Mariano José Sicilia: «Prólogo del traductor»
F.–R. de Chateaubriand, Los Natches. Novela americana por el señor vizconde de Chateaubriand refundida en castellano al gusto de la literatura española, París, Librería Americana, 1830, I, I-XII.
Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 85–88.
Esta obra que ofrezco al público con alguna esperanza de agradarle no es en su original sino un magnífico borrón con que el sublime autor de Los mártires ensayó por primera vez su fecundísimo ingenio en los días de su mocedad. Yo me comprometí a traducirla tan luego como empezaron a anunciar los diarios que iba a ver la luz pública, y por cierto me llegué a consentir en pasar un año de placeres y encanto, ocupado en este trabajo. Para pensarlo así me bastaba saber que las dos bellísimas producciones de Atala y de René eran solo dos episodios de la obra grande de Los Natchez. Pero ¡cuánta fue mi perplejidad y mi angustia para resolverme a cumplir mi palabra cuando los hube leído! Me encontré en esta obra una cosa como un palacio a medio labrar, una riqueza inmensa de mármoles y de jaspes amontonados, soberbias [II] galerías sin cubrir, primorosas fachadas sin acabar, pedestales, columnas y relieves maravillosos entremedias de máquinas y de escombros todavía no apartados; a lo lejos una fábrica soberana, pero de cerca, desordenada, confusa, informe, reclamando la mano del arquitecto que la había concebido y tenía el poder de perfeccionarla. Yo comencé a ensayar mis pinceles para copiar como se encontraba este precoz monumento del genio de un grande hombre, pero pronto tuve que abandonar mi propósito. Todos los resultados eran triviales, mezquinos, áridos, sin color, y desaparecían las bellezas al lado de los defectos que el prestigio de la frase francesa cubría algún tanto, pero frase y manera de estilo inacomodable en la lengua española. ¿Qué hice yo en este apuro? Estudiar bien mi autor, adivinar sus ideas, ponerme a un mismo nivel de calor con su espíritu, componer yo también, y resolverme a un trabajo que él rehusó acometer.
Quizá me tachará alguno de presunción; yo no presumo nada, pero he emprendido esta obra ambicioso de levantar un trofeo a la lengua y a la literatura española. Si he logrado dar cima a este buen propósito, cualquiera [III] perdonará mi pensamiento orgulloso; si me hubiere engañado, la nobleza de mi intención me atraerá también la indulgencia.
Los que tengan curiosidad de saber el trabajo en que me he anegado tres años justos sin hacer otra cosa, si poseen el francés, deberán comparar las dos obras. Una mitad por lo menos de esta larga novela o poema, como se quisiere llamar, que presento en lengua española, es trabajo mío propio, y sin embargo está entera toda la fábula de M. de Chateaubriand. Ni una sola de sus innumerables bellezas se ha quedado sin ser vertida y apropiada en mi lengua; pero he apartado toda la escoria, todos los trozos inútiles de fajina y cascote, todos los oropeles y relumbrones, toda la pedrería contrahecha, todas las frases insulsas, todos los desentonos románticos, y en cambio de esto he substituido otros cuadros, otras imágenes, otra suerte de descripciones, episodios, dramas, arengas, y de toda especie de adornos al gusto clásico, procurando enrasar la obra y que parezca toda de una igual corrección, de una mano tan solo, y asemejada siempre a lo bueno de M. de Chateaubriand. Tal ha sido el cuidado que he puesto en esto, que si el trabajo que [iv] he hecho llegare a merecer un poco de gloria, yo podré tal vez alcanzar la de un traductor esmerado, pero lo demás será atribuido al honorable vizconde; y a la verdad con razón, porque sus ideas son fecundas, y las mías han nacido de ellas.
