La traducción de las letras árabes en el siglo XVIII
Fernando Rodríguez Mediano (ILC–CSIC)
Introducción
Los estudios árabes en la España del siglo XVIII están marcados por un hito que tiene, en buena medida, un carácter fundacional: la publicación del primer gran catálogo de los manuscritos árabes de la Biblioteca del Escorial a cargo del sacerdote maronita Miguel Casiri. Esta obra esencial, titulada Bibliotheca arabico–hispana escurialensis (Casiri 1760–1770), resume en sí varios de los elementos más importantes de la cultura española ilustrada con respecto a la erudición arábiga. En primer lugar, se trata de la primera vez que se produce, en España, un intento institucional sistemático de poner en valor el patrimonio escrito y material andalusí. De hecho, aunque ya desde el siglo anterior se conocía el extraordinario valor del fondo árabe de la biblioteca escurialense, hasta la obra de Casiri no se había materializado ningún proyecto serio de explotar su contenido, a diferencia de lo que había ocurrido en otras grandes bibliotecas europeas, en Roma, París o Leiden. Como se verá más adelante, este apoyo institucional queda bien representado en la figura de Pedro Rodríguez Campomanes. En todo caso, el impulso ilustrado a los estudios árabes adquirió en España el carácter de momento fundacional, hasta el punto de que el siglo XVIII ha sido considerado como el «origen» de estudios en España (Fernández 1991), con un considerable retraso con respecto a otros países de Europa. Se ilustra así una vieja contradicción, que ya señaló en su día Marcel Bataillon, según la cual España era el país más preparado, por su historia, para constituirse en semillero de estudios orientales, y el menos dispuesto a hacerlo por razones ideológicas.
Por otro lado, la propia figura de Miguel Casiri representa la importancia que tuvieron los maronitas siriolibaneses en el desarrollo de los estudios árabes en Europa y España. El punto de partida de este fenómeno es la fundación del Colegio Maronita de Roma a finales del siglo XVI. Miguel Casiri no fue el único, aunque sí el más importante, maronita en la España de su tiempo. La relevancia de su figura puede compararse, quizás, con la de su maestro Giuseppe Simone Assemani, que trabajó en Roma y comenzó la monumental Bibliotheca Orientalis, el proyecto de catalogación de los manuscritos orientales de la Biblioteca Vaticana; labor por la cual fue nombrado obispo.
En tercer lugar, la Bibliotheca de Casiri es, además de un catálogo, una gran obra de traducción del árabe al latín. Gracias a ella, un considerable número de textos árabes se hizo asequible a lectores no especializados. Sin embargo, el trabajo de Casiri no tuvo un impacto inmediato en la cultura erudita de su tiempo. Salvo algunas excepciones, la explotación de los manuscritos del Escorial fue difícil y penosa; sólo a lo largo del XIX comenzaría un trabajo continuado de explotación y edición de las principales obras andalusíes. Por otro lado, la cultura ilustrada española tenía interés sobre todo en la traducción de textos científicos árabes, de los que se podía extraer una utilidad práctica, y dejó de lado otros ámbitos, como el religioso o el literario, a los que se siguió accediendo, fundamentalmente, a través de las traducciones a lenguas europeas. Una prueba de este desinterés puede verse, por ejemplo, en la Instrucción que Campomanes redactó para los participantes en el viaje que Patricio de la Torre y otros compañeros realizaron a Marruecos entre 1798 y 1802 para aprender árabe clásico y dialectal, y en la cual se hacía explícito el poco interés que se mostraba hacia el Corán y otros textos religiosos musulmanes, en comparación con la importancia que se daba, por ejemplo, a los textos agrícolas (Justel 1991: 39).
El árabe y los arabistas en las instituciones
La carrera de Miguel Casiri en España es inseparable del mecenazgo que sobre ella ejerció el conde de Campomanes, y, en general, el ambiente intelectual ilustrado español, convencido de la necesidad de hacer lo posible para desarrollar los estudios orientales en España. Hay que decir, en primer lugar, que Casiri no fue, ni mucho menos, el único maronita que trabajó en España en el s. XVIII. Por su relación con el ámbito erudito, se pueden citar los nombres de Pablo Hodar, de la familia San Juan, de los que se hablará más adelante, o de Elias Scidiac, que llegó en 1786 a España, donde permaneció hasta su muerte, ocurrida seguramente a comienzos de 1829 (Arribas Palau 1991). Sin embargo, ninguno de ellos tuvo el impacto intelectual de Casiri, cuya trayectoria es ciertamente extraordinaria.
