pidieron a los traductores que realizaran una versión lo más completa posible, de modo que tuvieron que «conservar algunas teorías» y mantener «varios experimentos» y la descripción de instrumentos presentes en anteriores ediciones, pero suprimidos en la más reciente y objeto de la traducción. Otra excepción más sorprendente es la traducción sin apenas modificaciones de la Química aplicada a las artes de J.–A. Chaptal. Llama la atención esta rara muestra de traducción literal porque el original había aparecido más de una década antes y estaba, como es lógico, muy desfasado tras el vertiginoso avance de la química en esos años. Para afrontar el problema, el traductor Francesc Carbonell barajó diversas posibilidades. Primero pensó en añadir muchas notas en los pasajes correspondientes, pero pronto se convenció de que este plan producía muchas repeticiones, inevitables sin un cambio sustancial del «orden y doctrina del autor». Probó entonces a realizar un «suplemento o apéndice» con la noticia de «los cuerpos o sustancias nuevamente descubiertas», pero cuando «tenía empezado este trabajo» le llegó un Curso de química en italiano realizado por Giuseppe Mojon, mucho más actualizado, por lo que decidió emprender su traducción, «y añadirla e ilustrarla con los nuevos y más recientes descubrimientos posteriores», de modo que servía así como «un apéndice o complemento de la obra de Chaptal, y formando como un quinto tomo de la misma». Las opciones barajadas por Carbonell, y sus decisiones finales en las dos obras traducidas para su cátedra de Química en la Junta de Comerç de Barcelona, muestran el amplio margen de creatividad de los traductores de obras de ciencias del siglo XIX (Gutiérrez Cuadrado 1998a, Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010).

Una parte importante de la labor creativa de la traducción estuvo relacionada con las nuevas expresiones, sobre todo en el terreno de la química, una ciencia cuyo vocabulario aumentó de forma logarítmica. Surgieron diversas expresiones que convivieron con las antiguas, tanto en el lenguaje oral como en los textos impresos (García Belmar & Bertomeu Sánchez 1999). También fueron los años de la llegada de un amplio vocabulario técnico relacionado con la electricidad y el magnetismo, el cual, como el de la química, circuló más allá del entorno académico (Moreno 2012). Los traductores tuvieron que tomar también decisiones en relación a los nuevos términos, por ejemplo, respecto al modo de realizar las actualizaciones, a menudo mediante la adición de sinónimos en el cuerpo del texto, la creación de vocabularios en apéndices o, cuando no había más remedio, una completa reelaboración de la obra. Por otra parte, las nuevas expresiones fueron adoptadas según criterios no siempre coincidentes, lo que propició la proliferación de sinónimos más o menos fugaces o persistentes. Muchos traductores señalaron que las nuevas voces técnicas, junto con la ausencia de obras de referencia y criterios consensuados, hacían más compleja su labor. Recursos alfanuméricos como las nuevas fórmulas químicas introducidas por Jacob Berzelius en el primer tercio del siglo tampoco solucionaron el problema. Durante todo el siglo hubo frecuentes disputas acerca de las mejores fórmulas para representar los compuestos, un caos acrecentado por el desarrollo de la química orgánica, con sus correspondientes fórmulas espaciales y modelos tridimensionales para todos los gustos. Los traductores del diccionario de É. Bouant fueron obligados por los editores a incluir una tabla de sinónimos con las equivalencias entre las diferentes fórmulas, de modo que los lectores, al margen de sus opciones en cuanto a terminología y fórmulas, pudieran emplear adecuadamente el texto como obra de consulta (Bertomeu Sánchez & Muñoz Bello 2010a y 2010b; Bertomeu Sánchez 2015, Moreno 2017b).

