Menéndez Pelayo 1879

Marcelino Menéndez Pelayo: «A los que leerán»

Obras completas de Marco Tulio Cicerón, Madrid, Imprenta Central a cargo de V. Saiz, 1879, I, V–XXVII («Biblioteca Clásica», XIV)

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 286–288.

 

Sale a pública luz en España, por vez primera, una traducción completa de las obras de Marco Tulio Cicerón, príncipe de la elocuencia latina. Con ser popularísimo el nombre del autor tanto o más que el de cualquier otro clásico antiguo, mucha parte de sus obras, y de las mejores, estaban aún intactas y vírgenes entre nosotros. […] [viii] A pesar de mi poca afición a una parte de las obras del orador romano, el entusiasmo que por las demás siento y el deseo de que se conozcan todas en nuestra lengua, me ha hecho emprender, como por vía de recreación, el trabajo nada liviano de que hoy presento al público las primicias. El buen gusto del editor (rara avis entre los nuestros) me ha decidido a que la traducción sea completa.

Y cierto que parece manera de sacrilegio el mutilar las obras de Cicerón. Aun a las más endebles salva y escuda el interés histórico y el nombre del autor. Cúmplese aquí aquel axioma de derecho marítimo: «El pabellón cubre la mercancía». Hasta los tanteos juveniles y los ensayos menos felices, cuando son de hombres como el egregio Arpinate, dicen y enseñan más que las producciones perfectas de autores medianos. Hasta en el más leve rasguño dejan los grandes artistas alguna señal de su genio. ¿Y no es espectáculo interesantísimo el contemplar cómo un entendimiento se va desarrollando hasta lograr su cabal madurez, y por qué caminos llega a ella?

[IX] Y digo todo esto porque a no pocos lectores, prevenidos con el estruendo y ruido que el nombre de Cicerón trae consigo, han de parecerles indigestos y de poca sustancia los tratados que en este primer tomo figuran. También yo los hubiera suprimido de buen grado si se tratase de hacer una edición escogida. Pero no es este el caso, y el que desee conocer a Cicerón debe tomar las dulces juntamente con las amargas. Tiene el ingenio, como el cuerpo, sus períodos de infancia, juventud y virilidad: no madura la fruta en un momento, ni se llega de un salto a la perfección que cabe en lo humano. Ni el atleta ni el vencedor en el estadio o en la cuadriga obtienen la corona ni llegan a la ansiada meta sino después de mucha labor y ejercicio; y ya nos advierte Horacio que el citharedo de los juegos Píticos debe sudar y trabajar mucho cuando niño. Ni encierran menos provechosa lección los primeros pasos que los adelantos últimos. […]

[XX] Cierra este volumen el proemio que Marco Tulio puso a su traducción (desdichadamente perdida como otros trabajos suyos de que sólo queda el recuerdo) de las dos contrapuestas oraciones de la Corona de Demóstenes y Esquines. Digna empresa era, en verdad, para el orador romano, interpretar las dos obras maestras de la oratoria griega. En el prefacio trata principalmente del estilo ático: de la vanidad y error de los que juzgaban llegar al aticismo, sólo con ser fríos y correctos, sin vigor ni sangre; y acaba con algunas observaciones sobre los deberes del traductor que, a su juicio, no debe contar las palabras, sino pensarlas.

[XXI] ¡Ojalá hubiese conseguido yo alguna de estas cualidades en la traducción que ahora publico! Pero con harto dolor mío he de confesar que ninguno de mis trabajos me ha dejado tan descontento como éste; que he traducido este primer tomo sin interés ni afición alguna, y que la pesadez de la materia ha influido no poco en mi estilo, haciéndole inculto, pesado y mazorral mucho más que de ordinario. Y lo peor es que se me han de achacar otros defectos de que tengo bien poca culpa. Deslumbrado el lector por el nombre de Cicerón, pondrá en cabeza mía todos los tropiezos, oscuridades, repeticiones y desaliños que encuentre, sin reparar que casi todos, y muchos más que he templado como he podido, son del autor original, y que no puede traducirse de otra manera, so pena de alterar, desfigurar o compendiar el texto. No hay suplicio mayor que el de traducir un libro mediano de la Antigüedad sobre materias didácticas. Enojo para el traductor, enojo para el lector, y nadie aprecia el trabajo. ¿Cómo persuadir al vulgo de que Cicerón no dijo en cualquiera de sus obras más que preciosidades y maravillas?

Quizá el estudio excesivo de la fidelidad y la adhesión a la letra latina quitan a esta traducción gracia y energía; pero nadie tiene derecho para desfigurar ni vestir a la moderna al autor a [XXII] quien traduce. Una de las cosas de que más me remuerde la conciencia es el haber usado, aunque subrayándolos por lo común, algunos términos técnicos de retórica que no tienen equivalencia castiza en nuestra lengua. Traduzco, v. gr., el infirmatio por debilitación y no por refutación ni menos por debilidad, cosas una y otra muy distintas, y uso las voces definitiva (en el sentido de causa de definición), traslativa, remoción del crimen, evento, asunción, negocial, y algunas otras palabras raras, sobre todo en los nombres de figuras. Algunas de estas cosas hubieran podido expresarse por rodeos más o menos largos; pero he preferido acercarme en lo posible a la nomenclatura de Cicerón.

No menos me disgustan las repeticiones continuas de que esta traducción está llena: repeticiones, de ideas, lo mismo que de palabras. ¿Y querrá creer el lector que todavía he quitado otras tantas? Los vocablos causa, género, exornación y otros semejantes, ocurrían dos, tres y cuatro veces en casi todas las páginas. No hay duda que los antiguos daban muy poca importancia a ciertos defectos de estilo que hoy nos ofenden y chocan sobre manera.

Otra de las dificultades, y está claro que no podía vencerla el traductor, es la vaguedad y falta de precisión didáctica con que Cicerón se expresa, resultado en parte de las malas condiciones de la [XXIII] lengua latina para la enseñanza. Hallará el lector definiciones en que entra el definido o en que nada se define, razones y argumentos que ni lo son ni lo parecen.

Fuera de esto, confesaré que hay no leves defectos míos, y prometo corregirlos en una segunda edición, así por lo que hace al estilo, como en las distracciones e infidelidades al texto que yo haya podido cometer. ¿Quién puede lisonjearse de haberlas superado todas, y más en un texto que no le es simpático? Pero como he observado que muchos juzgan y censuran las traducciones sin haber hecho ninguna, ni conocer siquiera las lenguas clásicas, no dejaré la pluma sin advertir que una versión, como fiel espejo que ha de ser del original, debe reproducir todas sus desigualdades, incongruencias y asperezas, so pena de degenerar en imitación o paráfrasis. Para demostrar que una traducción es mala, lo racional es hacer otra mejor, o intentarla siquiera: sólo así se palpan las dificultades.

Donde he puesto mayor esmero ha sido en las introducciones, en los ejemplos y en ciertos episodios y digresiones con que a veces ameniza Cicerón los preceptos. Aquí se prestaba el texto a alguna mayor elegancia: no sé si la habré conseguido.