Traducción, elocutio, oratio en los Siglos de Oro

Traducción, elocutio, oratio en los Siglos de Oro

Mauri Furlan (Universidade Federal de Santa Catarina)

 

Concepciones de traducción en la historia

Interpretatio, imitatio, aemulatio son conceptos clásicos, estrictamente relacionados con la literatura romana y que valen de modo especial para referirse a fenómenos concernientes a la traducción, los mismos que, mutatis mutandis, reviven en el Renacimiento bajo los principios de la elocutio. Si, por un lado, hay un pensamiento europeo que presenta una unidad a través de los siglos en lo relativo a la traducción y se configura en la retórica clásica, por otro, hay especificidades de la misma retórica que conforman las diferencias y rupturas existentes en distintos períodos históricos y que van a caracterizar sus concepciones particulares. Este elemento unificador que conserva determinados rasgos a través del tiempo pero que, de igual modo, revela peculiaridades de cada época se plasma en una teoría general del lenguaje.

Desde la Antigüedad clásica hasta el Renacimiento, la concepción del lenguaje quedó reflejada, en tanto que teoría, en el código que conocemos como retórica clásica (López Grigera 1994: 18). Y en distintos períodos de la historia de la humanidad y del pensamiento occidental, la práctica de la escritura y de la traducción se fueron diferenciando entre sí respecto al período anterior porque algo en ese código se había transformado, produciendo las diferencias y características de cada período. Tales cambios se pueden explicar mediante el conocimiento del sistema operativo de la retórica clásica en cada uno de los períodos analizados. Esos sistemas operativos son concebidos a partir de las tres partes principales distinguidas en los tratados de retórica clásica: la inuentio, dispositio y elocutio, que tratan respectivamente de las ideas, es decir, del contenido (res); el proceso elaborativo y la disposición de las ideas encontradas mediante la inuentio; el paso de las ideas encontradas y ordenadas al lenguaje por medio de la selección de las palabras (electio uerborum) y de las reglas de la buena composición textual (compositio). Así pues, se da por sentado que el sistema operativo de la retórica en la Antigüedad clásica romana es el de la inuentio–elocutio, el del Medievo es el de la inuentio, y el del Renacimiento es el de la elocutio, es decir, el énfasis distinto dado en cada período a cada uno de esos elementos producirá características propias en su contexto.

En la traducción artístico–literaria, cuyas raíces el Renacimiento buscará en la Antigüedad clásica, en tanto que actividad originada en el mundo latino, no se conocía la concepción moderna de traducción «fiel», y la exactitud en la traducción era para los romanos más un defecto que una premisa indispensable (Reiff 1993: 44). Por concebir el arte como mímesis, la escritura y, por consiguiente, la traducción se valoran por su capacidad de imitatio –la creación similar (en contenido o forma) al modelo–, y aemulatio, cuando la creación sobrepasa al modelo. En una sociedad que, en general, no necesitaba traducciones porque conocía la lengua griega, la práctica de traducir entre los romanos era más bien un trabajo de producción literaria y ejercicio de estilística comparada, y el traductor era juzgado por su habilidad para valerse creativamente de su modelo (Bassnett 1980: 52). La particular cosmovisión cultural del mundo romano posibilitó una concepción y práctica de traducción únicas, que presentaban como sistema operativo de su teoría del lenguaje el de la inuentio–elocutio, la cual trata respectivamente de las cosas y de las palabras (res et uerba). De ahí que la traducción latina cuidara tanto del mensaje como de la forma, produciendo una romanización no solo de la expresión sino también del contenido, con amplias transformaciones en el texto de llegada. La traducción se concebía como la producción de una réplica a través de la diferencia, el desplazamiento, la sustitución de la fuente, como suplantación del modelo (Copeland 1991: 30).

Con el fin del Imperio romano, la progresiva pérdida de conocimiento de la lengua griega y el avance del cristianismo, aumenta la necesidad real de traducciones. La traducción se vuelve cada vez más utilitaria, y la elocuencia adquiere un sentido instrumental. El cambio de cosmovisión que predominará durante la Edad Media, con una concepción distinta del lenguaje y la traducción, tendrá la inuentio como su sistema operativo, valorando en la traducción el contenido del mensaje más que la forma. La traducción pasa entonces a ser el medio de transmisión del mensaje, importando sobremanera aquello que se consideraba la fidelidad al pensamiento y a los objetivos del mensaje. Ello origina traducciones de mayor extensión que los originales, en las que el traductor hacía comentarios explicativos e interpolaciones de todo tipo; otros textos, en especial los religiosos, son escrupulosamente traducidos ad uerbum, en un intento de preservar el mensaje divino.

El Renacimiento, al priorizar la elocutio como sistema operativo de la retórica, se caracterizará por el gran cuidado dispensado a la forma, al arte con que el texto está presentado. La elocutio pasa de ser una de las partes del discurso en la teoría retórica clásica a constituirse como una teoría estética literaria. En el Renacimiento se tradujo intentando readquirir la estética clásica, cuyos patrones se habían transformado o perdido en la Edad Media: el clasicismo renacentista significó una revolución en el gusto literario del Medievo tardío, que implicó la sustitución del estilo turbio de la prosa medieval tardía, con su sintaxis suelta, períodos inconstantes y ornamentos imitados, por los patrones clásicos de la buena dicción, es decir, por la «corrección, claridad, orden, variedad, elegancia» (Griffiths, Hankins & Thompson 1987: 4). La búsqueda de esa estética implicaba recrear el arte del original en la lengua de llegada, o crear un nuevo texto artístico, pero sin que ello supusiera alejarse del texto fuente. Así pues, la traducción se concibe como la recuperación del texto original, esto es, el rechazo de las interpolaciones o glosas de los traductores. Añadiduras, omisiones y cambios devienen procedimientos restringidos a cuestiones puntuales de la traducción. Ésta, ahora, persigue la comprensión del texto, ya no a la luz de su actualización histórica, como se había hecho muy a menudo en el Medievo, sino con apego a la letra y a partir del texto mismo. La palabra representa el pensamiento, de ahí que la «traducción literal», defendida por algunos humanistas, no signifique una mera transposición de elementos formales que impide la comprensión, sino la reproducción inmediata del sentido que están adornando las palabras. Traducir las palabras es traducir el sentido, es no traicionar al pensamiento del original, pero es además una cuestión de estilo: atenerse al modelo y, sobre todo, hacer inteligible y agradable lo que se traduce (Furlan 2002).