Otros apéndices habitualmente añadidos por los traductores fueron tablas de conversión entre el sistema métrico y las unidades de medida más empleadas en los territorios peninsulares. También se incluyeron investigaciones realizadas por autores españoles y, a veces, se vindicó la prioridad de sus descubrimientos, cuestionando los datos aportados en el original. También fue habitual incluir informaciones personales de los traductores, desde observaciones mineralógicas en minas o museos hasta análisis particulares de productos o informaciones recogidas durante un viaje. También fue habitual la inclusión de industrias y productos locales (el salicor de Aranjuez, la glauberita de Villarrubia) que, algunas veces, reemplazaron a los de otros países incluidos en el original. Otras enmiendas y adiciones estuvieron relacionadas con la adaptación a los públicos destinatarios. Por ejemplo, Antonio Blanco, en su traducción de la Química (1843) de Apollinaire Bouchardat destinada a las nuevas Facultades de Medicina, añadió una gran cantidad de información acerca de las propiedades terapéuticas, al mismo tiempo que eliminó grupos completos de sustancias por considerar que no tenían usos en medicina. El químico José Luís Casaseca, por el contrario, consideraba que no era posible la adaptación de manuales extranjeros de química aplicada, dado que los recursos y las industrias eran diferentes en cada país. Sin embargo, la urgencia de disponer materiales didácticos para las clases le obligó a traducir un manual francés de esta materia y, aunque manifestó su voluntad de elaborar el suyo propio, nunca encontró las condiciones para ello.

Como es lógico, y como regla general, estos apéndices y adiciones fueron bastante más pequeños que la obra original traducida, pero no siempre fue así. Por ejemplo, en el caso del pequeño Compendio de química legal de Alfred Naquet (1873), la traducción de la obra, de la que se eliminaron las imágenes, consistió en unas 120 páginas, mientras que los apéndices, formados por memorias de otros químicos como K. R. Fresenius, W. Odling, H. Dragendorff o A. Wurtz, sumaron más de 400 páginas adicionales, triplicando así la extensión de la obra original francesa.

 

Un espectro continuo de creación y traducción

Todos estos ejemplos muestran que los «estrechos límites» entre creación y traducción, frecuentemente señalados en la producción literaria (Lafarga & Pegenaute 2016), son quizá más ceñidos en la literatura científica del siglo XIX. Un ejemplo final permitirá abundar en este punto. Como traductor, el médico Francisco Álvarez Alcalá, publicó en 1844 versiones castellanas del Tratado completo de química de J.–L. Lassaigne y del Tratado completo de física de César Despretz, ambos con sustanciales modificaciones. En este último revisó las tablas y los cálculos numéricos, y añadió «unas 150 figuras», las cuales fueron intercaladas con las del original para dar «mayor claridad a las explicaciones» y enriquecer la obra con un buen número «de instrumentos curiosos y útiles de que antes carecía», según señalaban los editores. Como autor, Álvarez Alcalá publicó unos Nuevos elementos de química aplicada a la medicina y a las artes entre 1838 y 1839. En el título y en la introducción, afirmaba que su obra no era más que una versión del manual de S. Ajasson de Grandsagne, actualizada con la nueva edición del manual de Orfila y, en menor medida, de los tratados de Thenard y Dumas. Reconocía que había «tomado párrafos enteros» de esas obras. Este proceder era común y generalmente aceptado en el caso de los manuales de ciencias del siglo XIX. Por ello, puede afirmarse que estas obras participaban de una creatividad colectiva que desdibujó las fronteras entre obras originales y traducciones. Los manuales firmados por autores particulares contenían muchos pasajes, a menudo literales, de otras obras, en ocasiones mediante traducciones, como las señaladas. Un ejemplo extremo es la obra firmada por Francesc Carbonell bajo el título Arte de hacer y conservar el vino (Barcelona, 1820) que, como se ha demostrado en un análisis reciente, se trata de una versión de un manual francés de Jean–Antoine Chaptal (Ibáñez Rodríguez 2019). Otra prueba del carácter fluido de las autorías es el hecho de que algunas obras, como el manual de física de Ganot, sobrevivieran al autor para continuar siendo editadas tras su muerte por un equipo más o menos anónimo de escritores que mantuvieron en la portada el nombre del fallecido para aprovechar el éxito de la obra (Simon Castel 2011).

Las decisiones de los traductores, tanto en el modo como en la forma de su intervención, suponían un margen de creatividad amplio que alejaba la traducción del original. La distancia pudo ser mayor cuando se siguió la práctica comúnmente aceptada de traducir a partir de obras previamente modificadas y traducidas de otras lenguas, tal y como ocurrió en casos tan diferentes como el gran tratado de química de J. Berzelius o en los populares libros de ciencia recreativa de F. Accum. De este modo, muchas traducciones presentan fragmentos originales y actualizaciones que las separan sustancialmente del documento de partida para aproximarlas a un manual original del propio traductor que, en algunos casos, llegó a firmar como propio, sin referencias a otras autorías. Este margen de creatividad permitido, que se superpone a otras creaciones inevitables de la traducción, junto con la aceptación del carácter comunitario del saber, creó un espectro continuo de autorías en el que se situaron muchas de las obras de física y química del siglo XIX, particularmente los libros de texto y algunas obras de divulgación. La fluidez de las autorías permitió una fuerte labor creativa de los editores con el fin de diseñar obras atractivas para los diferentes públicos destinatarios y construir así diversos géneros de literatura científica con gran éxito en algunos casos. Todo ello permitió una gran variedad de prácticas de traducción, sin las cuales resulta posible imaginar el desarrollo de las ciencias experimentales durante el siglo XIX.

