Mariano Luis de Urquijo: «Advertencia»
Voltaire, La muerte de César. Tragedia francesa de Mr. de Voltaire. Traducida en verso castellano y acompañada de un Discurso del traductor sobre el estado actual de nuestros teatros y necesidad de su reforma. Por Don Mariano Luis de Urquijo, Madrid, Blas Román, 1791, 10 pp. sin numerar.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 264–266.
[1] No es necesaria mucha retórica para persuadir la dificultad que hay en traducir obras de esta especie. Cualquiera que posea el idioma francés, aunque sea con la mayor perfección, se hallará continuamente embarazado para dar a sus voces la significación exacta en nuestra lengua; pero esta dificultad se aumenta más cuando se trata de traducir algún poeta.
En todos generalmente es diferente su lenguaje del común, más puro, más exacto y más remontado; pero Mr. de Voltaire en esta tragedia se arrebató con tan feliz entusiasmo, cual si él fuera realmente alguno de los personajes de ella; y esto es lo que aumenta la dificultad de su traducción, la cual, aunque no me lisonjeo tenga tanta fuerza y vigor como el original, pero sí que he trasladado [2] su espíritu en cuanto me ha sido posible, no perdonando trabajo ni fatiga hasta conseguirlo.
Para esto he creído no deber hacer una traducción servil y material, ni tampoco demasiadamente libre, que son los dos extremos en que regularmente se incurre, y ambos difíciles de evitar; y así he puesto el esmero posible en que salga lo más acomodado que sea dable al original y, sobre todo, lo más cercano a su espíritu.
Es tan grande la dificultad de las traducciones que se puede decir no basta para su perfección tener una noción exacta de los dos idiomas, ni un entero conocimiento de las diferencias que hay entre las poesías de las dos naciones, sino que es menester además un serio estudio del drama que se haya de traducir, mucha meditación y, finalmente, una gran felicidad para el buen éxito.
[3] Esta es, sin duda, la causa por que se dan tantos elogios a los buenos traductores que tenemos, como a don Juan de Jáuregui, traductor de la fábula pastoral de Torquato Tasso, intitulada la Aminta, en la que no solo se ven trasladados los mismos pensamientos, expresiones y espíritu de su autor, sino las más veces, mejorados con tal fuerza y viveza, que por sus primores se debe mirar siempre esta traducción como modelo perpetuo de cuantas se hagan, debiéndonos gloriar justamente que si la Italia recibe honor con el original de su autor, tanto o mayor le tiene la España con la copia.
Y, a la verdad, ¿qué gracia, qué don particular no es necesario para que un traductor remonte su imaginación, se arrebate con los mismos pensamientos e inflame su espíritu a medida del autor que traduce, cualidades todas indispensables para un feliz éxito? Es muy difícil, por no decir imposible enteramente, imitar [4] en tal grado y mucho más fácil hacerlo de nuevo.
Pero no pretendo con esta dificultad mejorar la causa de mi traducción. Desde luego creo y confieso habrá mucho que disimular en ella. Pensar lo contrario sería, ya que no temeridad, demasiada arrogancia; mas quedaré ufano y daré por bien empleado mi trabajo si logro con él excitar a los ingenios de nuestra nación a seguir las huella de este y otros poetas, llevando nuestros teatros a la altura que es posible.
Me he apartado del original en la consonancia de los versos, ya porque los maestros más consumados aconsejan se hagan las traducciones de las piezas que la tienen en verso suelto para su mayor perfección, ya porque en nuestros teatros nunca ha estado en uso, como en los franceses, ya, finalmente, porque siempre lo he considerado como un defecto de sus piezas dramáticas. Y, si [5] bien se mira, ¿qué cosa más impropia que oír hablar a un personaje trágico, todo poseído de furor, todo fuera de sí, pero con una repetida monotonía y consonancia? Es muy inverosímil creer que un héroe en tal estado esté buscando consonantes para expresar sus sentimientos, los que las más veces por ellos no se manifiestan con la energía y elegancia que deben. […]
[7] Cada vez extraño más no se haya traducido esta tragedia, siendo en mi opinión de las mejores que hay francesas, mayormente cuando se ha visto tan maltratado este asunto en nuestros teatros [8] nacionales y extranjeros; y solo lo he atribuido a no mezclarse en ella los amores comunes en las demás, a ser los personajes hombres solos y haber creído no se representaría así tan fácilmente y más, acaso, por la dificultad de su traducción.
A pesar de los obstáculos que para ello me salían al paso cada momento, como tenía compuesto el adjunto discurso sobre el estado actual de nuestros teatros y necesidad de su reforma, me parecía que no debía darle a luz ni lograría el efecto que debía no siendo acompañado de una pieza maestra y que pudiese servir de modelo para las que se hubiesen de representar en ellos.
Por esta causa emprendí tan arduo trabajo, digno de los mayores talentos, y la del discurso es sola el deseo de que se corrijan los defectos tan perjudiciales de nuestros [9] teatros. Conozco la dificultad del asunto. Estoy muy lejos de creer que he acertado a tratarle con perfección, ni traducir la tragedia con toda la dignidad que se merece. Sé hay poetas en nuestra nación capaces por su erudición y talento no solo de corregir mis yerros y defectos, sino de hacer con el tiempo con sus producciones, por su parte, una reforma completa en nuestros teatros y debida en el siglo XVIII; pero el celo del bien público es el que me ha animado a dar esta obra a luz y por el que espero alguna indulgencia.