En 1750, el gran erudito y sacerdote Martín Sarmiento realizó un informe para el jesuita Francisco Rávago, confesor de Fernando VI, en el que trataba «sobre el nuevo trabajo de los códices manuscritos orientales de la Real Biblioteca de El Escorial» (Fernández 1996: 106). Aunque el padre Sarmiento no era orientalista, argumentaba con rotundidad en favor de potenciar la traducción de manuscritos árabes, la imprenta en árabe y la formación de orientalistas (Fernández 1996: 107). Rávago había conocido a Casiri en Roma, en el Colegio Maronita, donde había dado clase de teología, y le convenció para venir a España, donde el sacerdote libanés obtuvo la plaza de escribiente supernumerario de la Real Biblioteca, una de las instituciones en las que hubo regularmente puestos profesionales relacionados con el árabe. Casi inmediatamente después de su llegada a España, Casiri conoció a Pedro Rodríguez Campomanes y comenzó a darle clases particulares de árabe (Rodríguez Mediano 2020). Como se sabe, Campomanes tenía un interés extraordinario en la práctica de la historia y en el aprendizaje de lenguas, y precisamente en esos años se dedicó al estudio de dos de sus principales pasiones eruditas, el griego y el árabe. En 1748, Campomanes ingresó en la Real Academia de la Historia como miembro honorario, iniciando así su carrera en una institución de la que acabaría siendo director en 1764. La Academia de la Historia sería fundamental a la hora de llevar a cabo proyectos muy importantes en relación con el tema que aquí tratamos, como el del inventario e interpretación de las inscripciones árabes de España (Martínez Núñez 2007) y de las monedas andalusíes (Martín Escudero 2010). Estos proyectos, junto la Bibliotheca de Casiri, permiten vislumbrar el alcance del programa ilustrado que pretendía poner el valor los restos textuales y materiales de la cultura árabe para la escritura de la historia de España.
En la España a la que llegó Casiri había ya trabajando varios arabistas, algunos de los cuales eran, también, maronitas como él. Entre ellos sobresale la familia San Juan, cuyo primer miembro en España fue ‘Abd al–Masīḥ, natural de Alepo y que se estableció en España como escribiente de lenguas orientales en 1692. El puesto fue ocupado por miembros de su familia hasta la llegada de Casiri. La presencia de éste en España suponía el cumplimiento del deseo de muchos eruditos de la época, como Sarmiento, Francisco Pérez Bayer, Andrés Marcos Burriel o el propio Campomanes, que veían la necesidad de contar con alguien con las capacidades intelectuales y lingüísticas para llevar adelante los proyectos del arabismo ilustrado. Por otro lado, para los arabistas que ya trabajaban en España, Casiri era un rival para ocupar posiciones profesionales, como la de escribiente de lenguas orientales en la Biblioteca Real. Conocemos, por ejemplo, la rivalidad que enfrentó a Casiri con Juan Amón de San Juan. Dicha rivalidad se trasladó a la competición por las cátedras que comenzaron a crearse: así, cuando en 1770 se dotó a los Reales Estudios de San Isidro de una cátedra de árabe, ésta fue ocupada por un discípulo de Juan Amón de San Juan, Mariano Pizzi, cuyos conocimientos del árabe eran escasísimos (Carrillo & Torres 1982: 28–36), y que, además, había estado involucrado en una sonora falsificación. Se trata, en todo caso, de una cátedra que se adelanta a otros intentos de institucionalización de la enseñanza del árabe en las universidades de Valencia, de Alcalá de Henares o de El Escorial (Carrillo & Torres 1982: 27). En este último lugar, por cierto, ocupó la cátedra de árabe a partir de 1787 el jerónimo Patricio de la Torre, un notable arabista entre cuyas obras destaca su arduo trabajo de refundición de la obra de fray Pedro de Alcalá Vocabulista arávigo (Alcalá 2018).