El Renacimiento europeo, aunque concebido como un movimiento y no como un período (Burke 1987), se constituyó con una cosmovisión propia y, sobre todo, común, con una concepción del lenguaje igualmente común, plasmada en la gramática y la retórica clásicas, cuyo rasgo diferenciador respecto a los períodos anteriores es el énfasis dado a la elocutio, lo que se refleja en la producción literaria y, por extensión, en la traducción. Así, el pensamiento renacentista sobre la traducción comparte una concepción común, expresada por muchos autores de modo considerablemente similar entre sí, y sus reflexiones no representan hechos aislados sino que revelan comprensión y continuidad del pensamiento de sus contemporáneos y sus antecesores. El hecho de que pudieran diferenciarse conceptualmente de los períodos anteriores es una gran prueba del conocimiento que tenían del pensamiento antiguo: la ruptura solo es posible si hay unidad.

 

Exponentes de la concepción renacentista de traducción en España

El Renacimiento español, que constituye la base de los Siglos de Oro, participó del gran cambio que entonces experimentaba todo el espacio renacentista en lo relativo a una nueva concepción y práctica de la traducción frente a la medieval, sentando así las bases de la traducción moderna. Según Norton (1984), el desarrollo de una nueva manera de ver la traducción en el Renacimiento –expresada no solo en la práctica sino también en reflexiones sobre el arte de traducir–, comienza en Italia con Manuel Crisoloras y Coluccio Salutati y se refleja intensamente en las consideraciones que hace Leonardo Bruni en su De interpretatione recta (ca. 1420). Desde allí, se extiende por Europa, manifestándose en España de forma preliminar ya en los planteamientos de Alfonso de Madrigal, el Tostado (ca. 1400–1455) y Alfonso de Cartagena (ca. 1384–1456), hasta culminar en el pensamiento de uno de los mayores exponentes del Renacimiento europeo, Juan Luis Vives (1492–1540). En la península ibérica del período, es la de Vives la más significativa reflexión en torno al nuevo pensamiento traductor, equiparable a lo que fueron en otros países aquellas de Martín Lutero, Étienne Dolet o Sebastiano Fausto da Longiano.

Por cierto, el espíritu de la época se refleja en las consideraciones de otros coterráneos de Vives, de entre los cuales destacan las de Juan Boscán (1490–1542), Garcilaso de la Vega (1503–1536), Juan de Valdés (1509–1541), fray Luis de León (1527–1591) y Pedro Simón Abril (ca. 1530–1600) que consideramos más abajo. Un breve análisis sobre el pensamiento de estos autores en torno a la traducción muestra que la España renacentista compartía y practicaba lo que llamamos de traducción retórica elocutiva (Furlan 2002).1

Gran parte de las reflexiones renacentistas sobre traducción presentan una concepción hermenéutica del traducir, que supone una interpretación correcta del sentido original. Una interpretación adecuada y una posterior traducción correcta dependen de algunos factores mencionados unánimemente por los teóricos renacentistas de la traducción: el dominio de las lenguas de partida y de llegada, el conocimiento de la materia y la posesión de oído o habilidad poética. El dominio lingüístico ha de entenderse como un conocimiento filológico, pero también de la cultura, la historia y la literatura. Ahora bien, todo eso es en vano, nos dice Fausto da Longiano, uno de los más importantes pensadores italianos de la traducción en aquella época, sin el conocimiento de la materia que debe ser traducida: «Non si può dire tradottione quella di colui che traduce ciò che meno intende, ancorché cognitione havesse intiera e perfetta de le lingue. Molti, sendo puri grammatici, hano tentato di tradurre le facoltà e peró sono incorsi in infiniti errori» (1991: 69).2 Para traducir, es necesario tener gran capacidad de comprensión de las lenguas y de las ciencias.

Con todo, la traducción correcta debe añadir además un cuarto punto, la gran novedad aportada por los renacentistas: el uso del oído o la habilidad poética, necesario para la comprensión y reproducción artística del original. Mediante estas cualidades, el traductor se encuentra en condiciones de captar el arte del original, incluso en sus matices rítmicos y armónicos, para reproducirlo en la traducción. El cuarto requisito referido, el poseer oído, es una de las principales contribuciones de la nueva concepción renacentista de la traducción, y se vincula estrictamente a la cuestión de la elocutio. Roger Bacon, en el siglo XIII, habría sido uno de los primeros en presentar como requisitos fundamentales el dominio de ambas lenguas y de la materia involucradas en la traducción, pero solamente a partir del siglo XV, con Leonardo Bruni (hacia 1420), se empieza a exigir arte en la traducción: «sic in traductionibus interpres quidem optimus sese in primum scribendi auctorem tota mente et animo et uoluntate conuertet et quodammodo transformabit eiusque orationis figuram, statum, ingressum coloremque et liniamenta cuncta exprimere meditabitur» (1996: 86).3

 

Alfonso de Madrigal, el Tostado

Contemporáneo de Leonardo Bruni, el obispo de Ávila Alfonso de Madrigal, el Tostado, produjo, hacia 1450, «la disquisición teórica más importante en la Península en el siglo XV en el Comento sobre el Eusebio» (Morrás 1995: 37n). Sin embargo, su propósito no fue el de producir una reflexión teórica sistemática sobre la traducción, sino comentar, al estilo medieval, las palabras de san Jerónimo sobre la versión que este hiciera de la obra de Eusebio. Aunque «Madrigal nació quizá demasiado tarde para ser un hombre de la Edad Media y demasiado pronto para ser un humanista» (Santoyo 1999: 58), su exposición medieval sobre su concepción del arte de traducir presenta elementos que conformarán el pensamiento renacentista en torno al tema, incluso aludiendo a lo más caro de ellos, la elocutio.

