Fernández-Galiano

Manuel Fernández–Galiano: «Sobre traducciones, transcripciones y transliteraciones»

Revista de Occidente 4: 43 (1966), 95–106.

 

Nadie a quien apasionen las cosas de lengua dejará de haber leído con gozo las dos verdaderas joyas que son, hasta en sus títulos teñidos de un humor que pudiéramos llamar fúnebre, [96] las notas publicadas en esta revista* por Salvador de Madariaga y Rafael Lapesa. Lo que ocurre es que el campo es tan amplio, y ambos se han lanzado a discurrir por él con tan ágil y cambiante andadura, que quizá venga bien como complemento la modesta, oscura, un poco pedantesca precisión clasificadora de un amante de los idiomas a quien preocupa el castellano con el mismo obsesivo amor que a los dos maestros.

Salta a la vista, ante todo –y Guillermo de Torre** lo ha observado bien–, la diferencia de tono y contenido entre los dos escritos. Madariaga, a quien el destierro, como a tantos compatriotas, ha hecho más español poniendo dolor de la patria y de las cosas de la patria en su cerebro y en sus nervios, defiende una actitud ultrahispánica, castiza, irreductiblemente ibérica. Lapesa, en cambio, vive, desde su sillón académico y muy de cerca, la tragedia de una lengua que a duras penas se defiende contra el constante asalto de ola tras ola de extranjerismos. Y no es lo más grave que este peligro venga desde el campo acotable de la lexicografía, donde hay mayores posibilidades de lucha contra el cuerpo extraño, sino que donde nuestro español corre verdadero riesgo de muerte o putrefacción es, como han apuntado el propio Torre y el reciente manifiesto de Sánchez Ferlosio y sus cofirmantes,*** frente a la perspectiva de que la morfología y sintaxis, más propensas a infección o contagio por su misma configuración estructural que se presta a acciones en cadena, caigan también bajo la órbita de una lengua tan lejana a nosotros en este punto como el inglés.

En fin, yo considero adecuada al caso no exactamente la manga ancha que atribuye Guillermo de Torre a la Academia, pero sí una prudencia, habilidad, incluso espíritu de componenda. Si no obramos así, el uso nos arrollará a todos como arrolló sin remedio a Salustio y a Virgilio muchos siglos atrás. Frente a la amenaza del esperanto o del «pichinglis» no se puede proceder sino como en los últimos años nuestra docta casa, mal que nos pese a los enfermos de nostálgico clasicismo: salvando [97] del incendio lo que se pueda y como se pueda. Pero no está mal que queden Madariagas en el mundo. Y es bonito que los haya.

Porque –y aquí entro de lleno en el distingo terminológico con que antes amenazaba– hay tres maneras, como es bien sabido, de incorporar a un idioma los vocablos extranjeros: lo que suelo denominar, por orden de mayor a menor poder asimilatorio del procedimiento, traducción, transcripción y transliteración. Aparte de un cuarto modo, claro está, que resulta el más sencillo, pero también el más peligroso: el respetar el término en su grafía y hasta en su alfabeto original.

Sobre la transliteración no quiero aquí extenderme demasiado. Una gran parte del artículo de Madariaga, todo lo referente al eslavo, africano, oriental, etc., se relaciona con este problema. En definitiva, se trata de cómo reproduciremos en nuestro alfabeto los signos de otros sistemas gráficos distintos. Sobre esto se trabaja intensamente en los planes de racionalización de los organismos internacionales. Javier Lasso de la Vega acaba de publicar los resultados de largas deliberaciones sobre el paso a alfabeto latino de los textos cirílicos, hebreos, árabes, griegos, chinos y japoneses. El acuerdo, laboriosamente obtenido a fuerza de consultas y votaciones, resultará tal vez práctico para objetivos muy mecánicos, como la unificación de ficheros y listas alfabéticas, pero en el fondo no podrá satisfacer nunca a nadie, porque cada comisión nacional –yo formé parte de la española– tenía que luchar entre el deseo de uniformización y la conveniencia de los hablantes de su propio idioma. Es evidente, para tomar un caso claro tocado por Madariaga, que Jartum o Jruschof nos vienen como anillo al dedo a nosotros, pero resultan sumamente inadecuados para los muchos millones de europeos que pronuncian la j de modo parecido a nuestra y.

