Lenguas, enseñanza y traducción en el siglo XVIII

Lenguas, enseñanza y traducción en el siglo XVIII

Juan F. García Bascuñana (Universitat Rovira i Virgili)

 

Nuevas perspectivas en la enseñanza de lenguas: la primacía del francés

El siglo XVIII constituye una etapa fundamental en la historia de la enseñanza/aprendizaje de lenguas extranjeras. Tras la presencia constante del latín como lengua de la enseñanza durante siglos, asistimos a partir de los siglos XVI y XVII a unos cambios sustanciales que determinarán que a lo largo del XVIII asistamos a una verdadera revolución en el campo de la enseñanza de lenguas vivas, en la que el francés, debido a una coyuntura histórica y sociocultural bien determinada se impondrá de manera especial, sin que ello signifique que la enseñanza de otras lenguas vivas no deba ser tenida en cuenta. En cualquier caso, hay que subrayar de entrada esa presencia constante de la lengua francesa, convertida en toda Europa en necesaria al tiempo que en atributo cultural. En el llamado siglo francés esa «lengua universal», alabada con desmesura por Antoine de Rivarol, verá multiplicarse manuales, gramáticas y obras literarias que propiciarán su aprendizaje. Sería demasiado prolijo enumerar aquí, aunque solo fuera en parte, todos esos libros destinados a la enseñanza del francés, publicados en el siglo XVIII en Europa; pero no se puede dejar de mencionar algunos de ellos por su incuestionable relevancia, prestando especial atención a los publicados en España. Entre ellos hay que citar en primer lugar el manual de Pedro Nicolás Chantreau, Arte de hablar bien francés o Gramática completa dividida en tres partes (Madrid, Antonio de Sancha, 1781), que en su largo título hace precisamente alusión a la traducción como recurso de interés para la enseñanza de una lengua extranjera, en su caso el francés, indicándole expresamente al eventual usuario de su gramática «algunas observaciones sobre el arte de traducir». Algo que no debe extrañar, si se tiene en cuenta los objetivos primordiales del aprendizaje de lenguas extranjeras en la época, como ocurriría también en la mayor parte del siglo XIX, siempre bajo el influjo de la lectura y la traducción; todavía lejos de los objetivos esencialmente comunicativos, convertidos con el paso del tiempo en elemento fundamental de la enseñanza de una lengua extranjera.

Tampoco pueden dejarse de lado otros manuales para la enseñanza del francés aparecidos en el siglo XVIII, de menor relevancia que el de Chantreau pero sin los cuales no puede entenderse la enseñanza de esa lengua en la época, como son los casos más significativos de la Gramática de la lengua francesa de José Núñez de Prado (Madrid, Vda. de M. Fernández, 1728) y sobre todo la Llave nueva y universal para aprender con brevedad y perfección la lengua francesa de Antonio Galmace (Madrid, A. Pérez de Soto, 1748). Este último no duda en incorporar al final de su libro más de cuarenta páginas con textos para prácticas de traducción con el título de «Diálogo español y francés: pequeña introducción, más un diálogo en tres columnas (español/francés/pronunciación figurada». De todos modos, el recurso a la traducción en el libro de Galmace está aún lejos de una utilización intencionada y evidente como la que se aprecia en el manual de Chantreau, y también en una obra que le precede en pocos años como es el Arte de traducir el idioma francés al castellano, con el vocabulario lógico y figurado de la frase comparada de ambas lenguas (Madrid, Sancha, 1776) de Antonio de Capmany. Pues es innegable que, aunque Galmace recurra de modo más o menos evidente a la traducción, son Chantreau y Capmany, cada uno a su manera, quienes la utilizan de manera más pertinente, siendo el primero de ellos el que introduce de manera más reflexiva textos literarios y otro tipo de textos, entre los que no faltan tampoco algunos que se podrían considerar de carácter científico conforme al sentir de la época. Se trata de textos destinados a la traducción desde un punto de vista primordialmente didáctico. En ese sentido Chantreau añadirá al final de su libro una parte aneja, titulada precisamente «Observaciones sobre la traducción y el mejor modo de enterarse en ella, con unos fragmentos de traducciones, y el texto al lado», que incluye una introducción de tipo general sobre «el arte de traducir», seguida de varios textos con su versión original en francés o en español, según los casos, acompañados de su respectiva traducción, todo ello con comentarios y explicaciones, especialmente adecuadas y pertinentes, del propio Chantreau. Entre esos textos destaca un extracto del Télémaque de Fénelon («El sacrificio de Idomenea», sacado del libro V), acompañado de una traducción de ese mismo texto al castellano, con observaciones y comentarios sobre aspectos concretos de esa traducción, abriendo así en España un camino que seguirán más tarde, cada uno a su manera, otros autores de manuales a lo largo del siglo XIX. Chantreau no se limita a ese texto, aunque sea quizás el de mayor interés de los repertoriados, entre los que no faltan otros referidos a diferentes materias, entre los que destacan los referidos a aspectos históricos y geográficos. Pero tampoco faltan otros textos sobre distintas materias, más allá de los que puede considerarse puramente literarios, ya que la noción de texto era especialmente imprecisa con anterioridad al siglo XIX.