Es sabido que conde de Campomanes tenía especial interés por la erudición arábiga, y aunque él mismo nunca pudo componer estudios destacados en ese campo, como lo hizo, por ejemplo, en los estudios medievales, promovió la realización de varios trabajos fundamentales de arabismo, como son un diccionario y una gramática. En este campo, España tenía un retraso de un siglo con respecto a otros países europeos, donde se habían impreso un buen número de obras de este tipo. Una mención especial merecen la Gramática de Thomas Erpenius (1613) y el Diccionario de Jacob Golius (1653); obras que, durante el siglo XVII y después, adquirieron la condición de referencias canónicas en su género. Campomanes propició la realización, por parte del padre Francisco Cañes, de una Gramática arábigo–española, vulgar y literal (Madrid, Imprenta A. Pérez de Soto, 1776) (Moscoso 2017) y de un Diccionario Español–Latino–Arábigo (Madrid, Antonio Sancha, 1787). Sea cual sea el valor real de estas obras, su publicación refleja la extensión del proyecto arabista de la Ilustración española, y que está bien reflejado en el «Discurso preliminar sobre la utilidad de la lengua arábiga», escrito por el propio Campomanes y que sirve de prólogo al Diccionario de Cañes (Cañes 1787, vii–xxxv). En él defendía la necesidad de estudiar el árabe, afirmando que «el conocimiento de este idioma es tan necesario a los españoles para entender con perfección sus propios escritos, como para traducir e interpretar los arábigos» (Cañes 1787: xvi). En esta misma estela, varios arabistas españoles de la época, como Manuel Bacas Merino (Moscoso 2008), Mariano Pizzi, José Carbonel y Fogasa (Rodríguez Mediano 2020) o Patricio de la Torre, escribieron ensayos o libros de gramática y léxico árabe, en distintos grados de elaboración, impresos o no, pero que muestran la necesidad de producir este tipo de materiales.
En fin, para completar el número de noticias sobre instituciones de enseñanza del árabe en la España del siglo XVIII, hay que señalar la existencia de otra ligada específicamente a las misiones de los franciscanos, el Colegio Trilingüe de Sevilla, fundado en 1694. Se sabe poco sobre su actividad, que en todo caso se prolongó durante muy pocos años (en 1707 estaba ya cerrado desde hacía un tiempo) y dejó pocas trazas (Lourido 2006).
Una biblioteca hispano–árabe
La Bibliotheca de Casiri puede ser considerada, además de como un catálogo de manuscritos, como una crestomatía de traducciones del árabe al latín. En efecto, no se limita a hacer un inventario de los manuscritos de la biblioteca regia, sino que trufa su texto de disertaciones, traducciones, etc., que convierten su obra en algo más que un simple catálogo, en una biblioteca oriental, que sigue el modelo de otras obras europeas que, al menos desde el siglo XVII, habían intentado sistematizar lo que en Europa se conocía sobre la literatura árabe. Ya se ha citado la Bibliotheca de Giuseppe Assemani, que desde luego ejerce una influencia directa, personal y científica sobre Casiri; se pueden añadir otros ejemplos ilustres, como la Bibliothèque orientale (1697) del francés Barthélemy d’Herbelot o, de manera muy especial, el Promtuarium sive Bibliotheca orientalis (1658) del suizo Johann Heinrich Hottinger, que Casiri cita en su propia obra. Por supuesto, otro erudito destacado fue Nicolás Antonio, el gran bibliógrafo sevillano del siglo XVII, cuyas Bibliotheca hispana nova (1672) y Bibliotheca hispana vetus (1696, póstuma) constituyeron un punto de referencia fundamental para la Ilustración española. En la Bibliotheca hispana vetus incluyó un capítulo con el título de «Bibliotheca arabico–hispana». Todas estas obras forman parte de una tradición intelectual que llega hasta Casiri (y más allá), y que explica la forma y el sentido de su obra: crear un canon de la literatura árabe española, y un sistema de acuerdo al cual organizar intelectualmente la relación de España con el oriente arábico, y convertirla en una forma de conocimiento que pudiese ser integrada dentro del canon general de la propia historia o, por decirlo de otra manera, encontrarle un lugar dentro de la «Biblioteca hispana» (Rodríguez Mediano, en prensa).
