La traducción científica en la Edad Media

La traducción científica en la Edad Media

Bertha M. Gutiérrez Rodilla (Universidad de Salamanca)

 

Introducción

La traducción científica ha potenciado durante siglos la transferencia de saberes especializados entre unos pueblos y otros, actuando como motor a favor de la universalidad, de la mezcla de culturas y como elemento clave en el progreso científico, pues ha permitido aproximarse al pensamiento innovador en otras lenguas. Como ha estimulado igualmente la creación propia de aquellos que han podido acceder a dichas traducciones. En todo ese proceso los traductores no se han limitado a verter ideas y palabras de una lengua a otra, sino que han actuado como auténticos constructores y difusores del conocimiento, gracias a sus tareas de adaptación y recopilación de los textos (Montalt 2002). Pero, además de los traductores, ha habido otras figuras cruciales en el proceso de la traducción científica como han sido los promotores de las traducciones –mecenas y editores– y aun los propios científicos. Todos ellos, con sus particulares intereses e intenciones, son quienes han decidido en definitiva qué traducir y hasta cómo hacerlo, condicionando en cada momento la difusión o el ocultamiento de las obras, según se haya potenciado o no su traducción. Como resultado, la historia de la traducción científica es no solo la de la transmisión textual, sino también la de la circulación de las ideas y la de sus reformulaciones sucesivas al pasar de unas sociedades a otras, así como la de la evolución de las lenguas que las han «vehiculado». Una historia de análisis inexcusable por lo que ha supuesto para el crecimiento de nuestro pensamiento, de nuestro discurso científico y de nuestro lenguaje especializado (Gutiérrez Rodilla 2006: 191–192).

De esa historia nos detendremos aquí en la acaecida en la Península Ibérica en el periodo medieval que es la etapa que más ha captado la atención de los estudiosos y a la que se ha calificado de brillante. Sin entrar a juzgar ahora las razones de por qué ha sido así –que no siempre son tan inocentes como cabría esperar–, lo cierto es que dicha traducción fue a todas luces muy fructífera por la inyección de conocimientos nuevos que trajo consigo procedentes de la ciencia grecoárabe. Unos conocimientos que provocarían un cambio en los planteamientos filosóficos, científicos y literarios del mundo occidental, favoreciendo su renovación y determinando lo que sería la ciencia europea bajomedieval y renacentista (Gutiérrez Rodilla 2009: 230).

 

El porqué de la importancia de la ciencia en árabe

Para poder comprender por qué fue así hay que recordar que en todo ese periodo que abarca diez siglos y se etiqueta como «Edad Media», desde la perspectiva occidental se singularizan tres escenarios sobre los que se desarrolló la trama: Bizancio, el Occidente cristiano y el mundo islámico. Unos escenarios, que ni fueron totalmente independientes entre ellos, ni estuvieron separados por límites bien instaurados e inamovibles. Por el contrario, lejos de ser impermeables, mantuvieron intensas relaciones culturales, económicas y sociales y, además, las fronteras políticas, militares y religiosas que los separaban se movieron y desplazaron continuamente durante ese milenio (Gutiérrez Rodilla 2008: 84). A pesar de ello, se encuentran diferencias llamativas en las mejoras científicas alcanzadas en cada uno de los mismos: así, los cultivadores de la ciencia bizantinos no enriquecieron en demasía lo heredado dedicándose, salvo excepciones, al enciclopedismo por extensión o acumulación sin excesiva crítica. En el Occidente cristiano, por su parte, la ciencia languideció durante los primeros siglos medievales y no empezó a despertar hasta la llegada, a partir del siglo X, de las fuerzas renovadoras que supusieron las traducciones efectuadas desde el árabe, a las que enseguida nos referiremos. Por el contrario, el progreso científico logrado en el tercero de los escenarios, el del mundo islámico, fue notable. Algo, que tuvo que ver con el propio devenir del Islam que, tras irrumpir en la historia en el siglo VII de nuestra era se extendió en menos de 100 años desde la península arábiga a Egipto, Siria, Persia, parte de la India, el norte de África, algunos puntos de Italia y toda la Península Ibérica. Cuando los musulmanes conquistaron esos territorios, encontraron en muchos puntos un oasis cultural que supieron aprovechar adecuadamente, entre otras formas, mediante las traducciones (Gutiérrez Rodilla 1998: 49).