Es importante rememorar su pensamiento. Madrigal concibe dos tipos de traducción: la de palabra por palabra, a la que llama interpretación, y la de la sentencia, que no sigue las palabras, que denomina exposición, comento o glosa. La primera otorga más autoridad, nada se añade ni se quita, y preserva así al autor primero. La segunda, dado que se introducen muchas adiciones y enmiendas, ya no es obra del autor sino del glosador. Y afirma haber traducido sirviéndose de la primera (Madrigal 2009: 98). A pesar de que se le sitúe comúnmente en el literalismo de la Baja Edad Media por abogar en la traducción, si es posible, por una exacta correspondencia de las palabras y su orden (2009: 130, 166), no hay que entenderlo como defensa de una traducción literal, stricto sensu, porque, para Madrigal, traducir palabra por palabra no es sino evitar todo tipo de glosa, circunlocución o comentario y no restar nada del texto original (2009: 109, 129, 131ss), buscando recuperar en la traducción al autor primero.

Traducir es «remedar al original» (imitatio), para que la traducción no sea menos digna que el modelo (2009: 120, 131). Y aún, al considerar la «diversidad de la propiedad de los lenguajes», Madrigal considera a veces oportuno no mantener el mismo «orden de fabla» que en el original (2009: 167), afirmando que «el interpretador quanto pudiere deue fazer hermosura la escritura e euitar las fealdades e malos sones» en la lengua de llegada (2009: 131). Además de sostener como requisitos imprescindibles para el traductor el conocimiento de la materia que traduce y el dominio de las lenguas involucradas (2009: 107), él también asevera que uno solo puede traducir si tiene «saber de eloquencia», la cual es «artificio de habla», insistiendo en la producción de un texto artístico, biensonante (2009: 107, 118, 131 y ss). A pesar de la dificultad, la traducción debe guardar toda la hermosura de la lengua original, con la preservación de las figuras retóricas (2009: 120, 125ss). Hay, pues, en la concepción de Madrigal una propugnación de proximidad al texto del modelo, de la biensonancia, arte, elocutio.

 

Alfonso de Cartagena

También Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos, considerado el propulsor de los estudios humanísticos en España (Di Camillo 1976), se preocupaba, en la traducción, por una transmisión precisa, clara y conveniente del contenido del texto original, abogando por una traducción ad sensum y «con dulzor» (elocutiva). En sus viajes hacia fuera de España, Cartagena tuvo varios contactos con humanistas, resultando de allí un conocido debate habido entre él y Leonardo Bruni respecto a dos traducciones al latín de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, un hecho que comprueba que, aunque discordando de algunos planteamientos de Bruni, a quien Cartagena llamaba «un nuevo Cicerón» (quidam nouellus Cicero) al reconocer en él a un traductor con un latín rico y elegante (cultura uerborum copiose ac polite Latine) y admirar «la dulzura de su moderna traducción» (modernae translationis suauitas) (Cartagena 1922: 164), el obispo de Burgos se involucra en el conocimiento y discusión de la concepción humanista de traducción.

En el prólogo a De la Rhetorica (ca. 1430), su versión a la lengua vernácula de De inuentione, de Cicerón, Cartagena expresa importantes elementos de su concepción traductora. Retomando la tradición jeronimiana de tipología textual, él también afirma que, en la traducción de la Sagrada Escritura, «es error añadir o menguar» palabras, así como en «las doctrinas que tienen el valor por la autoridat de quien las dixo», o «seso moral» o «místico» (2009: 43). En los demás textos se puede añadir palabras o cambiar palabras «de su propia significación», una vez guardada su «intención», lo que puede hacer la traducción ad sensum, y evitar así la oscuridad producida «si el interpretador sigue del todo la letra» (2009: 43), o sea, el entendimiento literal. Sin embargo, la casi «obsesión semántica» (Morrás 1995: 37), el cuidado con la «intención», lleva a Cartagena al empleo de latinismos también en estos textos al considerar intraducibles ciertos vocablos, defendiendo entonces el uso de neologismos. El entendimiento de las palabras y de los textos, señala, requiere del traductor no solo el dominio de las lenguas involucradas en la traducción, sino también el conocimiento de la materia de que trata la escritura (2009: 44). Y más, el reconocimiento de que «cada lengua tenga su manera de fablar» conlleva el derecho de cada una al propio «dulzor», su belleza retórica. De allí que para una traducción poseer claridad y dulzor, es necesario que se sirva del «modo del fablar que a la lengua en que se pasa conviene» (2009: 43).

Intención, claridad, dulzor y modo del hablar de la lengua de llegada son, pues, elementos centrales que configuran la concepción de la traducción de Cartagena. De estos, destaca el «modo de fablar que conviene». Ese «modo de fablar» se refiere al genio de la lengua, el respeto al carácter de la lengua de llegada: traducir según el modo de hablar de la lengua es producir un texto que sea conforme a la lengua de llegada, en lenguaje propio, lo que, aunque Cartagena no lo diga, significa producir una oratio –un concepto que será muy caro a Vives– en tanto que elocución propia. Cartagena aboga por una traducción mantenedora de la «intención» del texto primero, pero no descuida la retórica, el «dulzor» del texto traducido. Lo que «conviene» alude al aptum de la retórica clásica, lo cual es la virtud de las partes de armonizar el todo, ya sea en la esfera interna de la obra de arte, entre res y uerba (contenido y forma) y las partes del discurso, ya en la esfera externa, la relación del discurso con las circunstancias sociales (Lausberg 1999: §§ 1055–1062). Eso significa que el aptum afecta no solo a la elocutio (allí están el ornatus y la oratio), sino también a la elaboración del discurso según su contexto. Traducir, pues, en el «modo de fablar que conviene» es no solo adecuar el texto del modelo a la lengua de llegada resguardando la «intención», sino producir un texto según las normas retóricas de la elocutio, en que puede predominar la oratio del traductor sobre la del autor, lo que más que imitatio es aemulatio. Cartagena ha sido a menudo malinterpretado respecto a su concepción de la retórica, que en verdad era ya nueva. «El prólogo de Cartagena, que es una justificación y defensa de este nuevo concepto de la retórica, constituye el primer documento del humanismo español» (Di Camillo 1976: 66).