El repaso anterior ha mostrado también la existencia de una gran cantidad de temas pendientes de investigación: las traducciones realizadas por y para mujeres, las realizadas en las revistas y en la prensa, la labor comercial de editores e impresores, las traducciones entre lenguas diferentes a las mayoritarias, las cambiantes ideas acerca de la traducción por parte de la comunidad científica, los diferentes modos de intervención aceptados como necesarios o legítimos, la cambiante visibilidad del traductor, y las también variables imágenes sociales acerca de las fronteras entre traducción y creación, un asunto tan complejo en el terreno de las ciencias como en el literario, al menos durante el siglo XIX, tal y como ha podido comprobarse. Es deseable que el esfuerzo conjunto de equipos multidisciplinares, procedentes del campo de la filología y de la historia, puedan abordar en el futuro estas y otras cuestiones para poder completar el esbozo realizado en este necesariamente breve capítulo.

 

Bibliografía

Álvarez Jurado, Manuela. 2015. «La enología al alcance de todos: divulgación científica y traducción de manuales en el siglo XIX», Cuadernos de Filología Francesa 26, 149–160.

Álvarez Jurado, Manuela. 2016. «Un acercamiento a la preocupación decimonónica por los fraudes alimentarios: la traducción y recepción en España del Dictionnaire des altérations et falsifications des substances alimentaires de Alphonse Chevallier», Onomázein 33, 289–309.

Battaner, María Paz. 2001. «La traducción de los diccionarios de especialidad: estudio de algunos casos del siglo XIX» en J. Brumme (ed.), La historia de los lenguajes iberorrománicos de especialidad: la divulgación de la ciencia, Madrid, Iberoamericana, 223–241.

Bensaude–Vincent, Bernadette, Antonio García Belmar & José Ramón Bertomeu Sánchez. 2003. L’émergence d’une science des manuels. Les livres de chimie en France 1789–1852, París, Éditions des Archives Contemporaines.

Bertomeu Sánchez, José Ramón. 1992. «Instituciones científicas en Madrid durante el reinado de José I: el estudio de la mineralogía» en H. Capel, J. Mª López & J. Pardo (coord.), Ciencia e Ideología en la ciudad. I Coloquio Interdepartamental, Valencia, Generalitat Valenciana, 147–152.

Bertomeu Sánchez, José Ramón. 2011. «José Luis Casaseca Silván» en VV. AA., Diccionario biográfico, Madrid, Real Academia de la Historia.

Bertomeu Sánchez, José Ramón. 2015. «Fugaces novedades y largas persistencias: la terminología química y la profesión farmacéutica durante la primera mitad del siglo XIX» en J. Pinilla & B. Lépinette (eds.), Traducción y difusión de la ciencia y la técnica en España (siglos XVI–XVII), Valencia, Universitat de València–IULMA, 207–229.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2009. «Traducción y censura: el manual de química de Jean–Antoine Chaptal (1756–1832)», Cuadernos del Instituto Historia de la Lengua 3, 27–61.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2010a. «Azoote y sulfureto. Debates y propuestas en torno a la terminología química durante la primera mitad del Siglo XIX», Revista de Investigación Lingüística 13: 1, 241–268.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2010b. «Los avatares de la traducción científica: Los manuales de química francesa en castellano (1788–1845)» en J. C. de Miguel, C. Hernández & J. Pinilla (eds.), Enfoques de teoría. traducción y didáctica de la lengua francesa. Estudios dedicados a la profesora Brigitte Lépinette, Valencia, Universitat de València, 61–79.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2010c. «Resistencias, novedades y negociaciones: la terminología química durante la primera mitad del siglo XIX», Dynamis 30, 213–238.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2011a. «Las traducciones de manuales de química franceses en el último tercio del siglo XVIII en España», Cuadernos de Filología Francesa 22, 29–48.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2011b. «Darwinismo inorgánico, pedagogía química y popularización de la ciencia: el sistema periódico en España a finales del siglo XIX» en J. A. Díaz (ed.), La circulación del saber científico en los siglos XIX y XX, Valencia, IHMC, 25–63.

