Barjau 1984

Eustaquio Barjau: «La traducción de textos en verso»

Nueva Revista de Enseñanzas Medias 6 (1984), 27–35 (La traducción: arte y técnica, ed. de Antonio Castro, Encarnación García Fernández & Carmen Ramos)

 

[27] Las consecuencias de la maldición babélica

Es conocida la mala fama de la que goza el oficio de traductor. Se explota la semejanza –y el parentesco– que existe entre las palabras traductor y traidor para identificar jocosamente al uno con el otro. Profesores y educadores están recomendando constantemente a sus alumnos el estudio de lenguas extranjeras: de este modo no tendrán que leer en traducciones las obras de la Literatura escritas en lenguas que no son la suya. Los conocedores de idiomas suelen mirar con un cierto desdén a los que leen obras extranjeras en versiones traducidas. Los traductores mismos tienden a lamentarse de lo arduo y penoso de su menester: existe siempre una dolorosa distancia –grande o pequeña, pero esencial– entre la obra original y la mejor de sus posibles versiones a otra lengua. (Gerardo Diego titula Tántalo a una parte de su Segunda antología de sus versos en la que presenta su traducción de poemas de Valéry, Rilke y Carner…). Los traductores, cuando tienen ocasión de escribir un prólogo a sus obras, no olvidan nunca insertar un párrafo sobre su versión; en él suelen dar muchas explicaciones sobre los procedimientos que han seguido para traducir la obra original a otra lengua, acostumbran también a pedir excusas al lector… A todo ello subyace una cierta mala conciencia con respecto al oficio de trujumán…

Los detractores de tal menester insisten en el carácter único, irrepetible, intransplantable de todo texto escrito, en la radical heterogeneidad que existe entre dos lenguas distintas. Con todo, a estos defensores a ultranza de la intraducibilidad de los textos, a los que creen que hay que saber tal o cual lengua para leer tal o cual obra habría que recordarles unos cuantos hechos incontestables: que, desde hace siglos, en el mundo de las letras se traduce, y se traduce [28] mucho –España es uno de–los países de mayor producción editorial traducida–; que una gran parte de la población lectora culta conoce a través de traducciones obras como Guerra y paz, Crimen y castigo,* los cuentos de Hoffmann y los Diálogos de Platón. Tampoco hay que olvidar que, gracias a la traducción, los científicos japoneses se enteran de las investigaciones de sus colegas rusos, por ejemplo, o los políticos de la ONU de las opiniones de sus aliados o adversarios de esta asamblea (cuando, en reuniones internacionales, los hombres de Estado «no se entienden» o «no hablan un mismo idioma», no es precisamente por causa de sus diferencias lingüísticas ni por impericia de los sufridos traductores…); gracias a la traducción nos enteramos también del funcionamiento de un aparato electrodoméstico que acabamos de adquirir o de las precauciones que debemos tomar al ingerir tal o cual medicamento…

 

Traducciones y traducciones. «Forma» y «contenido»

Sin embargo, en relación con los ejemplos que acabamos de citar, hay que decir que no es igual el quebranto –o, por lo menos, la transformación– que sufre al ser traducido un texto como el Fedón, o Las opiniones del gato Murr, que las instrucciones para el manejo de una batidora…

Decíamos que los políticos, o los científicos, por medio de las traducciones, se enteran de lo que dicen sus colegas de otras lenguas y que al leer, traducido, un folleto de instrucciones sabemos cómo hay que manejar tal o cual aparato. Sin embargo nadie pondrá en duda que en la lectura del Fedón o la Odisea –y, más todavía, de Safo o Virgilio– de lo que se trata no es –o, por lo menos, no es fundamentalmente– de enterarse de lo que dicen estas obras sino de ponerse a merced de una unidad textual: el efecto que está destinado a producir una obra literaria es algo muchísimo más complejo y sutil que el que persigue una noticia o un folleto de instrucciones.

Estamos aludiendo a una distinción clásica –y un tanto desacreditada– que puede orientarnos en los primeros pasos de las presentes reflexiones: la diferencia entre lo que un texto dice y el modo como lo dice, el contenido y la forma.

No hay duda, al trasladar un texto de una lengua a otra, lo que el traductor conserva sin gran dificultad es el contenido, lo que el texto dice. (En algunos casos, cuando las obras pertenecen a culturas y mundos muy distantes en el tiempo, y en el espacio, ni siquiera cabe afirmar esto). Las cualidades formales de una obra escrita, al estar íntimamente ligadas a la lengua, sufren mayores cambios en el proceso de traducción.

