La traducción de historiadores griegos y latinos en los Siglos de Oro

La traducción de historiadores griegos y latinos en los Siglos de Oro1

Alejandro Coroleu (ICREA–Universitat Autònoma de Barcelona)

 

Introducción

En cuanto disciplina que trataba de manera retórica los temas políticos y las consecuencias de las decisiones morales («historia magistra vitae», por recordar la conocida sentencia ciceroniana), la historia se convirtió durante los siglos XVI y XVII en parte fundamental de los studia humanitatis y comenzó a ser entendida como una materia autónoma. Los humanistas revolucionaron tanto el estilo como el método de la investigación historiográfica. Al desarrollo de la historiografía en dicha época contribuyó la difusión de los historiadores de la Antigüedad griega y romana, traducidos primero al latín y posteriormente a las lenguas vernáculas. No se trata, sin embargo, de un fenómeno propio únicamente de la cultura humanística. Tal como ha afirmado Francisco Rico (1993), la historiografía clásica constituyó una de las formas de literatura laica que gozó de mayor popularidad entre el público lector del siglo XV.

Dicha tradición hermenéutica, que se desarrolla en la primera mitad del siglo XV, sobre todo en tierras italianas, se acrecienta a finales de la centuria con el impulso de la imprenta y llega también a España. Se trata, con todo, todavía de versiones basadas en traducciones latinas o en traducciones de otras lenguas vernáculas, obra frecuentemente de nobles o de preceptores en cortes aristocráticas. Publicada en Salamanca en 1516, la traducción castellana de Diego Guillén de Ávila de los Stratagemata de Frontino para el conde de Haro, dedicada «a los capitanes y los otros hombres de guerra que no aprendieron la lengua latina» (f. 2r), es un buen ejemplo de cómo los historiadores grecolatinos podían ponerse al alcance de un público aristocrático y sin suficiente dominio de la lengua latina. El mismo público, en una palabra, interesado por historias en lengua vulgar de héroes o reyes locales o contemporáneos.

Es a partir de 1530 cuando comienzan a aparecer nuevas versiones de textos historiográficos antiguos, ahora ya con mayor frecuencia traducidos directamente del original y de la mano de latinistas y helenistas. Son traducciones que poseen un rango especial, ligado a la monarquía. No resulta sorprendente, por tanto, que la labor de traducción de los historiadores clásicos a las lenguas vulgares coincida, en el caso español, con los reinados de Carlos V y los diez primeros años del reinado de su sucesor Felipe II, es decir, el período entre 1519 y 1565 (Coroleu 2004). Estas versiones fueron encargadas por el rey o dedicadas directamente al círculo del monarca, preparadas por secretarios o cronistas reales, con una clara finalidad política y propagandística. En numerosos casos fueron producidas para uso en la corte. Baste aludir como ejemplo el caso de una traducción castellana de Tito Livio –impresa en Zaragoza por Jorge Coci en 1520 y suntuosamente decorada–, cuya publicación coincidió con la visita de la corte imperial a la ciudad para que el volumen pudiera así ser ofrecido como regalo al jovencísimo Carlos V.

El propósito de este capítulo es el de ofrecer un panorama de la traducción de los historiadores griegos y latinos entre 1475 y 1625. Lo haré centrándome en tres historiadores griegos que gozaron de amplia difusión en España durante estos años: Apiano de Alejandría, escritor que vivió en tiempos de Adriano y a quien debemos una historia militar del Imperio romano dividida en dos colecciones; Flavio Josefo (37–93 d. C.), autor de La Guerra de los Judíos y de las Antigüedades Judías, una exposición de toda la historia judía desde la creación del mundo hasta la revuelta judía contra Roma del año 66; y Plutarco (ca. 45–120 d. C.), historiador que compuso las Vidas paralelas, una serie de biografías de griegos y romanos famosos, elaborada en forma de parejas, y los Moralia, obra de contenido moral. A lo largo de mi exposición me referiré, claro está, también a la recepción renacentista de otros historiadores griegos y romanos, y en dos casos concretos me permitiré sobrepasar los límites cronológicos y geográficos establecidos para ilustrar mejor mi argumentación.