Es así como debemos entender, pues, el género al cual pertenece la Bibliotheca de Casiri: los manuscritos son descritos, clasificados según un orden temático y explicados por una serie de disertaciones y traducciones. Así, Casiri escribe sobre el origen de los árabes, sobre la geografía árabe y su antigüedad, sobre la cronología de al–Andalus y su historia, sobre la identidad del geógrafo conocido en Europa como «el Nubiense», y que se corresponde en realidad con el famoso autor árabe del siglo XII al–Idrīsī, que trabajó en Sicilia para el rey Roger II. La Bibliotheca está también trufada de traducciones latinas de fragmentos de obras árabes, como la Takmila de Ibn al–Abbār, la Iḥāṭa fī ajbār Garnāṭa de Ibn al–Jaṭīb, la Ṣila de Ibn Baškuwāl, la Bugyat al–multamis de al–Ḍabbī. El resultado es una colección de traducciones de textos históricos y biográficos que constituye el primer intento, más o menos sistemático, de aprovechar el contenido de estas fuentes importantísimas para la historia de al–Andalus, y ponerlo a disposición de los eruditos españoles. Nos podemos preguntar sobre el impacto real de la obra de Casiri en la historiografía española. Por un lado, se pueden señalar su influencia directa en una obra tan importante como la Bibliotheca arabico–aragonensis de Asso del Río (Asso del Río 1782), donde se recogen noticias de varios autores de Aragón en la época musulmana y se traducen al latín algunos textos árabes, entre los que destaca sin duda la traducción de algunas maqāmas del autor zaragozano Muḥammad b. Yūsuf al–Tamīmī al–Saraqusṭī, y que puede situarse a la altura de otras importantes contribuciones al conocimiento de la literatura árabe en Europa.
También se puede observar la huella del trabajo de Casiri en una obra magna como la Historia crítica de España y de la cultura española del jesuita Juan Francisco Masdeu, cuyos 20 volúmenes empezaron a publicarse en italiano en 1781 y en castellano en 1783. Ya autores como José Antonio Conde señalaron que Masdeu, en la parte dedicada a la historia de al–Andalus, se había limitado a utilizar la obra de Casiri, ya que él mismo no podía acceder a los textos árabes. El propio Conde criticaba duramente a Casiri: para él, «los fragmentos traducidos por Casiri han sido para las tinieblas de nuestra historia como la luz de los relámpagos, que deslumbran y desatinan más que aclaran o ilustran. Hay en dichos fragmentos frecuentes equivocaciones de personas, lugares y tiempos, que no puede corregir el que no consulte los originales que leyó Casiri, y copió y trasladó con precipitación, con muchos vacíos, y expresando a las veces cosas muy diversas, y aun contrarias de lo que en ellos se dice» (Conde 1820: I, xiv). Son críticas que, finalmente, encontrarían algo más que un eco en la obra del orientalista holandés Reinhart Dozy, que dedicó ásperas críticas tanto a Casiri como al propio Conde. Sobre los fragmentos históricos traducidos por el sabio maronita, Dozy escribió que «vous savez aussi que ces extraits laissent beaucoup à désirer sous le rapport de l’exactitude; que Casiri ne s’était pas suffisamment familiarisé avec le sujet qu’il voulait éclaircir, et qu’il ne se distingue pas d’ailleurs par un jugement ferme et éclairé» (Dozy 1849: I, v). Este juicio severísimo estaba llamado a hacer fortuna y, en buena medida, ha oscurecido el auténtico valor de las obras de ambos, que aún están a la espera de una reevaluación crítica.