 

¿Traducir poesía?

Con estas últimas observaciones ya habrá adivinado el lector el terreno al que quiero llevar mi reflexión, la traducción de poesía, o más concretamente la traducción de textos poéticos en verso. En este nivel de comunicación literaria, [29] la distinción entre contenido y forma, qué y cómo deja de ser válida: el texto es un todo unitario en el que no cabe establecer dicotomía alguna porque en él son igualmente relevantes los dos extremos de la famosa distinción –la cual, digamos de paso, debe seguramente su descrédito a esta constatación–: no se trata de un contenido que se expresa de una forma, como hubiera podido expresarse en otra –lo que sí sería válido para una noticia o unas instrucciones prácticas–; en un poema, una modificación formal lo afectaría del mismo modo que una modificación de fondo.

Pues bien, cada lengua toma de sus propios «recursos naturales» los recursos formales para su poesía. En la configuración del repertorio de expedientes métricos, cada lengua cuenta con un arsenal de propiedades formales que le es peculiar y exclusivo: longitud media de sus palabras, frecuencia de tipos acentuales (oxítonas, paroxítonas y proparoxítonas), distribución de sonidos vocálicos y consonánticos en el seno de sus unidades léxicas, etc., etc. No hay duda de que las convenciones métricas de una lengua están íntimamente ligadas a las características naturales de ésta. Todo esto va a plantear graves dificultades a la hora de verter un poema de una lengua a otra.

Mencionemos algunos ejemplos. Empecemos con uno que llama especialmente la atención y que corrobora los negros augurios que puedan hacerse en relación con la posibilidad de traducir de una lengua a otra un texto en verso: es sabido que la métrica clásica griega y latina estaba basada en la cantidad silábica, es decir, en la mayor o menor duración de las unidades fonéticas subléxicas. Esta propiedad no se encuentra ya en las lenguas europeas postclásicas –o, cuando menos, no es relevante ni utilizable a efectos métricos. ¿Cabe deducir de esta constatación que el hexámetro clásico, por ejemplo, no es traducible en modo alguno a lenguas como el alemán, el castellano o el francés? Otro ejemplo, más banal, más cercano a nosotros pero también de importantes consecuencias a la hora de plantearse la pregunta sobre la traducibilidad o intraducibilidad de una obra en verso: es de experiencia cotidiana de traductores y editores que un texto alemán tiene una extensión menor –alrededor de un quince por ciento– que su traducción al castellano. Teniendo en cuenta este hecho, ¿de qué modo va a ser posible traducir una serie de endecasílabos alemanes en otra serie del mismo número de endecasílabos castellanos? ¿Qué deberá hacer el traductor?: ¿renunciar a este tipo de verso?, ¿alargar la serie castellana destruyendo por tanto esta unidad métrica? Volveremos más adelante sobre este tema. La lista de dificultades que plantea la traducción poética podría continuar…

A la vista de todo lo cual vuelven a asaltarnos las dudas sobre la viabilidad de nuestra empresa… ¿Qué hay que hacer?: ¿hay que renunciar a la traducción de textos poéticos?, ¿hay que traducirlos en prosa?; ¿puede llamarse a esto una verdadera traducción?, ¿deberá el lector renunciar a conocer, aunque sólo sea desde lejos, los poemas escritos en lenguas que no conoce?, ¿deberá aprender las lenguas en las que estos poemas están escritos? La contestación afirmativa a esta última pregunta, aun teniendo en cuenta el grado de utopía que encierra, no nos llevaría tampoco demasiado lejos: ¿no cabe decir también que, en algunos casos –por ejemplo, tratándose de las llamadas lenguas muertas, o escritas–, aprender una lengua viene a ser algo muy parecido a aprender a traducir a la propia los textos con los que nos vamos a enfrentar? ¿Podemos decir que, ante un texto escrito de Teócrito o de Virgilio, un helenista o un latinista se encuentran en la misma situación en la que se [30] encontraba un lector culto contemporáneo de estos poetas? La propia lengua, ¿no actúa constantemente como filtro y falsilla que nos impide el contacto directo con el mensaje original? ¿Quién en nuestros días es capaz de percibir con una cierta exactitud el efecto cómico de los epigramas de Marcial, por ejemplo?, ¿o la fuerza intimidadora de algunos de los discursos de Cicerón? (No olvidemos que ya nos resulta difícil empatizar con la comicidad de los periódicos humorísticos que leían nuestros abuelos…). ¿Puede la erudición, el conocimiento objetivado de las convenciones y los gustos de una época situarnos vitalmente en el gozoso momento de la lectura inmediata?; los conocimientos del erudito, ¿no son precisamente una barrera que nos aparta de la verdadera lectura? De igual modo como el análisis de un chiste le quita inmediatamente su vis comica, para abrir este túnel del tiempo que pretende abrir el conocimiento de las lenguas clásicas, deberíamos poder colocarnos en la posesión inconsciente de aquellas condiciones que el erudito conoce de un modo objetivo.