 

Historiografía y ejemplaridad

Diversas razones nos ayudan a entender el éxito editorial de los textos historiográficos clásicos a lo largo de esos años. Además del interés lingüístico y por el método historiográfico, de acuerdo con la teoría renacentista de la utilidad de la historia, para muchos lectores los textos proporcionaban información sobre el pasado clásico. Fijémonos, por ejemplo, en el episodio relativo al asedio y a la rendición de Numancia a manos de las tropas romanas, descrito por Apiano en los libros sobre las guerras de España (Historia romana, 76–98). La fuerza dramática de dicho episodio, recogido por los historiadores de la época y susceptible de ser leído en clave legendaria, atrajo notablemente la atención de los escritores del Siglo de Oro. No resulta así extraño que Miguel de Cervantes siguiera el relato de Apiano y dedicara una tragedia entera, La Numancia, a desarrollar el episodio del sitio de la ciudad numantina.

Por su parte, Flavio Josefo era valorado sobre todo por la información que ofrecía sobre la religión judía. Por regla general los lectores de los textos de Flavio Josefo eran personas interesadas por temas relacionados con el judaísmo o simplemente conversos. Tal como podemos leer en el colofón de la traducción catalana de las Antigüedades judías (Barcelona, 1482), el volumen gozó del patrocinio del librero Joan ça–Coma, un converso, detalle que justificaría la censura eclesiástica de que fue objeto el texto a manos del censor Pere Llopis, profesor de Teología en Barcelona y miembro de la orden de los franciscanos (Riera i Sans 1987: 185). Pese a las sospechas que los textos provocaban entre sectores de la jerarquía eclesiástica, encontramos manuscritos en catalán y en latín de las Antigüedades en bibliotecas capitulares de la época, concretamente de individuos interesados por materia bíblica e historia de la Iglesia, como por ejemplo el obispo de Girona Joan Margarit y el de Barcelona Bartomeu de Tocco y el inquisidor Lagunilla, que vivieron en Barcelona en la década de 1550 (Peña Díaz 1997: 281–282).

Más allá de su valor histórico, la historiografía antigua podía también ofrecer modelos ejemplares de comportamiento moral. Las Antigüedades judías de Flavio Josefo reunían toda una serie de ejemplos de devoción religiosa y de piedad, como recalca el anónimo traductor castellano del texto:

Por lo qual se deven tener en mucho los Historiadores que tratan las cosas antiguas, que nos dexaron tan perfectos exemplos de varones antiguos de aquellos tiempos… Claro es, y muy notorio, que aquellos buenos varones del viejo Testamento fueron tales, quales devemos procurar ser, y assi de mucha autoridad deve ser la historia que ha conservado la vida dellas, y nos la pone tan claramente delante, como si la tuviessemos presente. (Los veynte libros de Flavio Iosepho, de las Antiguedades Iudaycas, Amberes, 1554, f. Aiii r).

Con frecuencia la preceptiva recomendaba a los historiadores grecolatinos como manual de instrucción política. Así, los traductores de historiografía antigua de los siglos XVI y XVII establecieron conscientemente paralelos históricos entre los acontecimientos descritos por los historiadores clásicos y la situación de la España contemporánea. Ello queda de manifiesto en la edición valenciana de 1522 de la Historia romana de Apiano. Dedicado a Rodrigo Hurtado de Mendoza, el volumen se abre con una larga carta en la que el traductor Juan de Molina elogia el papel jugado por Rodrigo y su hermano Diego en la represión del levantamiento de las Germanías. El prólogo sirve, además, para establecer un vínculo directo entre los héroes romanos y Rodrigo, cuya valentía es asimismo comparada con la de Rodrigo Díaz de Vivar, otro libertador de Valencia, a ojos de Molina, quinientos años antes. Análogo valor posee la edición barcelonesa de 1592 de la Historia romana de Apiano, dedicada a Felipe II, dado que es obra –como afirma el censor– «que puede servir y ser provechosa para el buen gobierno de los reinos, provincias, republicas y ciudades en tiempo de paz y de guerra» (f. 2v).