Bertomeu Sánchez, José Ramón & Rosa Muñoz Bello. 2015. «Chemical Classifications, Textbooks, and the Periodic System in Nineteenth–Century Spain» en M. Kaji, H. Kragh & G. Pallo (eds.), Early Responses to the Periodic System, Óxford–Nueva York, Oxford University Press, 213–239.

Blondel–Megrelis, Maria. 2000. «Berzelius’s Textbook in Translation and Multiple Editions, as seen through his Correspondence» en A. Lundgren & B. Bensaude–Vincent (eds.), Communicating Chemistry: Textbooks and Their Audiences, Canton (MA), Science History Publications, 233–255.

Borrás, Isabel. 2003. La difusión de la química en España durante la primera mitad del siglo XIX, a través de las revistas científicas, Valencia, Universitat de València (tesis doctoral).

Bragt, Katrin van. 1995. Bibliographie des traductions françaises (1810–1840): répertoires par disciplines, Lovaina, Leuven University Press.

Bret, Patrice & Jeanne Peiffer. 2016. La traduction comme dispositif de communication dans l’Europe moderne, París, Éditions Hermann.

Campos Martín, Natalia M.ª. 2019. «Les poisons du XIXe siècle et leur traduction à l’espagnol: Mateu Orfila et son Traité des poisons (1814–1815)», Synergies Espagne 12, 121–140.

Castro, J. 1991. El proyecto del mapa de España en la segunda mitad del siglo XIX (1853–1900). La red geodésica fundamental y las operaciones astronómicas, Valencia, Universitat de València (tesis doctoral inédita).

Cole, Williams. 1988. A Chemical Literature, 1700–1860, Londres, Mansell.

Cuenca, Mar. 2017. «Traduciendo desde el exilio: el ejemplo de Pere Mata i Fontanet (1811–1877)» en J. Pinilla & B. Lépinette (eds.), Reconstruyendo el pasado de la traducción (II). A propósito de las imprentas/editoriales y de las obras científicas y técnicas traducidas del francés al español (siglo XIX), Granada, Comares, 181–196.

Cunningham, Andrew & Perry Williams. 1993. «De–Centring the “Big Picture”: The Origins of Modern Science and the Modern Origins of Science», British Journal for the History of Science 26, 407–432.

Dietz, Bettina. 2016. «Introduction: Special Issue ‘Translating and Translations in the History of Science», Annals of Science 73: 2, 117–121.

Díez de Revenga, Pilar & Miguel Ángel Puche. 2009. «Traducción, calco e innovación en la mineralogía española decimonónica», Cuadernos del Instituto Historia de la Lengua 3, 63–88.

Dupré, Sven. 2018. «Introduction: Science and Practices of Translation», Isis 109: 2, 302–307.

Euler, Leonhard. 1990. Cartas a una princesa de Alemania sobre diversos temas de física y filosofía. Ed. de C. Mínguez Pérez, Zaragoza, Universidad de Zaragoza.

Figueres, Josep M. 1999. El primer diari en llengua catalana: «Diari català» (1879–1881), Barcelona, Institut d’Estudis Catalans.

Florián, Loreto. 1999. «La obra de Louis Proust: traducción y creación de la lengua de la química» en F. Lafarga (ed.), La traducción en España (1750–1830). Lengua, literatura, cultura, Lleida, Universitat de Lleida, 131–142.

Galbis, María Esther. 2001. La química doméstica en la segunda mitad del siglo XIX, Valencia, Universitat de València (tesis doctoral inédita).

García Belmar, Antonio & José Ramón Bertomeu Sánchez. 2010. «Palabras de química. Oralidad y escritura en la enseñanza de una ciencia experimental», Cultura Escrita & Sociedad 10, 107–148.

García Belmar, Antonio & José Ramón Bertomeu Sánchez. 1999. Nombrar la materia. Una introducción histórica a la terminología química, Barcelona, El Serbal.

García Belmar, Antonio & José Ramón Bertomeu Sánchez. 2003. «Constructing the Center from the Periphery. Spanish Travellers to France at the Time of the Chemical Revolution» en A. Carneiro & M. P. Diogo (eds.), Travels of Learning. A Geography of Science in Europe, Dordrecht, Kluwer, 143–188.

