Mariano Antolín Rato: «El traductor como hombre invisible»
Vasos Comunicantes 2 (1993−1994), 11−22
[11] Una advertencia. Ese «hombre» del título debe entenderse también como «mujer». O tal vez fuera mejor sustituirlo por «ser humano». No se descarta, sin embargo, su lectura como «parahumano». Téngase en cuenta que el (o la, claro) que realiza la traducción se sirve, y cada vez más, de apéndices cibernéticos y otros. Debido a ello, ciertos teóricos de las nuevas tecnologías −tendencia profética−, hablan ya, en ocasiones con acierto, de prótesis del cuerpo.
He de confesar, además, que me gustan las frases sugerentes, discutibles o chocantes. Y las provocativas en especial. En este caso concreto, he recurrido parcialmente al título de una conocida novela de H. G. Wells −no, todavía no la he traducido, pero queda tiempo para ello, espero−, y de varias películas basadas en ella. Parcialmente, insisto, puesto que eso de que el traductor sea semejante a un personaje de ficción es asunto mío. No del todo, la verdad. Otro traductor español, Fernando de Valenzuela, señaló hace poco que «el traductor ha de ser un desaparecido, alguien que aparece por una sola vez en todo el libro. A bombo y platillo si es posible. En portada. Pero de ahí en adelante, mutis. Cualquier presencia ulterior es tan inadecuada como la de quien asiste a una fiesta sin estar invitado».
Estoy totalmente de acuerdo con eso y con lo que apunta Belitt sobre que el lector, en su prisa por encarar el texto, suele mostrar escaso interés hacia los prefacios que justifican una traducción. Y encima, le molestan las notas −añado por mi cuenta, pensando en las traducciones literarias. Es de las que trato−.
Hay muchos que se oponen a esa supuesta desaparición del traductor. Uno de ellos es el mencionado Ben Belitt, poeta y traductor norteamericano de Rimbaud, García Lorca, Alberti, Jorge Guillén, Neruda. Para él la traducción es una especie de gimnasio en el que se ejercitan todas las facultades y músculos requeridos para la práctica de la poesía. Y sobre todo, defiende lo que llama «los excesos de la traducción expresiva frente a las privaciones de la traducción anónima: la traducción como modo de expresión personal, frente al traductor como nadie en particular».
Las teorías al respecto abundan, ya se sabe. A principios de los años setenta, León Robel, un interesante aunque ocasionalmente abstruso teórico francés, afirmaba que era preciso señalar el lugar de una teoría de la traducción −según él faltaba por hacer− entro de una teoría general de las transformaciones y del movimiento del «cambio de [12] formas», para dejar de manifiesto la «operación traduciente» (opération traduisante en el original, pues arreciaba la fiebre «telquelista») en todas las actividades humanas.
Sin llegar a estos extremos −hoy parece que sólo vigentes en determinados círculos académicos−, durante los últimos setenta años y pico la traducción se ha visto como un capítulo por excelencia de toda teoría literaria, en la medida en que la literatura es un inmenso «canto paralelo» −en frase de Haroldo de Campos, para quien la «traducción es un acto crítico»−, que se desarrolla en el espacio y el tiempo por un movimiento de derivación no lineal, sino oblicuo.
Según Saussure, sólo la langue en tanto que sistema o norma de todas las demás manifestaciones del lenguaje −como él mismo la define− puede ser objeto de la ciencia. La parole, esto es, todo uso oral o escrito de la langue, hace intervenir numerosas variables que la lingüística debe excluir rigurosamente de su campo.
Esa dicotomía, langue/parole, será reformulada por Chomsky en una nueva oposición: «competencia/performance». El objeto pertinente ya no es el «tesoro» de una comunidad lingüística, sino la aptitud del sujeto parlante para emitir o comprender un número infinito de frases de acuerdo con un sistema de reglas. En cuanto a la performance, o puesta en acto individual de la competencia, no es radicalmente diferente a la parole de Saussure.
Pues bien −continuan los especialistas−, la «operación traduciente» (siempre opération traduisante en cualquier texto estructuralista o derivado), se ejerce sobre la parole −o performance−, dado que su ámbito de aplicación lo constituyen textos y enunciados particulares e históricamente determinados. Pero no se crea que la cuestión resulta así de sencilla. La operación también es competencia porque implica el conocimiento interiorizado de al menos dos sistemas lingüísticos y las reglas del paso de uno al otro. Una competencia, pues, que se funda sobre los universales formales y substanciales que constriñen la estructura de todas las lenguas posibles y de las gramáticas que las describen. De modo que debe constatarse como erróneo el que la práctica lingüística haya tendido a reducir la traducción a un problema de performance (o parole), y por tanto a excluirla del campo teórico.