El texto de Apiano enseñaba también lecciones negativas de las que los lectores se podían beneficiar. En el prefacio a su traducción de 1536, Diego de Salazar afirma haber escogido la Historia romana porque, de todos los escriptores griegos y latinos, Apiano es quien ofrece la versión más detallada de las disensiones de los romanos («porque yo no las he hallado escritas tan por extenso en ningún otro libro», sign. Ir). Pocos años después de la revuelta de las Comunidades Salazar aprovechaba el ejemplo romano para advertir a sus contemporáneos de los peligros que suponían las guerras civiles y las sediciones internas. Las posibilidades políticas de La guerra de los judíos merecían también la atención de los traductores de los textos de Flavio Josefo. Así, el texto fue propuesto al príncipe Felipe poco antes de su coronación como advertencia de cómo gobernar un territorio tumultuoso como era el caso de los Países Bajos españoles. Se trata de un aspecto que se destaca asimismo en el prólogo a la reimpresión de la traducción de La guerra de los Judíos a cargo de Martín Cordero (Amberes, 1557), versión que fue dedicada al capitán general de Cataluña Carlos Colona (Perpiñán, 1608): «me e atrevido a dedicar a VS este trabajo por tratar Josepho de guerras, grandes sucessos de las ciudades, regimiento de villas, tenencias de castillos; a quien se puede esto dedicar sino a un gran soldado como VS el qual demas de ocho años de lugar teniente de Capitan General en etas fronteras tiene en las uñas la historia» (f. 2v).

 

Entretenimiento y deleite

Sin embargo, algunos humanistas vieron en estos textos mucho más que simples obras con contenido y valor histórico y político. No resulta así extraño que los autores de versiones vernáculas de historiografía antigua destaquen toda una serie de rasgos que ponen de manifiesto también el carácter de entretenimiento de los escritos historiográficos de la Antigüedad clásica. El autor del privilegio de la edición barcelonesa de Apiano, Enric de Cardona, define la Historia romana como «obra molt curiosa y apassible» (f. 2r). Por su parte, el censor eclesiástico, el jesuita Pere Gil, califica el texto de obra «muy buena, curiosa y deleytable» (f. 2v). El relato historiográfico de Apiano podía ser ofrecido a sus lectores como lectura de ocio. Sin negar el valor utilitario de la historiografía antigua, los traductores preferían recalcar los méritos literarios de las historias recogidas por Apiano. Haciéndose eco del testimonio de Petrarca en el Triomfo d´amore Juan de Molina, el autor de la versión castellana del propio Apiano, declara la superioridad de la historia por encima de las novelas de caballerías y advierte a su noble mecenas que «no están aquí las ficciones ventosas de Esplandián, ni las espumas de Amadís, ni los humos escuros y espessas nieblas de Tirante, ni los vanos tronidos y estruentos fantastigos de Tristán y Lançarote, ni los incantamientos mintrosos que en estos libros que he dicho y otros como ellos falsamente se leen. Los cuales (como Petrarca muy bien dice) hinchen las cartas de sueños» (Los Triumphos de Apiano, Valencia, 1522, sign. iiii v).

El ataque de Molina a Tirant lo Blanc (1490) es especialmente significativo porque nos proporciona, entre otras cosas, valiosa información sobre la popularidad y difusión de la novela de Joanot Martorell en la Valencia del primer cuarto del siglo XVI. Más importante para nuestro propósito resulta el hecho de que a un historiador como Apiano se le presente como alternativa válida a la literatura caballeresca. Como Tirant lo Blanc, los textos de Apiano podían ser entendidos como literatura de entretenimiento. A diferencia de la novela de Martorell y de otros libros de caballerías Apiano contaba, en cambio, con un valor añadido: el de la verdad, o cuando menos, el de la verisimilitud, dado que todo aquello que Apiano refería en su Historia romana había sucedido o era susceptible de haber sucedido. No resulta así extraño que los autores de versiones vernáculas de historiografía antigua utilizasen a menudo sus prólogos para atacar la literatura caballeresca y convencer a sus lectores de la superioridad de las historias de la Antigüedad por encima de las mentiras y fábulas contenidas en las novelas de caballerías. Constituye éste un lugar común que aparece de manera recurrente en numerosos escritos de este período, tanto en otras traducciones de historiadores clásicos como la versión de los Moralia de Plutarco, publicada en Alcalá en 1548 («Así que en lugar de Tristanes, Reynaldos, Florisandos, Primaleones, Palmirenos y Duardos y otros cien mil tales que hinchen los papeles de mentiras donde muchas personas muy a menudo gastan sus buenas horas, por medio de esta traslación tomaran un pasatiempo no menos provechoso que deleitable y honesto», sign. bb iii r), como en textos historiográficos de distinta naturaleza, como la Crònica general del Principat de Catalunya de Jeroni Pujades («No faules de Amadis, no les prophanes / Histories, quels Poetes nos dexaren / escrites en los llibres que dictaren / en prosa y vers, sino les cathalanes / Armes, virtuts y obres Christianes / Aquestes nos escriu micer Pujades», Barcelona, 1609, f. 5 r).