A partir del siglo VIII se concentraron en Bagdad –la capital del imperio– sabios procedentes de otras ciudades llamados, en muchas ocasiones, para entrar al servicio de los califas, con el fin de asegurarles el prestigio religioso e intelectual frente al Imperio Bizantino. Tradicionalmente se ha dicho que en ese siglo se fundó allí la llamada Casa de la Sabiduría (bayt al–hikma), donde se reunirían astrónomos, matemáticos, médicos, pensadores y traductores bajo la protección y el impulso financiero del califa y de otros grandes señores de la corte. Sin embargo –como sucede con la Escuela de Traductores de Toledo–, no hay pruebas irrefutables de que existiera, por lo que no faltan quienes lo discuten y creen que como mucho sería una especie de biblioteca donde se recogerían las traducciones árabes desde el persa y, tal vez, otras lenguas orientales, pero sin relación con el movimiento traductor grecoárabe del siglo IX (Gutas 1998: 53–60, Pormann & Savage–Smith 2007: 29). En cualquier caso, es innegable la gran cantidad de traducciones bagdadíes, en las que intervinieron numerosas lenguas de partida, como el griego, el siriaco, el sánscrito, el pahleví o el copto y una de llegada: el árabe. Esto posibilitó el traslado de textos médicos, matemáticos, astronómicos o astrológicos, por ejemplo, frente a los filosóficos o teológicos, que no interesaron tanto. Dicho de otra forma: se seleccionó cuidadosamente lo que se debía traducir, de acuerdo con la voluntad de los gobernantes musulmanes de acercarse a los conocimientos científicos de los otros pueblos, pero no a lo que pudiera interferir con la religión islámica (Abdel–Hadi 1996: 25).

En un principio, los saberes clásicos griegos llegaron hasta el árabe por la intermediación del siríaco –traducción desde el griego al siríaco y desde este hacia el árabe–, pero ya en el siglo IX en Bagdad se traducía directamente desde el griego hacia el árabe (Jacquart & Micheau 1990: 26 y ss.). De forma que, en la centuria siguiente, se encontraban vertidos a esta lengua casi todos los textos griegos que luego se conocerían en Occidente, gracias a lo cual Europa pudo tener una idea de los mismos, pues muchos de ellos se perdieron en innumerables incendios y saqueos de bibliotecas. En este sentido, es obvia la impronta de las traducciones ejecutadas en Bagdad –hubiera o no una Casa de la Sabiduría– sobre la ciencia posterior (Saliba 2007: 74 y ss; Daiber 2009: 65 y ss., por ejemplo). Pero no solo se vertieron los textos griegos, sino que –y esto es de gran trascendencia para calibrar la brillantez de la ciencia en lengua árabe y su influjo– a finales del siglo VIII se realizan las primeras traducciones de libros sánscritos de astronomía llegados a Bagdad y, a partir del IX, las de medicina. Por aquellas fechas también hay versiones desde el copto o el pahleví (Vernet 1978: 80–81). Igual que el siriaco actuó a menudo como lengua intermedia para las traducciones del griego al árabe, el persa hizo lo propio en las de obras chinas e indias. En relación con ellas, si bien las procedentes del chino fueron más tardías (siglos XIII–XIV) –con lo que su influencia directa sobre la ciencia musulmana sería menor que la de la ciencia india–, a través de esta última sí ejercercieron una influencia indirecta importante (Pormann & Savage Smith 2007: 21 y ss.).

Estas traducciones permitieron a los árabes asimilar la ciencia clásica, a la que incorporaron, además de sus propios avances y correcciones, una buena parte de las novedades logradas en el mundo oriental. Emprendieron una importante labor de síntesis y reformulación de la ciencia anterior, en la que por vez primera se unieron la base más teórica de la ciencia griega con la ciencia oriental, más volcada en la vertiente práctica. Ese sincretismo, característico de los primeros momentos de la cultura árabe, ha dificultado el poder discriminar entre lo que aprendieron de otros y lo que era de su propia «cosecha» (Gutiérrez Rodilla 1998: 52).

