Dolç

Miguel Dolç: «Técnica y práctica de la traducción»

VV. AA., Didáctica de las lenguas clásicas, Madrid, Dirección General de Enseñanzas Medias, 1966, 65–75.

 

El ejemplo humanístico

La traducción sigue siendo la esencia, el impulso y el fin de la enseñanza de las lenguas clásicas. Pero también sigue siendo su primer fracaso. Y esto, no sólo en la enseñanza media. Después de haber enumerado, para una frase de Virgilio, una porción de contrasentidos hallados en un ejercicio de licenciatura, J. Marouzeau se preguntaba con desaliento: «Si un pareil amas d’aberrations chez les candidats qui prétendent à une licence d’enseignement n’est pas inquiétant». Es éste, sin duda, el más deplorable testimonio de la decadencia práctica de los estudios clásicos en el mundo de hoy.

Para localizar el peligro o la raíz del mal hay que preguntarse previamente cuáles son, en dichos estudios, los instrumentos esenciales de trabajo. Hay uno cuya desaparición llevaría consigo la misma desaparición de los estudios clásicos: los textos. «Perogrullada» insigne, pero necesaria, porque supone esta contrapartida: diccionarios y gramáticas podrían ser destruidos; si los textos perduran, quedan siempre como posibles los estudios clásicos. Nótese que nos movemos ahora en los estrechos límites del aprendizaje del latín y del griego, no en el anchuroso campo de la investigación filológica rigurosa: el filólogo tiene que conocer y saber toda el área de las cuestiones gramaticales históricas, mediante la posesión de una bibliografía dilatada a un tiempo y escogida; en sus estudios podrán llegar a serle insuficientes los mismos fascículos publicados del Thesaurus linguae Latinae.

¿Y el diccionario manual? Apenas hubo nacido en Francia, en el siglo XVIII, el diccionario con traducción francesa, ya Rollin lamentaba su fracaso. Su uso no se hizo cotidiano hasta fines del siglo XIX; hoy es ya indispensable. Cuando hay que traducir un texto «sin diccionario», se lo aprende de memoria. Con todo, recordemos que los antiguos humanistas, a quienes no se podrá culpar de ignorancia, no lo usaban. Diversos pedagogos han puesto de relieve los inconvenientes de esa febril e incesante consulta del diccionario: considerable pérdida de tiempo, desconfianza en [66] los propios conocimientos, fe ciega en un instrumento complicado, indolencia intelectual ante el deseo de encontrar exactamente una frase determinada. El diccionario, en suma, se ha convertido en un «agente de despersonalización», que ejerce por igual su tiranía sobre alumnos y profesores; su supresión radical ha sido ya aconsejada, como en las lenguas vivas, por muchos educadores. Un diccionario «básico» es suficiente para los primeros cursos.

En cuanto a la gramática, debe tenerse presente que es, por encima de todo, un útil, una teoría del idioma, no un fin: de donde, su carácter primordial de adaptación a un objetivo, que es la inteligencia de la lengua clásica. Sólo el filólogo –clásico o romanista– puede ver en ella, gracias a su profesión de ciencia, una finalidad cultural sumamente valiosa. En un estadio intermedio podría colocarse el período de estudios comunes de nuestra Facultad de Filosofía y Letras: a lo largo de éste, los dos libros –el diccionario y la gramática– hasta hoy indispensables deberían sujetarse a una ley de asimilación progresiva y personal. Puede disponerse de una gramática completa, que sirva de instrumento de trabajo y verificación y, en casos determinados, de materia de estudio. El aprendizaje, en suma, del latín y del griego implica la adquisición conjugada del vocabulario, de la morfología, de la fonética y de la sintaxis.

Personalmente creo, en fin, que la misma especialización en Filología Clásica puede armonizar limpiamente con ciertos ideales del viejo humanismo, pese a las tendencias del mundo moderno en que el empleo de la erudición y del análisis expone casi fatalmente también al abuso. En los estudios de los autores griegos y latinos nuestra época ha distinguido la sabiduría del saber, después ha separado ambos conceptos y ha terminado por olvidarlos. La cultura, en este trance, ha consistido no en poseer la sabiduría, sino en poseer el saber, el conocimiento gramatical de las lenguas clásicas, con lo cual se declara oficialmente apto al que sabe interpretar un texto desde el punto de vista filológico, histórico y estético.

