Max Aub: «Nota preliminar» (1963)
Antología traducida, Barcelona, Seix Barral, 1972, 7–8.
[7] ¿Por qué hay más poetas malos que buenos? Sin entrar a estudiar este extraño problema, no hay duda que entre miles llamados menores existen algunos que escribieron un poema, tal vez dos o tres, tan buenos como los mejores. Como si Dios hubiese querido marcarlos, manteniéndolos a flote, salvándolos del olvido, de un hilo.
Husmeando aquí y allá di con algunos semiborrados de toda memoria.
Item más: las poesías, traducidas, pierden tanta sangre que no hay transfusión que valga. Dejando aparte que todo poema es –está– ya, a su manera, traducido. Entre cierta correspondencia formal y otra interna, preferí la última. Cuando me fue posible procuré remedar medidas originales, malacogerme a algunas rimas.
En 1924, en una cervecería, en München, mi tío Ludwig Aub, tipo curioso que sabía cosas raras, me palpó el cráneo dictaminando maravillas.
– Tú me reivindicarás.
Mas la última hada puso su grano de rejalgar:
– No tienes el menor sentido de la música.
No le volví a ver; si falló en lo más, en lo último dijo verdad. Un tiempo creí que el ritmo se me escapaba por mi mala memoria; después he leído, no recuerdo dónde, como es natural, que nada tiene que ver lo uno con lo otro; de un mal, dos. Cada quien es como nace y se hace, y el rubio no será moreno a menos que se tiña; y ya no estoy para afeites.
[8] Escribí muchos renglones cortos con la esperanza de que fueran versos. Joaquín Díez–Canedo me los echa siempre en cara. Sin más dificultad que la tristeza, acabó por convencerme. Entonces me puso a mal traducir estos poemas segundones que posiblemente tampoco tienen interés. Peor es publicarlo. Ahora bien, ¿tengo yo toda la culpa?
«Con todo, yo creo haber sido fiel al sentido y al espíritu, acaso mucho más que si me hubiese detenido servilmente a la letra», dice Valera en el prólogo de su traducción de Poesía y arte de los árabes de Schack; y ayer, todavía, Plinio: Arduum est nomina rebus et res nominibus reddere (ardua empresa, amoldar los nombres a sus objetos y éstos a aquéllos). Aunque pueda uno consolarse –como siempre jugando con las palabras– recordando que Bernal Díaz llamó a los traductores «verdaderas lenguas».
Dejando aparte el que haya escrito un solo verso verdadero se salvará.