 

Las traducciones arabolatinas en la Península Ibérica

Si esto es lo que aconteció en la parte oriental del mundo islámico, en la occidental se llevó a cabo igualmente un importante trabajo de traducción que, partiendo del árabe, se dirigió hacia el latín, pero también hacia otras lenguas. En Italia, el inicio de la traducción y difusión de la ciencia árabe –sobre todo, la medicina– fue la llamada Escuela de Salerno, muy ligada a la abadía de Monte Casino, tras la incorporación a ella de la importantísima figura de Constantino el Africano en el siglo XI (Jacquart & Micheau 1990: 96 y ss.). En España, la filtración de las fuentes árabes entre los cristianos se inició en el seno de algunos monasterios visigodos como los de Vic y Ripoll, hasta el punto de que aquellos primeros textos trasladados en la Marca Hispánica se consideran «todo un hito en la historia de Europa» (Santoyo 2009: 44). Hay un manuscrito del siglo X, perteneciente al monasterio de Santa María de Ripoll, que quizá sea el más antiguo de la influencia islámica sobre la cultura del mundo occidental (Vernet 1978: 106–107). El primer traductor del que se tiene noticia es Lupito, arcediano de la catedral de Barcelona entre el 975 y el 995, a quien Gerberto de Aurillac, futuro papa Silvestre II, escribió pidiéndole un tratado de astrología que sabía que Lupito había traducido (Martínez Gázquez 2016: 16–19).

Tras esos inicios, en los que el entorno de Cataluña sería fundamental, se tradujo, más o menos intensamente según las épocas, en otros sitios y con distintas lenguas como protagonistas. Sin embargo, la traducción toma cuerpo decisivo en los siglos XII y XIII, gracias a las versiones latinas de textos árabes que permitieron la difusión hacia el resto de Europa del pensamiento y la ciencia grecoárabes (Burnett 1977: 62–108). En palabras de Vélez León (2017: 538) «entre aproximadamente 1124 y 1220, en la Europa Occidental latina tiene lugar la mayor actividad de recuperación del saber antiguo, a través de la traducción y difusión del conocimiento científico y filosófico, por parte de diversos centros del occidente latino», particularmente la ciudad de Toledo. Un factor concluyente para tales traducciones fue la coexistencia de diferentes comunidades religiosas, culturales y lingüísticas, cuyos miembros intelectualmente más inquietos colaborarían entre ellos y con otras personas llegadas de múltiples puntos de Europa para volcar los textos árabes presentes en Al Ándalus antes de la caída del califato de Córdoba, en el 1031 –con alguna excepción, como la obra de Avicena–, pero también los de autores andalusíes posteriores a esa fecha. Precisamente esa amalgama de culturas, religiones y lenguas explica que no solo se generaran versiones latinas de textos árabes, sino asimismo otras en lenguas vulgares y en hebreo, de las que se hará mención más adelante. Todo ello como prueba del potente movimiento lingüístico, cultural y científico que se produjo por entonces.

Los estudiosos suelen agrupar las traducciones del siglo XII en torno a dos grandes áreas, que vendrían a coincidir respectivamente con la frontera superior y la frontera media de Al Ándalus: la primera de ellas en el norte peninsular, particularmente alrededor del valle del Ebro, donde se incluirían localidades como Tarazona, Nájera o Tudela, entre otras, y algunos puntos que, como Barcelona o León, no estarían localizados en dicho valle, pero mantendrían algún tipo de vinculación con quienes tradujeron allí. La segunda de dichas áreas sería la de Toledo, donde podría englobarse alguna otra ciudad como Segovia, por ejemplo. Ambas áreas contaron durante el siglo XI con la presencia de dos dinastías, los Banū Hūd para el valle del Ebro y los Banū ḏī–l–Nūn para Toledo, que descollaron por la promoción cultural y científica. Esto se plasmó, entre otras cosas, en la formación de importantes bibliotecas, lo que sin duda fue determinante en la aparición del movimiento traductor del siglo siguiente (Rivera Luque 2018: 44–45).