No falta tampoco, entre los textos propuestos por Chantreau para la traducción, un fragmento extraído del Quijote con el que se trata de ejercitar al alumno en la traducción inversa (el llamado tema en francés), con todo lo que esta conlleva de dificultad, y que Chantreau intenta poner de manifiesto, recalcando el interés de la verdadera traducción que él presenta como contrapunto de lo que sería la simple versión. El autor del Arte de hablar bien francés, a través de sus observaciones sobre la traducción, parece situarse en la órbita del Essai sur la traduction de D’Alembert (incluido en el tercer volumen de Mélanges de littérature, d’histoire et de philosophie, 1759) al subrayar explícitamente que la traducción es ante todo una cuestión de gusto y es ese punto de vista el que debe guiar al traductor más allá de reglas exclusivamente gramaticales. Es sin duda con esa intención que Chantreau cita en notas al pie de página algunos puntos de ese conocido texto en el momento de presentar el referido pasaje del Télémaque.

Por su parte, Capmany plantea con anterioridad al libro de Chantreau la práctica de la traducción francés/español desde otra perspectiva, diferente pero igualmente válida, en la que sobresalen no pocos aspectos que el Arte de hablar bien francés parece dejar de lado. Es cierto que ambos autores, aunque tengan en principio el mismo objetivo de mostrar la importancia y hasta la necesidad de la traducción, se sitúan en polos que están lejos de ser coincidentes. Capmany no invocará explícitamente ese «buen gusto literario» propugnado por Chantreau, que debería ser propio de la traducción, siguiendo el discurso ya referido de D’Alembert. Al autor del Arte de traducir el idioma francés al castellano le interesa más bien que se respete esencialmente la idiosincrasia de cada lengua, evidenciando así, a través de sus conocimientos filológicos, que lo que importa en el ejercicio de la traducción es sobre todo la salvaguarda de lo que él considera la «pureza» de la lengua castellano, en su caso el castellano, en unos momentos en que la avalancha de traducciones procedentes del francés podía acabar desestabilizando y hasta corrompiendo, a su manera de ver, la lengua castellana, debido precisamente a lo que él consideraba muchas malas traducciones de su tiempo. Una idea claramente presente en el Arte de traducir el idioma francés al castellano, que quedará expuesta aún con más rotundidad años después en su Nuevo diccionario francés–español, publicado en 1805.

 

La traducción de textos literarios como herramienta en la enseñanza/aprendizaje de lenguas: del siglo XVI al XVIII

