Ímaz 1951

Eugenio Ímaz: «¡Pobre traductor!»

Luz en la caverna y otros ensayos. Introducción a la psicología, México, Fondo de Cultura Económica, 1951, 255–256.

Fuente: Obras reunidas, México, El Colegio de México, 2011, I (Ensayos y notas), 534–535.

 

[534] No es pobre el traductor por sus emolumentos, nunca de monto que justifique la aplicación de palabra tan monumental. El traductor es pobre… ¡Pobre de él!

Tiene que echarse al coleto, o meterse entre pecho y espalda, voluminosos volúmenes de a mil páginas, y se los tiene que echar o meter, no digamos a vuela pluma, pues las suyas, por mucho que se pavonee, no son de las alígeras, pero sí con una destacada y destajada precipitación.

Luce las mejores prendas burguesas: fidelidad a la palabra dada, amable gentileza para adelantarse a las intenciones ocultas del autor, miramientos por las autoridades académicas –¿no mira al Diccionario desmayadamente?– y cierta facilidad de oído para tararear la música sin la letra.

Pero hete aquí que se presenta cualquier gramático con gafas –de esos que ven los puntos ausentes en las íes ajenas y no las vigas presentes en las propias, de los que cuando más lo piensan, confunden haya con halla– y se detiene pulcramente en una frase y la encuentra «incorrecta».

¡Pobre traductor, cuya única incorrección consiste en corregir al autor! Porque ¡vaya usted con esguinces a Max Weber o con corvetas a Heidegger! O ¡haga Ud. un ejercicio escolar intachable de más de 30 000 líneas! Habría que ser un platelminto.

Pero ahí comienzan, nada más, sus desdichas. Continúan cuando empieza a recibir las cartas de los aficionados. Uno tropieza con que en otra traducción de la misma obra se dice «comida» y el malhadado traductor ha puesto «alimento», y hay que resolver la consulta para que el corresponsal pueda conciliar el sueño. Otro le comunica que una palabra puesta entre comillas no está en el Diccionario y que, no siendo castellana, no la entiende. No importa que la definición vaya entre paréntesis, porque estos lectores pertenecen a la curiosa casta que se salta en la lectura los paréntesis y que siempre paga demasiado por un libro.

[535] Pero las cartas terribles son las de los autores. Ahora es cuando el traductor se siente clásicamente traidor y traicionado por sus buenas intenciones. Piensa que, como el infierno, sus traducciones están bien empedradas.  No es que el autor se altere por un ingenuo trastrueque de platos –comida por alimento o remolacha por betabel–, sino que protesta por el retintín, por ¡ay Dios!, la nuance. Y si la desdicha del traductor llega al punto abismal de que su autor sea un filólogo… entonces entenderá lo que es hipotaxis y parataxis y se quedará extasiado ante el anacoluto. ¡Ay, si no da a tiempo con el anacoluto! Ya puede despedirse del oficio y cortarse la coleta, porque desde este momento será entregado al juicio de la posteridad con el sambenito de una ficha que diga: Fulano de Tal: bárbaro destripaterrones. Y le echarán en cara eternamente, por una vez que mató un perro, deslices tan livianos como haber traducido, del inglés, bula por toro, Señor de los ejércitos por Dios de las hostias, o, del alemán. «el mismo» por el Señor Derselbe.

¡Pobre traductor! Pobre por partida doble y partido por dos. Traductor capicúa. ¡Pobre traductor pobre!