En la primera de dichas áreas, la del norte peninsular o valle del Ebro, destacan figuras como la de Hugo de Cintheaux –más conocido como Hugo de Santalla, a pesar del error de relacionar con este último topónimo, supuestamente gallego, a alguien que habría sido normando (Santoyo 2016)–, a quien se sitúa cerca de Tarazona y que fue uno de los primeros traductores arabolatinos de la Hispania del XII (Burnett 1992: 1041); Herman de Carintia, quien después de pasar un tiempo en la zona del valle del Ebro, se trasladaría a León y, más tarde, a Toulouse y Béziers, y el cual tradujo y confeccionó sus propias obras (Burnett 1978); y Robert de Ketton, que desempeñaría su función igualmente en la región del valle del Ebro y mantendría una buena relación con Herman de Carintia. Se localiza a los tres en la primera mitad del siglo XII y se los relaciona con textos de matemáticas, astronomía y astrología y, en menor medida, geomancia o secretos de la naturaleza, por ejemplo. Los dos últimos participaron, además, en la traducción de algunos de los textos que integran el llamado «corpus Islamolatinum», impulsado por Pedro el Venerable con el fin de cargarse de argumentos con que refutar la doctrina islámica (Martínez Gázquez 2012; Rivera Luque 2018: 75–108). De hecho, a Robert de Ketton «le deparó la fortuna y la fama de ser el primer traductor del Corán» (Martínez Gázquez 2007: 40). Algunas de las obras de las que partieron estos traductores procedían de la gran biblioteca de los Banū Hūd que, al ser conquistada Zaragoza por los almorávides, se trasladó en 1110 a Rueda de Jalón, lo que concuerda con la zona donde trabajaron, algo que ocurriría de idéntica manera en el caso de Toledo, como se explicará enseguida (Burnett 1992: 1041).

Si bien en un principio Toledo no despuntó en lo relativo a la traducción –comparada con esos otros enclaves más norteños–, en las décadas centrales del siglo XII se convirtió en el principal centro traductor de Europa (Polloni 2018: 263). Y lo hizo con tanta fuerza que algunos imaginativos historiadores del pasado llegaron a suponer la existencia allí de una auténtica «escuela de traducción». Esta idea tan atractiva ya ha sido desterrada, al menos si se entiende como cuerpo de traductores formalmente constituido y con unas enseñanzas reglamentadas: no hubo esa organización docente y, según algunos autores, el único vínculo entre los traductores habría sido puramente geográfico, de mecenazgo y, a veces, de cooperación (Santoyo 2009: 59 y ss). No obstante, a decir de otros la consistencia del método de traducción empleado y el gran número de textos traducidos sugeriría una organización o una cierta «profesionalización» de la traducción (Burnett 2007: 1232).1 Aunque dicha «escuela» no existiera como tal, Tulaytula tuvo que contar con un caudal de libros nada despreciable que sirvieran de punto de partida para las tareas traductoras. A este respecto, fueron básicos los movimientos de emigración o de huída por parte de judíos y musulmanes desde Al Ándalus hacia los reinos cristianos, particularmente a Toledo. Algunas de esas personas portaron consigo manuscritos muy valiosos, desde el punto de vista científico, que hallaron cobijo en monasterios, iglesias, palacios o casas todedanas. Esos manuscritos conformaron un conjunto de textos sin parangón con los que pudiera haber en cualquier otro punto de la Europa latina (Polloni 2017: 20). Por su parte, también se trasladó hacia 1140 desde Rueda de Jalón a Toledo la gran biblioteca de los Banū Hūd, como resultado del intercambio que el último gobernante de esa dinastía pactó con Alfonso VII de León: tras ofrecerle vasallaje, le cedió al rey su castillo de Rueda a cambio de unas posesiones en Toledo (Burnett 2001: 251). De este modo, el notorio fondo de escritos científicos y filosóficos árabes de esta biblioteca llegó hasta esa ciudad y más tarde se pondría a disposición de los traductores toledanos (Polloni 2018: 264).

Las tareas de estos comenzaron en el segundo tercio del siglo XII con la aglutinación de unos pocos clérigos cultos en torno al capítulo catedralicio, bajo la protección del arzobispo don Raimundo, promotor de la traducción filosófica y científica y con gran ascendente sobre Alfonso VII. En esas tareas sobresalió el arcediano de Cuéllar y canónigo, primero de Segovia y luego de Toledo, Domingo Gonzalvo o González (Gundisalvo), a quien algunos consideran como el traductor de mayor envergadura de entre los que ejercieron en Toledo y al que se relaciona con la recepción de Aristóteles y la difusión del estudio de la metafísica como ciencia en el occidente latino medieval (Fidora 2014). Gundisalvo tradujo al latín textos de Avicena, Al Farabi, Al Kindi o Alejandro de Afrodisias, entre otros, y compuso varias obras filosóficas en las que trató de integrar la ciencia y filosofía árabes en los esquemas de la tradición cristiana. Junto a él figuras relevantes como el historiógrafo y filósofo judío Abraham ibn Daud (Avendauth), el introductor de Gundisalvo en la obra de Avicena (Rivera Luque 2018: 129–130); o Juan Hispano –al que muchos identifican con Avendauth–, quien además de sus traducciones de tipo filosófico llevadas a cabo con Gundisalvo, tradujo y elaboró alguna obra relacionada con matemáticas y astronomía. Mención especial merece Gerardo de Cremona, el más prolífico de entre ellos, la «figura paradigmática del interés y la dedicación […] al esfuerzo de las traducciones al latín en el ámbito de la ciencia y la filosofía» (Martínez Gázquez 2007: 48): con sus colaboradores vertió alrededor de ochenta obras pertenecientes a numerosos campos –filosofía, astrología, matemáticas, alquimia, física, geomancia o medicina–, a partir de textos procedentes de autores como Al Farabi, Al Fargani, Al Kindi, Ibn Gabirol, Avicena, Razes, Mesué, Galeno, Ptolomeo o Aristóteles, entre otros muchos (Burnett 2001: 253–254).