El valor deleitable de los historiadores de la Antigüedad grecolatina venía garantizado además por la abundancia de episodios internos y digresiones incluidos en los textos. Ello nos puede ayudar a explicar un rasgo estructural de las traducciones impresas de historiadores clásicos de la época, común también a los libros de caballerías (Tirant lo Blanc es en este sentido un buen ejemplo) y a la historiografía medieval (Dionisotti 1997). A diferencia de las versiones latinas, dirigidas a un público culto y letrado, todas las traducciones a la lengua vulgar de historiadores clásicos presentan un detallado índice en las primeras páginas del volumen y dividen el texto en cortos capítulos, cada uno de ellos con un encabezamiento en el que se resume el contenido del capítulo en cuestión. La división del texto en capítulos según una extensión regular se debe seguramente a un deseo de no cansar a los lectores, tal como se desprende del prólogo de Jaime Bartomeu a su versión de Apiano («Hame parecido repartir este libro en capitulos para huyr el fastidio que suelen causar los libros, quando no tienen algun paradero a donde repose el juyzio de quien los quiere leer», en Apiano, Historia de las guerras civiles de los Romanos, Barcelona, 1592, f. 3v). La inclusión de índices y la división del texto en breves capítulos podían facilitar, sin duda, la lectura de los historiadores clásicos, tal como Lluís de Fenollet afirma en el prólogo a su traducción de Quinto Curcio: «La qual hystoria se partex en dotze libres. Los quals libres per haver pus facilment noticia de les parts de dita hystoria ara son stats divisits en capitols nombrats. Los quals capitols en la present taula son mostrats ab lurs nombres, a quantes cartes sien» (La historia de Alexandre de Quinto Curcio, Barcelona, 1481, sign. a i r). En este sentido, el testimonio de Diego Gracián, traductor al castellano de otro historiador griego (en este caso, de Jenofonte), recomendando al futuro Felipe II la lectura de la Anábasis «a ratos», nos permite pensar que los libros de historia antigua podían ser leídos en intervalos de ocio («Reciba pues V. Al. esta traslación de Xenophon con ánimo real, para que con revolverla a ratos pueda recrear el espíritu cansado de los continuos trabajos y arduos negocios de la república, con el deleite de la historia», Las obras de Xenophon, Salamanca,1552, sign. + iii r).

 

Difusión de la historiografía clásica

Podemos, con todo, explicar el formato de los textos analizados por la manera como eran puestos al alcance del público renacentista. Un análisis de los inventarios de bibliotecas privadas de la época muestra, por ejemplo, que Apiano era un autor que gozaba de gran popularidad entre las clases gobernantes, tal como atestigua el listado de libros que pertenecieron a Diego Hurtado de Mendoza (Dadson 1998: 332–333), a cuyo hermano fue dedicada la traducción de Juan de Molina aludida más arriba. Incluso las mujeres –como en el caso de Leonor de Austria, reina consorte de Francia, a cuyo secretario va dirigida la traducción castellana de César (París, 1549)– se les permitía disfrutar de las historias con la condición de que se llevara a cabo una selección adecuado de los textos.