Otra vez dos posturas enfrentadas. La teoría de la traducción como posible, y hasta capítulo por excelencia de la teoría literaria. Y la imposible teoría de una traducción al quedar esta operación fuera del campo teórico.
Existen muchos más desarrollos, sin duda. Jakobson, Peirce y tantos otros han añadido visiones muchos menos esquemáticas y mucho más doctas y dignas de atención que las que acabo de exponer un tanto apresuradamente. Y un resumen de ellas −provisional, inexacto−, es que toda traducción viene acompañada de una diferencia que debe señalarse como tal. Debido a ello, la exigencia de fidelidad absoluta es ilusoria y conduce a una concepción según la cual el sentido existiría independientemente de la forma. La operación de traducir, pues, es una contradicción asumida y productora de valores nuevos en la lengua y la cultura. Y la posibilidad o imposibilidad de la traducción no existiría en sí, sino que dependería de una «relación interlingüística-intercultural dada» −en frase de J. Bastuji−. Algo que recuerda las conclusiones de Georges Mounin: «Sin duda, toda comunicación por medio de la traducción nunca se acaba, lo que significa al mismo tiempo que no es nunca inexorablemente imposible».
«Hoy en nuestro mundo se considera la traducción algo perfectamente posible [13] (dejando al lado algunas quejas y dudas rezagadas, referentes principalmente a la poesía lírica y otros fenómenos marginales)» −escribe García Calvo−. Por su parte, y sin salir de España, Esther Benítez asegura: «La práctica cotidiana nos dice que la traducción es posible». Y lo cierto es que el traductor −a no ser el patológicamente inseguro, quizá−, puede prescindir de las acertadas opiniones de semejantes autoridades. En la práctica de su oficio descubre que los idiomas son códigos de signos culturales que, por conveniencia más que por convicción, se pretende que tienen equivalente en otros términos. Así, el traductor literario −y a él me refiero exclusivamente, insisto−, opera a partir de la suposición ficticia de que hay una disociación entre el significante y el significado. Sabe que tal disociación no es válida. Pero sin ella, tendría que renunciar a la premisa de que, en grado mayor o menor, algo que se llama contenido se puede extraer y trasplantar desde el unísono fonético, léxico, gramatical, contextual de su forma primaria. La intuición, la experiencia cotidiana y las teorías semánticas le dicen que la premisa es falsa. Y sin embargo, persiste en esa servidumbre a dos maestros irreconciliables: la autonomía viva de la fuente y el simulacro de la transposición.
Los archivos de la profesión están llenos de tribulaciones y quejas. «Nada sino una urgente penuria puede empujar a un hombre a cansar la vista, forzar las articulaciones y estrujarse los sesos para imitar, hacer resonar y glorificar el ingenio de otro hombre» −escribe George Steiner−. Sí y no. La traducción puede ser una respuesta a necesidades más profundas. La lucidez, la alegría, el grito se comparten con quienes no tienen acceso al texto primario. La revelación, la profecía política, la persuasión filosófica, la seducción estética, no deben de quedar enclaustradas. Imagínese la modernidad si Kierkegaard sólo pudiera leerse en danés; o si sólo se pudiera acceder a Ibsen en noruego, y a J. V. Foix en catalán. Y además, ¿la traducción literaria no pone en juego el axioma de Rimbaud sobre la autodivisión creativa: Je est un autre?
Con todo, las reciprocidades entre lenguas son siempre forzadas hasta un cierto grado, y el producto es provisional. «Una buena traducción es un revés obligatorio» −dice el mismo Steiner−. Y de ahí su especial ambivalencia y «radiante tristeza», ese «esplendor y miseria de la traducción» de que habló Ortega y Gasset. Y eso, olvidando que la traducción en ocasiones es un medio oblicuo para expresar sentimientos, realizar afirmaciones que no pueden ser enunciadas abiertamente o bajo el propio nombre debido a inquisición o censura −como es el caso de las famosas versiones «inexactas» de Shakespeare que Boris Pasternak hizo al ruso−.