Garriga, Cecilio. 1997. «El Diccionario Universal de Física de Brisson (1796–1802) y la fijación lexicográfica de la terminología química en español» en C. García, C. González & J. J. Mangado (eds.), Actas del IV Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, Logroño, Universidad de La Rioja, 179–190.

Garriga, Cecilio. 2017. «Orfila y sus elementos de química médica» en A. Zarzoso & J. Arrizabalaga (eds.), Al servicio de la salud humana: la historia de la medicina ante los retos del siglo XXI, Sant Feliu de Guíxols, SEHM, 531–538.

Garriga, Cecilio (dir.). 2019. Red Temática Lengua y Ciencia.

Garriga, Cecilio & María Luisa Pascual. 2009. «Notas acerca de la traducción española de las Lecciones elementales de química moderna de A. Wurtz (1874)», Cuadernos del Instituto Historia de la Lengua 3, 89–108.

Gavroglu, Kostas & Ana Simões. 2012. Neither Physics nor Chemistry. A History of Quantum Chemistry, Cambridge (MA), MIT.

Gordin, Michael D. 2015. Scientific Babel. The Language of Science from the Fall of Latin to the Rise of English, Londres, Profile Books.

Gutiérrez Cuadrado, Juan. 1998a. «F. Carbonell y Bravo y su texto Curso analítico de química» en C. García Turza (ed.), Actas del IV Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, Logroño, Universidad de La Rioja, II, 219–230.

Gutiérrez Cuadrado, Juan. 1998b. «Torres Muñoz de Luna y la lengua de la química en el siglo XIX» en J. L. García, J. M. Moreno & G. Ruiz (eds.), Estudios de historia de las técnicas, la arqueología industrial y las ciencias, Segovia, Consejería de Educación y Cultura, 701–712.

Haupt, Bettina. 1987. Deutschsprachige Chemielehrbucher (1775–1850), Stuttgart, Deutscher Apotheker.

Hernández Morillas, Josefa. 2014. Descripción documental de la vida y obra de Pedro María de Olive, un literato entre los siglos XVIII y XIX, Almería, Universidad de Almería (tesis doctoral).

Hibbs, Solange. 2015. «Camille Flammarion (1842–1925) en España: vulgarización científica y poética de la ciencia» en S. Hibbs & C. Fillière (eds.), Los discursos de la ciencia y de la literatura en España (1875–1906), Vigo, Academia del Hispanismo, 321–347.

Ibáñez Rodríguez, Miguel. 2019. «El Arte de hacer y conservar el vino de Francisco Carbonell y Bravo. Un falso original», Revista de Lexicografía 25, 219–236.

Knight, David. 2000. «The Frontier between Popular Books and Textbooks in Britain during the First Half of the Nineteenth Century» en A. Lundgren & B. Bensaude–Vincent (eds.), Communicating Chemistry: Textbooks and Their Audiences, Canton (MA), Science History Publications, 187–207.

Lafarga, Francisco & Luis Pegenaute. 2016. «Hacia una poética de la traducción en la España del siglo XIX: sobre los estrechos límites entre creación y traducción» en F. Lafarga & L. Pegenaute (eds.), Autores traductores en la España del siglo XIX, Kassel, Reichenberger, 1–12.

Lindee, M. Susan. 1991. «The American Career of Jane Marcet’s Conversations on Chemistry, 1806–1853», Isis 82, 9–23.

López Piñero, José María. 1992. La ciencia en la España del siglo XIX, Madrid, Ayer.

Manning, Patrick & Abigail Owen (eds). 2018. Knowledge in Translation: Global Patterns of Scientific Exchange, 1000–1800 CE, Pittsburg, University of Pittsburgh Press.

Montgomery, Scott L. 2000. Science in Translation. Movements of Knowledge through Cultures and Time, Chicago, University Press.

Marroquín, Jaime & Ralph Bauer (eds.). 2019. Translating Nature: Cross–Cultural Histories of Early Modern Science, Filadelfia, University of Pennsylvania Press.

Moreno, José Antonio. 2012. Formación y desarrollo del léxico de la electricidad en español (siglos XVIII–XIX), Tarragona, Universitat Rovira i Virgili (tesis doctoral).