Más espinosa es la cuestión de las transcripciones o traducciones. Yo diría que transcribir es incorporar una palabra a los esquemas y tipos lingüísticos del castellano, hacerla adoptar nuestra fonética o nuestras terminaciones, ponerla en condiciones de perdurar sin riesgo de nuevos cambios, pero ateniéndonos a la letra del original y no al significado; mientras que la traducción lleva consigo el paso a un vocablo español que nada puede tener que ver etimológicamente con el traducido, aunque signifique poco más o menos lo mismo.

Procede, ante todo, distinguir entre nombres propios y nombres comunes; y, dentro de los primeros, aislar los de persona. Cuando se trata del griego o del latín, traducir un [98] onomástico, salvo en contadísimos casos, sería absurdo. Demóstenes no puede ser en español Aquel que constituye la fuerza del pueblo ni los insignes nombres de Catulo y Cicerón tolerarían ser vertidos como Cachorro y Agarbanzado. Lo que sí puede y debe hacerse en estos casos es transcribir. A los helenistas nos está costando sangre**** mantener un sistema coherente y basado en la transcripción latina. Sobre todo en cuanto a acentos, donde había mucha anarquía. Ya vamos consiguiendo que se diga Heródoto y Praxíteles, aunque, naturalmente, nunca lograremos, ni nos proponemos, imponer Telésforo o Dorótea.

En lo referente a idiomas modernos, puesto que la mayor parte de los nombres de pila, en la mayor parte de las lenguas, proceden del santoral y tienen, por tanto, equivalencias precisas, se plantea la posibilidad de imitar o no a Unamuno cuando a William James le citaba como Guillermo James, pronunciado así como suena. Los amigos españoles de Maurice Legendre y Marcel Bataillon, tan hispanistas, llamaban siempre al primero D. Mauricio y suelen mencionar al segundo como D. Marcelo. Esta es cuestión de poca trascendencia.

La cosa varía con los apellidos. De buena gana hispanizaría Madariaga a Kennedy o Adenauer llamándoles Quenedio y Adenario, pero él mismo reconoce que ello es hoy imposible. Eso se quedaba para las gentes audaces y confianzudas de nuestros buenos tiempos, cuando España pesaba en el mundo: Estuardo, Calvino, Lutero, Bodino, Durero, Miguel de la Montaña, Mambrú, Draque. Para nuestros soldados, viajeros o diplomáticos de la época, Walter Ralegh era Guatarral; y Perkin Warbeck fue pintorescamente denominado Periquín Urabeque; y el doctor Knox se transformó en el doctor Quenoques, y por la corte española de Carlos II andaban intrigando la señora Perdiz, alemana, y las señoras Cantina y Gudaña, francesas…

El caso de los topónimos es similar. También aquí nos hemos esforzado en establecer un sistema de transcripción homogéneo para el griego y el latín. También aquí nuestra dura mano dejó en Flandes profunda huella en lo lingüístico. Los tercios no se andaban con chiquitas a la hora de españolizar. Maestrique, Brujas, la Mosa, la Escalda, Bruselas, Gante, Güeldres, el Henao. En el fondo ello muestra –no sé si estaré generalizando demasiado– una tendencia muy hispánica a andar por el mundo pisando fuerte y hablando fuerte, como Pedro por su casa, sin [99] asombrarse mucho de nada; el español, sobre todo el español del pueblo, gusta de avasallar en el sentido en que hoy se emplea mucho la palabra, es decir, llamar la atención, hacer sentir la presencia de uno, imponer el módulo propio. Pero al mismo tiempo siente nostalgia de su terruño. El Támesis es como el río de su pueblo, solo que más grande; donde esté la Giralda, que se quite la torre Eiffel; y Garmisch–Partenkirchen parece Navacerrada en invierno. Siento no haber tenido contacto con esta oleada de españoles modestos que invade ahora Europa: me gustaría conocer sus comentarios cuando obreros y criadas se reúnen los domingos por la tarde a la sombra del arco de la Estrella o recomponen el paseo vespertino de Burgos o de Pamplona en la Marktplatz de Basilea. En alguna parte he leído que nuestras bailarinas y guitarristas del Oriente Medio, al hablar públicamente de Israel, convierten la palabra en un alusivo y familiar Logroño para evitar suspicacias de los oyentes árabes; y recuerdo un tipo magnífico, muy negado para el idioma, a quien traté una temporada en Oxford: aquel hombre pasaba todas las mañanas el puente la Madalena, tomaba el autobús en la calle Ancha, iba a comer a una tasca de la calle San Gil y se paraba un momento a hacer alguna compra en Búlbez, hispanización perfecta de Woolworth.