Si el traductor decae, si se imponen las tribulaciones, si las quejas −por el esfuerzo mal pagado, sobre todo−, atenazan, siempre queda el recurso de recordar unas palabras de Edmond Cary, fundador de la Federación Internacional de Traductores. Son éstas: «En 1370, uno de los padres de la traducción en Francia, Nicolás Oresmes, escribía en su prólogo a las obras de Aristóteles: ‘El rey ha querido para el bien común hacerlas trasladar al francés’. La traducción ha sido y sigue siendo un servicio a los hombres. Sólo existe en función de un servicio que se debe realizar».
Y si uno no se siente tan inclinado al «servicio» puede recurrir a: «El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor» −según afirmó Proust casi al final de Le temps retrouvé como conclusión a unas inspiradas consideraciones sobre el modo de llevar al papel una impresión con objeto de componer−: «Ese libro esencial, el único [14] libro verdadero». Ya que, continúa Proust: «el escritor no necesita, en el sentido corriente, inventar, puesto que ese libro ya existe dentro de cada uno de nosotros, sino traducirlo».
Con eso difícilmente se contrarrestarán opiniones tremendamente negativas sobre el oficio. La de Dante, por ejemplo, que afirma: «Ninguna de las cosas que se han armonizado gracias a la poesía se puede transportar de su lengua a otra sin que se rompa su armonía». O la de otro clásico indiscutible, Cervantes, cuando compara a una traducción con una alfombra puesta del revés en la que están todos los motivos, pero no es perceptible nada de su belleza. Un Cervantes, que en ese mismo Don Quijote, había escrito antes: «Aquellos que los libros en verso quisieran volver en otra lengua […] por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento».
Croce, por su parte, pontificó: «Una obra literaria jamás se puede traducir». Y Nabokov, en una de sus opiniones tan contundentes como a menudo cargantes, se preguntó: «¿Qué es la traducción?», para responder de inmediato: «Un habla de loro, una cháchara de mono, y la profanación de un muerto».
También está en contra Gottfried Benn, el cual más sucintamente dijo que la poesía era por esencia lo intraducibie (das Unübersetzbar). Otro importante poeta, en este caso norteamericano y no alemán, Wallace Stevens, no se privó y soltó que el traductor era un parásito.
En plan más moderado, Octavio Paz, consecuente con su idea de que la traducción poética es una operación análoga a la creación poética, trata de demostrar que a un poeta sólo puede traducirlo otro poeta. Con lo que pasa por alto que Hölderlin tradujo «monstruosamente» a Sófocles al alemán, convirtiéndose así en un traductor «ególatra» que pone por delante su deseo de interpretar al propio texto del trágico griego; y eso con intención de expresarse él mismo. Coincide Ezra Pound en lo mismo cuando realiza sus versiones del provenzal y el chino al inglés. Y Robert Lowell y tantos otros −como el mencionado Pasternak−.
Ocurre que las posturas se radicalizan de modo especial en lo referente a la posible o imposible traducción de la poesía −ya lo sugería antes la opinión de García Calvo−. Y así, Walter Benjamín escribió que una traducción que tendiese a la mera comunicación del sentido no respondería a la «esencia» de su forma (ya que «la traducción es una forma»). Al revés, llevaría la «marca distintiva» de la mala traducción; aquella que podría ser definida como «una transmisión inexacta de un contenido inesencial».
A lo que se opone −y con esta cita concluyo, provisionalmente, claro, este somero repaso a las teorías sobre la traducción− un analista lúcido del asunto. Se trata de Meschonnic para quien: « La noción de traducción como transformación transforma la oposición empírica, metafísica y estética entre escritor y traductor, [puesto que] un traductor no es traductor, es un introductor, y, ya sea que el traducir represente la totalidad de su escribir, ya sea que el traducir se integre en su obra, él es ese creador que una idealización de la creación no podía ver».
Aclaro, por si acaso, que esas cuestiones jamás me las había planteado antes de empezar a traducir. Han ido surgiendo en forma de notas, apuntes de libros, opiniones leídas o escuchadas, cuando ya me encontraba sumido de lleno en las tareas propias del traductor. O mejor, en momentos anteriores o posteriores a esas tareas; raramente de modo contemporáneo a ellas. Entonces, al traducir, las teorías quedan muy al fondo. Y se pierde más allá del horizonte cualquiera de ellas que haga referencia a si algo es traducible o no, puesto que ya se está [15] traduciendo, por lo que Aquiles ya ha alcanzado a la tortuga, o se encuentra muy cerca de hacerlo. Esa búsqueda de acercamiento a un texto resbaladizo, plantea en sí misma las suficientes cuestiones difíciles de resolver como para añadirle una más. Y una que, por si fuera poco, niega la mayor. Considera imposible hacer lo que de hecho se está haciendo.