Una observación más sobre Casiri: aunque la Bibliotheca es unánimemente reconocida como su obra más importante, no fue la única. Ya se ha señalado su intervención en la interpretación y catálogo de monedas e inscripciones andalusíes. Llevó acabo también distintos trabajos históricos y geográficos, además de su labor como intérprete oficial. Sin embargo, uno de sus obras más notables fue la traducción latina del manuscrito escurialense de los cánones de la iglesia hispana en árabe (Massad 1959: 38–40). Se trata de un proyecto en el que también colaboraron otros maronitas, como Pablo Hodar y Elias Scidiac. El resultado del trabajo de Casiri se encuentra manuscrito en la Biblioteca Nacional, y es significativo por una razón principal: como se ha dicho, el arabismo ilustrado español estaba interesado fundamentalmente por los manuscritos árabes de tipo científico, y mucho menos por los de tema religioso. Ahora bien, la expresión «tema religioso» se refiere aquí al islam. Obviamente, el cristianismo árabe interesó al arabismo de la época, y este trabajo de Casiri, que acababa relacionando la tradición mozárabe con su propia condición de cristiano oriental, demuestra la importancia que se le daba al cristianismo árabe, también como un vector que daba sentido a la historia de España.
Ibn al–’Awwām, Ibn al–Bayṭār y la Tabla de Cebes
A lo largo del siglo XVIII el proyecto intelectual de la élite ilustrada retoma el viejo anhelo de la historia crítica del siglo anterior de impulsar los estudios orientales. Ya se ha visto cómo personajes como Campomanes, e instituciones como la Real Academia de la Historia, se implicaron activamente en ese objetivo. Cabe, sin embargo, preguntarse por los resultados reales de ese proyecto, que se pueden considerar desiguales. Una manera de ilustrar esa desigualdad puede ser, precisamente, considerar con cierto detalle la diversa fortuna de varios proyectos de traducción del árabe en el siglo XVIII español.
El más importante de los mismos es, sin duda, la traducción del Kitāb al–filāḥa o Libro de agricultura de Ibn al–‘Awwām por parte de José Antonio Banqueri (Ibn al–‘Awwām 1802). Se trata de un proyecto largo y complejo. Banqueri fue un franciscano granadino que puede ser situado en un ámbito intelectual muy concreto: por un lado, aprendió árabe en Portugal con P. Hodar. Por otro lado, gozó de la protección de dos destacados eruditos de la época, los hermanos Rafael y Pedro Rodríguez Mohedano, autores de un magno proyecto de Historia literaria de España (Labarta 2015: 80–81). En 1779 Banqueri se trasladó a Madrid, donde entró en contacto con Casiri y Campomanes, cuyo patrocinio fue fundamental durante el resto de su carrera de arabista. Campomanes intentó, sin éxito, que Banqueri ocupara la cátedra de Hebreo y Árabe de los Reales Estudios de San Isidro, aunque logró que fuese admitido en 1783 como académico correspondiente de la Real Academia de la Historia y más, tarde, en 1784, que ocupara una plaza de traductor de árabe y oficial escribiente supernumerario en la Real Biblioteca (Martín Escudero s. a.).
El concurso de Campomanes fue fundamental para llevar a cabo esta traducción del Libro de Agricultura Ibn al–‘Awwām. La Ilustración española había identificado los aspectos de la cultura clásica árabe que más le interesaban. Desde luego, su preocupación fundamental no era, como se ha dicho, el estudio de la cultura religiosa y jurídica de los musulmanes. Conforme a una cierta idea ilustrada de la utilidad pública, eruditos y políticos como Campomanes habían comprendido la significación de las obras árabes de ciencias naturales, agricultura o medicina, campos en los que el aporte de la cultura árabo–musulmana se consideraba fundamental. Con este norte intelectual, se habían detectado obras tan importantes como las de Ibn al–‘Awwām e Ibn al–Bayṭār, de la que hablaré más adelante.