La transcripción, salvo en estos casos contumaces, resulta, claro está, posible ni aun deseable. Lo mejor es respetar el idioma original. Las grafías se conservan más o menos bien, al menos en libros y periódicos. Pero la pronunciación ya es otro cantar. Aquí viene otro rasgo muy nuestro. Los españoles hemos viajado poco hasta los últimos años: cuando emigrábamos, lo hacíamos a países americanos de nuestra misma lengua; tampoco eran muchos, en otros tiempos, los extranjeros Que nos visitaban. Tenemos, pues, mal oído para las lenguas y una cierta tendencia a exigir pronunciaciones «como suena», esto es, corno está escrito. Nuestra ortografía, ciertamente clara y sencilla, nos parece intocable y dogmática. Quizá esto sea una muestra de soberbia. Los griegos son más humildes, más diplomáticos, más cosmopolitas a un tiempo. Quieren entender y que se les entienda. Y, aprovechando las ventajas que les confiere la necesidad de transliterar, escriben los nombres extranjeros con ortografía fonética y a costa de todos los sacrificios que hagan falta. Como si nosotros pusiéramos Degol, Yirodú, Odri, Jépbön, Ténesi Uiliams. Con ello se las componen mejor en el trato y en los viajes, pero los hábitos ortográficos deben de padecer muchísimo. ¿Cómo escribirá un niño griego el nombre que lee Fontenbló?

[100] Nuestro pueblo maltrata bastante las palabras extranjeras. No hablemos ya de pormenores exóticos como las malas pronunciaciones de términos daneses: Aarhuus, por ejemplo, o Kierkegaard. La ignorancia del auténtico valor de la oe holandesa ha producido los Boers y hasta hace poco –pues los indonesios escriben ya fonéticamente– Soekarno y Bandong. El italiano aparece deformado en pronunciaciones como Ciutti, Cinzano (lo cual ha creado un problema a la casa productora, que en Italia se anuncia con la similitud entre la primera sílaba y el tintineo de dos copas al chocar), Lancia, Ciano, Bocacio (nuestro arcipreste decía y escribía Corbacho) y, en cambio, Pinocho frente al correcto portugués Pinoquio; y no hablemos de acentuaciones incorrectas del tipo de Rondíne.

El Umlaut alemán no lo contamos para nada: apellidos Bácher, Oberlátzder, Háuser; Kapilátz como modelo de coche; máuser, Tanáuser; Loébe, Goéte (pero cada vez es más frecuente el mejor Guete o, con hipercultismo ridículo, Guet); Múller (que un juego de palabras catalán ponía junto al participio mullats) y el tradicional Múnic; etc.

Y lo mismo podríamos decir, sin salir de esta lengua, en relación con malas pronunciaciones de la ch (Bac o, peor todavía, Búchol por Buchholz, o Bachofen), de la g (Solínjen, Bosbájen para designar el coche popular), de la ei (Méyer), de la ie (Diesel, Siemens, Liebig), de la z (zepelín, Mózar), etc. Menos pesan, claro está, matices más sutiles, como la pronunciación difuminada final de Hitler o Wagner. Al boxeador Uzcudun le enseñaron un truco infalible para llamar al Herr Ober en los cafés: ¡Joroba!

Las propias lenguas peninsulares no salen mejor libradas. A los portugueses les molesta oír Curasáo, Espino (por Espinho), Martino, Pala (por Palha); y a los catalanes (con cuyas vocales no hay problemas, salvo los que se crean ellos solos algunos cursis que llaman Porbú a Port Bou) les ponen fuera de sí nuestros Alemani, Companis, Fortuni, o los redichos Roij y Puij. El apellido Bosch suena algo así como Boch, no reproduciendo correctamente ni la fonética catalana ni la alemana, pues en las dos lenguas se da; March se pronuncia Mars o March, pero nunca Marc, que es lo correcto; una desaparecida industria láctea recurrió desesperadamente a escribir en sus vehículos Pok para que la gente no pronunciara Poch; y algo así tendrán que hacer, adoptando una grafía parecida a la valenciana con y, los Pujol que no quieran padecer en su nombre la desgarrada fricativa velar de la meseta castellana.