Todo lo cual, naturalmente, no hace más que añadir hierro a la cuestión… Sin embargo, al igual como decíamos al empezar estas reflexiones refiriéndonos a traducciones de obras en prosa, debemos decir ahora también que –por fortuna…– existen traducciones de obras en verso; de algún modo u otro lector tiene acceso a poemas de lenguas y mundos culturales que no son los suyos (otra cosa es el mayor o menor grado de deformación que estas obras hayan podido experimentar al ser trasladadas a otro mundo y a otra lengua…).

Si nos atenemos al famoso dictum escolástico, tenemos que decir que de este hecho cabe deducir la posibilidad… siempre que podamos decir que lo que poseemos son traducciones y no falseamientos del texto original. Es frecuente oír decir que no es posible traducir un poema, que los que lo pretenden, o bien destruyen la obra original o bien componen otra con ocasión de la primera…

Pues bien, por un momento, de un modo provisional, vamos a suponer que es posible traducir poesía y vamos a preguntarnos de qué modo es posible.

 

¿Cómo se traduce un poema?

De nuevo vamos a ayudamos con la conocida dicotomía contenido-forma. Se trata de reproducir en otra lengua un contenido y una forma. ¿De qué modo?

Este proceso puede tener dos momentos distintos y sucesivos (muchos traductores de poesía confiesan proceder así): en el primero se traduce en posa el contenido de un poema, lo que éste dice; esta operación comporta inevitablemente la destrucción de la obra en su dimensión formal; en un momento posterior, por tanto, hay que reconstruir esta forma.

Pero esto último no es tan fácil como lo primero…; el escéptico volverá a cuestionarse la posibilidad de esta empresa. En este punto tal vez haya que renunciar al concepto de reproducción y haya que sustituirlo por el de imitación; traducir un poema sería entonces reproducir un contenido e imitar una [31] forma, o, como dijo Valéry, producir con medios diferentes efectos análogos. Ahora bien, ¿en qué consiste esta imitación?, ¿por qué leyes está regida? No resulta nada fácil contestar a esta pregunta. Examinemos algunos casos concretos y veamos en qué atolladeros y ante qué encrucijadas se puede encontrar el traductor de poesía. […]

 

[34] ¿Tiene un poema una única traducción?

El desideratum de la traducción de un texto en prosa es que sea la única posible. A la sentencia –frecuente en labios de dómines sesudos…– que afirma que no hay traducciones literales y traducciones libres sino sólo traducciones buenas y traducciones malas –todo lo más, buenas, medianas y malas…– subyace este ideal. En efecto, las reglas por las que debe regirse la traducción de un texto en prosa son tan claras y precisas y dejan tan poco margen al arbitrio personal que, sin grave exageración, podemos decir que, dentro del mismo ámbito lingüístico –espacial y temporal–, el margen de diferencia entre varias traducciones fiables de un mismo texto en prosa es relativamente pequeño.

No ocurre lo mismo tratándose de la traducción métrica de un texto en verso. El modo como un texto poético puede ser vertido a otra lengua es algo que no depende únicamente de la mayor o menor habilidad del traductor sino también de sus preferencias personales, de sus gustos, de su talante como escritor. ¿Quién puede garantizarnos que en esta difícil labor de imitar una forma literaria con distintos medios varios hipotéticos traductores de la misma habilidad vayan a echar mano de los mismos recursos? Puede darse incluso el caso que un mismo traductor reelabore completamente una traducción poética propia porque sus criterios estéticos y sus gustos han cambiado.**

Es más, se puede dar el caso de que lo que decida sobre las distintas traducciones de un texto poético sean determinados criterios editoriales correspondientes a distintas expectativas de los lectores. Carles Riba tradujo en prosa y en verso la totalidad de las tragedias de Sófocles y de Esquilo que han quedado. En la primera versión se ciñó a los estatutos de la «Fundació Bernat Metge», que era la entidad de la que había recibido el encargo y que luego publicaría estas versiones. Esta institución exigía traducciones eruditas, de especialista, máximamente fieles al contenido del texto original y con notable aparato crítico. En las traducciones métricas el gran poeta y helenista catalán intentó que, de algún modo, estas obras recobraran la vigencia, que algún día tuvieron como obras de arte.