Hubo algún otro traductor, como Robert de Chester, del que si bien no hay documento que lo ligue con Toledo –fue en Segovia donde terminó de traducir en 1145 el Álgebra de Al Juarismi–, sí mantuvo algún tipo de vínculo con esa ciudad, antes de marcharse a Londres donde forjó, entre otras cosas, unas tablas astronómicas para el meridiano de Londres basadas en otras calculadas para el de Toledo (Rivera Luque 2018: 73–74; 104–105). A él se debe asimismo la traducción, en 1144, del Liber Morieni, considerado como el primer texto de alquimia conocido en el Occidente medieval (Burnett 1992, 104). Como hubo otros traductores, cuya relación con alguno de los dos grandes núcleos referidos, el valle del Ebro y Toledo, es poco nítida o casi inexistente. Así, por ejemplo, Juan de Sevilla dedicó alguna de sus realizaciones al arzobispo Raimundo de Toledo, pero vivió en el norte de Portugal, tal vez en el valle del río Limia, en la primera mitad del siglo XII. De entre sus traducciones, pertenecientes a diversos ámbitos, particularmente la astronomía–astrología, cabe destacar la del Secretum secretorum, una obra que gozaría de extraordinario éxito en los siglos posteriores (Williams 2003). Por su parte, Platón de Tívoli estuvo asentado en Barcelona, al menos entre 1132 y 1145, donde tradujo obras de astrología–astronomía, matemáticas y magia, desde el árabe al latín y al menos una desde el hebreo (Samsó 2005: 280–286).

La variedad temática de las versiones latinas podría cuantificarse del siguiente modo: casi la mitad, un 47%, correspondería a matemáticas y astronomía–astrología. Un 21% y un 20%, a filosofía y medicina, respectivamente. Y un 4%, a ciencias «ocultas» como la geomancia o la alquimia. Con un porcentaje menor estarían las obras de religión y las de «física» (Vernet 1978: 84–85). Unas versiones científicas y filosóficas que en el siglo siguiente, el XIII, circulaban ya por los primeros y más importantes círculos universitarios de Europa (Vélez León 2017: 573–574). Precisamente en ese siglo continuaron efectuándose importantísimas tareas de traducción en Toledo de la mano, por ejemplo, de Miguel Escoto que, antes de marcharse definitivamente a la corte del rey Federico II de Sicilia, tradujo en la ciudad castellana, en el entorno del arzobispo Rodrigo, algún tratado de astronomía y de alquimia, así como el De historia animalium de Aristóteles (Martínez Gázquez 2016: 103–106); Marcos de Toledo, responsable de la segunda traducción del Corán, en 1210, a petición del arzobispo Rodrigo, así como algunos textos apologéticos y de Galeno; o Hermann el Alemán, traductor de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, así como la Poética y la Retórica del mismo autor, con los comentarios de Averroes a las mismas.