[101] Pueden calcularse los errores a que se presta el inglés, de tan complicado vocalismo. Aquí las faltas han sido siempre, y tal vez más antes que ahora, garrafales: La u, tan varia, ha creado vacilaciones a que puso fin la unificación sin más en Luqui, Súnbeam (parece que los enterados van diciendo ya Sánbim), Dunlop, Buster; una antiestética pareja de vocales triunfa en Crusoe, Poe, Defoe; hace treinta años se trataban con a los nombres de la Baker, del coche Studebaker y de la copa Davis, aunque esta última ha recuperado últimamente su ei por obra y gracia de la televisión; «como suenan» se pronuncian Kelvinátor, Mary, Gary y Cary, Popeye (hay locutores que dicen eyeline), Underséal, Miami, Crísler, Austin, Eslóan, Cóats, Underbód, sin que falten hipercultismos como Rúsvel (que Rubén Darío sabía ya pronunciar Rosevél, como corresponde a su origen holandés) o «ignorantismos» como Blud por Blood. Añadamos la tendencia a quitar el acento a la sílaba (Robinsón, Haról, Novélty, Royálty) y las pronunciaciones redondas de la r ante–consonántica Párker, Clark) o de la e final (Osbórne) y tendremos todo un cuadro desolador antaño, pero que hoy, contra el pesimismo de Madariaga, va mejorando algo.

Siempre se han salvado de este desastre lingüístico palabras más afortunadas o conocidas como las pronunciadas Cuk, Grínuich, Báiron, Séspir, Palas, So (por Shaw), Yilét, convertida esta última casi en nombre común. Hoy observamos, por ejemplo, la generalización de Perry Méison, gracias también a la televisión. La gente llama Yéil a la Universidad, aunque Yale siga siendo la marca de cerraduras. Y la casa Philips se atreve a emplear para efectos publicitarios la palabra feliz, lo que indica recta pronunciación de la inicial.

En el campo de los nombres comunes, anticipémoslo aquí, la evolución ha sido muy similar: todos recordamos, de los tiempos de nuestra niñez, pronunciaciones erróneas como caquebal (el hoy olvidado baile llamado cake–ball), raid, fau (el término futbolístico fault), flirt, icebérg, dirtrác (un deporte desaparecido, el dirt–track, en que las motocicletas corrían sobre pistas de ceniza), coboy (por cowboy), brobnin (por browning), oranje. Póker, suéter, pullóver, córner siempre se han pronunciado con la final muy a la española; y, sobre todo, la u fue la mayor promotora de equívocos, como pudin, nurse (un amigo nuestro nos escandalizaba con su presumido nörs), plum, dumpin, puzle, picú (por pick–up). Había unos cuchillos en que se leía, corno garantía de fabricación, cast steel, y otros falsificados que pretendían engañar con un catalanísimo Castell. Es curioso que lunch haya conservado [102] su u espuria para referirse a un tipo de embutido, mientras que se articula genuinamente lönch cuando se trata de una comida; y, en cuanto al también incorrecto rugby, anotaré que los portugueses han sido más fieles que nosotros «nacionalizándolo» en ráguebi como rally en rail. Hoy, en cambio, suenan por doquier jol, béicon, beibi, escúter, yip, náilon, scaut, uiski, bridch, cap (referido a una bebida), tuist (los españoles somos además los únicos en llamar Túa a la línea aérea, lo cual sorprende por ahí); todo lo cual indica cierto progreso traído por el cine, los viajes y la enseñanza media más eficaz.

