Vicente García de la Huerta: «Advertencia del traductor»
Voltaire, La Fe triunfante del Amor y Cetro, o Xayra. Tragedia en que se ofrece a los aficionados la justa idea de una traducción poética. Por Don Vicente García de la Huerta, entre los Fuertes de Roma Antioro, entre los Arcades Aletophilo Deliade, Madrid, Oficina de Pantaleón Aznar, 1784, 3–15.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 186–188.
[3] La aceptación que logró esta tragedia en sus primeras representaciones en el Teatro de París, el aplauso que la ha seguido desde entonces en todos los demás y el mérito que pueda tener, la han hecho mirar como una obra perfecta en su especie por los apasionados de la dramática francesa.
Esta idea ha movido a muchos a traducirla a sus idiomas; pero dudo que en ninguno haya tantas traducciones de ella como en castellano. Algunos traductores han desempeñado su empresa con aplauso, pero ninguno con tanta felicidad, a mi parecer, como una dama de muy singulares talentos, que hizo una de las primeras traducciones que aparecieron en España. No han sido de igual mérito otras muchas que han ido saliendo posteriormente, en que se ve infelizmente desfigurado el original, sin haber adquirido gracia alguna por esta libre maniobra.
Otros, por el contrario, ciñéndose al texto baja y siervamente, no solo le han [4] degradado de su dignidad, como debe suceder en toda traducción literal, sino que, despojándole del auxilio de la rima, más necesaria a la poesía francesa que a otra alguna para disimular su frialdad céltica, han agregado a sus traducciones la insipidez del verso suelto, de que solo pueden gustar los que no saben hacer otros o los que se deleitan con dramas en prosa.
El defecto más frecuente en las traducciones de piezas poéticas consiste en querer aquellos que las hacen conservar con una religiosidad pueril e impertinente la letra del original, con cuyo trabajo, por más ímprobo que sea, no se logrará de ordinario otra cosa que enervar la fuerza del autor, a causa de la notable diferencia que tienen entre sí las lenguas, no solo en cuanto a su índole y frases, sino también en cuanto a las ideas, conceptos y expresiones que les son peculiares. […]
[5] El vicio de estos serviles traductores es el que reprende Cervantes en boca del cura en el escrutinio de los libros de D. Quijote con alusión a la traducción del Orlando del insigne poeta Ludovico Ariosto, hecha por el capitán D. Jerónimo Ximénez de Urrea, aragonés, de quien dice que «le quitó mucho de su natural valor y lo mismo harán todos aquellos que los libros de versos quisieren verter en otra lengua: que, por mucho cuidado que [6] pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento».
El traductor debe tratar el original cuya traducción emprende con toda la cortesanía que está obligado a observar aquel que lleva voluntariamente un huésped a su casa. Sería una enorme villanía, en lugar de regalarle, según exige la urbanidad, el despojarle de sus vestidos propios. Esto es, puntualmente, lo que hacen los malos y literales traductores de obras poéticas; y así como al que hospeda en su casa a otro es indispensable el obsequio y regalo de su huésped, por la misma razón nunca se debe tener a mal que el traductor realce los pensamientos del original; en lo que no hace otra cosa que lo que inspiran la buena crianza y la razón. De la observancia de este canon resulta, a mi parecer, el mayor mérito de la traducción del Aminta de Torquato Tasso, hecha por D. Juan de Jáuregui, que se califica por la mejor que tenemos en nuestro idioma. […]
[10] Entre las muchas [traducciones] que se han hecho de esta tragedia, dos solamente se han dado a la estampa. D. Juan Francisco del Postigo, vecino de Cádiz, publicó la primera, impresa en aquella ciudad en casa de D. Manuel Espinosa de los Monteros en el año de 1765. Está en versos pareados, cuya dura ley hace muchas veces decir a los no muy diestros lo que no quieren, y esto sucede no pocas a este traductor. La segunda, que, según pienso, es la que representaba la compañía que seguía los Sitios, se imprimió en Barcelona, sin expresar el nombre del traductor, no hace muchos años, y se reimprimió en la misma ciudad en el de 1782 por Carlos Gibert y Tutó. Esta es la que me ha servido de original, pues por su puntualidad demasiada puede reputarse por equivalente. He conservado en mi paráfrasis algunos versos de ella, por no ser de mi intento ridiculizar estas obras, sino dar una idea justa del modo [11] con que las deben emprender los aficionados a la traducción de piezas poéticas.