A las traducciones anteriores hay que añadir las relacionadas con el proyecto cultural, de profundas raíces políticas, del rey Alfonso X, cuyos resultados se dejaron sentir en Occidente hasta bien entrado el siglo XVII (Vernet 1978: 173). El rey Sabio mostró interés por textos de carácter mágico como Picatrix, Lapidarios o el Libro de la magia de los signos, pero marcadamente por otros procedentes del campo de la astronomía–astrología. Algo, que le llevó a potenciar la traducción, adaptación o síntesis de textos, y a la preparación de otros originales, como las Tablas alfonsíes, usadas hasta la época de Copérnico y que condujeron al nacimiento de una nueva astronomía en Europa. Para él trabajaron cristianos españoles e italianos, musulmanes conversos y judíos. Estos últimos fueron esenciales en el proceso por su dominio tanto de la lengua árabe –no muy frecuente entre los cristianos–, como del contenido de los textos, en este caso la astronomía (Samsó 2008-2009: 51). De ese modo, ellos harían una traducción, previsiblemente de forma oral, desde el árabe al romance, que daría lugar a una primera versión, que los hispano–cristianos pondrían por escrito. Un corrector –el «emendador»– revisaría dicha versión hasta conseguir una prosa aceptable en castellano, revisión y corrección en la que quizás hasta intervendría el propio rey. Si bien en muchas ocasiones la tarea concluiría ahí, en otras, esos textos se retradujeron después del castellano al latín. De esto último se ocuparían los italianos del «equipo», que poseerían un mejor conocimiento del latín que los peninsulares. Este procedimiento, que se ha llegado a designar como «a cuatro manos» (Romano 1971), podría entenderse como la ampliación del utilizado en buena parte de las versiones de textos científicos de los siglos XII y XIII, que afectaron a dos personas: una, que vertería el texto desde el árabe al romance –castellano, catalán o aragonés, por ejemplo–, mientras que otra traduciría desde el romance hacia el latín. Una manera de traducir que D’Alverny (1989) denominaba «à deux interprètes». De ahí que la autoría de todas estas traducciones deba entenderse como algo flexible, pues generalmente no son fruto de la dedicación de un solo autor, sino de dos o de más (Rivera Luque 2018: 173–175).

 

Las traducciones entre otras lenguas

Como se acaba de mostrar, en las traslaciones impulsadas por el rey Sabio, el castellano desempeñó una función notoria pasando de ser lengua intermedia a lengua meta. En el «taller alfonsí» no solo se tradujeron –más o menos literalmente– obras árabes, sino que estas se reestructuraron añadiéndoles fragmentos de otras distintas o, incluso, textos compuestos para la ocasión. Sin embargo, el análisis detenido de este impresionante engranaje muestra que no siempre hubo un quehacer unificador editorial: no parece clara la intervención de un «editor» final que le diera coherencia, por ejemplo, a la terminología empleada en tales textos (Samsó 2008-2009). A pesar de lo anterior, con su labor, Alfonso capacitó al castellano para «expresar todos los matices del pensamiento y versar sobre todos los campos del saber humano» (Bossong 2008-2009: 17), lo que tendría consecuencias importantísimas para la constitución y el futuro de dicha lengua. Este castellano no surgió de la nada, sino de una progresiva adaptación, en la que, a partir de los modelos del árabe y el latín, iba pasando a registros más altos. Todo un proceso de «intelectualización» (Cartagena 2009: XII), en el que dejaba de ser solamente lengua de intercambios orales o de poesía y teatro, para convertirse en lengua de narrativa y prosa especializada (Bossong 2008-2009: 23). En dicho proceso de desarrollo de la prosa, en concreto de la científica, fue todavía más vehemente la influencia árabe, que actuó como acicate en el incremento del caudal terminológico y de los esquemas sintácticos, lo que propiciaría la aparición temprana de una literatura científica autóctona en romance, al margen de la latina (Galmés de Fuentes 1996: 16–20). Por diferentes motivos, entre los que se encuentran por ejemplo la falta de un entusiasmo tan señalado por estos asuntos por parte de sus herederos, los logros de Alfonso no consiguieron una continuidad, con lo que hasta finales del siglo XIV no se recuperaría el uso habitual y creciente del castellano tanto para la traducción como para la redacción de textos especializados. Algo, esa recuperación, en lo que tuvieron mucho que ver los judíos de Castilla.