Por supuesto, no se olvida: «Ninguna traducción será nunca satisfactoria para quienes conozcan íntimamente un original» −Steiner dixit−. Pero es que precisamente se traduce para aquellos que no están familiarizados con el texto original −por mucho que el traductor espera que se alaben sus traducciones por parte de los familiarizados−.
En fin, y para abordar por algún punto el asunto directamente y desde la perspectiva del traductor, siempre existen dificultades a la hora de trasladar un texto de un idioma a otro. De pronto, ante determinado giro uno queda paralizado. Parece imposible traspasarlo con la carga connotativa que tiene en el original y que se advierte −hasta el punto en que esto es posible− en la lectura. La literatura, nadie lo ignora, es el ejemplo-tipo de lenguaje de connotación, ya que su riqueza semántica le viene dada por el uso dentro de un contexto cultural que le da sentido. El ámbito del signo lingüístico queda desbordado y hay que afrontarlo proyectando el signo sobre un ambiente cultural en la lengua base, y buscando después una correspondencia en la lengua meta. Una correspondencia, sin duda, porque difícilmente se encontrará equivalencia. Un ejemplo que recuerdo haber visto citado es el de un poema donde la lechuza aparecía como símbolo de la sabiduría. Pues bien, en Japón, cuando se tradujo, hubo de ser sustituida, dado que allí la lechuza es la imagen tradicional de la estupidez y un objeto de diversión. O si no, téngase presente lo que cuentan algunos misioneros cristianos de que resulta difícil explicar la parábola del Evangelio sobre el hijo pródigo. En ella, el padre, al recobrar a su hij, manda matar un ternero cebado. El ternero es en la India animal sagrado y no se puede matar para una celebración.
Pero no hace falta ir a polaridades del tipo Occidente y Oriente. Aunque yo las haya padecido en mis intentos por lograr una versión adecuada de los poemas zen del poeta Han Chan, realizados por Gary Snyder. O los chinos hechos con una sonámbula economía por Pound.
La primera transposición intercultural la habían llevado a cabo ellos, puesto que yo ya los traducía del inglés, y sin embargo tenía que seguir enfrentándome a una concepción del mundo expresada en unas determinadas redes léxicas y en unas construcciones que su hablante recibe de su entorno como algo casi natural, y para mí resultaban cuando menos exóticas. Se trataba de una visión del mundo que, además, casi no tenía equivalente en la del idioma al que los traducía, porque en Occidente −aceptemos, siquiera provisionalmente si se quiere, que España pertenece a Occidente− las relaciones hombre-mundo difieren radicalmente de las japonesas. Mientras aquí la separación entre hombre y naturaleza fue oposición y combate, y ahora es de dominio, para el poeta japonés consistía en una identificación. Es más, su intención consistía en que el hombre se identificase con la naturaleza, y ello hasta el punto de desaparecer, de convertirse en propio paisaje a través de unas palabras que debían existir como si nadie las hubiera pensado, como si surgieran naturalmente de las propias manifestaciones de la estación del año, una flor que cae, un insecto que se eleva, un camino que nadie recorre.
«El pensamiento occidental está [16] dominado por lo inteligible: desterramos nuestras sensaciones para manipular conceptos. Inversamente, el pensamiento salvaje calcula, no con datos abstractos, sino con las enseñanzas de la experiencia sensible: olores, texturas, colores». Lo escribió Lévi−Strauss y, como hipótesis de trabajo, admitamos que es posible leer «pensamiento salvaje» por «pensamiento oriental». Pues bien, dada la separación entre las dos culturas, uno estaría tentado a concluir que resulta imposible transmitir nada del original japonés al castellano. Pero de nuevo Lévi-Strauss −tengo su libro ahora a mano, pero existen muchos más que defienden lo mismo−, también en esto sirve de ayuda cuando explica que en los llamados primitivos vemos «costumbres de apariencia absurda o extravagante, pero en realidad, éstas constituyen un orden comparable en esencia a nuestras costumbres e instituciones». Hay, pues, respuestas diferentes a problemas fundamentales e idénticos. En los dos casos el hombre se esfuerza por descifrar el universo. El intento del traductor, por tanto, es sintonizar con esos problemas y entender −y hasta compartir hasta donde sea posible− las soluciones dadas buscando su equivalencia en las del propio medio cultural.