 

Juan Luis Vives

Sin embargo, donde mejor se ve reflejado el pensamiento renacentista sobre la nueva concepción de la traducción es en las reflexiones de Juan Luis Vives, considerado el mayor humanista español y uno de los pilares del Renacimiento europeo. El filósofo valenciano publicó en Lovaina, en el año de 1532, De ratione dicendi, una obra que se estructura internamente según su concepción de lo que constituye la quintaesencia de la retórica: la elocutio. El concepto de elocutio en que se mueve el autor es muy distinto de aquel criticado por él y que comprendía las palabras, las figuras, los tropos, los períodos y la armonía de la dicción, como expone en el prefacio de su tratado de retórica (Vives 1998: 9). La elocutio, para Vives, es el único elemento exclusivo de la retórica y el factor más importante en la (re)constitución de la oratio, no pudiendo reducirse al aspecto puramente formal de la expresión.

En el último capítulo de De ratione dicendi, dedicado a la traducción, que se titula Versiones seu interpretationes y abarca solamente cinco páginas impresas en la edición de Mayans, de 1782, Vives compendia lo más sustancial del arte de traducir. Pese a su presencia en una obra de retórica, la traducción no es tratada como un ejercicio de composición –como solía serlo en la Antigüedad– sino como una forma de interpretación y (re)producción textual. Para el pensador valenciano, la problemática de la traducción se relaciona con dos niveles filológicos: el sistema lingüístico propio de cada lengua, que revela la gran diversidad entre las lenguas, y los géneros literarios, en tanto que distintos tipos de texto que se prestan a diferentes formas de traducción.

En primer lugar, las que atienden al sentido (solus spectatur sensus) y que pueden ser de dos tipos: «libre según el sentido», en las que el traductor puede añadir o quitar algo siempre que no afecte al sentido, y no reproduce figuras, esquemas e idiotismos ni admite solecismos o barbarismos, como en textos de poesía; «literal según el sentido», en las que hay que considerar con exactitud también las palabras por exigencia de los textos que se traducen, como los filosóficos, de negocios y los textos sagrados, y en las que el traductor debe dejar los pasajes oscuros y difíciles al juicio del lector, sin interponer su opinión. En segundo lugar, las que atienden a la expresión y al estilo (sola spectatur phrasis et dictio), las cuales, en verdad, son traducciones «falsas», porque no consideran el sentido del original ni las diferencias entre las lenguas. En tercer lugar, las que atienden igualmente al sentido y la expresión (res et uerba ponderantur), es decir, las mixtas, en las que las palabras y las cosas son sopesadas, puesto que las palabras conceden fuerza y gracia a los sentidos, y son las más apropiadas para los textos literarios.

Vives entiende la traducción como un acto de comprensión del sentido. Su teoría se funda en el concepto de sensus de su definición del traducir: «traducción es el pasaje de las palabras de una lengua a otra, con su sentido conservado» (uersio est a lingua in linguam uerborum traductio, sensu seruato; 1998: 290). A la interpretación del original en todo su conjunto sigue la escritura que, privilegiando la lengua de llegada, debe producir un texto retórico–literario, y que puede, según el tipo de texto, efectuarse como una traducción que observa esencialmente el sentido, o tanto el sentido como la expresión. La mejor, sin embargo, es la que conserva, además del sentido, la gracia del estilo original. Esta traducción «senso–formal» es la única que posibilita la mayor fidelidad al original (exemplar suum uerius exprimens). Concebida como la utilización de las palabras (uerba) con el fin de trasladar el sentido (sensus) de otras palabras que disertan sobre las cosas (res), la traducción es además reconstrucción del texto, producción textual de calidad, con valor literario, porque el sentido está también en la forma. Así, una traducción que observara solo la expresión sería errónea, pues no daría razón de cuánto difieren las lenguas entre sí, ni permitiría percibir la falta de correspondencia total con las figuras y expresiones entre ellas. Sin la observancia del sentido, no se hace, pues, traducción.

Los modos y los medios con que se realiza la traducción son dados bajo el concepto de la oratio. Vives considera la oratio (discurso, oración, estilo, lenguaje) el espejo del hombre: «tal es cada uno, cual es su modo de hablar» (talem esse quenque, qualis sit ejus oratio; 1998: 86). A partir del concepto de oratio ofrecido por la retórica clásica como la obra producida por el orador, Vives la destaca en tanto que exteriorización de las ideas por medio del lenguaje, el discurso propio de cada hombre, de un autor y su obra, su espíritu, sus sutilezas, que lo caracterizan y singularizan. La oratio es el elemento principal que el traductor debe perseguir, y al que todas las demás consideraciones se subordinan.

Más que en los textos filosóficos, religiosos y comerciales, que, según Vives, se prestan mejor a una traducción «literal según el sentido», traducir la oratio importa sobremanera en la traducción «senso–formal», la literaria por excelencia, en que las palabras expresan artísticamente el sentido y participan de él. Es mediante la reconstrucción de la oratio como se forma el texto en la lengua de llegada, y cuanto mejor la conserve en su gracia original, mejor será la traducción. Reproducir la oratio original implica producir literatura en la lengua de llegada. La (re)construcción de la oratio en la lengua de llegada es distinta, dependiendo de condiciones intrínsecas y extrínsecas. Al traducir, el traductor debe seguir la oratio del autor –imitatio– si su mantenimiento contribuye a pasar a la traducción algo de la fuerza del original; si no, mejor es que el traductor se siga a sí mismo y a la intuición, una vez formada de modo correcto, o sea, habiendo entendido e interpretado correctamente el original en toda su forma y sentido. Incluso puede el traductor competir con su original y producir una oratio mejor –aemulatio–, más conveniente al asunto y a los oyentes y, por eso, más útil, dentro, claro está, de las limitaciones impuestas naturalmente a esta tarea, o sea, pudiendo actuar libremente solo en lo que a la elocutio se refiere, una vez mantenida la esencia de la res del original. No obstante, lo mejor es permanecer lo más cerca posible de la traducción literal, conservando la gracia del discurso primero, y expresando verazmente el original.

La concepción vivesiana de la retórica, centrada en la elocutio, es de tendencia pragmática (George 1992: 114), pues tiene como objetivo adaptar la retórica clásica a prácticas y valores contemporáneos. Al acentuar la dimensión retórica del lenguaje y su función social, inevitable es que Vives insista en el valor del sermo vulgaris, la lengua común, de la que la escolástica tanto se había alejado. Vives propone una recuperación del lenguaje común e histórico, y esta preocupación acerca del sermo vulgaris redundará en la producción textual del traductor, en la oratio. El reconocimiento que se otorga al traductor de la facultad de producción de una oratio propia, de creación textual, y dirigida a un público determinado es la gran novedad de su teoría traductológica. En ella Vives revela una concepción de la actividad traductora equivalente al ejercicio literario.