El castellano no fue la única lengua implicada en las traducciones peninsulares más allá del latín. Por el contrario, el fenómeno de la traducción, más amplio y complejo, no se limitó a las traducciones arabolatinas, sino que dependió de las necesidades concretas de los integrantes de las comunidades religiosas y lingüísticas que habitaban en España que, según el momento y el entorno geográfico y político en que vivieron, tradujeron entre lenguas variables: árabe, latín, lenguas vulgares, hebreo. Este último alcanzó protagonismo entre los siglos XIII y XV, como consecuencia de su madurez progresiva, así como de su aptitud para la comunicación especializada (Romano 1992). En este sentido, hay que subrayar la relevancia de los judíos en la difusión de la ciencia durante el periodo medieval, de formas diferentes dependiendo de la época de que se trate: en una primera parte –siglos IX al XI– contribuyeron a engrandecer esa ciencia con importantes aportaciones en árabe, la lengua de los grandes eruditos judíos que vivieron en el ámbito geográfico y lingüístico del Islam en ese período. A partir de entonces su función y su presencia cambiaron, sobre todo tras la llegada a la Península de los almohades en 1147, quienes, con su política de intolerancia, obligaron a muchos judíos a emigrar hacia tierras más altas llevando con ellos lo aprendido y practicado en Al Ándalus, con lo que contribuyeron a su diseminación por el occidente europeo. En ese «viaje» fueron abandonando el árabe y adoptando el hebreo y el latín como lenguas de transmisión científica (Gómez–Aranda 2008: 173). De este modo, como se ha visto más arriba, durante los siglos XII y XIII su dominio del árabe y su formación en las disciplinas filosóficas y científicas, los convirtió en un eslabón determinante en las traducciones arabolatinas. Por otro lado, la segunda mitad del siglo XII «supone un punto de inflexión en la forma en que los judíos del Occidente cristiano –Península Ibérica, sur de Francia e Italia– adquieren conocimiento científico y lo ponen en circulación» (Caballero–Navas 2012: 331). Así, no se limitaron a aljamiar obras árabes para difundirlas entre los judíos que dominaban el árabe hablado pero no el escrito –es decir, palabras árabes con letras hebreas–, sino que comenzaron a componer ellos mismos ciencia en hebreo. Abraham bar Hiyya, que colaboró con Platón de Tívoli traduciendo del árabe al latín, se convirtió en el siglo XII en pionero del surgimiento de la ciencia hebrea medieval escribiendo en hebreo acerca de astronomía y astrología (Gómez–Aranda 2008: 173). No solo eso: hay datos que muestran que en ese mismo siglo se tradujo desde el árabe e, incluso, desde el latín, hacia el hebreo, como sucedió, por citar solo un ejemplo, con las dos versiones hebreas existentes de la Introducción a la medicina de Hunan Ibn Ishaq, una procedente del árabe y otra del latín, realizada esta última en los postreros años del XII, probablemente en Toledo (Ferre 2000: 91). En cualquier caso, a partir de la centuria siguiente, esta sería la tónica: los judíos más cultivados que vivían en los reinos cristianos del sur de Europa, elaboraron ciencia en hebreo. Pero, deseosos de que los miembros de sus comunidades no instruidos en árabe y latín pudieran acceder al contenido de diversos tratados en tales lenguas, los tradujeron al hebreo partiendo, a veces, de traducciones previas romances. En relación con esto, no es infrecuente detectar en esas versiones la huella de la lengua materna de los judíos, que no era el hebreo, sino la de la tierra donde vivían (Caballero–Navas 2012: 331), el catalán o el castellano, entre otras. Por otra parte, como hicieran en el caso del árabe, fueron frecuentes los textos castellanos y catalanes que circularon aljamiados, con letras hebreas.

Si durante los siglos XII y XIII las traducciones ibéricas más importantes son las arabolatinas, en el XIV, en que no se interrumpen, el árabe va perdiendo protagonismo mientras el latín lo va ganando, al tiempo que van llegando obras escritas en esa lengua desde Europa. El latín se convirtió en el punto de partida por excelencia para las versiones hebreas y vernaculares, lo que no impidió que, asimismo, fueran frecuentísimas las traducciones entre el catalán y el castellano y entre ellas y el hebreo. A este respecto, desde finales del siglo XIII el catalán se comenzó a usar como lengua intermedia de traducción, así como lengua meta, amén de ser igualmente lengua de creación original. Con todo ello, iría consiguiendo una posición preeminente que le permitiría competir –en lo que a literatura científica y técnica se refiere– con el castellano. De hecho, a medida que se avanza por los siglos XIV y XV se comprueba que a menudo actuó como «puente cultural» entre las penínsulas itálica e ibérica por el cual entraron en Castilla novedades importantísimas procedentes de Italia. Esto significa que no escasearon las versiones castellanas de obras de procedencias dispares realizadas desde las traducciones catalanas de las mismas (Cifuentes 2001: 110–122 y 2008: 133–135).