Pero los textos de historiografía clásica podían ser difundidos también por otras vías. Como las novelas de caballerías, los historiadores griegos y latinos traducidos a las lenguas vernáculas eran asimismo objeto de recitación y lectura en voz alta, como distracción en la corte o en casas de la nobleza. Para ilustrar este aspecto me referiré a dos historiadores, uno latino y otro griego, Tito Livio y Diodoro Sículo. En el caso de Livio, la traducción castellana de López de Ayala de 1386 –dedicada a Enrique III de Castilla– constituye un ejemplo sumamente interesante. En su prólogo López de Ayala recomienda que el texto de las Décadas de Livio sea puesto al alcance «en publico por que los principes et los cavalleros que lo oyeren tomen buen exemplo et buena esperança et esfuerço en sy. E plégavos que este libro sea leydo delante la vuestra real majestad, porque lo oyan los vuestros cavalleros e ayan traslado d’el» (Décadas de Tito Livio, Biblioteca Nacional de España, ms. 12732, f. 1r). Por su parte, la traducción francesa de la Bibliotheke de Diodoro Sículo resulta también muy significativa en este sentido. Publicada en 1530, esta versión fue dedicada a Francisco I de Francia ya que el texto de Diodoro Sículo contenía, según el traductor Claude de Seyssel, «stratagemes en faict de guerre ensemble plusieurs diverses batailles, sieges et entreprises qui sont moult plaisantes a lire et oyr» (L’Histoire des successeurs de Alexandre le Gran, París, 1530, sign. a ii v). Que el texto de Diodoro Sículo era objeto de lectura y recitación en el seno de la corte de Francisco I lo demuestra un manuscrito, custodiado en el Musée Condé de Chantilly (ms. fr. 1672), que retrata al rey, a sus cortesanos e incluso al perro y mono reales mientras escuchan con atención la recitación de Antoine Macault, primer traductor de Diodoro Sículo al francés. La lectura pública de textos historiográficos no se limitaba, no obstante, a los historiadores antiguos. Dada la temprana edad del príncipe, al futuro Felipe II se le recomendaba que escuchara las biografías de emperadores famosos reunidas por Pedro Mexía en su Historia imperial y cesarea (1547, sign. ii r): «…y que por su poca edad el príncipe no puede haber entendido por experiencia lo que aquí alcançara por lecion, sera servido de leer o oyr lo que aquí se escrive».

 

Historiografía y ficción

La recitación y lectura de textos historiográficos grecolatinos vertidos a la lengua vulgar tenían, además, el poder de implantar imágenes en la mente del público que las escuchaba o leía. Para algunos de los traductores el carácter de entretenimiento que poseía la historiografía clásica se encontraba precisamente en la vivacidad de las narraciones traducidas. El deseo de enargeia –la capacidad de representar una realidad de una forma especialmente viva y detallada– en textos historiográficos constituye un lugar común a la teoría historiográfica de la Antigüedad y del humanismo. La fuerza dramática de las historias clásicas y los efectos emocionales derivados de ellas es una idea recurrente en los prólogos de las versiones romances de los historiadores clásicos. Baste invocar el ejemplo de Diego López de Toledo, traductor al castellano de los Comentarios de César, para quien «los libros de historia ponen delante los ojos las vidas, hazañas, victorias e infortunios de Reyes e personas principales como si nos halláramos en su era y edad» (Libro de los comentarios de Cayo Julio César de las guerras de la Galia, Africa y España, París, 1549, sign. aaa ii r).

No resulta así sorprendente que los autores de versiones vernáculas destaquen toda una serie de rasgos que ponen de manifiesto también el carácter de entretenimiento de los escritos historiográficos de la Antigüedad clásica. La versión de Gracián de la Anábasis de Jenofonte, por ejemplo, pone especial énfasis en los discursos de Ciro, explícitamente marcados en el índice general del volumen, sin duda como modelo de persuasión retórica pero también en cuanto rasgo que aumenta la intensidad y viveza de la narrativa. Por su parte, Juan Martín Cordero, que publicó sus traducciones de Flavio Josefo y de Eutropio entre 1557 y 1561, elogia la fuerza dramática de algunos de los episodios militares incluidos en los textos. Resulta altamente significativo en este sentido que en el prefacio a su versión de Flavio Josefo el traductor apele a las emociones del personaje real a quien va dedicada la traducción: «Todo esto podrá vuestra Majestad ver en esta historia más particularmente de lo que yo lo cuento, y juntamente hallará en vigor de la justicia de Dios donde quiere meter la mano, que cierto con solo leerlo y contemplarlo pone gran miedo y es bastante para amedrentar al más esforzado hombre que jamás hubo» (Los Siete libros de Flavio Josepho de las guerras de los Iudios, Amberes, 1557, f. 4r.), y que al mismo tiempo reflexione, en las primeras líneas de su versión de Eutropio, sobre los efectos que le produjeron la lectura y la traducción de la Historia romana:

Y traduziendo, me he maravillado mucho considerandolo algo mas particularmente, de ver que tan presto juntavan quatro mil y quinientos mil hombres, y sucedian batallas en que prendian tres cientos y quatro cientos mil, cosa fabulosa al parecer… Tambien me he maravillado de ver tantos triumphos, tantas victorias de hombres que no peleavan de lexos, no con arcabuzes ni pieças de artilleria, sino rostro a rostro, cara a cara, braço a braço; y con una espada en la mano arregaçados los braços, desnudas las rodillas, mostravan su valor, y no lo mucho que puede la polvora, ni la fuerça del bronze (La Historia de Eutropio, Amberes, 1561, sign. A iiii r).

