Enrique Gómez Carrillo: «El dilema de la traducción»
ABC (29 de setiembre de 1927), 3.
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 45–47 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Pues, señor, ahora resulta que el famoso problema de las traducciones literarias de que todos hemos hablado no existe. Nos lo asegura André Levinson, gran especialista en la materia. Y nos lo confirma Paul Claudel, gran pontífice en toda clase de asuntos literarios… Lo único que existe es un dilema: ser o no ser… Y, desde luego, tenemos que convenir en que los que más de cerca han estudiado en estos últimos tiempos las lecciones de la experiencia, se muestran, hasta cierto punto, partidarios de la solución pesimista. El buen traductor, el traductor fidedigno, no literal, sino espiritualmente, el traductor perfecto, en suma, no en todas partes existe. Hay, según nos lo aseguran los que conocen la poesía del Norte, dos versiones que pasan por impecables en el mundo entero y que los catedráticos de Berlín, de Moscú, De Copenhague, de Riga, del Haya, de Amberes, de Estrasburgo, citan siempre como dechados del género. La primera es la que el poeta ruso Gumileff hizo de los Esmaltes y camafeos de Teófilo Gautier. La segunda, son las obras escogidas de Paul Valery, puestas en alemán por el delicioso y doloroso Rilke. Comparado con estas maravillas, el mismísimo Cuervo, de Pérez Bonalde, que es lo más fiel y lo más bello que poseemos en castellano, resulta una impura aproximación. Y nada digo del Longo, de D. Juan Valera; ni del Shakespeare, de Marcelino
Menéndez Pelayo. Nada tampoco del Baudelaire, de Eduardo Marquina; ni del Verlaine, de Manolo Machado. Pero para consolar a los que no saben, ni el moscovita ni el tudesco, me apresuro a agregar que, después de analizar los trabajos de Rilke y de Gumileff, uno de los críticos más serios y más sabios de nuestro siglo, da el consejo, a los que desean conocer bien a Gautier y a Valery, de aprender el francés. Y es que, en realidad, si se quieren considerar las cosas de una manera absoluta, no cabe duda de que la tarea del traductor es poco menos que imposible.
– Por lo menos paradójica– murmura Paul Claudel.
Y sin elevar nunca la voz, agrega:
– Una terrible paradoja, sí. No tenéis más que meditar un segundo para comprenderlo. El acto sólo de que un escritor quiera obligar a su lengua maternal a ajustarse a sus pensamientos, a sus sensaciones, a sus visiones, y a expresarlas de una manera íntegra, sin sacrificar nada del matiz de sus ensueños, del vigor de sus ideas, de la nitidez de sus espectáculos interiores, constituye una ambición que debemos considerar como algo fantástica. Ahora bien, si eso es así, ¿qué podemos esperar del que no busca en su idioma un molde para sus propias imágenes, sino para las imágenes que otro hombre ha expresado ya en otro idioma, con otro ritmo, con otras peculiaridades, con otros reflejos de espíritu?
A estas palabras, por demás severas, lo único que se puede oponer es una teoría que en más de una ocasión he tenido oportunidad de exponer en mis artículos sobre este tema, y que, a decir verdad, no ha parecido nunca convencer a nadie. Me refiero a la teoría de las traducciones inspiradas. El traductor perfecto, según mi humilde criterio, no es, ni ha sido, ni puede ser el que, sintiéndose dueño de su lengua y conociendo a fondo un idioma extranjero, sólo considera su trabajo desde el punto de vista de la estilografía y de la fidelidad. No. Versiones conocemos todos muy exactas, muy puras, muy elegantes, y que, sin embargo, para nada nos dan una idea del original. Una de ellas es la del soneto de los Conquistadores, de Heredia, hecho por el poeta colombiano Sr. Caro. ¿Qué falta aquí?, nos preguntamos todos después de leerlo. Retóricamente, gramaticalmente, nada falta en los 14 versos españoles para ser iguales a los 14 versos franceses. No obstante, el soplo, el ardor, el regocijo visionario no están allí. Y es que el traductor ha trabajado con su cerebro, con su sabiduría, pero no con su alma. Y las versiones poéticas sólo con el alma se hacen. El mecanismo es el de todas las labores subconscientes que existen dentro del terreno del arte. Se lee un poema extranjero. Se admira. Se saborea. Y, poco apoco, aún sin voluntad de llevar a cabo semejante trabajo, se digiere, se asimila, se convierte en substancia propia la materia ajena. Y un día, un día entre los días, la versión comienza a cantar en la cabeza. Entonces, es decir, cuando la parte íntima, la parte psicológica, la parte misteriosa, está realizada, es el momento de comenzar a pensar en las exigencias del estilo y del lenguaje. Pero entonces la verdadera obra está ya hecha.
Claro que semejante método no sirve ni para traducir a Plutarco, ni para traducir a Shakespeare, ni para traducir a Balzac. No es lo que se llama un sistema de largo aliento. No es más que un sistema adaptable a los poetas. Mas, como todo es relativo en este mundo, también los que se consagran a labores enormes, como la de San Jerónimo, pueden, si viven obsesionados por la obra que realizan, poner algo más que sabiduría e inteligencia en sus traducciones. En una traducción tan larga cual la de Poe, Baudelaire supo poner mucho de su alma.
No es en este terreno, sin embargo, en donde André Levinson quiere buscar los elementos necesarios para resolver el dilema de que nos habla. El mismo, comentando a Paul Claudel, dice: «Hay que limitar las observaciones técnicas a las obras del género narrativo, que, despojadas de toda magia de instrumentación verbal, se prestan siempre a una traducción objetiva». Y bien sabéis lo que objetivo quiere decir en literatura. Lo frío, lo que carece de carácter, lo que no le pide a la vida interior ninguno de sus misterios, lo que es impersonal, eso es lo objetivo.
Por eso, lo que en el fondo quieren decir los que en estos momentos se ocupan del asunto de las versiones, es que, para ejercer su oficio honradamente, el traductor profesional, el que surte a los editores de novedades cosmopolitas, el que lo mismo nos ofrece tres tomos de Jack London que cinco volúmenes de Pirandello, el que, en una palabra, se consagra en cuerpo, pero no en el alma, a poner en su lengua las novelas de los autores extranjeros famosos o populares, tiene la obligación de conocer muy bien, no sólo el idioma en el cual escribe, sino también del cual traduce. Y claro que la cosa tiene que parecernos importante. Después de lo que se nos ha dicho de ciertas versiones recentísimas, sobre todo. Pero verdaderamente, así considerado, el dilema se reduce a términos muy estrechos. ¿O ser o no ser? Muy bien. Pero ¿ser qué? Yo hubiera dicho: un hombre capaz de darnos la sensación de una literatura exótica sin sacarnos de nuestra habla. Sólo que esto parece demasiado a los Levinson, a los Bremont, a los Claudel. Y así lo que ellos dicen es: «ser un correcto, un fiel y, si se puede, hasta un elegante trasladador de frases extranjeras». Eso es todo. Y eso, en mi conciencia, es poca cosa.