Yaḥyà b. Muḥammad Ibn al–‘Awwām fue un agrónomo sevillano que vivió entre los siglos XII y XIII, en plena época almohade. Su Kitāb al–filāḥa es una auténtica enciclopedia que recoge todo el saber de agronomía de su tiempo. Un valioso manuscrito de la obra se encontraba en la Biblioteca de El Escorial, y Casiri, al trabajar en su catálogo, había descubierto la importancia del mismo. De hecho, una primera traducción de dos capítulos de la obra de Ibn al–Awwām, realizada por Casiri y por Campomanes, apareció como apéndice a la traducción española del Tratado del cultivo de las tierras de H.–L. Duhamel de Monceau, seguida además de una lista de autores y un pequeño glosario (Duhamel de Monceau 1751: 239–268; García Sánchez & Hernández Bermejo 1988: 41). El propio Casiri había expresado públicamente su intención de traducir y editar el libro entero, pero el proyecto se demoró hasta que se dio cuenta de que ya no tenía las fuerzas ni el tiempo suficientes para llevarlo a cabo. Fue entonces cuando decidió encargar la tarea a su discípulo Banqueri, quien ya había velado sus primeras armas de arabista y traductor (Ibn al–‘Awwām 1988: 16–17). Cuando Banqueri comenzó a trabajar en este proyecto se encontró con un gran obstáculo, y es que el acceso al manuscrito original le fue vetado por Francisco Pérez Bayer. Por esta razón, trabajó en principio sobre una copia del manuscrito que había realizado su maestro Hodar; como explicaba el propio Banqueri, en las veces en que ambos manuscritos diferían, él optaba por la versión de Hodar, que le parecía más correcta que la original, pues el maronita había corregido los numerosos errores del manuscrito escurialense. Al fin, en 1786, y gracias a la intervención real, Banqueri pudo acceder al manuscrito en cuestión, y llevar a cabo un largo trabajo de traducción e impresión que no culminó hasta 1802 (García Sánchez & Hernández Bermejo 1988: 41–42). Los dos volúmenes de la edición original está prologados por el propio Campomanes, en un interesante texto en el que, entre otras cosas, señala el valor que la obra podría tener para el público español y, en especial, para los «labradores de la península», para que «puedan mejorar sus cultivos y restablecerlos en el pie floreciente que tenían en el tiempo de los moros; a que debe atribuirse, como reflexiona Don Miguel Casiri, la numerosa población de las provincias que ocupaban en España»; y también para los «profesores de la botánica, medicina y albeytería» (Ibn al–‘Awwām 1988: 4). El resultado del trabajo de Banqueri es notable; aunque, como de costumbre, la obra recibiera unas décadas más tarde la crítica implacable del orientalista holandés Reinhardt Dozy, los expertos actuales en agronomía árabe valoran y ensalzan el encomiable esfuerzo del franciscano granadino (García Sánchez & Hernández Bermejo 1988: 42).
Ya en su introducción a la edición y traducción de Ibn al–’Awwām, José Antonio Banqueri explicaba cómo el trabajo sobre el manuscrito del agrónomo sevillano sólo podía acometerse trabajando al mismo tiempo sobre el libro de Ibn al–Bayṭār. La razón era que no era posible «sin el auxilio de ese códice [el de Ibn al–Bayṭār] fixar el específico significado de los nombres de plantas que ocurren en el de agricultura, y que en la mayor parte no se contienen en los diccionarios arábico–latinos de Golio y de Giggei» (Ibn al–‘Awwām 1988: 17). En efecto, la obra de Ibn al–’Awwām y la de Ibn al–Bayṭār fueron consideradas merecedoras de ser editadas y traducidas como parte de un mismo proyecto. Sin embargo, la traducción de Ibn al–Bayṭār no llegó a completarse, y quedó como el gran trabajo frustrado de esta época.
‘Abd Allāh b. Muḥammad Ibn al–Bayṭār al–Mālaqī es considerado como el más grande de los botánicos andalusíes. Natural de Málaga, viajó en la primera mitad del siglo XIII por el Norte de África y el Oriente musulmán, y murió finalmente en Damasco. Su obra más importante es el Kitāb al–ŷāmi’ li–mufradāt al–adwiya wa–l–agdiya (Colección de medicamentos y alimentos simples) constituye una magna enciclopedia de farmacopea, donde recogió noticias de alrededor de alrededor de 1400 simples. Para ello, sistematizó todo el saber clásico (como la obra de Dioscórides) y el de los botánicos árabes medievales, añadiendo además unas 200 plantas desconocidas hasta entonces (Carrillo & Torres 1982: 17). A este valor científico, la obra de Ibn al–Bayṭār agregaba un alto valor lingüístico, pues recogía palabras en árabe, persa, griego, bereber y latino–romance. Por ello, el padre Sarmiento encarecía la importancia de la obra «para rastrear la antigüedad de la lengua española y castellana» (Carrillo & Torres 1982: 17).