¿Es suficiente? ¿No podría también conseguirse, mediante la utilización de aquella sabiduría, que nuestros estudios, aún los más técnicos, se ordenaran hacia una vida profundamente humana? Parecerán duras, pero al mismo tiempo son difíciles de olvidar, las palabras del conocido pedagogo suizo L. Meylan: «Les maîtres qui, insensibles à la grandeur et à la beauté, prétendent nourrir le petit d’homme d’une incerte cendre de grammaire ou du puéril étalage de leur vaniteuse suffisance sont proprement des prévaricateurs». No quiero señalar con ello que tengamos que volver al hombre del Renacimiento, tal como lo presentaban los escritores antiguos, el tipo ne uarietur de la Humanidad. Pero esta limitación no supone que la concepción ideal y universal del Hombre, formada por los griegos y los romanos y realizada hasta la perfección por el cristianismo, no pueda ser considerada como la mayor [67] conquista de la Humanidad abandonada a sus propias fuerzas, porque expresa y exalta el fondo mismo del hombre en su deseo de la verdad, del bien y de la belleza.

 

La lectura de los textos

Pero hay que abandonar esta digresión y volver al tema principal estas líneas: la técnica y la práctica de la traducción. La traducción de un texto determinado supone previamente, por parte del profesor, una tarea delicada e irrenunciable: la lectura.

El texto –objeto de la traducción– debe ser examinado a la luz de los conocimientos bastante completos que poseemos hoy sobre la antigüedad. La lectura debe comportar –como la praelectio del método humanístico, todavía, en realidad, vigente– un comentario literario, susceptible de enmarcar la obra en un género y una tradición definida, y principalmente histórico, capaz de explicarlo a través de su época y de su circunstancia. La explicación debe ser una especie de «lección de cosas», una ocasión de pasar revista a los realia, de enseñar documentos, fotografías de lugares y ruinas, inscripciones, esculturas, relieves, pinturas, mosaicos, monedas. Son pormenores muy atractivos para las inteligencias tiernas. No basta coger al vuelo, a lo largo de la lectura, las ocasiones de comentario; hay que buscarlas, hay que hacerlas nacer ante los ojos de los alumnos: en esto que llamaríamos digresiones reside a menudo lo mejor de la enseñanza, lo que nunca se olvida.

La lectura debe ser, principalmente, un medio de ilustrar el estudio de lengua. ¿Cómo ha llegado a decirse que el comentario gramatical desvía de la interpretación de los textos? Conduce, por el contrario, directamente a su recta interpretación. El comentario gramatical, sobre un texto vivo, actualiza, remoza y anima la gramática; evita, especialmente, en clases que no son de estricta filología clásica, la enseñanza de la gramática por la gramática. Quien desconoce los hechos de la gramática ignora las rutas del pensamiento y los secretos del alma. No es posible establecer una separación entre la expresión y la idea; y la explicación lingüística es el mejor auxiliar de la lectura, aun sin contar con que dicha explicación tiene, gracias a sus alicientes, la ventaja de hacer aceptar por parte del alumno la dura obligación de las lecciones de gramática.

Una última observación sobre el ejercicio de lectura. Es un error común intentar explicar un pasaje por sí mismo, una frase desprendida o separada de su contexto. En un texto, como en el espíritu, como en la naturaleza, todo es elemento de comparación. He aquí un principio casi sagrado. Un pensamiento está predeterminado por un pensamiento anterior y es, a su vez, el predeterminante de un pensamiento sucesivo. Una frase es función de frases que la preparan o de frases que la prolongan. Sin este delicado encadenamiento no existiría la expresión del pensamiento ni la misma literatura.

[68] Veamos un ejemplo, el mismo aducido por Marouzeau. En el libro IX (128) de la Eneida, ante el prodigio de los navíos troyanos transformados en ninfas, Turno, el enemigo de Eneas, exclama: Troianos haec monstra petunt! = «Estos prodigios se dirigen (o afectan) a los troyanos». Una frase impropia del genio de Virgilio, una expresión vulgar que parece decir lo que quiere decir, sin más, si sólo se la observa en sí misma. Pero, ¡qué vivo relieve toma en seguida la palabra Troianos, puesta a la cabeza de la frase, si se relaciona la exclamación con la observación hecha anteriormente por Virgilio (123): Obstipuere animi Rutulis! Esta breve marcha atrás conducirá al alumno diligente a imaginarse el mudo asombro de los rútulos y la rapidez de Turno en desviar la amenaza del portento sobre sus enemigos; traducirá, lógicamente, respetando el relieve y la colocación de las palabras: «¡Es a los troyanos [y no a nosotros, rútulos] a quienes amenazan estos prodigios!».