«La traducción literaria no es una operación lingüística; es una operación literaria» ha dicho Edmond Gary. Y confirma Octavio Paz: «Del mismo modo que la literatura es una función especializada del lenguaje, la traducción es una función especializada de la literatura».
Y así, como literatura, intenté resolver el intento de aquellos versos por revelar la emoción de un hombre en un instante, y establecerse en definitiva como imagen fugaz de un estado del alma. En ellos, no había reflexión sobre las cosas, sino simple visión de la realidad en un momento estético en el que se produce una total unidad de percepción del poeta con la naturaleza. Se borran los límites entre sujeto y objeto, percepción y palabra. La misma creación verbal es el culmen de la experiencia también destinada a desencadenar ese mismo mundo de sensaciones en el lector.
Detrás de todo esto, están los elementos básicos del budismo zen, claro. Si no los hubiera vivido −literariamente, al menos−, jamás hubiera conseguido −si es que lo hice, los poemas andan por ahí para que se juzgue− traducir lo que transmitían esos versos.
Y no trato las cuestiones de métrica y otras, porque el terreno me lo habían desbrozado los traductores de los ideogramas al inglés, aunque la tarea por presentar una forma acorde fue larga y poco gratificante.
No hace falta referirse a esas polaridades extremas −al menos mientras no conectemos con alienígenas−. En ambientes culturales muy cercanos y en ocasiones superpuestos, surgen dudas parecidas. Es el caso que expresa Sandra Cisneros, una escritora norteamericana hija de emigrantes mexicanos a Chicago. En uno de sus relatos narra la dificultad de una niña, hija de padres mexicanos, que habla español con su familia y estudia en un colegio norteamericano donde se enseña el inglés. Le encargan una redacción sobre su casa, es decir, sobre su home. Pues bien, la niña explica que no siente que haya algo que pueda denominar así. Home en inglés −y creo que al menos sus equivalentes heim en alemán, y domov en checo−, significa el lugar en que tengo mis raíces, al que pertenezco. «Sus límites topográficos se determinan únicamente por decreto del corazón», escribió Kundera. Y resultaba que Sandra Cisneros, o mejor su desarraigado personaje, carecía de semejante espacio mental, por mucho que efectivamente habitara en un «hogar», que es como aparece traducida la palabra home en los diccionarios bilingües.
[17] Antes de haber leído el relato, ya me había planteado dificultades la traducción de esa palabra. En España puede que exista ese espacio imaginario reconfortante −para algunas personas, en su pueblo, en su barrio−. Pero muchos transterrados, en ocasiones «despaisados» −mi caso−, raramente sentimos que nuestras raíces estén asentadas en otro lugar que donde vivimos entonces. Por tanto, ese regreso a casa que los norteamericanos tantas veces ansian, sólo lo podemos interpretar como una vuelta a un terreno creado por nuestra nostalgia de paraísos perdidos que únicamente tiene existencia en los recuerdos falsos. Nunca, desde luego, en ningún supuesto hogar localizable geográficamente. Sin embargo, tras disquisiciones de este tipo, siempre he terminado por encontrar la forma literariamente más adecuada −o eso espero− para describir tal sensación. El contacto con tantos individuos y elementos culturales norteamericanos ayuda a tratar de sentir lo mismo. Impostadamente, desde luego, pero con la esperanza de haber conseguido transmitir al lector lo que el escritor del original pretendía.
Y una vez conseguido eso, lo educado es desaparecer. La invisibilidad hay que trabajársela constantemente a lo largo del texto, no viene dada de una vez por todas. El traductor nunca debe permitir que se transparenten sus esfuerzos, porque eso inquieta al lector.
Es evidente que la presencia fantasmal del traductor sobrevuela constantemente lo que se lee, pero su intervención directa resulta fuera de lugar. Y en especial las explicaciones que se añaden a un original, que si para el traductor fueron muy importantes con objeto de comprender adecuadamente el texto de partida, al lector le tienen sin cuidado en el de llegada, que es el que encara. La traducción ideal se diría que parece una ventana por la que podemos ver el texto original. Los cristales quizá tengan imperfecciones, estén algo sucios. Podemos prestar más atención al marco que al paisaje que permite distinguir bordeado por él. Pero un traductor debe procurar que el brillo de lo que se encuentra al otro lado de la ventana consiga imponerse y que la ilusión de inmediatez sea lo que prime. Por tanto, nada de proporcionar indicaciones que remitan al espacio a través del que se contempla un original.