Tampoco cabe pensar que Chantreau sea ni mucho menos el primero en recurrir a textos literarios u otros para ejercitarse a través de la traducción como modo de aprendizaje de lenguas extranjeras. Los textos literarios no habían dejado de estar presentes en el aprendizaje de estas y ello ya desde el siglo XVI, aunque estuvieran aún muy lejos de ser utilizados a la manera que propone Chantreau. En cualquier caso, en medio de una atmósfera tan propicia a la lectura y estudio de textos como fue el Renacimiento, con todo lo que este conllevó de liberación de la tradición y renovación lingüística, se encuentra uno ya con textos literarios utilizados para el aprendizaje de lenguas extranjeras. Aunque el problema se plantea cuando uno intenta preguntarse por la manera cómo eran utilizados entonces y con qué objetivo. En cualquier caso, lo que es evidente es que a mediados del siglo XVI surge ya una forma agradable de practicar lenguas extranjeras que consiste en tener a la vista el texto en la lengua que se quiere aprender y su correspondiente traducción. Por ello no faltan ejemplos de la época en la que textos completos en dos o más lenguas (muy a menudo con el francés, el español y el italiano) están presentes, como es el caso de la que es quizás el ejemplo más antiguo y más exitoso del género: La cárcel de amor/La prison d’amour, de Diego de San Pedro, publicado en París en 1552 con ese doble título, seguido de una indicación en francés indicando que podrá servir para aprender una de las dos lenguas mediante la otra. Aunque ello está aún muy lejos de la propuesta que haría Chantreau dos siglos después, mucho más didáctica y pedagógica, y también más conforme con las propuestas lingüísticas propias del siglo XVIII.

En cualquier caso, estos precedentes, a pesar de las distancias históricas y culturales que los separan de la realidad del siglo XVIII, no dejarán de tener cierta continuidad, una vez que la omnipresencia del latín como lengua de enseñanza, va dejando paso a otras lenguas. Lo que acaba teniendo en un primer momento unos resultados paradójicos, ya que se preconiza que el propio latín sea estudiado cada vez más como cualquier lengua viva, con los problemas prácticos que ello podía conllevar. Aunque esto se podría enunciar de otra manera, ya que eminentes pedagogos y gramáticos, siguiendo las huellas de la «École de Port–Royal», desarrollan, a lo largo del siglo XVIII, diferentes métodos para la enseñanza de lenguas vivas más o menos relacionados con la enseñanza de las «lenguas antiguas», en la que la traducción, por supuesto, habría de tener un papel mayor. Siguiendo esa línea unos autores optarán al referirse a la enseñanza del latín más bien por una aproximación filosófica (como son los casos de César Chesneau Du Marsais y Nicolas Beauzée) mientras que otros como los presbíteros Charles Rollin, Noël–Antoine Pluche o Charles–François Lhomond permanecerán más atados a la tradición. En cualquier caso, las dos tendencias acabarán ejerciendo una influencia considerable tanto en la propia Francia como en el extranjero y algunas de ellas se verán reflejadas en España. Francia aparece entonces como adalid de una reflexión lingüística que no es ajena a los intereses de la época, no solo en Francia o en España sino en toda Europa, por lo que la cuestión de la traducción, sobre todo del latín al francés, se va a convertir en un aspecto especialmente relevante.

 

La enseñanza del latín en la senda de las lenguas vivas: el caso particular de Lhomond

De ahí que no pueda dejarse de lado en ese contexto el caso de Ch.–F. Lhomond. Sus manuales para el aprendizaje del latín en el siglo XVIII son una muestra de esas nuevas maneras de hacer con relación a la enseñanza/aprendizaje de lenguas, un marco en que tanto el francés como el latín se van a situar en igualdad de condiciones. Para llevar a cabo sus tareas de profesor de latín, Lhomond no dudará en recurrir, paradójicamente, a la manera de obrar de los profesores de francés como lo prueba el hecho de que junto a sus publicaciones dirigidas a la enseñanza del latín no falte tampoco una gramática francesa (Éléments de la grammaire française, 1780) que inspiraría a no pocos autores de gramáticas francesas para el aprendizaje de esta lengua como lengua extranjera, entre ellos a españoles como lo prueba la versión, años después, de Juan Sánchez Ribera titulada Gramática francesa de Lhomond […]. Acomodada al uso de los españoles, publicada en Madrid en 1821 (Imprenta de Collado). En cualquier caso, su gramática francesa de 1780 le serviría a Lhomond de complemento de sus manuales para la enseñanza del latín, entre ellos su conocido De uiris illustribus urbis Romae a Romulo ad Augustum (París, 1779) que también tuvo repercusión en España y fue utilizado en colegios religiosos y seminarios como manual para la enseñanza del latín y en cierto modo también del francés y el español.