 

La comprensión y la traducción

Después de la lectura, cuando todo queda hecho para comprender un texto clásico y cuando creemos que hemos llegado al término de los sinsabores o de la íntima alegría, queda el escollo contra el cual van a estrellarse ordinariamente la ciencia y la buena voluntad: la traducción.

No nos hagamos ilusiones. Es una tarea tan difícil, que los alumnos la emprenden a menudo con desaliento, dispuestos a entregar rendidamente, estoicamente, a cambio de un latín o un griego más o menos difícil, un castellano ininteligible. El ejercicio de la versión conduce generalmente una mitad de alumnos a la serena aceptación del absurdo: resignación ilustrada por una anécdota, que debemos a un latinista francés y que se repite todos los días. «¡No tiene ningún sentido, decía un padre a su hijo, lo que has escrito en este cuaderno!» –«Pero, papá, argüía el hijo, es una traducción».

¿Qué fatalidad condena así al fracaso, a la entrada en barrena, un ejercicio que podría ser el más provechoso y quizá el más eminentemente educativo? Empecemos por ser sinceros. El griego y el latín son, en primer lugar, unas lenguas difíciles. Más que difíciles: son lenguas de tipo distinto al que nos ofrece el castellano, son las expresiones de una mentalidad diferente, que representan caminos espirituales que nos desorientan, que no permiten la simple transposición admitida a menudo por las lenguas vivas. ¿Hay que renunciar, entonces, masivamente a este aprendizaje reservándolo a una minoría aristocrática de elegidos? No es esto.

Ordinariamente se aborda la traducción de las lenguas clásicas con disposiciones defectuosas, escasas o nulas. Aquí deben intervenir los consejos de método y técnica. Prácticamente, hay que aconsejar al alumno, abandonado a sus propias fuerzas, que, al afrontar su texto, lo recorra ante todo como a vista de pájaro, a fin de percibir sumariamente no el sentido, sino la idea general del mismo, a fin de descubrir simplemente «de qué se trata». [69] La lectura tiene que repetirse varias veces. Después, con la orientación general así adquirida, se aplicará a descifrar los pormenores uno por uno –las oraciones, los vocablos, las partículas, la puntuación–, practicando un método de análisis riguroso.

Este método comporta dos etapas: comprender y traducir. Aprender a comprender –y, de rechazo, enseñar a comprender– es todo un problema. Haría falta un libro para desarrollarlo. Lo ha intentado J. Marouzeau. Queda un poco al margen de estas notas. En cuanto al hecho de traducir, el método supone consejos más que recetas, si bien la sintaxis latina ofrece una serie de lo que yo llamo ecuaciones, que el alumno debe dominar por completo (el ablativo absoluto, el cum histórico, las oraciones de infinitivo, las relativas circunstanciales, y otras). Podemos intentar formular aquellos consejos aproximadamente a través de algunos puntos.

El primer peligro que se debe evitar, cueste lo que cueste, es la precipitación –la precipitación en traducir. En efecto, por una suerte de disposición mágica o diabólica del espíritu, los alumnos corren de buena gana hacia la traducción sin haber hecho antes el menor esfuerzo para comprender. Creen que el enunciado del vocablo y del giro latinos les debe abrir fácilmente el camino del vocablo y del giro castellano correspondiente. Inventan así las equivalencias, debido a la semejanza externa de los vocablos; de donde, los desatinos habituales del tipo: insolentia = «insolencia» (inexperiencia, novedad), crimen = «crimen» (acusación), inuidia = «envidia» (antipatía, odio), iubere = «ordenar» (a menudo, hacer que), odio esse = «ser en odio» (ser odiado), prouincia = «provincia» (misión, encargo), cupido uidendae urbis = «deseo de la ciudad que debe ser vista», recipere se = «recibirse» (retirarse), quo non alius maior = «que el cual no otro mayor». Esta constante tentación de las equivalencias latinas y castellanas, meramente supuestas, es mucho menor en griego, dada la marcada diferencia de vocabulario.