 

Juan Boscán

Y una de las primeras y más significativas muestras de traducción en España en el marco de la nueva concepción renacentista es El cortesano, realizada por el poeta barcelonés Juan Boscán, en 1534, de Il libro del cortegiano (1528), de Baldassare Castiglione, la cual logró alto nivel de excelencia, siendo considerado por Menéndez Pelayo en su Bibilioteca de traductores españoles (1952) uno de los más bellos textos producidos antes de Cervantes, y sigue hasta hoy siendo reeditada. Responsables por su traducción y publicación en España fueron Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, quienes, movidos por la calidad de la obra de Castiglione, desearon construir una nueva literatura española e introducir en su nación un ideal de vida social (Pozzi 2015: 12–13). En la dedicatoria de su traducción a Gerónima Palova de Almogávar, Boscán expresa en pocas líneas su posición traductora y su proyecto de traducción, según los conceptos desarrollados por Antoine Berman (1995).

Después de reconocer muchas propiedades del libro de Castiglione («la invención buena y el artificio y la dotrina, la materia provechosa, de mucho gusto y necesaria»), Boscán deseó que los hombres de su «nación participasen de tan buen libro» y quiso «traducille luego», «hacer tan buena obra a muchos». Pero dudó en hacerlo por cuenta de la mala opinión que tenía sobre el «romanzar libros»:

era una opinión que siempre tuve de parecerme vanidad baxa y de hombres de pocas letras andar romanzando libros, que aun para hacerse bien, vale poco, cuánto más haciédose tan mal, que ya no hay cosa más lexos de lo que se traduce que lo que es traducido. […] y acordándome del mal que he dicho muchas veces de estos romancistas […] no se me levantaban los brazos a esta traducción. Por otra parte me parecía un encogimiento ruin no saber yo usar de libertad en esto caso, y dexar por estas consideraciones o escrúpulos de hacer tan buena obra a muchos, como es ponelles este libro de manera que le entiendan. (Boscán 1984: 63–64)

Pese a la intensa actividad que se desarrolla en el Renacimiento, hay un desprecio generalizado de la traducción en los Siglos de Oro (Ruiz Casanova 2000: 251) como consecuencia de la práctica secular del Medievo, en donde la traducción se configura de múltiplas formas, como glosas, comentarios, versiones intermedias, retroversiones (Furlan 2002: 130). Oponiéndose, pues, a estos tipos de traducción y de traductores, Boscán intenta diferenciar el romanzar del traducir. Tomando el entendimiento común de romanzar como el de verter de algún modo un texto, en general de una lengua clásica, en una lengua romance, o explicar en romance algún texto, afirma que «traducir este libro nos es propiamente romanzalle, sino mudalle de una lengua vulgar en otra quizá tan buena», «ponelles [a muchos hombres] este libro de manera que le entiendan» (1984: 63). Su definición del traducir como mudar entre lenguas vulgares para que sea claramente entendido señala a su proyecto de traducción:

Yo no terné fin en la traducción deste libro a ser tan estrecho que me apriete a sacalle palabra por palabra, antes, si alguna cosa en él se ofreciere, que en su lengua parezca bien y en la nuestra mal, no dexaré de mudarla o de callarla. Y aun con todo esto he miedo que según los términos de estas lenguas italiana y española y las costumbres de entrambas naciones son diferentes, no haya de quedar todavía algo que parezca menos bien en nuestro romance. […] Para todo esto ha sido necesario tocar muchas cosas en diversas faculdades, todas de gran ingenio y algunas de ellas muy hondas y graves. (1984: 64)

La concepción de Boscán sobre el arte traductor revela una gran interacción con los ideales humanistas italianos y sociohistóricos: a la constitución de la elocutio como una teoría literaria se suman el surgimiento de cierto nacionalismo y la consiguiente defensa y dignificación de las lenguas romances. Boscán opta por una traducción retórica elocutiva, en la cual el cuidado está en producir un texto artístico en la lengua de llegada, cambiando o eliminando del modelo lo que le «parezca mal» en «otra lengua quizá tan buena», elaborando una oratio propia, «de manera que le entiendan», no para imitar el modelo, sino para emularlo, sin dejar que algo «parezca menos bien en nuestro romance». Para eso, es menester adecuar incluso términos y costumbres y trabajar en muchos niveles textuales y de contenido, castellanizar, a tal punto que el lector no se percata de que lee una traducción: «Que sendo a mi parecer tan dificultosa cosa traducir bien un libro como hacelle de nuevo, dióse Boscán en esto tan buena maña, que cada vez que me pongo a leer este su libro no me parece que le hay escrito en otra lengua» (Vega 1984: 66).

 

Garcilaso de la Vega

Los criterios adoptados por Boscán en la traducción bien como el bueno resultado de la empresa son alabados por su amigo el poeta toledano Garcilaso de la Vega, en la segunda dedicatoria en El cortesano a la misma señora, en donde también revela que después de haberle presentado Il libro del cortegiano a Boscán e instarle a su traducción, estuvo «presente a la postrera lima». Los dos amigos compartían un proyecto estético–literario y traductor (el uso de la lengua común, la naturalidad en oposición a la artificialidad, la sonoridad del texto, la claridad y elegancia de estilo, la cuidadosa selección de los términos) en los patrones de la entonces vigente concepción del lenguaje europea, la de la elocutio, proyecto que Boscán plasmó en El cortesano:

Guardó [Boscán] una cosa en la lengua castellana que muy pocos la han alcanzado, que fue huir de la afetación sin dar consigo en ninguna sequedad, y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente. Fue, demás desto, muy fiel tradutor, porque no se ató al rigor de la letra, como hacen algunos, sino a la verdad de las sentencias, y por diferentes caminos puso en esta lengua toda la fuerza y el ornamento de la otra, y así lo dexó todo tan en su punto como lo halló. (Vega 1984: 66)

 