A la vista de las reflexiones que preceden, si no les damos la razón a los que piensan que no es posible traducir poesía, que al verter un poema a otra lengua, o bien lo destruimos o bien creamos otro, por lo menos sí debemos reconocer que traducir poesía es algo cualitativamente distinto a traducir prosa. De lo cual tal vez no sea absolutamente necesario sacar consecuencias negativas…

 

¿Traducción?, ¿«transpoetización»?, ¿transmigración?

La lengua alemana tiene un término especial para designar la actividad de traducir en verso un poema, umdichten. Advirtamos que el hecho de poseer un término específico para esta actividad y de distinguirla de la traducción en [35] prosa –o de la traducción no métrica de textos en verso–, übersetzen, supone ya el reconocimiento de esta diferencia cualitativa de la que acabamos de hablar. Teniendo en cuenta que dichten es escribir poesía, cabría traducir umdichten por transpoetizar (pensemos en umsteigen, trasbordar, umziehen, cambiar de residencia, trasladarse…). El prefijo separable um designa la transformación que experimenta un poema al ser vertido métricamente a otra lengua.

No hay duda, al ser traducido, un poema experimenta una notable transformación. Verter un poema a otra lengua vendría a ser algo así como interpretar una obra musical del pasado, es decir, hacerla sonar en otro instrumento, pasarla por el prisma personal de un intérprete. Traducir, como interpretar una pieza musical, es propiciar la transmigración de una realidad artística en otras épocas y en otras almas. Puede ser que el Bach que nos conmueve hoy sea distinto del que conmovió a los contemporáneos del cantor de Santo Tomás, pero aquél no existiría sin éste. La obra de arte está ahí, gozosamente polivalente en todo su potencial significativo, dispuesta a viajar por el tiempo, a penetrar en las épocas y en los distintos ámbitos culturales y lingüísticos. Es posible que los hexámetros y los dísticos que leyeran los lectores, cultos de la Antigüedad fueran muy distintos de los que leemos hoy en Klopstock, Hölderlin o Goethe, pero ahí está este nuevo metro creado a imitación –o con ocasión, dirán algunos– del metro clásico y ahí están los hermosos poemas que estos autores escribieron en él. En relación con los cambios que experimentan las pinturas a lo largo del tiempo, adquiriendo coloraciones y matices que su autor no habría sospechado, se dice a veces que «el tiempo también pinta»… De la gran obra de arte del pasado se puede decir lo que una casa editorial puso como lema de su diccionario enciclopédico: je sème a tout vent.

Cabría preguntarse además si, a partir de determinada distancia temporal, la auténtica recuperación del pasado es posible. No vamos a abordar este tema… Tan loable es la actitud arqueológica que pretende abrir un túnel en el tiempo y llevarnos por él hasta la presencia viva de la obra de arte del pasado como la que abre generosamente un espacio para que ésta transmigre a lo largo del tiempo en las almas.

Todo poema, traducido, aparece bajo otra luz y en otro clima espiritual…, pero tal vez esto sea algo positivo, tal vez sea posible decir lo que, con motivo de la versión francesa de su opúsculo Was ist Metaphysik? dice Martin Heidegger en relación con las versiones de obras filosóficas a otras lenguas, que «cada paso que se dé en este camino es una bendición para los pueblos».***

 

* Invocando al viejo Saussure, el escéptico nos dirá, con razón, que la misma traducción de estos títulos supone ya una grave desviación del original: la ausencia de artículo tiene un valor muy distinto en castellano que en ruso; en aquella lengua es una opción dentro de un paradigma de tres miembros –el artículo definido, el artículo indefinido y el artículo Æ–; en ruso, al carecer esta lengua de artículo, no es resultado de opción alguna.

** En este contexto resulta especialmente recomendable la lectura del prólogo que Carles Riba escribió con motivo de su segunda traducción en hexámetros acentuales de la Odisea; en estas páginas, un documento que debería figurar en una antología de textos sobre teoría de la traducción, el autor explica los motivos que le movieron a rehacer por completo una versión de su juventud y los nuevos criterios que han presidido su segundo intento.

*** Cfr. Qu’est-ce que la Métaphysique? (trad. Henry Corbin), Paris, Gallimard, treizième édition 1951, p. 8.