Frente a esta masa de alumnos «precipitados» suele distinguirse un pequeño grupo –en los ejercicios escritos, por ejemplo–, que se pasan casi una hora, de las hora y media que se les pueda conceder, sin escribir apenas y sin levantar los ojos del texto, que leen docenas de veces, o del diccionario, que consultan sin demasiado afán. Destinan la última media hora a escribir sin descanso. Estos alumnos no suelen engañarnos: su calificación será infaliblemente un 10. No hay sorpresa.

Existe, por otro lado, una forma «casi» científica, por decirlo así, y más peligrosa que la precipitación, que se invoca de buen grado bajo el nombre de intuición. G. Leprince le dedicó un artículo. Habiendo leído una frase, un pasaje, el alumno se deja inmediatamente sugerir, por una especie de percepción de conjunto, cierto sentido de verosimilitud. Y de golpe se cierra la puerta a toda otra posibilidad, a toda corrección. Ahora bien, a pesar del proverbio, la primera idea, cuando se trata de traducciones, no es casi nunca la mejor. Creo ser en esto un testigo de excepción, no sólo por mis varios [70] millares de páginas traducidas y publicadas, sino especialmente por un hecho concreto. Al traducir la Eneida en hexámetros, ante algunos de aquellos versos eternos, que todo el mundo se sabe de memoria, escribí ocho o diez y hasta quince variantes de versión que conservo: la mejor, puedo asegurarlo, fue siempre la última.

El efecto más seguro de la intuición es el destruir el análisis, único vehículo para entrar en las oscuridades de la frase latina o griega. Veamos una frase latina, recordada por Marouzeau, y un ejemplo de intuición: Epistulam legere Philippum iubet nec a uultu legentis mouit oculos. La proponen a un alumno y éste traduce con el mayor aplomo: «Filipo ordena leer la carta y, leyendo, no mueve los ojos de su rostro». Este contrasentido, tan próximo del no–sentido, es frecuente. La menor reflexión y el más sucinto análisis habrían hecho reconocer en Philippum el sujeto del infinitivo y en legentis un genitivo dependiente de uultu.

La intuición produce sus verdaderos estragos principalmente –como lo tengo de sobra comprobado– en el alumnado femenino. No en vano se nos predica constantemente que la mujer es más intuitiva que el hombre. ¡Qué desgracia! Por ello nos desorientan en tal grado los ejercicios escritos de tantas alumnas. La que hoy nos entrega una traducción aceptable, nos entregará otra, mañana, detestable, sin que en ningún caso haya mediado la interferencia, el traspunte, la copia (esta pesadilla de nuestras latitudes, que suele interpretarse como un rasgo de la sagacidad latina o ibérica y que yo considero, sin creer ser heterodoxo, como una forma de «pecado» prohibida en el octavo mandamiento: «No mentirás»). Propongo un día en clase un momento de improvisación. Tienen la palabra una alumna inteligente, bastante laboriosa. Abre el libro y lee en Cicerón: Roma sum profectus. Traduce sin pestañear: «Soy prefecto en Roma.» Completamente histórico.

 

Remedios y reglas

¿Qué remedios existen contra estos males? Ninguno nuevo, a mi juicio. Tenemos que insistir siempre en lo mismo. En el análisis, hay que considerar primeramente la palabra, después el agrupamiento de palabras, la construcción sintáctica y, finalmente, la disposición de las palabras en la frase y la ordenación de las frases en el período. Demos una ligera mirada a estos elementos.

Parece vulgar o inútil decir que la palabra debe ser traducida por una palabra correspondiente que exprese no sólo su contenido, sino también su matiz. La ejecución de este principio es difícil, pero el principio es incuestionable. Por aquí empieza la lucha de la traducción. ¿Hay dos palabras posibles para traducir una palabra latina o griega? En general será preferible aquélla que ordinariamente no se nos ha ocurrido en seguida; esto será a menudo [71] suficiente para quitar a la traducción la fisonomía –o las muecas– de una traducción.