Con temas heroicos extraídos de la Antigüedad clásica no bastaba, sin embargo, para estimular a los lectores. Además de entretenidas aventuras, apasionados discursos y vivas descripciones de batallas los traductores eran conscientes de la necesidad de presentar también a los personajes de los textos como un rasgo que pudiera aumentar la fascinación de sus narrativas. Es éste un atributo que acerca, todavía más si cabe, la historia y la ficción, si entendemos como ficción un relato narrativo construido en torno a un personaje y a su evolución psicológica. Tal como declara el librero Juan de Medina en el prólogo a la traducción de Jorge de Bustamante, un lector renacentista de Justino acudía al texto no sólo por la información histórica que éste ofrecía sino también, «para aver claro y abierto conocimiento de la persona y poder del rey Ciro, de Darío, de Xerxes, y de la otra multitud de tan excelentísimos capitanes» (Justino clarissimo abreviador de la Historia general de Trogo Pompeyo, Alcalá, 1540, sign. ii r).

Para un lector renacentista el desconcierto de las guerras civiles romanas relatado por Apiano o las historias de los sucesores de Alejandro el Magno recogidas por Diodoro Sículo podían, además de instruir, deleitar. Pero, si los historiadores clásicos se constituían como válidas alternativas a la ficción, ¿no podían las novelas de la Antigüedad poseer valores que fueran más allá del simple entretenimiento? Fijémonos, por ejemplo, en otro escritor griego, Heliodoro (siglos III y IV d.C.), autor de las Etiópicas, novela en diez libros que describe las aventuras de Teágenes y Cariclea. En 1552 René Guillon, profesor de griego en París, recomendaba el libro primero de Heliodoro como modelo de cómo escribir historia: «Graecos certe quidem autores historicos legimus et multos et optimos quosque sed in tanta multitudine nullum vidimus amoeniorem, iucundiorem, doctiorem» (Helidori Aethiopicarum historiarum liber primus, París, 1552, sign. A ii v).2

Que las Etiópicas servían como óptimo ejemplo de las acciones y comportamiento de un buen gobernante no pasó desapercibido a Fernando de Mena. Su traducción de Heliodoro fue dedicada a Antonio Polo Cortés, «señor de la villa de Escariche», toda vez que la vida de Teágenes ofrecía un espejo de comportamiento caballeroso. Para el traductor español las aventuras del héroe de Heliodoro poseían un componente claramente edificante:

No quedará Vm sin el premio del gusto que será ver pintado un tan buen soldado, tan buen cavallero, tan buen amante como lo fue Theagenes, y tan invencible en los trabajos y adversidades, como moderado, apazible, affable y manso en las prosperidades y mandos, tan paciente y sufridor quando esclavo como amoroso y humano quando Rey… Y no poca parte de imitación le cabe a vm pues supo sufrir con tanta prudencia los trabajos que como buen soldado passo en Italia antes que heredasse; y sabe tan benignamente despues de heredado, regir y governar a sus vasallos, haziendoles mercedes y honrando a todos con su affable y amoroso trato. (Historia de los dos leales amantes Theagenes y Chariclea, Alcalá, 1587, p. 4)

El presente capítulo ha intentado demostrar cómo, en los siglos XV y XVI, humanistas profesionales, traductores y escriptores en latín o en vernáculo manifestaron interés por la historiografía antigua por su valor histórico, político, moral y literario. Fuera cual fuera el uso de ellos se hiciera, mimesis resultó ser, en definitiva, el rasgo central de la recepción de los historiadores clásicos en los Siglos de Oro. Para un lector del siglo XXI la distinción entre historia y ficción no ofrece duda alguna. En el Renacimiento, en cambio, tal diferencia resultaba cuando menos problemática. Los testimonios aducidos más arriba muestran cómo los ejemplos de Apiano, Flavio Josefo y Plutarco (y otros historiadores clásicos), forjadores todos ellos de historias que podrían ser leídas en clave de ficción o que contenían elementos que podían ser interpretados en clave ficticia, sugieren que durante los siglos XVI y XVII la línea divisoria entre la historia y la novela era quizá menos clara de lo que estamos ahora acostumbrados a creer. Sirva para corroborarlo, a modo de conclusión, el testimonio de Francisco de Araoz, quien en su De bene disponenda bibliotheca (Madrid, 1631) recomienda la inclusión del Lazarillo de Tormes entre los libros escritos por historiadores profanos:

Fabulosi historici sunt qui plerumque historiis ridiculis non sine ingenii acumine adinventis plenis facetiis animos hominum superioribus studiis fatigatos, seu aliis curis et laboribus oppressos, interdum ab anxietate et molestia horum omnium eripiunt, leniunt et recreunt… Huius generis sunt […] Puerulus Lazarius a flumine dictae de Tormes appellatus.3

 

Conclusiones

El propósito de este capítulo es el de ofrecer un panorama de la traducción de los historiadores griegos y latinos. Diversas razones nos ayudan a entender el éxito editorial de los textos historiográficos clásicos en traducción entre 1475 y 1625. Además del interés lingüístico y por el método historiográfico, de acuerdo con la teoría renacentista de la utilidad de la historia, para muchos lectores los textos proporcionaban información sobre el pasado clásico. Más allá de su valor histórico, la historiografía antigua podía también ofrecer modelos ejemplares de comportamiento moral y con frecuencia la preceptiva recomendaba a los historiadores grecolatinos como manual e instrucción política. Así, los traductores de historiografía antigua de los siglos XVI y XVII establecieron conscientemente paralelos históricos entre los acontecimientos descritos por los historiadores clásicos y la situación de la España contemporánea. Sin embargo, algunos humanistas vieron en estos textos mucho más que simples obras con contenido y valor histórico y político. No resulta así extraño que los autores de versiones vernáculas destaquen toda una serie de rasgos que ponen de manifiesto también el carácter de entretenimiento de los escritos historiogràficos de la Antigüedad clásica.

 

Bibliografía

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Dadson, Trevor. 1998. Libros, lectores y lecturas. Estudios sobre bibliotecas particulares españolas del Siglo de Oro, Madrid, Arco.

Dionisotti, Anna Carlotta. 1997. «Les chapitres entre l’historiographie et le roman» en J.–C. Fredouille (ed.), Titres et articulations du texte dans les oeuvres antiques, París, Institut d’Études augustiniennes, 529–547.

Peña Díaz, Manuel. 1997. El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Rico, Francisco. 1993. «Nobiltà del medioevo, nobiltà dell’umanesimo» en C. Leonardi (ed.), Gli umanesimi medievali. Atti del II Congresso dell’Internationales Mittellateinerkomitee, Florencia, SISMEL, 559–566.

Riera i Sans, Jaume. 1987. «Presència de Josefus a les lletres catalanes medievals» en VV. AA., Studia in Honorem Prof. Martí de Riquer, Barcelona, Quaderns Crema, III, 179–220.

Solís de los Santos, José. 1997. El ingenioso bibliólogo Don Francisco de Araoz (De bene disponenda bibliotheca, Matriti 1631), Sevilla, Universidad de Sevilla.

 

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  1. Este trabajo forma parte del proyecto de investigación Traducción y público lector en la Corona de Aragón (1380-1530): obras de inspiración clásica (Ministerio de Ciencia e Innovación, PID2019-103874GB-I00).
  2. «Nosotros hemos leído a muchos historiadores griegos que son ciertamente excelentes. Pero, entre tan gran multitud no hemos visto ningún otro que fuera más placentero, deleitable y sabio que Heliodoro» (traducción de A. Coroleu).

  3. «Historiadores fantásticos son quienes las más de las veces con jocosas historias inventadas no sin la agudeza del ingenio y llenas de chistes, a los ánimos de los hombres, fatigados por los estudios más elevados o afligidos por otras preocupaciones y trabajos, los sacan entretanto de la ansiedad y molestia de todas estas cosas, los serenan y recrean… De este tipo de obras son … el jovencito Lázaro, llamado de Tormes por el río de la mencionada ciudad» (Solís de los Santos 1997: 70).