Indicios quedan, no obstante, de estancamiento y aun de retroceso. En las buenas casas se van generalizando simultáneamente el correcto raigrás de los jardines, el feo tóas de los desayunos y el pésimo fúel de las calefacciones; y nos tememos que el rádar, con sus dos claras aes, no va a haber quien lo enmiende. Contra todo esto se puede luchar. Es notable cómo la industria, que ha de atender ante todo a la eficacia propagandística, ha escogido dos procedimientos opuestos para enfrentarse con el uso público. La casa que fabrica una imitación del chicle llamado Bazooka ha optado por el cómodo sistema de sustituir en los envoltorios este nombre por el de Bazoka, que es la pronunciación general; y, en cambio, parece más lógico y educativo el método de las marcas que, como los griegos, se deciden a escribir Aironfix, o Greip para etiquetar zumos de uva, o bien el de otras que, pedagógicamente, anotan, por ejemplo, Tangee ( se pronuncia Tanyi).

Lo que irá produciendo nuevas mejoras en este campo es lo que yo llamaría nivel cultural de la capacidad de abochornamiento. Me explicaré. Yo digo sin rubor alguno ir al bater o ponerme un jerséi, pero confieso que me vería en situación embarazosa si, en una tienda, tuviera que pedir un producto Firestone, Colgate, Sanitizéd (ihorror!) o (¡manes de Homero!) Ajáx. El decirlo en inglés me parecería pedante e inútil; la otra manera se me atragantaría en la laringe. Y terminaría por señalar con el dedo. El día en que vaya aumentando el número de españoles capaces de sentir ese bochorno, nuestros anglicismos mejorarán en cuanto a fonética.

Ahora nos queda por desollar, salvo el pequeño inciso anterior, el inmenso rabo de los nombres comunes. Aquí, cuando se trata de palabras encontradas en textos griegos o latinos, lo perfecto sería traducir todas a términos vulgares del español, salvo, naturalmente, voces muy técnicas. Un daimon no es, claro, un demonio; pero ¿procede transcribir en demón? ¿Podemos [103] verter baíte por chaqueta, o es mejor transcribir en un extravagante bete o beta? Los problemas surgen a cada paso. Si esto ocurre en un dominio en que no cabe ya iniciativa popular, por tratarse de lenguas no habladas, y donde hay sistemas rígidos, puede imaginarse con cuánta prudencia tendrá que actuar la Academia ante miles y miles de voces procedentes, sobre todo, del inglés.

Lo deseable es, evidentemente, que todo término extraño pueda traducirse. Pero esto no siempre es posible. Contra ello conspiran, con móviles muy diferentes, mas tendiendo a un mismo resultado, el esnobismo, que se complace en la extranjería, y el afán de precisión, pues no siempre satisface el término propuesto. Madariaga y Lapesa discrepan en cuanto a azafata como sustitutivo de stewardess: hórrido para el primero, perfecto para el segundo. Esto se repite en infinidad de casos.

En general, toda técnica nueva procedente o perfeccionada en el extranjero debe traer consigo una correspondiente incrustación de términos también foráneos. Esto es lo que, por lo visto, está ocurriendo ahora en los campos de la ingeniería, de la atomística, de la petrolquímica, de la electrónica. Es misión, pues, de la Academia el canalizar y españolizar todo lo posible: traduciendo, cuando se pueda y deba; transcribiendo, cuando la traducción sea inviable; pero limitando a los casos extremos la conservación «en bruto» del material, máxime cuando, como hemos visto, las posibilidades de que la pronunciación resulte correcta e inteligible para un inglés no son demasiadas.

No conozco suficientemente este novísimo sector lingüístico, pero creo que cabría extraer ciertas conclusiones y formular ciertas profecías, relativamente optimistas, tomando como modelo lo ocurrido en el último medio siglo con los términos deportivos. A esto me he referido en otras varias ocasiones, pero no considero que esté de más el traerlo a colación aquí. Mi observación es que conforme van pasando los años, y conforme va perdiendo cada juego su carácter refinado y socialmente selecto, los extranjerismos declinan y reciben adecuada sustitución.

Todos recordamos los periódicos de principios de siglo, con la aparición exótica del sport y el sportman. Surge entonces en España el foot–ball, deporte primitivamente aristocrático, pero que se difunde en seguida. Fue y sigue siendo el más popular de los espectáculos. Su apogeo podría situarse hacia el 1945, época después de la cual, con el relativo ascenso del nivel de |104] vida, este deporte pierde muchos aficionados de la clase media acomodada sin ganar otro tanto entre los obreros. Quizá se trate de una decadencia definitiva.