En este punto, nos asaltan dos peligros o tentaciones. En primer lugar, las semejanzas visuales del latín con el castellano, a que antes aludíamos. No quiero insistir aquí en faltas elementales que consisten en traducir ratio por «razón», peccatum por «pecado», luxuria por «lujuria», uirtus por «virtud» o auarus por (ávido, codicioso). Pero ¡cuántos buenos traductores sorprendemos que vierten automáticamente uoluptas por «voluptuosidad» o amicitia por «amistad», cuando se trata en el primer caso de un placer vulgar y en el segundo de relaciones de sociedad más bien que de sentimiento!

La otra tentación se refiere a la traducción llamada «etimológica». No es que, en principio, debamos prohibirla. Resulta, por el contrario, una coquetería recomendable, y podrá ser ingenioso, por ejemplo, traducir humilis por «a ras de tierra»; pero a menudo la etimología es engañosa y nos aparta del sentido actual, es decir, real, de la palabra. En la época clásica, mortales significa los «humanos», los hombres, por oposición a los «animales», mucho más que los «mortales» por oposición a los «dioses». Acaso por el camino de la etimología se llega al punto erróneo de la presunta interpretación anímica, a la manía de captar el «aire» oculto de un pensamiento evidente. Recuerdo que la simple frase virgiliana fama uolat («corre el rumor») tomaba en la versión de un inefable traductor del siglo XVIII la pintoresca forma «circula un cierto run–run».

Alguna dificultad, sin embargo, es digna de consideración. Es difícil encontrar, a veces, para verter una palabra única otra palabra única. No raramente el problema es insoluble. ¿Cómo traducir por una sola palabra el latín iubetur («recibe la orden de»), multa («muchas cosas»), sin hablar de fórmulas griegas τὰ τϖν ‘Ελλήνων («los asuntos de los griegos»), οί ἐφ’ ήμίν («los que están en nuestro poder») o del simple verbo ἐπιδημέω («residir en Atenas»)? A menudo, incluso, es preciso evitarlo. Pero con demasiada frecuencia el traductor de hoy tiende sin necesidad, como sus colegas del siglo XVIII o XIX, a desleír en una perífrasis aquel concepto que una palabra debidamente escogida, expresaría magníficamente, traduciendo, por ejemplo, ardens por «lleno de furor» o foedissimus por «con toda la insolencia de mi fealdad».

Esta libertad inútil y nociva suele tomar en el alumno perezoso la forma de abundantes paréntesis, con variedad de significados, hasta contradictorios, para que, al corregir, el profesor… escoja ad libitum, que es tanto como decir «a lo loco». Es el alumno el que tiene que escoger, no el profesor. De aquí que todo paréntesis «personal» es para mí una falta. Arrastrado por este criterio, el traductor cambia ahora de frente, y condensa en una palabra lo que el latín expresa por medio de un complejo: spes futuri = «la esperanza», [72] honorum cupido = «la ambición». Este procedimiento de sustitución sólo es admisible cuando la lengua se opone absolutamente a facilitar la correspondencia esperada.

Sobre esta delicada cuestión se pueden formular algunas reglas esenciales: 1.º No añadir nada con el fin de mejorar, explicar o embellecer, traduciendo, por ejemplo, nouus por «nuevo y raro» (caso frecuente en las traducciones de los últimos siglos). 2.º No suprimir nada por capricho o pereza mental, traduciendo uius ac superstes por un simple «superviviente». 3.º No descomponer los factores anímicos: stupens no es el exacto equivalente de «profundamente asombrado». 4.º No recomponer: cupidus habendi puede a veces no ser idéntico de «interesado». 5.º No repetir lo que no se repite en el original: militum uirtutem ciuium fortitudine metiri está mal traducido por «medir el valor de los soldados por el valor de los ciudadanos». 6.° No dejar de repetir lo que se repite en el texto: animus excelsus excelsa petit no equivale sin más a «un espíritu elevado busca las grandezas.» Marouzeau ha formulado sabiamente estas reglas.

Otra dificultad, más grave, consistirá en hacer que cada palabra conserve en la traducción su propia categoría gramatical, aunque hay que intentarlo denodadamente como regla. Aquí surge también a menudo la imposibilidad absoluta: el latín, al contrario de nuestras lenguas, usa el participio con preferencia al gerundio, el genitivo del sustantivo más bien que el adjetivo de pertenencia; posee, como el griego, el adjetivo neutro sustantivado, el pasivo, que nos son casi desconocidos. ¿Cómo traducir urbs condita sino por «la fundación de Roma» o liber mihi est βιβλίον έμοί έστιν por «tengo un libro»? Sin embargo, fuera de aquellos casos en que nos vemos superados por la necesidad, es conveniente que el lector pueda encontrar en la versión, al mismo tiempo que la correspondencia verbal, también la correspondencia gramatical hasta el límite de lo posible.