Una exposición sugerente al respecto es la que hace Martínez−Lage cuando habla de eliminar la «grasa» con que había querido lubricar una «determinada máquina textual con objeto de que, al funcionar debidamente en castellano, no rechinase».
Dice Gregory Rabassa que «sólo una persona con gustos frugales y una casa pagada puede vivir de la traducción». Rabassa es, como se sabe, traductor, entre otros muchos libros, de Cien años de soledad. Y García Márquez opina que prefiere la traducción inglesa de Rabassa a su versión original.
Borges afirma que para él La Odisea es un vasto conjunto de diferentes textos en distintas lenguas que firman los traductores de los diferentes idiomas en que leyó el libro de Homero. Y que ninguna versión niega ni estorba a las otras. Algo totalmente opuesto a lo que asegura Virgina Wolf: «Es inútil leer griego en traducciones; el traductor apenas puede ofrecernos una vaga equivalencia».
Borges −de nuevo Borges− podría responder a esto con que, en efecto, toda traducción está condenada al fracaso. Pero que el fracaso es estéticamente superior a la victoria. Y añade: «La página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar las erratas, las versiones aproximadas, las lecturas distraídas, las incomprensiones, sin perder su alma en el proceso. Don Quijote [18] gana batallas póstumas contra sus traductores y sobrevive a toda versión negligente».
Él debía saberlo bien, pues sus discutibles versiones de Faulkner supusieron mucho en el renacer durante los años sesenta de la novela sudamericana −o lo que así se entiende desde aquí−.
Y retomando su mención a Don Quijote, por una parte, y a las versiones negligentes de los clásicos, por otra, puede leerse el instructivo trabajo de Slavá Bagnó donde expone cómo una versión inexacta de la obra de Cervantes, realizada del francés, llegó a ser fundamental para el desarrollo de la literatura rusa en sus grandes voces: Turgueniev, Gógol o Dostoyevski.
Y ya que estamos con el ruso, mencionaré las vicisitudes por las que pasó Las mil y una noches antes de que el libro fuera vertido a ese idioma. A comienzos del XVIII lo tradujo al francés el orientalista Galland, presentando un texto de estilo neoclásico del que eliminó todo lo que consideró que pudiera parecer osado para los de su época. Hacia 1900, otra versión restituía los pasajes escamoteados −no sin delectación, pues presionaba el naturalismo− y sin dejar de tomarse grandes libertades. Poco antes, Richard Burton realizó su famosa traducción que añadía episodios y términos expurgados en versiones anteriores, y de ese modo escandalizaba, tal y como era uno de sus propósitos, a sus coetáneos victorianos. Hasta los años cincuenta de este siglo la obra no se tradujo al ruso. Su traductor, cuyo nombre no consta en las páginas de donde tomo esta historia, ofreció un texto completo y lingüísticamente exacto. Y al decir de los entendidos en los que me estoy basando, sin el ardor jovial que anima la obra y justifica sus pasajes más escabrosos. Las mil y una noches en ruso −siguen los mismos entendidos en el asunto−, carece desde luego de la truculencia y brillantez que posee la versión de Burton, puesto que la literatura rusa es tradicionalmente casta, incluso pacata −lo que explicaría el escándalo que provocó en 1990 La bella de Moscú, de Viktor Yeroféiev, un novelista que declaró: « El sexo es mi aportación de escritor para acabar con el imperio»−. Sin embargo −y cito otra vez a los especialistas−, esa versión rusa consigue reproducir innumerables citas poéticas en el metro prosódico del original que no habían presentado las traducciones hasta entonces realizadas. Cada una de las versiones, pues, había dado al mismo libro una imagen adaptada a los gustos y a las posibilidades de percepción de una época. Probablemente ninguna sea exacta. Ninguna nos haga penetrar en el corazón del original. Pero, ya se sabe, toda gran obra literaria se revela poco a poco. Y por tanto su creación es continua. De modo que Borges acierta −al menos, un poco, concédase− cuando habla de su lectura de Homero ya mencionada.
