Saviñón 1803

Antonio Saviñón: «El traductor»

Gabriel Legouvé, La muerte de Abel, tragedia en tres actos y en verso, por el ciudadano Le Gouvé. Traducida del francés al castellano, Madrid, Administración del Real Arbitrio de Beneficencia, 1803, 3–9.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 356–357.

 

[3] Las composiciones sublimes de los teatros extranjeros deben trasladarse a todos los idiomas, para que aquellos que no las entienden en sus originales lleguen a conocerlas, sientan sus bellezas, e imitándolas, perpetúen la memoria de sus autores. Entre estas hermosas producciones del talento se cuenta en nuestro días La muerte de Abel, por el ciudadano Le Gouvé, discípulo del célebre poeta Ducis. […]

[4] Superfluo sería que el traductor español analizase ahora cada una de las bellezas, que la constituyen un modelo de poesía […]

[6] Y si esto ha hecho un genio como Le Gouvé con un instrumento que presta tan pocos recursos, cual es la dura y escasa lengua de su patria, ¿qué no hubiera hecho si, en iguales circunstancias, manejase el hermoso, abundantísimo y grandioso idioma de Lope y de Garcilaso? ¿Qué no hubiera hecho si, viéndose libre de la esclavitud de la rima, señorease su fogosa imaginación por el dilatado campo de la libertad poética? Hubiera hecho sin duda lo que haría otra pluma, más feliz que la del presente traductor, si la hubiese puesto en castellano. Entonces sí que [7] esta tragedia llegaría al colmo de una hermosura y de una perfección incomparables.

Desde que vieron los literatos españoles un cuadro tan sublime, conocieron cuán difícil era el que nuestros pinceles le copiasen; y varios ensayos hechos por el traductor le confirmaron en que sería casi imposible, si había de ejecutarse por un talento tan débil como el suyo. Pero al cabo de algunos años, por una de tantas casualidades, estos ensayos cayeron en manos de ciertas personas inteligentes que le exhortaron a continuarlos; y su sumisa condescendencia a la amistad le obligó por fin a emprender con seriedad y a concluir la traducción, que lleno de timidez ofrece a la pública censura.

Para que saliese con menos defectos que los que tiene, y trasladar el vigor y la hermosura de la poesía de estilo, procuró conocer primero las imágenes y sentimientos, cuya fuerza de colorido consistía principalmente en estar expresados en un verso; y sin embargo de ser más corto el metro endecasílabo español que el [8] hexámetro francés, los ha puesto en un solo verso castellano; conservando en algunos hasta la armonía imitativa de los originales. En los demás ha seguido el giro de nuestro dialecto poético.

Aquellos pensamientos que le han parecido o solo indicados, o poco desenvueltos a causa de la índole del idioma o de la poesía francesa, los ha extendido alguna vez; del mismo modo que ha reducido otros, que por demasiado circunstanciados, cree que enervarían el calor y entorpecerían la rapidez de las pasiones agitadas.

Cuando nuestra poesía no ha sido suficiente ni a traducir ni a imitar las bellezas, propias de los idiotismos, ha procurado llenar este vacío inventando otras, si no tan enérgicas, al menos más tolerables que los galicismos que forzosamente resultarían de una traducción literal.

En fin, ha preferido el asonante al verso suelto, porque en una obra, donde todo ha de ser hermoso, debe emplearse el romance endecasílabo, que, a su parecer, es el más bello que conocemos.

[9] Pero después de tanta meditación y de tanto cuidado, ¿habrá hecho una versión digna del original? ¿Habrá hecho una obra que merezca algún lugar en la literatura española? Tan lejos está de tener el arrogante orgullo de creerlo, que se dará por muy satisfecho si al leerla los conocedores, dicen: No la ha traducido; pero tampoco la ha estropeado.