Pedro Rodríguez de Campomanes: «Introducción»
P. Rodríguez de Campomanes, Apéndice a la educación popular. Parte tercera, Madrid, Imprenta de D. Antonio de Sancha, 1776, 1–16.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 163–164.
[5] Los autores del Diccionario enciclopédico han trabajado sobre este mismo asunto y han publicado una colección considerable de láminas, relativas, entre otros objetos importantes, a las artes. Es lástima que en aquella obra se hayan mezclado asuntos que justamente impiden su curso libre en España.
Harían un gran bien a la nación [6] los que, omitiendo de todo punto los artículos reparados, tradujesen la obra en español, para volver familiares en orden alfabético estos y otros conocimientos importantes al bien público, como lo he insinuado en otros lugares.
Los libros de las artes y la Enciclopedia son costosos, ni es accesible a los artesanos comprarlos y hacer un gasto considerable, formando una librería superflua.
A cada uno le basta tener el libro de su oficio: estudiarle y entenderle con perfección, ayudado del dibujo y socorrido de la explicación y demostración de viva voz del más sobresaliente artista, como profesor o maestro.
Esta explicación necesariamente se ha de hacer en nuestro idioma. Así no son de utilidad inmediata los tratados de las artes y oficios, mientras no se traducen en lengua española.
[7] Los sabios no son artistas y los artesanos no los entienden en una lengua extraña, ni saben cómo se han de poner en estado de comprenderles profundamente.
La traducción, en lo que mira a la propiedad del oficio, debe consultarse con los peritos en él, a fin de que suministren las voces propias del arte, que comúnmente ignoran los literatos.
El orden del discurso es cosa perteneciente a la gente de letras, quienes podrán añadir con oportunidad todas las especies particulares relativas a España, en aquel oficio o arte, e informarse de las variedades que hubiere y de lo que es más conveniente retener o admitir de nuevo.
En cada tratado de las artes hallarán un diccionario y descripción de las voces en francés, que ayudará mucho a la inteligencia de las palabras y a darlas sus correspondencias. [8] Las láminas presentan las ideas con mayor claridad y acaban de ilustrarnos por la vista.
Por virtud de estos dos auxilios, natural y artificial, cualquier artista dará la correspondencia en nuestro idioma a la voz de que dudare el literato, sin riesgo de equivocarse en la palabra propia.
Una sola excepción puede ocurrir y es cuando no se conoce en España el instrumento, la máquina, la maniobra o la cosa de que se trata, por no saber nuestros artistas aún usarla o hacerla.
Entonces debe inventarse la voz de nuevo y esto solo podrán hacerlo con propiedad los literatos, guiados de las luces del artesano.
Pero no es lícito inventar palabras, cuando las hay conocidas y propias en el idioma nacional o en alguna provincia: el traductor debe apurar las voces de nuestra lengua [9] antes de introducirlas de nuevo en lo que trate. En esto he advertido mucho descuido porque no estudiamos bien la lengua materna y dejamos de consultar a los profesores de las artes y oficios.
Las lenguas toman las voces de aquellos pueblos más instruidos, que adelantan en ciencias y artes: ese es el orden y la vicisitud de los conocimientos humanos y de la instabilidad de las naciones, que por serie de tiempos de cultas se vuelven bárbaras o al contrario.
En los tratados de la Industria y educación popular he recomendado esta especie de traducciones como medios que pueden trasladar a nuestra España el conocimiento completo de las artes, según el estado actual a que han llegado en [10] Europa, cuidando las Sociedades Económicas de Amigos del País de emprender una tarea que es muy inferior al trabajo de los autores originales de los referidos trabajos, de que se da noticia en este tercer volumen del Apéndice.