Moreno, José Antonio. 2015. «Los manuales de procedencia francesa en la enseñanza y difusión de la física eléctrica en España a lo largo del siglo XIX» en J. Pinilla & B. Lépinette (eds.), Traducción y difusión de la ciencia y la técnica en España (siglos XVI–XIX), Valencia, Universitat de València–IULMA, 277–294.

Moreno, José Antonio. 2017a. «Bailly–Baillière y la divulgación de la técnica: la pequeña enciclopedia electromecánica» en J. Pinilla & B. Lépinette (eds.), Reconstruyendo el pasado de la traducción (II). A propósito de las imprentas/editoriales y de las obras científicas y técnicas traducidas del francés al español (siglo XIX), Granada, Comares, 119–131.

Moreno, José Antonio. 2017b. «La nueva nomenclatura electroquímica y su recepción en español», Revista de Investigación Lingüística 20, 97–118.

Moreno, José Antonio. 2017c. «Los Manuales Gallach: materiales para la historia de la lexicografía especializada» en I. Sariego, J. Gutiérrez Cuadrado & C. Garriga (eds.), El diccionario en la encrucijada: de la sintaxis y la cultura al desafío digital, Madrid, Escuela Universitaria de Turismo Altamira–Asociación Española de Lexicografía Hispánica, 647–664.

Moreno, José Antonio. 2019. «Enseñanza y divulgación de la electrotecnia en España a finales del siglo XIX: las colecciones técnicas de Bailly–Baillière», Quaderns de Filologia. Estudis Lingüístics 24, 349–375.

Moreno, José Antonio & Alicia Madrona. 2004. «Los primeros diccionarios de electricidad en español: el Diccionario de electricidad y magnetismo (1893) de Lefèvre y el Diccionario práctico de electricidad (1898) de O’Conor Sloane» en M.ª P. Battaner & J. DeCesaris (eds.), De lexicografia. Actes del I Symposium Internacional de Lexicografia, Barcelona, Institut Universitari de Lingüística Aplicada, 605–618.

Moya, Teodoro. 1994. «La enseñanza de la Química en la universidad española del siglo XIX», Asclepio 46: 2, 43–57.

Muñoz, Rosa. 2015. Los manuales de química en España (1788–1845). Protagonistas, terminología, clasificaciones y orden pedagógico, Valencia, Universitat de València (tesis doctoral).

Muñoz, Rosa. 2016. «Traducción y enseñanza de la química a finales del siglo XVIII en España» en J. Pinilla & B. Lépinette (eds.), Reconstruyendo el pasado de la traducción (II). A propósito de las imprentas/editoriales y de las obras científicas y técnicas traducidas del francés al español (siglo XIX), Granada, Comares, 265–276.

Nye, Mary Jo. 1996. Before Big Science. The Pursuit of Modern Chemistry and Physics 1800–1940, Cambridge (MA), Harvard University Press.

Olagüe, Guillermo. 2004. «La contribución de Ricardo Codorníu y Stárico (1846–1923) a la internacionalización de la ciencia española de inicios del siglo XX: la defensa del esperanto como lengua científica auxiliar y la difusión de la Clasificación Decimal Universal (CDU) del Institut de Bibliographie de Bruselas» en M.ª Á. García del Cura et al. (eds.), Simposio Homenaje a D. Daniel Jiménez de Cisneros y Hervás, Alicante, Universitat d’Alacant, 33–36.

Olohan, Maeve & Myriam Salama–Carr. 2011. «Translating Science», The Translator 17: 2, 179–188.

Papanelopoulou, Faidra & Peter C. Kjærgaard. 2009. «Making the Paper: Science and Technology in Spanish, Greek and Danish Newspapers Around 1900», Centaurus 51: 2, 89–96.

Papanelopoulou, Faidra, Agustí Nieto & Enric Perdiguero (eds). 2009. Popularizing Science and Technology in the European Periphery, 1800–2000, Londres, Ashgate.

Pérez García, María Concepción & Fernando Muñoz. 1988. «La Revista de los progresos de las ciencias exactas, físicas y naturales» en M. Esteban Piñeiro (ed.), Estudios sobre historia de la ciencia y de la técnica. IV Congreso de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, Valladolid, Junta de Castilla y León, 543–552.

Pinilla, Julia & Brigitte Lépinette (eds.). 2015. Traducción y difusión de la ciencia y la técnica en España (siglos XVI–XIX), Valencia, Universitat de València–IULMA.