No es mi intención, desde luego que no, defender las versiones malas −de cuyas barbaridades no todos los traductores son inocentes, como apunta Sánchez Lizarralde−. Sí quiero salir al paso de los que pueden considerar una alabanza que alguien les diga que su versión mejora el original. Porque esto, mejorar el original −o intentarlo− constituye otro de los grandes peligros del traductor. Y va en paralelo con las explicaciones innecesarias a las que me refería antes. Y con las introducciones y notas a pie de página que mencioné casi al principio. Elementos estos indeseables cuando uno traduce novelas y se empeña en explicarnos que tal o cual giro es un juego de palabras intraducibie. Podría ahorrarse eso buscando un equivalente −que lo hay casi siempre− en el idioma de llegada, y evitaría que el lector viera interrumpido el disfrute que le proporciona la obra.
[19] Siempre hay partes de un texto que el traductor aborda con desagrado o frialdad; otras que aparecen incómodamente pasadas; y otras que no puede esperar a abordar porque existe una afinidad o simbiosis entre lo que le pasa y lo que el texto exige de él.
Tratar de dominar el texto, de llevarlo, o ir el traductor −y sin miedo, como conviene acercarse a las fieras y a la droga, según Cocteau− al terreno de sintonía, es el objetivo. Eso exige un esfuerzo hermenéutico orientado hacia la recuperación del «punto de conexión» con el espíritu del escritor. De tal modo, expresará lo que los textos no osan decir, lo que mantienen en secreto y sin embargo exponen. El arte de buscar fuera del texto lo que en él no está −que es lo que se llama hermenéutica− debe quedar sugerido, muy al fondo, aceptando que mediante él también el traductor forma parte del proceso de transmisión de la literatura. Un proceso del que es transmisor, como antes lo fue quien firma el original.
«El traductor es un eficaz conmutador en un flujo de intercambio de energía», declaró Gary Snyder, el poeta beat.
Si no le basta eso, si necesita reforzar su ego, al traductor −siempre invisible− le queda el pensar que una versión suya de un libro de otro idioma puede iniciar todo un movimiento literario en la literatura a la que lo vertió. Es lo que pasó con la traducción de Poeta en Nueva York, de Lorca, publicada en 1955 por el citado Ben Belitt. Disparó nada menos que a la poesía beat −donde se incluye a Gary Snyder; no saqué a relucir a este poeta porque sí−, como afirman Lawrence Ferlinghetti, Kenneth Rexroth o Robert Duncan. Y sobre todo, Alien Ginsberg, que escribió su famoso poema Howl después de leer la versión inglesa de libro capital —o uno de los capitales− de Lorca. Asegura Ginsberg que esos poemas: Blow my mind, un modismo de difícil traducción que queda entre «me abrieron la mente» y «me explotaron la mente»; o mejor: «produjeron una conmoción que me iluminó». De hecho, probablemente la mejor versión sea: «Me pusieron en órbita».
Pero ¡ojo! Esa versión sería adecuada si Ginsberg hubiera pronunciado la frase después del primer vuelo espacial. Un suceso que todavía no había tenido lugar en el momento concreto en que leyó los poemas, aunque sí cuando expuso el efecto que le provocó su lectura. La duda corroe entonces porque, encima, es preciso detectar eso que llamó Ignatieff «la fecha de caducidad» de los estilos lingüísticos. De las palabras y las formas y todos esos enigmáticos mecanismos por los que una forma de expresión se vuelve antigua de la noche a la mañana. O en el caso que comento, se comete un flagrante anacronismo al adelantarse y utilizar una forma que jamás −o con poquísimas posibilidades, admítase− se habría pronunciado de no haberse producido ya el acontecimiento.
Se trata de un asunto con el que me enfrento bastantes veces. Dada mi casi especialización en literatura norteamericana actual, con frecuencia me encuentro cara a términos que aún no se utilizan en castellano. Términos, modos de expresión que, tal vez —y no es descaminado suponerlo, teniendo en cuenta que somos una provincia del Imperio Americano—, van a hacerse de uso común en español.
Fue el caso de la versión de la novela de William Burroughs, Yonqui. Así aparecía en el título cuando la traduje en 1975. La palabra entonces aún no era utilizada como hoy −no había tantos yonquis, es cierto−, por lo que incluí debajo de ese neologismo, y entre paréntesis, el original inglés: Junkie. El término se difundió y en sucesivas ediciones desapareció esa forma del original. Sin embargo, tengo que confesarlo, bastantes [20] veces he apostado por formas −sobre todo jergales− que posteriormente nunca se han adaptado al español. Con todo, los traductores introducimos en bastantes ocasiones términos que pueden resultar extraños en un momento, pero que luego pasan al uso común −dejo sin tratar ahora el problema que plantea la validez de esos términos jergales para hablantes de círculos alejados del propio del traductor, o en el que éste se apoya−.