En sus manuales Lhomond recurre a la traducción vinculada a un objetivo puramente didáctico. Así pues, mucho antes de que el método «gramática–traducción» se imponga a partir del siglo XIX, durante más de un siglo, Lhomond ya utilizará la traducción, sobre todo bajo esa forma tan propia del siglo XVIII que es la traducción interlineal, preconizada entre muchos otros autores por Du Marsais y el P. Claude–François de Radonvilliers. Y en ese mismo sentido Lhomond recomienda para el aprendizaje de latín la traducción en las dos direcciones (latín > francés / francés > latín), aunque ya es consciente de que el latín en su época, aunque se utilice como instrumento para los estudios, no puede considerarse ya una lengua que deba aprenderse para hablarla ni siquiera escribirla, sino sobre todo para leerla y entenderla como referencia cultural necesaria. Y de ahí la importancia de ejercitarse en la traducción y más concretamente en la traducción interlineal. Será Du Marsais el que indique a Lhomond el camino por el que este debe adentrarse para un buen uso y provecho de la traducción, con el fin no solo de enseñar latín sino sobre todo, dada la realidad que se va imponiendo en la época, de servir al aprendizaje del francés. Por lo que llamará la atención sobre las trampas que pueden surgir de un abuso incontrolado de la traducción interlineal, insistiendo en la no coincidencia que se produce frecuentemente entre la palabra latina y la francesa.

De ahí que algunas décadas después de Du Marsais el P. Claude–François de Radonvilliers intente poner remedio a esas dificultades con las que se encontraban los alumnos de latín y proponga unos «principios y práctica del método mediante la doble versión» en un libro de título especialmente esclarecedor aparecido en París en 1768: De la manière de apprendre les langues. Esa doble versión consistiría en una versión más o menos literal y «una versión del pensamiento», con un texto «más elegante», a la manera de la propuesta por D’Alembert en sus «Observations sur l’art de traduire en général» acompañando a su traducción de Tácito, lo que llevaría a poner el acento en la belleza y la elegancia que deben adornar cualquier traducción. Lhomond acabará por situarse en la línea de las propuestas de Du Marsais y del abate de Radonvilliers, quienes le servirán de guía en sus propuestas pedagógicas y lingüísticas. Y es así como la traducción interlineal con todas sus limitaciones y servidumbres seguiría siendo útil y practicándose más allá del siglo XVIII, aunque también es cierto que convertida a menudo en un ejercicio puramente escolar, excesivamente repetitivo y carente de originalidad.

 

Madame Leprince de Beaumont y el Télémaque de Fénelon un nuevo impulso a la enseñanza de lenguas vivas a través de la literatura/traducción

Pero la presencia de textos literarios concebidos para el aprendizaje de lenguas extranjeras no quedará reducida ni a una relación casi «mecánica» con la traducción en general ni con la traducción interlineal. Ya que por entonces una forma agradable de aprender y practicar los idiomas extranjeros se abre camino en la enseñanza de lenguas en no pocos países europeos, en un intento de dejar de lado el lastre que podía suponer centrarse casi exclusivamente en lo puramente gramatical. Parece seguirse así los consejos entre otros de Locke, quien insistía ya tempranamente en 1693 en que la mejor manera de aprender una lengua extranjera era hablándola, es decir estar continuamente inmerso en ella. Consistirá esta innovadora tendencia en trabajar con obras literarias realizadas ex novo con objetivos exclusivamente didácticos, gracias a las cuales se podría aprender de manera agradable una lengua extranjera. Es el caso, por ejemplo, de Le magasin des enfants ou Dialogues entre une sage gouvernante et plusieurs de ses élèves de la première distinction (1757), redactado por Jeanne–Marie Leprince de Beaumont durante su estancia en Inglaterra, donde ejerció como preceptora durante casi veinte años. El libro acabaría teniendo un enorme éxito como modelo metodológico para una nueva forma de aprendizaje del francés y por extensión también de otras lenguas extranjeras en diferentes países europeos, y no solo en el siglo XVIII sino también en el XIX.