Pinilla, Julia, Antonia Montesinos & María Elena Jiménez. 2013. «Los tratados de mecánica franceses traducidos al español (siglo XIX)» en G. Clavería et al. (eds.), Historia, lengua y ciencia: una red de relaciones, Bruselas, Peter Lang, 237–254.

Pohl Valero, Stefan. 2011. Energía y cultura: historia de la termodinámica en la España de la segunda mitad del siglo XIX, Bogotá, Universidad Javeriana–Universidad del Rosario.

Portela, Eugenio & Amparo Soler. 1987. Bibliographia Chimica Hispanica 1482–1950. Volumen II, Libros y Folletos, 1801–1900, Valencia, IEDHC.

Portela, Eugenio & Amparo Soler. 1992. «La química española del siglo XIX» en J. M.ª López Piñero (ed.), La ciencia en la España del siglo XIX, Madrid, Marcial Pons, 84–107.

Puche, Miguel Ángel. 2004. «Difusión de tecnicismos en la lengua de la minería del s. XIX: la aportación de Sebastián de Alvarado y de la Peña», Revista de Investigación Lingüística 7: 1, 199–216.

Puche, Miguel Ángel. 2015. «¿Dialectalismo y/o tecnicismo?: una mirada al léxico especializado de la minería del siglo XIX», Études Romanes de Brno 36: 1, 103–117.

Puche, Miguel Ángel. 2016. «Aportación alemana al léxico minero español del siglo XVIII», Romanica Olomucensia 28: 2, 169–184.

Rodríguez Ortiz, Francesc. 2012. «Traducciones francés–español de los primeros textos técnicos del ferrocarril (1826–1831)», Quaderns de Filologia. Estudis Lingüístics 17, 111–125.

Sánchez Ron, José Manuel. 1999. Cincel, martillo y piedra. Historia de la Ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus.

Silva, Manuel. 2004. Técnica e ingeniería en España. El Ochocientos: de los lenguajes al patrimonio, Zaragoza, Universidad de Zaragoza.

Simon Castel, Josep. 2011. Communicating Physics: The Production, Circulation and Appropriation of Ganot’s Textbooks in France and England, 1851–1887, Londres, Pickering & Chatto.

Simon Castel, Josep. 2013. «Physics Textbooks and Textbooks Physics in the Nineteenth and Twentieth Centuries» en J. Z. Buchwald & R. Fox (eds.), The Oxford Handbook of the History of Physics, Óxford, Oxford University Press, 651–678.

Soler, Amparo. 1979. Aportación al estudio de la literatura química en el periodismo médico–farmacéutico español (1851–1868), Valencia, Universidad de Valencia, 2 vols (tesis doctoral inédita).

Ten, Antonio E. & María Celi Aragón. 1996. Catálogo de las revistas científicas y técnicas publicadas en España durante el siglo XIX, Valencia, Instituto de Estudios Documentales e Históricos sobre la Ciencia.

Valera, Manuel. 2006. Proyección internacional de la ciencia ilustrada española. Catálogo de la producción científica española publicada en el extranjero: 1751–1830, Murcia, Universidad de Murcia.

Vernet, Joan & Ramon Parés (eds). 2009. La Ciència en la Història dels Països Catalans, Barcelona, Institut d’Estudis Catalans.

VV. AA. 2005. Science in the Nineteenth–Century Periodical (SciPer Project).

Wacquet, Françoise. 2003. Parler comme un livre. L’oralité et le savoir (XVIe–XXe siècle), París, Albin Michel.

Show 2 footnotes

  1. Prueba del interés son obras populares como las de Montgomery o Gordin (2015), hasta numerosos libros editados, donde la traducción es objeto de estudio o se emplea como metáfora central (Bret & Peiffer 2016, Manning & Owen 2018, Marroquín Arredondo & Bauer 2019). También queda reflejado en números especiales de revistas como Annals of Science (Dietz 2016) o Isis (Dupré 2018).

  2. Véase, a modo de ejemplo, Olohan & Salama–Carr (2011) y la serie de volúmenes de las jornadas de historia de la traducción organizadas por el grupo HISTRADCYT (ejemplo, Pinilla Martínez & Lépinette 2015); más detalles en la red Lengua y Ciencia (Garriga 2019). Agradezco a Nicolás Campos sus comentarios críticos y sus sugerencias, que han ayudado a hacer menos deficiente esta revisión