Los primeros equipos se llamaban Athletic, Sporting, Racing. El juego mismo tenía un nombre inglés. Su traducción al español, como la de muchos compuestos de aquella lengua, era muy difícil. El neologismo balompié fracasó. Se optó finalmente por un híbrido fútbol o futbol. Años más tarde, el problema se ha repetido con otros nombres similares: basket–ball dio un raro, pero parece que aclimatado baloncesto; hand–ball se tradujo por balonmano; volley–ball, por balonvolea. El portugués ha preferido transcribir en futebol, basquetebol, handebol, voleibol.

En nuestra infancia, todos o casi todos los términos de este juego eran ingleses. Hoy no queda apenas ninguno de esta lengua en el uso vulgar. Desaparecieron totalmente referee (árbitro), score (tanteo), team (equipo), match (partido), kick–off (saque de honor), goalkeeper (portero), back (defensa), forward (delantero), fault (falta), kick (fuera de puerta), out (fuera de banda), plongeon (estirada) y muchos otros. Se conservan algo mejor penalty (con acento en la segunda) frente a castigo máximo y corner frente a saque de esquina. El difícil offside, que muchos pronunciaban órsai, no acaba de ser suplantado por fuera de juego, que resulta equívoco; y verbos como driblar y chutar o sustantivos como gol se han incorporado definitivamente a nuestro caudal léxico, porque su forma externa no es disonante. En cambio, shoot se escribía antaño chut, pero tiende a ceder ante tiro o disparo. Como se ve, el panorama es más bien tranquilizador. Probablemente habrá influido en tan intensa españolización la citada circunstancia de que el máximo entusiasmo hacia el juego coincidió con una cierta explosión de nacionalismo, también lingüístico, entre periodistas y políticos de la postguerra; pero, sea lo que sea, el hecho ahí está.

La boga del boxeo en el mundo coincidió con la época del jazz, los qangsters, las vamps, el sexappeal (palabra que Unamuno quería verter de manera muy naturalista) y el charlestón, así acentuado entre nosotros: los años 1923 ó 1924 a 1932 ó 1933. Hoy día este deporte está bastante desacreditado en todas partes. Algunos de sus términos específicos han sufrido hispanización sin graves inconvenientes, como ring (cuadrilátero), round (asalto), gong (campana), challenger (aspirante), manager (empresario o, mejor, el taurino apoderado). Knock–out dio lugar al verbo noquear y a quedar cao; estar grogui tuvo alguna difusión; punch, jab, uppercut, swing desaparecieron casi por completo.

[105] Muchos de los demás deportes –exceptuemos el ciclismo, con su neologismo esprintar, y la natación con el españolizado crol– han sido generalmente patrimonio de grupos de personas muy reducidos y socialmente muy caracterizados. Como todos se entendían y como, por otra parte, el uso de una jerga especial parecía aislarles aún más del populacho, las traducciones en este campo no eran necesarias ni deseables. El golf conserva links, greens, caddy, putt, tee; la hípica, jockey, turf, paddock, un handicap que ha pasado a otros ámbitos; el patinar elegantemente se llamaba skating; en el hockey se daba a la pelota con un stick, en la playa se competía con out–boards.

Muy típico es el caso del lawn–tennis, que más tarde se castellanizó parcialmente en tenis. Gaya Nuño ha dedicado una página demoledora, muy graciosa de El santero de San Saturio a los ilusos que quisieron introducir tan fino deporte en Soria hace ya muchos decenios. Las ruinas de Numancia se estremecerían ante aquellos hombres y mujeres vestidos con shorts que, a lo largo de los games y sets, dominaban el lob y el smash. El tropiezo de la pelota en la red se llamaba net; y las partidas individuales se denominaban singles. Por cierto, que esta palabra ha tenido éxito últimamente para designar los departamentos unipersonales del coche–cama en las agencias de viajes, donde hay empleados tan políglotas que a veces le preguntan a uno si quiere en el hotel un cuarto ercondishont: tales majaderías son difíciles de evitar.