Este ilustre escritor no deberá ofenderse, creo yo, de la licencia que me he tomado de mejorarlo en mi lengua. Su obra fue un embrión donde soltó de primera vez sus ideas dejando correr la pluma sin trabas, como sucede siempre en el primer borrador. La revolución le impidió que volviera a ocuparse de ella, y al cabo de treinta años le dio una vuelta por cima para ofrecerla al público, presentándola solamente como una muestra de sus primeros ensayos en la edad juvenil. […]
[VII] La corrección a que me he atrevido era precisa so pena de no ofrecer sino un libro indigesto, que traducido literalmente, y desapareciendo la magia de las formas francesas, no hubiera habido, estoy cierto, quien hubiese tenido paciencia para acabar de leerle. Y en mi conciencia, puesto ya en este paso, hubiera yo querido hacer más, y cambiar mucha parte de la fábula, y uniformar el género de la obra, elevándola toda a la altura de la epopeya, o reduciéndola enteramente al estilo de una simple novela. Aun en el primer caso, decidido por la epopeya, hubiera yo excusado en las tramoyas maravillosas la intervención que el noble vizconde le da a Satanás, personaje que yo no amo, que con el nombre de Diablo es ridículo, y con los nombres de Satanás, de Beelzebuth y de demonio ocasiona una grima que no es poética. A mí me habrían bastado los rasgos llenos de novedad que presentan las mitologías americanas [viii], con las cuales, con algunas alegorías, y con la parte maravillosa que ofrecen los fenómenos naturales, estoy seguro que habría sobrado para cumplir este ramo obligado de los prestigios que se exige en lo épico. Pero si lo hubiera hecho así, no serían ya Los Natchez de M. de Chateaubriand los que habría presentado, y fiel a mi palabra, he sacrificado en esto mi gusto y mis reglas, si bien en el modo de presentar estas máquinas y estos lienzos que había elegido el autor, he tomado otros rumbos, que mis lectores podrán juzgar. […]
[X] En esta segunda parte, donde en efecto desaparecen los diablos, es donde he trabajado con mayor gusto, donde he hecho más variaciones (aunque sin tocar la esencia de la fábula que es la misma de nuestro autor hasta el fin) y donde he procurado dar muestras de la facilidad de hacer una epopeya sin emplear otra suerte de maravillas que las que ofrece el cielo y la tierra a los ojos, y las que dan de sí las pasiones, las invenciones y los errores del hombre. He hecho más, y yo espero que lo agradezca mucho el lector. M. de Chateaubriand ha dejado correr el volumen segundo sin divisiones, todo de una sola tirada, donde el que lee desfallece, sin hallar en donde pararse y tomar reposo. Yo he ordenado su división en catorce libros, y he procurado trazar en ellos los casos y los sucesos, de modo que cada libro parezca a manera del acto de un drama, y que deje respirar al lector, y le ofrezca tiempo para sentarse a desvariar, y alegrarse [XI] y dolerse, y temer y esperar mientras llega la gran catástrofe.
Hechas estas reformas que llevo dichas, he cuidado eminentemente el estilo, y he tratado con una especie de religión mi querida lengua natal. Ningún esfuerzo he omitido para observar su pureza, su propiedad y la majestad de su frase. Mis lectores encontrarán tal cual vez arcaísmos, pero arcaísmos precisos, que solo los he usado en uno de estos dos casos: primero, si la voz vieja o anticuada suscitaba una idea más exacta o más viva de lo que tenía que expresar; segundo si el encanto y la gala de la armonía parecía requerirla. A más de estas dos razones, mis lectores verán que es una prosa poética en la que están escritos Los Natchez, y yo no he usado ninguna voz que no se encuentre admitida entre nuestros poetas o prosadores más estimados.
Por lo tocante a mi prosa yo no sé todavía si estaré en error. Me hallo solo en los campos y no he tenido a quien consultar. Todo mi estudio ha sido trazarla llena, fluida, rodada, armoniosa, y lo más imitativa posible de las ideas y la marcha de ellas. Aseguro que me hubiera sido más fácil escribir [XII] en verso esta obra; tanto es el cuidado que he puesto en el material artificio de la dicción, procurando no menos el evitar lo afectado y lo raro. Yo he querido también hacer un ensayo de mis principios prosódicos,* los he aplicado, y he creído encontrarlos fieles. Sin embargo, yo no puedo juzgar todavía de esta parte de mi trabajo de un modo cierto, porque aún me dura el calor de la obra. ¡Ojalá no saliera a luz sin que volviese yo a verla pasado un año! Pero mi editor, que la tiene anunciada hace ya mucho tiempo, no aguarda más. Yo sabré aprovechar la censura del público si se hiciere más adelante otra nueva edición: pocas cosas respeto tanto en la tierra como el juicio de mis lectores.
* Estos principios se podrán ver en mis Lecciones elementales de ortología y prosodia, publicadas también por M. de Wincop, 4 vol. en 12.º, que se hallarán de venta en su Librería Americana.