Sus numerosas traducciones y ediciones españolas dan fe de la repercusión que alcanzó. Es cierto que su prestigio se impondría en primer lugar en Inglaterra, donde su autora ejerció bastantes años su labor educativa, en una época en la que el francés formaba parte, como contenido ineludible, de las materias requeridas para la formación de niños, niñas y adolescentes pertenecientes a ciertas clases sociales. Pero ello no fue obstáculo para que la obra se impusiera también en otros países más allá de Inglaterra, partiendo precisamente de su principal objetivo, que no era otro que poner al alcance de sus jóvenes usuarios un manual esencialmente práctico, en el que la autora ofrece un abanico de textos literarios redactados en función de los intereses lingüísticos de sus discípulos, sin dejar de lado sus «tareas pedagógicas y moralizantes» de preceptora, pero con un esmero literario que facilitaba el aprendizaje, obviando los aspectos más áridos de la gramática; poniendo así de relieve los objetivos didáctico–literarioss de su autora, cuya obra no se limitaría ni mucho menos al Magasin des enfants, aunque sea este el más representativo de sus libros. En España, el Magasin no tardaría en imponerse, recurriendo a un doble juego de lectura, propio de la época, en lengua original y traducción. Y de ese modo este nuevo libro se codeará, durante más de cien años, con una obra literaria como Les aventures de Télémaque de Fénelon (1699), con la que compartirá, desde sus innegables diferencias, su éxito de utilización y traducción en toda Europa.

Como es bien sabido, el Télémaque se convirtió muy pronto, desde las primeras décadas del siglo XVIII, en un libro de referencia para la enseñanza/aprendizaje del francés en toda Europa. A través de una lectura del libro o mejor de algunos de sus pasajes más emblemáticos, se va imponiendo una práctica de la traducción más o menos explícita y acabará siendo utilizando con no poca frecuencia como complemento obligado de los manuales para la enseñanza del francés como lengua extranjera. No puede por ello extrañar que el primer texto propuesto por la gramática de Chantreau para ejercitarse en la traducción fuera precisamente un fragmento extraído de dicho libro. Y en ese mismo sentido se pronuncian otros autores de gramáticas y manuales de francés de la época, entre ellos, Pablo Francisco Rousseau, uno de los muchos profesores de francés que pululaban por la España de mediados del siglo XVIII, atraídos por el interés que despertaba en la época el aprendizaje de la lengua francesa. Algo que se convertía para muchos de ellos en una manera más o menos fácil y segura de ganarse la vida, como lo ponen de manifiesto muchos ejemplos de la época, entre otros el de propio Galmace, quien fuera a mediados de siglo, profesor en el Seminario de Nobles de Madrid, y algo más tarde el del propio Chantreau, profesor en la Escuela Militar de Ávila.

P. F. Rousseau, que publicó unos Rudimentos de la lengua francesa (Valladolid, Alonso de Riego, 1754), aconseja la utilización del libro de Fénelon para los estudiantes que se inician en el aprendizaje del francés, pese a los «riesgos que entraña para un principiante enfrentarse a la traducción de un libro como ese», pues su traducción literal no haría más que alejar al lector de las cualidades de la prosa de Fénelon. La relación de la enseñanza del francés con la traducción se convierte así en una constante a todo lo largo del siglo y con mucha frecuencia de la mano del Télémaque. Algo que puede comprobarse también en otros países europeos, como pone de manifiesto, por ejemplo, Johann Ludwig Köhler, un profesor alemán de francés que no tiene reparos en considerar el libro de Fénelon como «manual clásico e imprescindible para la clase de francés» hasta acabar convirtiéndolo en un manual para su aprendizaje, como el propio Köhler expone en una edición escolar publicada en Ulm en 1798 en el que la traducción alterna con múltiples ejercicios de práctica gramatical.