Juan de Valdés

Si El cortesano de Boscán generó gran admiración y alabanza, no menos lo logró El salterio (ca. 1537) de Juan de Valdés, aunque en tiempos posteriores a la muerte de su traductor, como lo exalta Domingo Ricart, por haber el traductor encontrado

soluciones literarias a menudo atrevidísimas, las cuales debido a su profundo sentido de la lengua y a su aristocrático buen gusto resultan muchas veces geniales. […] unos hallazgos estilísticos sorprendentes, una expresividad en la frase, un vigor sobrio y una armonización de lo popular con lo culto, tanto en el vocabulario como en los giros idiomáticos, que hacen de esta versión un monumento único de nuestra lengua y una obra de anticipación. (1964: 8)

Como traductor, Juan de Valdés se dedicó solamente a textos sacros, pero en sus reflexiones comenta también acerca del arte de traducir a los profanos, señaladamente en el Diálogo de la lengua (ca. 1535) y en dos Dedicatorias a su amiga Julia de Gonzaga de sus traducciones de El salterio y La epístola de San Pablo a los Romanos (ca. 1556). En consonancia con el pensamiento de su tiempo, Valdés practica una traducción retórico–literaria atenta a la lengua de llegada, busca la fidelidad al texto fuente «muy atado a la letra» y al pensamiento del autor a partir de los originales, incluso manteniendo algunas veces la ambigüedad del texto fuente, con gran precisión filológica, pero también «añadiendo algunas palabrillas» y trabajando la traducción para que «la letra lleve más lustre, vaya más clara y más sabrosa», sin afectación:

En la traduzion he querido ir mui atado á la letra sacándola palabra por palabra, en cuanto me ha sido posible, i aun dejando ambiguidad adonde hallándola en la letra Griega, la he podido dejar en la Castellana, cuando la letra se puede aplicar á una intelijenzia i á otra. Esto he hecho porque traduziendo á san Pablo, no he pretendido escrebir mis conzeptos, sino los de san Pablo. Es bien verdad que adonde me ha parezido, he añadido algunas palabrillas en el texto, pero algunas de ellas se entienden en la letra Griega, aunque no están escriptas. (1856: xi)

Y dice también:

Los Salmos de Dauid, os los he puesto en romance castellano, sacándolos de la letra hebrea, casy palabra por palabra, en quanto lo ha sufrido el hablar castellano. Y aun me he atreuido más vezes a la lengua castellana, hablando impropiamente, que a la hebrea, alterándola. Esto he hecho assy, pareciéndome cosa conueniente y justa que las cosas escrittas con Espiritu Santto sean tratadas con mucho respeto. He mezclado del mío algunas palabras á fin que la letra lleue más lustre, vaya más clara y más sabrosa. (1964a: 135)

Por medio de su arte de dialogar –«después de Fernando de Rojas y antes de Cervantes nadie dialogó como Juan de Valdés» (Menéndez Pelayo 1948: 215)–, enseña Valdés que la dificultad en traducir consiste en que «cada lengua tiene sus vocablos propios y sus propias maneras de dezir» (1964b: 144). Por eso se requiere del traductor un buen conocimiento de las lenguas involucradas en la traducción, y que tenga «vivo ingenio y claro juizio» (1964b: 170); que ponga en la traducción «más de lo que halla escrito en la lengua de que traduze» para «dar al castellano la gracia y lustre que, scriviendo de su cabeça, le daría» (1964b: 171–172). La buena traducción debe «esprimir muy gentilmente y por muy propios vocablos castellanos», mantener «el metro en metro y la prosa en prosa» (1964b: 169). Gran defensor de la lengua vernácula castellana –«el primero que la escribió con tanto amor y aliño como una lengua clásica» (Menéndez Pelayo 1948: 210)–, Valdés preconiza la defensa de la naturalidad, el rechazo a la afectación, la sencillez: «porque el estilo que tengo me es natural, y sin afetación ninguna escrivo como hablo, solamente tengo cuidado de usar de vocablos que sinifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna lengua stá bien el afetación» (1964b: 154–155). Después de afirmar no haber leído El cortesano en la traducción de Boscán (1964b: 171), también Valdés se muestra un férreo crítico de las traducciones castellanas, bajo el argumento de que serían un peligro para la lengua vernácula una vez que la ausencia de modelos o autoridades (1964b: 10) les inducía a los traductores a una literalidad casi ilegible (1964b: 172). No obstante, traductores y traducciones siguieron haciendo historia.

 

Fray Luis de León

Son de fray Luis de León las reflexiones que, después de las de Luis Vives, sobresalen por su valor y profundidad. La concepción de traducción de Fray Luis se configura dispersamente en sus escritos, mayormente en los prólogos y dedicatorias de El cantar de los cantares, El libro de Job y Poesías, y en los documentos escritos desde la cárcel. Sus consideraciones son expresión clara de una práctica traductora de textos sagrados y profanos, de quien dominaba las lenguas griega, latina, hebraica y su vernácula castellana y poseía una capacidad elocutiva admirable. Defendiendo posiciones clásicas de Jerónimo y Agustín, pero también con algunos rasgos ciceronianos, Fray Luis se muestra en verdad un hombre del Renacimiento, que valora la fidelidad al original y la estética en la traducción, habiendo logrado producir traducciones perennes, aún sorprendentes.

En su primera traducción bíblica, el Fray Luis filólogo toma el Cantar de los cantares antes de todo como un texto objeto de estudio, concibiéndolo en tanto que «una égloga pastoril, donde con palabras y lenguaje de pastores hablan Salomón y su Esposa, y algunas veces sus compañeros, como si todos fuesen gente de aldea». De allí apunta lo que comúnmente «hace dificultoso su entendimiento»: la psicología de las pasiones («algunas grandes pasiones o afectos, mayormente del amor, que, al parecer, van las razones cortadas y desconcertadas»), las propiedades de la lengua hebraica («lengua de pocas palabras y de cortas razones, y ésas llenas de diversidad de sentidos») y la etnología del pueblo hebreo del período en cuestión («el estilo y juicio de las cosas en aquel tiempo y en aquella gente tan diferente de lo que se platica ahora»), o sea, conocimiento de la materia, dominio de la lengua extranjera, entendimiento de la cultura ajena (1951: 63–64).4