Tenemos, finalmente, el base–ball, tan practicado, por ejemplo, en Cuba y que nos han traído los norteamericanos: este deporte, cuyo nombre vacila entre béisbol y pelota–base con ventaja para la primera alternativa, puede ser que llegue a popularizarse, y en ese caso surgirían términos castellanos que suplieran a pitcher, batsman, hitter, run o innings. De momento es buen indicio que el bat se haya transformado en bate.

Porque ya dije que si no se puede traducir habrá al menos que intentar transcribir, y en ese caso hay dos problemas que se plantean urgentemente. Uno es el de la s líquida inicial, que no se acomoda a nuestro genio lingüístico: aquí, como quiere Lapesa, basta con hacer pagar su obligado portazgo a anglicismos del tipo de esnobismo, esmoquin, esplín, a los que vendrá algún día, si la moda no lo arrincona antes, a sumarse estriptís, mientras que stop, término tan usual en nuestras carreteras, hay ya por los pueblos quien lo pronuncia estor.

Lo cual demuestra que el otro punto difícil es el de los finales de palabra, tan ligado a la formación de plurales. Los portugueses,[106] con su aversión a las sílabas cerradas, han sido más valientes que nosotros: clube, lorde (mientras que aquí nos atrevemos con el plural lores, pero no con el lógico singular lor), golfe, buldogue, Nova Iorque (como Iraque o Vietname), pingüepongue, filme, vermute, criquete, sandwiche; zinco, golo; grelha para referirse al grill como lugar donde se asan cosas. También en español hallamos ponche, yate, elfo, cuáquero, filibustero, jarretera, mala (por mail), pero en menor medida.

Algunas palabras se adaptan muy bien, como las terminadas en l (cóctel con dial, que se está imponiendo, y rocanrol, que pudo haberse impuesto si la moda del baile hubiera durado más), n (palman, vagón, clon por clown), r (ténder, dólar). Los términos acabados en e, que alguna vez se han transcrito bien (como en el juego de cartas pináculo, con etimología popular, por pinocle), resultan incómodos y despiertan nuestro jamás extinguido horror al galicismo: ya nos hemos acostumbrado a detective y a su incorrecto acento, pero Lapesa se niega, y con razón, a admitir marine (es mejor soldado de infantería de marina, aunque sea largo), cinemascope (pero cinemascopio evoca más bien un instrumento óptico) o suspense (para la que Leopoldo Eulogio Palacios hace tiempo ya que propuso resucitar el olvidado suspensión). En cuanto a folklore, los gitanos han cortado por lo sano con folor o foló, como también los camareros con bisté y los mecánicos con un curioso sinembló del que me costó bastante llegar a silent–block.

Y con esto, si nos decidiéramos a resolver la cuestión de los gerundios regulando campín y mitín como chelín, no quedarían a las puertas del diccionario más que un corto número de palabras no traducibles o mal traducibles y terminadas en consonante: sketch, shock, snack, gag, stand, slip, clip, stress, flash, ticket, test, offset, jet, pet. ¿Cabría imitar el valor de los portugueses y sugerir, como hace en parte Lapesa, esqueche, choque (pues la diferencia de sentido no es grande), esnaque, gague, estante, eslipe, clipe, estrés, flas, tiquete, teste, ofsete, yete y pete? La norma académica quizá resultara, por ser tal norma, contraproducente: confiemos en el gran poder asimilador de esta lengua que se ha sabido apropiar a Mahoma, Descartes y Belintón. Confiemos en que seguiremos yendo, sencillamente, a Calatayud.

 

* Madariaga: ¿Vamos a Kahlahtahyood?, en Rev. Occ. XII, 1966, 365–373. Lapesa: «Kahlahtahyood». Madariaga ha puesto el dedo en la llaga, ibid. 373–380. D. Salvador ha ampliado sus puntos de vista en Glosa sobre Kahlahtahyood, ibid. XIV, 1966, 81–83.

** Torre: Dos actitudes ante el idioma, en ABC, 28–IV–1966.

*** Sánchez Ferlosio, Sánchez de Zavala, García Calvo, Pierá Gil: Manifiesto a los hablantes en lengua castellana, en Cuad. Diál. Nº 29, febrero 1966, 43–44. Muy frívolo el comentario de Alfonso Sastre: Hablar y escribir, en ABC, 6–VII–1966.

**** Cf., por ejemplo, mi libro La transcripción castellana de los nombres propios griegos, Madrid, 1961.