Pero ya un poco antes, hacia 1790, un jovencísimo José María Blanco White se ejercitaba de manera espontánea, en su Sevilla natal, en el aprendizaje de la lengua francesa gracias a una edición del Télémaque descubierta en la biblioteca paterna. Nacía así una estrecha relación con ese libro y por ende con la lengua francesa, como explica el propio autor en sus memorias publicadas en inglés en Londres en 1845. En ellas presenta de una manera más o menos consciente un «tratado» práctico para el aprendizaje de una lengua extranjera, mediante la frecuentación y traducción de textos literarios que el improvisado alumno considera especialmente atractivos. Aunque también es cierto que a mediados del siglo XIX, en la época en que Blanco White hablaba de lo mucho que debía al Télémaque, tanto desde el punto de vista de su formación personal en la adolescencia como en lo que se refería al aprendizaje de la lengua francesa, el libro en el que Fénelon narraba las aventuras del hijo de Ulises se había convertido en una obra pasada de moda, vista ya solo como un manual escolar que estaba lejos de despertar demasiado interés entre los alumnos que se esforzaban en aprender el francés. Y ello a pesar de que el libro se seguía publicando repetidamente en numerosas ediciones bilingües que servían tanto para la práctica de la traducción como simplemente para la lectura; e incluso no faltaban tampoco ediciones plurilingües que llegaban a incluir hasta seis lenguas.

 

Más allá del francés: la enseñanza/traducción de otras lenguas vivas. El interés por el inglés hacia finales de siglo

A modo de conclusión hay que señalar que, a pesar del interés casi exclusivo por el aprendizaje del francés en la época, no debe olvidarse que otras lenguas extranjeras como especialmente el inglés empiezan a despertar el interés de los españoles, empujados sin duda por ese cosmopolitismo propio del siglo XVIII. De ahí que no pueda extrañar que en las últimas décadas del siglo, empiecen a aparecer una serie de gramáticas inglesas y diccionarios bilingües inglés/español dirigidos expresamente a usuarios españoles. Entre esas publicaciones hay que destacar sobre todo las del dominico Thomas Connelly, publicadas en Madrid por la Imprenta Real entre 1784 y 1794. No faltan en esas gramáticas textos literarios dirigidos a ejercicios de lectura y traducción por parte del alumno, siguiendo la costumbre que entonces se iba imponiendo gracias a la inclusión de textos que, como subraya el autor, habían sido extraídos de «autores puramente ingleses». En esos años finales del siglo XVIII, tras más de un siglo de presencia continua del francés por toda Europa, la lengua inglesa empieza a suscitar el interés, aunque sea todavía muy levemente, de no pocos europeos, entre ellos los españoles. Johann Christoph Schwab, quien compartió con Rivarol el premio de la Academia Real de Ciencias y Bellas Artes de Berlín en 1774, en el concurso organizado por dicha academia para dilucidar la cuestión suscitada por la supremacía del francés en la Europa de la época, será de los primeros en volver su mirada hacia la lengua inglesa. Y así no tendrá reparos en subrayar en la memoria presentada al concurso, tras admitir las razones que habrían convertido el francés en lengua universal, que era menester tener en cuenta «el papel cada vez más importante de la lengua inglesa en América del Norte y en el mundo» (Düwell 1996: 47).

Schwab parecía haber intuido una realidad que en el siglo XIX se iría haciendo cada vez más patente: la influencia de la lengua inglesa a partir sobre todo del derrumbe del imperio napoleónico en 1815 y el nuevo orden que se impone en Europa tras una larga hegemonía francesa de más de 150 años, iniciada tras los tratados de Westfalia y a la que pondrá fin el Congreso de Viena. La realidad política y económica que se va imponiendo a lo largo del siglo XIX, con el auge del Imperio británico durante el reinado de la reina Victoria y el protagonismo cada vez mayor de Estados Unidos sobre todo en el continente americano, favorece la necesidad del aprendizaje del inglés, aunque también no es menos cierto que a lo largo del siglo XIX el francés seguirá manteniendo su primacía como lengua extranjera en el sistema escolar de muchos países europeos, entre ellos España. En cualquier caso, desde finales del siglo XVIII, aunque todavía muy pausadamente, parece ir imponiéndose un discurso alternativo en el ámbito de las lenguas vivas, en el que se preconiza la importancia del aprendizaje de lenguas extranjeras y no exclusivamente del francés. Jovellanos parece haber entendido esas nuevas tendencias, por lo que no dudará en incluir en el plan de estudios del Instituto Asturiano, fundado por él mismo en Gijón en 1793, el aprendizaje del inglés junto al del francés, lo que le llevará a redactar conjuntamente en 1794 unos Rudimentos de lengua inglesa y unos Rudimentos de lengua francesa dirigidos a los alumnos de ese nuevo centro; aunque varias fuentes cuestionan la autoría de Jovellanos en lo que se refiere a los Rudimentos de lengua francesa, que algunos no dudan en atribuir a Dionisio Pelleport, profesor de francés del Real Seminario de Nobles en las últimas décadas del siglo XVIII. Por otra parte, la enseñanza del inglés no dejará de imitar a la del francés, aunque también no es menos cierto que Jovellanos parece haber entendido que para el estudio de algunas materias, incluidas en los planes de estudio del centro que acababa de fundar, el inglés era sin duda necesario.