Y no sólo en términos concretos. El traductor también introduce modos de decir, construcciones, ritmos poco usuales que, con el tiempo, aparecen integrados en la escritura habitual. Y no me estoy refiriendo a los vicios y a las formas insoportables tan frecuentes en el lenguaje de los políticos y otros ««importantes» que luego copian en la prensa, radio y televisión para castigo de los bienhablantes. Y con esta palabra no designo −claro que no− a los que sistemáticamente evitan la traducción directa de las palabras equivalentes en inglés a «puta», «maricón», «bollera» que, con intención también peyorativa, aparecen en el original. En esto parecen seguir a Menéndez Pelayo cuando dijo en 1881 de su traducción de Macbeth: «Mi traducción no es literal, como puede hacerla cualquiera que sepa inglés… Yo he querido hacer, bien o mal, una traducción literaria, en que comprendiendo a mi modo los personajes de Shakespeare, colocándome en las situaciones imaginadas por el gran poeta, y sin omitir a sabiendas ninguno de sus pensamientos, ninguno de sus matices de pasión o frases, que esmaltan el diálogo, he procurado decir a la española y en estilo de nuestro siglo lo que en inglés del siglo XVII dijo el autor».
En fin, así le lució el pelo. Lo mismo que les luce a los que evitan expresiones como las citadas, por considerarlas malsonantes, y dan en su lugar «mujerzuela», «invertido»» o «marimacho».
Han sido unas observaciones −espero que no excesivamente desordenadas− sobre asuntos que, en cuanto traductor, me ocupan. Un traductor −insisto, por última vez aquí−, que trata de hacer suyas las palabras de Michael Ignatieff: «El traductor intenta suprimir su propia personalidad lingüística en la medida de lo posible para expresar la personalidad del escritor». Y un traductor que, además, considera que su labor es una forma privilegiada de la lectura creativa y que, si se le insiste lo suficiente, admite que parte de la hipótesis teórica de que es posible traducir. Algo que, aunque confirmado por la práctica social, queda sometido al embate que suponen las dificultades propias de los textos literarios que algunos pretenden intraducibies; o la separación entre la obra original, piadosamente conservada en el transcurso de los siglos, y sus traducciones indefinidamente recomenzadas. Lo que seguramente es una prueba −lo admito− de que la traducción lleva siempre a un fracaso, al menos parcial. La exactitud, la fidelidad de una traducción no existe en sí, depende de la relación que se instaura entre el texto que se traduce, tomado dentro de su ambiente, y los deseos mediatizados por el ambiente propio del público al que se destina la traducción. Que es más o menos lo mismo que se puede decir de una obra lograda. Y lo es −en muchos casos, lo concedo− aquélla que expresa lo que el lector sabe pero no sabe expresar, ya que no es su función hacerlo, aunque lo reconozca como sabido, sentido, vivido, cuando lo ve escrito por otro.
Extremando las posiciones, casi me arriesgaría a suscribir lo que escribía León Robel, ya citado al principio: «Un texto es el conjunto de todas sus traducciones significativamente diferentes… Nada se presta mejor a la traducción que la poesía… La idea de una imposibilidad de traducir la poesía [21] es históricamente una idea romántica y remite a fin de cuentas a una concepción idealista de la obra, del individuo y del mundo, y de la incomunicabilidad de las conciencias».
No lo suscribo del todo porque el romanticismo forma parte de mi bagaje cultural y no estoy dispuesto a desprenderme de él. Lo de «concepción idealista de la obra» tampoco me atrevo a suscribirlo por completo. La llamada realidad se me escapa con frecuencia. Y tanto la del mundo, como la del individuo. Aparte de que dudo de la comunicación entre las conciencias.
Sin embargo, confío en obtener un reconocimiento semejante al que expresó Garcilaso con respecto a la versión de El Cortesano, de Castiglione, hecha por Boscán: «Guardó una cosa en la lengua castellana que muy pocas han alcanzado, que fue huir del afetación sin dar consigo en ninguna sequedad, y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente. Fue, demás desto, muy fiel tradutor, porque no se ató al rigor de la letra, como hacen algunos, sino a la verdad de las sentencias, y por diferentes caminos puso en esta lengua toda la fuerza y el ornamento de la otra, y así lo dexó todo tan en su punto como lo halló, y hallolo tal que con poco trabajo podrían los defensores de este libro responder a los quisiesen tachar alguna cosa de él».