Banqueri tuvo muchas dificultades para llevar a cabo la traducción del texto de Ibn al–Bayṭār, pues no puedo acceder al manuscrito original, y tampoco a una copia moderna, como había ocurrido en el caso de Ibn al–Awwām (Ibn al–Awwām 1988: 17). Estas dificultades fueron debidas, en buena medida, a la rivalidad entre los distintos arabistas y clanes intelectuales de la época. Al final, la traducción no llegó a publicarse, aunque quedan rastros de los distintos intentos que se llevaron a cabo para realizarla. Así, el maronita Juan Amón de San Juan llegó a traducir dos tercios de la obra, seguramente después de 1784, aunque una ceguera le impidió terminar la traducción. El resultado final de su trabajo se conserva hoy en un manuscrito de la BNE (Carrillo & Torres 1982: 40–41).
Como se ha dicho, en los años 1780, Banqueri estaba trabajando sobre su traducción del Libro de Agricultura de Ibn al–Awwām, y sentía necesidad cada vez mayor de consultar la obra de Ibn al–Bayṭār. Al final, pudo acceder al manuscrito en 1785, y seguramente a un segundo manuscrito en la misma biblioteca de El Escorial. Lo que queda de su trabajo son 57 páginas del texto árabe, otras tantas de la traducción castellana, y seis páginas del prólogo de Banqueri, que se conservan en un manuscrito de la Biblioteca del Museo Británico y fueron editadas y traducidas por Carrillo y Torres en la obra citada (1982). En todo caso, el de Ibn al–Bayṭār queda como un importante proyecto de edición y traducción del arabismo español del siglo XVIII que no llegó a culminarse.
Cabe, finalmente, mencionar la traducción, por Pablo Lozano Casela, la Paráfrasis árabe de la Tabla de Cebes (1793), que es su trabajo literario más importante (Lozano Casela 1793). Lozano fue escribiente de la Biblioteca Real, y había estudiado árabe con E. Scidiac. Como se sabe, la Tabla es un texto clásico, cuyo autor, Cebes, fue tradicionalmente identificado con un discípulo de Sócrates. Se trata de un diálogo alegórico moral sobre la vida humana, con una reflexión que parte de la contemplación de una pintura. En 1640, Claude Saumaise (o Salmasius), publicó la edición plurilingüe del texto que había preparado Johann Elichmann, en la que se incluía la traducción árabe, llamada paráfrasis porque era más largo que el original, y que se atribuía al filósofo persa Ibn al–Miskawayhi; es precisamente este texto en el que se basó Lozano para su traducción. Además de la Tabla, el volumen incluye una traducción de refranes árabes, basada en los que había recogido y publicado el orientalista holandés Thomas Erpenius. El libro de Lozano, concebido como un texto de enseñanza del árabe (de hecho, el volumen incluye el texto árabe sin vocales para la práctica de los estudiantes) difiere de otras traducciones, como las de Ibn al–‘Awwām, en el sentido de que no se trata de la traducción de un manuscrito de El Escorial, sino de textos producidos por la erudición orientalista europea del siglo XVII.
Varias falsificaciones
Las falsificaciones literarias e historiográficas en España tienen una larga historia, y durante el siglo XVIII se produjeron algunas muy sonadas (Álvarez Barrientos 2014). Algunas de ellas tienen una relación directa con el arabismo, y deben ser entendidas, también, dentro del marco más general de las guerras literarias de la España ilustrada (Cebrián 1997, Torrecilla 2009). Una de las falsificaciones más notables por lo que atañe a las traducciones del árabe es el libro Tratado de las aguas medicinales de Salam–Bir (Tratado 1761; Torres 1998). La obra se presentaba como la traducción de un auténtico tratado árabe, tal y como contaba Pizzi en el «Prólogo» (fātiḥa) del libro: según él, había encontrado el antiquísimo manuscrito árabe del tratado en una librería de Madrid. No pudo leerlo por «lo borrado, obscuro y confuso de sus caracteres», y se lo pasó a Juan Amón de San Juan, escribiente de lenguas orientales en la Biblioteca Real (y que, por cierto, escribe al comienzo del volumen una «Aprobación» en la que certifica que Pizzi había hecho la traducción «con tanta fidelidad y elegancia como si el traductor fuera oriental»).