Siguiendo una larga tradición formulada por Jerónimo de que los textos sagrados se deben traducir ad uerbum, cuando se puso a trasladar del hebreo al castellano El cantar de los cantares (1561) optó por «volver en nuestra lengua palabra por palabra el texto de esto libro», porque «el que traslada ha de ser fiel y cabal y, si fuere posible, contar las palabras para dar otras tantas, y no más ni menos» (1951: 65). Traducción no es comentario. Así de claro lo deja Fray Luis al posicionarse en contra de la práctica traductora del medievo: «Entiendo ser diferente el oficio del que traslada, mayormente escrituras de tanto peso, del que las explica y declara» (1951: 65), y lo enseña presentando dos obras, una traducción ad uerbum acompañada de una exposición de «la corteza de la letra». Sin embargo, no aboga por una traducción literal que pueda desfigurar el texto original y el traducido, sino por una literalidad que respete la escritura hebrea tanto en contenido como en forma (imitatio) por medio del uso adecuado (aptum) de la lengua traductora:

Procuré conformarme cuanto pude con el original hebreo, cotejando juntamente todas las traducciones griegas y latinas que de él hay, que son muchas, y pretendí que respondiese esta interpretación con el original, no sólo en las sentencias y palabras, sino aun en el concierto y aire de ellas, imitando sus figuras y maneras de hablar cuanto es posible a nuestra lengua, que a la verdad, responde con la hebrea en muchas cosas. […] la cualidad de la sentencia y propiedad de nuestra lengua nos forzó a que añadiésemos algunas palabrillas, que sin ellas quedara obscurísimo el sentido. (1951: 65)

[…] el que quisiere ser juez, pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes de una lengua extraña a la suya, sin añadir ni quitar sentencia, y guardar cuanto es posible las figuras de su original y su donaire, y hacer que hablen castellano y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales. (1951: 1427)

Partícipe aún de otra tradición, en la cual se encuentran Agustín y Jerónimo, admitía la pluralidad de sentidos literales en la Biblia y defendía su práctica. Son las palabras que guardan el sentido literal, por eso hay que entenderlas profundamente, en su contexto histórico, gramatical, retórico, cultural. Así intenta él traducir con palabras «de la misma cualidad y condición y variedad de significaciones que las originales que son y tienen los originales, sin limitarlas a su propio sentido y parecer, para que los que leyeren la traslación puedan entender toda la variedad de sentidos a que da ocasión el original, si se leyese, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les pareciere». (1951: 65)

La búsqueda por la preservación del sentido mediante la palabra «fiel y cabal» le llevó a comparar «todas las traducciones» que pudo encontrar, probablemente no solo las griegas y latinas. Fernández López defiende la tesis de que la traducción frayluisana incluso se sirvió de traducciones judeorromances de la Biblia en la producción de la suya propia y que en algunos pasajes «las únicas diferencias respecto de las traducciones judeomedievales parecen responder a la simple modernización del léxico por parte del conquense» (2007: 26). A la muy reveladora investigación de Fernández López, se podría añadir que la gran diferencia, aunque no sea original, entre la traducción de Fray Luis y otras judeomedievales se debe buscar en la estructuración de la elocución. Además del empleo de la filología, la aproximación a los originales, el rechazo a las interpolaciones, es el uso de la elocutio, la «posesión de oído», la producción de arte en la traducción la característica primordial de la traducción renacentista, y fray Luis lo sabía: « ansí como el paladar tiene el gusto para el comer, esto es, tiene por oficio, gustando, escoger o desechar lo que se debe comer, ansí el oído atento es el que tiene el juicio y el gusto de las palabras, y el que diferencia en ellas lo elegante y lo rudo» (1951: 1178).

 

Pedro Simón Abril

Un testimonio más es el del «traductor elegante y buen estilista» (Morreale 1949: 9) que fue el también profesor de lenguas clásicas, escritor y humanista Pedro Simón Abril, uno de los más prolíficos traductores de su tiempo, además de defensor del uso generalizado del vulgar castellano, de reformas en la enseñanza y de la traducción como instrumento pedagógico en el aprendizaje de lenguas. Aunque no escribió ningún tratado u opúsculo sobre traducción, son copiosos los comentarios relativos al tema a lo largo de su obra. Su pensamiento, sin ser nuevo, corrobora la concepción entonces vigente de traducción, la cual enfatizaba la producción de un texto que conservara las características del original y con valor literario: «conservando la sentencia de las cosas, la propriedad de ambas lenguas se conserve, ni se vierta nada palabra por palabra, sino donde la propriedad de la lengua lo permita» (1769: 290), y buscara una dulce «cadencia de la oración» (2001: 18).

Si ordenamos las consideraciones de Simón Abril en un esquema de requisitos básicos (dominio de las lenguas de partida y llegada; conocimiento de la materia; habilidad poética), problemática de la traducción (lengua del original y de la traducción; sentido y palabra en el modelo y en la traducción; reconocimiento de los valores estéticos del original y búsqueda de una forma análoga en la traducción), uso de la lengua común y elocutio, que sirve como base para la constitución de una teoría traductológica renacentista (Furlan 2002: 371), vemos que ellas se refieren a todos los puntos. La selección de citas a seguir lo comprueban.

Simón Abril aboga por que el estudio de las lenguas extranjeras se haga por medio de buenas traducciones y comparando una lengua con otra, a fin de que uno entienda «la fuerza y significación de los vocablos» y «se haga en ambas elocuente» (1988: 110). Pero «el que traduce ha de saber mejor la lengua en que traduce que la de que traduce, pues ésta se la halla ya hecha y le basta solamente entenderla bien, y la otra la ha de poner él de suyo y así no le basta entenderla bien, sino que ha menester saber usarla propiamente» (1988: 56). Y, además, está la materia de que trata el texto a traducir, pues «el ser uno hábil en el conocimiento y uso de las lenguas no es bastante argumento para juzgarlo por docto, por cuanto puede ser que el que esté bien ejercitado en la elegancia del lenguaje sea rudo e ignorante en el conocimiento de las cosas» (1988: 154). La habilidad poética o capacidad de producir un buen texto es básicamente la del entendimiento, respeto y recreación de las propiedades y la estética de las lenguas en cuestión, «pues tienen esto las lenguas, que muchas veces lo que en la una se dice por un modo de palabras, en la otra se dice por tan diferente que, dicho por el modo de la otra, no se entendería y se destruiría su elegancia y propiedad, pervirtiéndola con maneras impropias de decir y con diversos barbarismos» (1988: 158).