El siglo XVIII representa un momento especialmente fructífero en la reflexión sobre la enseñanza/aprendizaje de lenguas vivas. Reflexión que se entrecruza con una nueva manera de aproximarse al latín precisamente en el momento en que su hegemonía en la educación está puesta en entredicho. Pero esta nueva reflexión tanto sobre el latín y especialmente sobre las lenguas vivas, entre las que sobresale el francés, no puede entenderse sin una manera de sentir propia de la época. La propia supremacía del francés, que acabará postergando al latín, será también puesta pronto en entredicho confirmándose una vez más que el viejo sueño humano de la lengua única es inalcanzable. De hecho, en el propio siglo XVIII en España existen pruebas evidentes de que el francés no siempre ocupa esa supremacía absoluta como a veces puede creerse, pues si es cierto que hacia finales del siglo XVIII el francés verá surgir, aunque sea muy tímidamente, la competencia de la lengua inglesa no es menos cierto que ya en las primeras décadas de ese mismo siglo el francés se había visto obligado a compartir en algunos casos su preponderancia como lengua extranjera con lenguas como el italiano. Pues de hecho no se hacía más que seguir una inercia que procedía de los siglos XVI y XVII durante los cuales, bajo el largo influjo del Renacimiento, el aprendizaje de la lengua italiana formaba parte de los atributos requeridos para la formación de los hijos de familias nobles. Por eso, en el Real Seminario de Nobles, fundado en 1725 bajo el patrocinio de Felipe V, para la educación de jóvenes nobles, el italiano y el francés serían enseñadas a la par, siendo por cierto dicha institución la primera española que incluyó el francés en sus planes de estudios. Aunque tampoco habría que engañarse sobre la importancia dada en esas primeras décadas del siglo a las lenguas extranjeras en España. De ahí que no pueda extrañar que un profesor de francés en esa institución llegara a comentar en un momento dado que «los caballeros seminaristas dedican a ella [el francés] el corto tiempo que les dejan libres sus principales estudios».

También es cierto que hacia finales de siglo la enseñanza del francés parece haberse consolidado e informaciones sobre los planes de estudios permiten comprobar una enseñanza basada fundamentalmente en la traducción de textos franceses clásicos como el Discours sur l’histoire universelle de Bossuet, la École de littérature tirée de nos meilleurs écrivains de Joseph de La Porte y el Cours de belles–lettres de Charles Batteux. También en esas décadas de finales del siglo se empieza a estudiar inglés en el Seminario de Nobles de manera optativa. Entre los textos utilizados para el aprendizaje de esa lengua se incluían prueba de traducción al inglés del Magasin des enfants de Mme. Leprince de Beaumont, aunque no queda claro si la traducción se hacía desde su traducción castellana o a partir del texto original francés, lo que parece más inverosímil por la dificultad que ello entrañaba para alumnos españoles. De todos modos, una observación referida al Certamen público de lengua inglesa del Seminario de Nobles de 1785 afirma que «se procura que los que se dedican al inglés no olviden, antes conserven y adelanten el uso que hayan adquirido de la lengua francesa». Por lo que no puede descartarse que la traducción se hiciera a partir del francés, lo que vendría a poner de manifiesto una vez más esa constante que se va imponiendo a lo largo del siglo XVIII, en que el aprendizaje de lenguas y el manejo de la traducción se entrecruzan sin cesar, impelidos y al mismo tiempo condicionados por la realidad histórica y sociocultural.

 

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