No se debe, de modo especial, adoptar, con respecto a la forma gramatical, aquella desenvoltura que sin cesar convierte la subordinación en coordinación, traduciendo amica silentia lunae por «el silencio y la complicidad de la luna», o, inversamente, destruye por procedimiento la hendíadis: nobilis et uolgatus = «de notoriedad pública», admiratio et studium = «una admiración apasionada». Esta reducción sólo será aconsejable en casos especiales. Con mayor razón no se debe practicar esa especie de sistema de equivalencias, que –enseñando que una doble negación equivale a una afirmación, que el enunciado de un concepto equivale a la negación del contrario– acaba por traducir animo non infirmo por «de corazón valiente» o, a la inversa, liberaliter por «no sin nobleza». Las equivalencias matemáticas no tienen siempre validez en la lengua; no es lo mismo decir «Antonio es un cobarde» que decir «Antonio no es un valiente». Entre la expresión simple y la [73] expresión indirecta hay diferencias de matiz y estilo, dos elementos esenciales que caracterizan a buena traducción.

 
La sintaxis y el color del original

Por lo que respecta a la sintaxis, se plantea sin cesar una pregunta: ¿Debe –o puede– el traductor sustituir una sintaxis latina o griega por una, digamos, sintaxis castellana? También en esta ocasión tropezaremos con dificultades insuperables. No tenemos ningún medio, dada una frase como uenit ut uideret, para conservar la subordinación personal ( = «para que él viera») y para eludir la versión normal «a fin de ver», «para ver», «a ver». Queda así el concepto perfectamente claro para nosotros. La traducción aspira esencialmente a esta claridad. No se dudará, pues, en traducir cum proficisceretur por «saliendo», qui peterent pacem, por «para pedir la paz», ἐμαυτῷ συνᾑδειν οὐδἐν ἐπισταμένῳ por «yo sabía que no sabía nada». Pero estas necesidades eventuales no nos autorizan a sacar un pretendido derecho general a la libertad. Nos hallamos frente a particularidades exclusivas del genio de cada lengua.

En la medida, por tanto, en que la sintaxis es común al latín o al castellano, hay que respetar sus formas sin permitirse el lujo de unas composturas o arreglos gratuitos. Esta regla no excluye que en ciertos periodos (especialmente ciceronianos o similares) de sintaxis compleja y de frases largas no se pueda y deba optar por un cuarteamiento concienzudo del texto a fin de obtener una versión de sintaxis simplificada y de expresiones más breves. Adoptaremos así las normas del estilo moderno. Lo difícil es saber mantener un justo equilibrio. Sacrificar, en efecto, constantemente la estructura gramatical del texto equivale a sacrificar un elemento esencial del estilo y traicionar tanto al autor como su lengua. Creo que para el traductor como para el escritor original, es válido aquel sensato requerimiento de Víctor Hugo: «¡Paz a la sintaxis!»

Ahora bien ¿habremos llegado felizmente al puerto cuando hayamos traducido el sentido de las palabras, respetado en lo posible los giros sintácticos, observado la sucesión y disposición de los términos? No, nos queda todavía lo más sutil, arduo e inasible de la tarea: conseguir trasladar la personalidad del escritor, la originalidad de una obra, el espíritu y el color de un contexto, es decir, en una palabra, el estilo. No se puede, en efecto, como sucede a menudo usar para todo escritor clásico una especie de «koiné» de lengua literaria, un castellano acomodaticio, invariable, que no se parece a nadie porque es de todos, síntesis de todo cuanto posee una lengua en términos y giros tradicionales, en fórmulas hechas, en clisés, en elegancias de baja estofa. Es lo que los italianos denominan «stile da traduzione».