Sirva para ilustrar y resumir lo recogido en las páginas anteriores sobre el intenso y productivo movimiento traductor peninsular de los últimos siglos medievales y las lenguas que lo soportaron, el devenir del Kitâb al–adwiya al–mufrada. Se trata de una revisión muy ampliada de los textos clásicos sobre materia médica de Dioscórides y algún otro autor como Galeno, por ejemplo, ejecutada en el siglo XI por Ibn Wafid de Toledo, de la que la única versión árabe que se conserva –parcialmente– está en aljamiado hebraico. En el siglo XIII, Abraham de Tortosa y Simón de Génova lo tradujeron hacia el latín desde el árabe, si bien en el XII, Gerardo de Cremona, había vertido la primera parte del texto, como Liber Abenguefith philosophi de virtutibus medicinarum et ciborum. De la versión de Simón y Abraham del tratado de Ibn Wafid, que se llegó a atribuir a Serapion, se conservan cerca de sesenta manuscritos, lo que da idea de su popularidad. Se tradujo al hebreo por dos vías, una a través del árabe y otra del latín. Y se trasladó al catalán, como Libre de les medecines particulars de «Abenhuefidi», desde el latín y no desde el árabe, aunque esa versión latina parece independiente de la de Simón de Génova (Álvarez de Morales 1980: 22–23; Villaverde Amieva 2002: 88–89; Cifuentes  2006: 114–115; Gutiérrez Rodilla 2007: 240–242).

 

Conclusiones

Señalábamos al principio la importancia que en la historia de la traducción cumplen junto a los traductores quienes están detrás de las traduciones, impulsándolas, financiándolas o impidiéndolas. De ese modo, si en Bagdad se manifestó un interés desigual por la herencia de la Antigüedad y se vetaron ciertos textos filosóficos y teológicos, en occidente también se produjo una selección. Así, se trasladaron desde el árabe hacia el latín preferentemente los tratados de los grandes autores clásicos, mientras que se ignoraron otros de autores árabes más impregnados por la ciencia india o china. Los primeros eran más teóricos mientras que los segundos, que habían recibido una mayor influencia por parte de la ciencia oriental, eran más prácticos (Gutiérrez Rodilla 2007: 308). Se filtraron, no obstante, algunos de esos textos, no por medio del latín, sino de las lenguas vulgares y el hebreo. En ese marco, no parece casual que las primeras obras de contenido científico con que contamos en lenguas vernáculas sean generalmente de tipo práctico y que de muchas de ellas no se encuentre el referente latino, la obra en latín que pudiera haber servido de punto de partida para la traducción.

Todas las traducciones aludidas –tanto desde el griego al siriaco y, desde ambos al árabe o desde las lenguas orientales al árabe, por una parte; como del árabe al latín y a las lenguas romances y al hebreo, por otra– estuvieron condicionadas y gravemente dificultadas por múltiples factores: el obstáculo que suponía dominar las dos lenguas de que se tratase en cada momento, las peculiaridades fonéticas y gráficas de las mismas, lo intrincado de los temas y la complicada terminología utilizada. Obstáculos que se convertían en trampas, que se multiplicaban con cada sucesiva traducción, de forma que no solamente se mantenían los errores previos, sino que podían añadirse otros nuevos. Incluso, había situaciones que enfrentaban al traductor con pasajes indescifrables, lo que resolvía inventándose una explicación ad hoc o simplemente, suprimiendo esos pasajes. En otras ocasiones, sin embargo, era el traductor el que modificaba el texto de manera intencional, persiguiendo un fin concreto. Queda patente, por tanto, cómo en ese gran viaje iniciado muchísimos siglos atrás hasta llegar a su versión latina, romance o hebrea, las obras se modificaron por el camino, con supresiones, añadidos, faltas de comprensión por parte de los traductores, equivocaciones de los copistas, etc. Todo esto contribuyó –a veces, como causa real, a veces, como pretexto– a que muchas de esas traducciones medievales se revisaran e, incluso, se desecharan ya en el Renacimiento, coincidiendo con un momento de rechazo pleno por parte de Europa hacia la herencia musulmana (Gutiérrez Rodilla 1998: 55–58). Algo, que forma parte ya de otra historia.

 

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  1. Sobre las disquisiciones y controversias surgidas desde que Amable Jourdain postulara a mediados del siglo XIX la posible existencia de un «collège de traducteurs» en Toledo y los significados que se le han dado a esa «etiqueta» recomendamos la revisión de Vélez León (2017).