Los problemas a los que se enfrentan los traductores son de distintos niveles, sea por la diferencia entre los sistemas lingüísticos «porque pues cada lengua tiene sus proprios modos de hablar, y proprio estilo, pierdese cierto la gracia, y elegancia de la lengua, quando por las mismas palabras traducimos algo de una lengua en otra, sino donde lo permite el uso y propriedad de aquella lengua» (1769: 216), sea por la relación entre contenido y forma, entre sentido y palabra: «hay cosas que no se pueden bien traducir, como son todas las que consisten en cierta gracia del vocablo, donaires, ambigüedades, paronomasias, dichos. […] al intérprete muchas veces le parece que entiende la sentencia del autor y da muy lejos del blanco» (1988: 149–150). La lengua popular, tan defendida en el Renacimiento, es el medio adecuado para mejor escribir y traducir «porque en su lengua propia muchos hay que dicen bien, pero en lenguas extrañas […] y tan apartadas del uso popular, que es el verdadero maestro de la lengua, rara cosa es el escribir guardando propiedad» (1988: 145).

Además de guardar la propiedad de su lengua, el traductor debe también respeto a la lengua extranjera y fidelidad al pensamiento del modelo. Con estos elementos y los instrumentos de la elocutio debe producir arte textual en la lengua de llegada, o sea, labrar una oratio propia: «el que vierte ha de transformar en sí el ánimo y sentencia del auctor que vierte, y decirla en la lengua en que lo vierte como de suyo, sin que quede rastro de la lengua peregrina en que fue primero escrito» (2001: 16). Y ello

porque éstos [los malos maestros de latín], interpretando los graues escritores […] palabra por palabra, y no lenguaje por lenguaje y manera de dezir por manera de dezir, destruyen ambas lenguas, y las peruierten. […] La tradución yo he procurado que sea tan castellana que no huela nada a la lengua latina, de donde se tomó, como deuen hazer los que quieran traduzir algún libro de vna lengua en otra bien y fielmente […]; porque este es el mayor daño y agrauio que se le puede hazer a la propiedad y elegancia de las lenguas, hablar en latín al modo castellano, y en castellano a la manera del latín. (1952: 373)

 

Conclusiones

Si analizadas las distintas concepciones de traducción en la historia bajo la teoría general del lenguaje ofrecida por la retórica clásica y desde el cambio de paradigma vigente en el Renacimiento europeo que pasa a revalorar los patrones clásicos en la escritura, y concebida la traducción renacentista como la recuperación del autor primero, sin interpolaciones ni omisiones, tanto en la forma como en el contenido, cuanto sea posible, entonces el nuevo texto en la lengua de llegada deberá necesariamente ser literario, sirviéndose de la elocutio retórica para su producción, y reproduciendo, además del arte del autor, la oratio del traductor, en el «lenguaje común» e histórico.

La participación de España en la nueva concepción de traducción en la Europa renacentista es patente no solo en traducciones efectuadas en los Siglos de Oro, sino también en reflexiones concernientes a ellas de traductores y hombres de las letras. De entre estos, presentamos algunos prominentes autores y exponentes del nuevo pensamiento traductor en la península. Sus reflexiones representan lo mejor de las consideraciones en torno a la traducción que la época pudo producir y confirman lo común y generalizada que estaba en España la concepción renacentista del traducir.

Ya en los antecesores del Renacimiento español, como Alfonso de Madrigal, el Tostado y Alfonso de Cartagena se vislumbran rasgos que caracterizarán la nueva teorización del traducir. El Tostado abogaba por una práctica que recuperara al autor y lograra una biensonancia textual; Cartagena cuidaba también que en una versión ad uerbum hubiera la claridad y el «dulzor» propio de la lengua de llegada. Pero es con Vives que se explicita la esencia de la traducción renacentista: la elocutio. De los elementos de esta, el traductor trabajará sobremanera la oratio –porque todo a ella se subordina– con el fin de expresar en ella al autor y/o a sí mismo, volviéndose así un coautor de la obra traducida. La producción de una oratio propia en la «lengua común», como defendía Vives, se muestra en la concepción y práctica traductora de Juan Boscán, que intenta castellanizar la traducción de modo que el texto traducido parezca natural de esta lengua. Compartiendo un mismo proyecto literario y traductor, Boscán y Garcilaso de la Vega comulgan con los ideales renacentistas europeos de naturalidad, sonoridad, elegancia y claridad textuales, o sea, arte en la traducción. También Juan de Valdés, defensor de la lengua vernácula, sostiene la importancia de escribir con gracia, lustre y sencillez al traducir, sin apartarse de la letra del original. La fidelidad al original y la estética en la traducción constituyen, por cierto, las claves del trabajo de fray Luis de León. Y Pedro Simón Abril, por su parte, vuelve a señalar la importancia de labrar una oratio propia hasta el punto en que en la traducción no quede rastro de la lengua del modelo. El hecho de que estos autores concurren al mismo fin no es coincidencia.

La conjunción de los factores básicos antiguos requeridos al traductor con la necesidad de posesión del oído, de habilidad poética, y la valoración del mantenimiento de los valores estéticos del original con la conservación del pensamiento presente en la obra del autor caracterizan la traducción entonces practicada. La traducción renacentista es, en suma, concebida como la reproducción de la oratio del modelo. Estos valores de la teoría de la traducción en el período se hicieron viables por el cambio en la concepción del lenguaje, cuando éste devino elocutio.

 

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  1. Ruiz Casanova (2000: 131–300) presenta un considerable número de traductores en los Siglos de Oro

  2. «No se puede llamar traducción la de quien traduce lo que no entiende, aunque tenga conocimiento total y perfecto de las lenguas. Muchos, siendo solamente lingüistas, intentaron traducir la materia pero produjeron innúmeros errores» (todas las traducciones aquí presentes son mías)

  3. «El mejor traductor, sin embargo, se convertirá con toda su mente, su alma y su voluntad en el autor primero del escrito, y en cierto modo se transformará, y reflexionará sobre el modo de expresar la figura, la postura, el movimiento y el color de la frase, y todos sus rasgos»

  4. Cuatro siglos después de Fray Luis, el teórico francés de la traducción G. Mounin (1963) afirmará que la lingüística y la etnografía (o la filología en tanto que descripción etnográfica del pasado) son las dos vías por las que se accede a las significaciones en el proceso traductor