Con esta lengua estereotipada, realmente muerta, se pretende a veces revestir los escritos más diversos, traduciendo un diálogo cómico como una [74] secuencia de tragedia, una carta familiar como el discurso de un cónsul, tratando al uniforme Terencio como al abigarrado Plauto, al elegante Plinio como al nervioso Tácito, al matizado Virgilio como al violento Lucano. El buen traductor debe interpretar todos los estilos y reproducir su tono, color y personalidad. Pero no podemos entrar ahora en esta importantísima cuestión técnica, que debe afrontar decididamente aquel que hace de la traducción de los clásicos un «segundo oficio», digno claro está, del mayor respeto.

 

Literalidad y elegancia

Una última dificultad, un toque de atención. Hay en el traductor una inclinación difícil de corregir, porque tiene sus raíces en nuestro amor propio literario: es la tentación de sacrificar el sentido a la forma o, como se dice por eufemismo, la literalidad a la elegancia. La pregunta que se hacen a menudo los alumnos, bajo el pretexto de invocar o favorecer las preferencias de sus maestros, es ésta: ¿Debo hacer una traducción exacta o debo escribir un buen castellano? Y más a menudo: ¿Quiere usted una traducción libre o una traducción literal? Esta distinción es sencillamente grotesca, si entendemos (como entienden los alumnos) por traducción literal la traducción pedestre y por traducción libre la pura invención, el puro delirio.

Vamos a formularla de un modo más razonable: ante el latín o el griego y el castellano, lenguas de forma y espíritu tan diferentes, que el traslado directo de una lengua clásica a una lengua románica no es posible, que son necesarios esfuerzos incontables y a veces inauditos para realizar una labor de versión siempre humillada ante la belleza del original, ¿cuál de las dos obligaciones incompatibles deberemos sacrificar: la fidelidad al texto o la calidad de la forma?

La respuesta, aunque dura, debe ser inmediata y tajante: ni la una ni la otra. Si se acepta en principio el renunciar a una parte de la labor, fracasará sin duda alguna la labor entera. La traducción debe ser exacta y debe ser «castellana». La literalidad no debe excluir la literariedad. La traducción más literaria, y aún la más poética, puede y debe ser siempre la más literal. Ya sé por experiencia las enormes dificultades que se encierran en esta regla. Nunca debemos soñar en lo contrario. Toda traducción debe ser una lucha entre dos lenguas y debe permanecer siempre en estado de guerra literaria. Sólo bajo esta condición, la traducción, más que un ejercicio de latín o griego y de castellano, puede ser un fértil ejercicio de método, un acto de probidad intelectual y también una confesión de humildad.

He aquí, en suma, el criterio esencial de la buena traducción: la traducción debe ser tal que el lector encuentre en ella no sólo el contenido exacto del texto, nociones, efectos y razonamientos con sus matices, sino también, en la medida de lo posible, la forma que reviste dicho contenido –calidad de vocabulario, aspecto gramatical, forma sintáctica y particularidades [75] de estilo–, de tal modo que el texto traducido pueda en rigor servir de base a un comentario o a un juicio crítico en el mismo grado que el texto original. El ideal constante en situar al lector castellano, frente a un texto castellano, en el mismo estado en que se encontraba el lector romano o griego frente al texto latino o griego.

¿Cuadratura del círculo?, se preguntaba Marcel Prévost. Evidentemente, confesémoslo sin rebozo. Trasladar a nuestra lengua una frase latina o griega a la perfección constituye, en rigor, uno de esos problemas que, al decir de los matemáticos, exigen demasiadas condiciones, por ejemplo, querer hacer pasar una circunferencia por cuatro puntos dados al azar. En la mayor parte de los casos yo, personalmente, me contento con que la circunferencia pase por tres puntos y que se aproxime, lo más cerca posible, al cuarto. Si nos proponemos como meta esta aproximación, seremos unos operarios honestos.

Nota. –La bibliografía moderna, especialmente francesa, sobre la enseñanza de las lenguas clásicas y su traducción es extraordinaria. He tenido presente, de modo especial, al redactar estas notas, las siguientes obras, esencialmente la de Marouzeau:

J. Marouzeau: Introduction au latin. París, 1943.

P. du Bourget: Le latin. Comment l’enseigner aujourd’hui. París, 1947.

G. Leprince: «Culture et intuition», en Humanités, 1931, pág. 377 y sgs.

R. Sabbadini: Il metodo degli umanisti. Florencia, 1920.

V. E. Hernández Vista: La enseñanza actual del latín. Madrid, 1960.