La historia del hallazgo del viejo manuscrito árabe constituye un antiguo tópico literario, y no es sorprendente hallarlo en una falsificación como ésta: recuérdese que una de las falsificaciones más notables del XVI español fue la Historia verdadera del rey don Rodrigo, de Miguel de Luna, que era también la supuesta traducción de una fuente árabe, y que fue probablemente el libro sobre el que Cervantes ironizó en el Quijote.1 En el caso del Tratado, además, se retomaba el viejo y polémico tema del valor curativo de los baños, referido, fundamentalmente, a los baños árabes. No es un azar que el propio Miguel de Luna escribiese también, en su tiempo, un tratado sobre el tema. Conforme a la mentalidad ilustrada que ya hemos visto, Pizzi afirmaba la utilidad de la traducción para sus contemporáneos: «pero si atendemos a que estas [las aguas] tienen oy los mismos principios que halló el Autor en su examen, no podremos dudar de su actividad u eficacia para vencer y extirpar las mismas enfermedades de que triunfaron entonces (Tratado 1761: xx–xxi).
Como advierte el título de la obra, la traducción está acompañada de notas del propio Pizzi, donde realiza comentarios históricos o filológicos, que explican, por ejemplo, el significado de las palabras árabes supuestamente originales del manuscrito; un aparato crítico de una erudición ramplona que busca dotar al texto de una apariencia de autenticidad, y en el que incluso se llega a señalar que no se ha podido traducir un fragmento porque el original estaba en mal estado. Todos estos recursos, sin embargo, no logran enmascarar la falsedad de la publicación, cuya gestación y producción ha sido estudiada con detalle, entre otros, por M.ª Paz Torres (1998). Pizzi era un médico valenciano que contó con la colaboración de Juan Amón de San Juan para lanzar su carrera de arabista en Madrid. Entre ambos pergeñaron la falsificación del Tratado, con la ayuda ocasional de Hodar, que contactó con ambos a su llegada a Madrid, aunque luego se convertiría en su enemigo (Torres 1998: 231–235). A pesar de que la falsedad del Tratado fue descubierta casi inmediatamente gracias a varios informes, entre los que se encontraba el del propio Casiri, y a pesar del poco conocimiento de árabe que tenía Pizzi, este fue nombrado primer catedrático de árabe en los Reales Estudios de San Isidro.
Otro personaje que, como Pizzi, ha gozado de fama de falsario y mal arabista es Faustino de Muscat y Guzmán, también conocido como Faustino de Borbón (González Castrillo 2015). Escribiente de árabe de la Real Biblioteca, llevó a cabo varios trabajos, la mayoría de los cuales quedó manuscrita. Así, realizó una traducción parcial del repertorio biográfico de Abū Ŷa’far Aḥmad al–Ḍabbī Bugyat al–multamis, de finales del siglo XII, que llegó a merecer una crítica favorable de Casiri y de Hodar (aunque este criticó después el poco árabe que sabía Muscat). Fue también el autor de una inconclusa Poligrafía Arábigo–hispana, que le llevó a trabajar sobre manuscritos escurialenses y materiales epigráficos árabes. Por otra parte, su obra más conocida, por haber sido publicada, se titula Cartas para ilustrar la historia de la España árabe (1796), y en ella se propone discutir algunas de las cosas que Masdeu incluyó en su Historia crítica de España. Esta obra ha merecido, frecuentemente, las críticas más duras, llegando a ser comparada, negativamente, con la del propio Miguel de Luna (González Castrillo 2015: 139–141).
El siglo XVIII conoció al menos otra gran falsificación relacionada con las antigüedades arábigas: se trata del fraude de la Alcazaba de Granada, claramente relacionado con el de los Libros Plúmbeos del Sacromonte, con los que conforma un auténtico «ciclo falsario» (Barrios Aguilera 2021). El principal responsable de esta falsificación fue Juan de Flores y Oddouz, prebendado de la catedral de Granada e intérprete de caracteres antiguos e idiomas exóticos en la Real Junta de las excavaciones de Granada (Sotomayor 1988). Desde 1754, y aprovechando su posición en las excavaciones de la Alcazaba de Granada, Flores llenó las mismas de piezas e inscripciones falsas, que depositaba en el yacimiento por la noche y se «descubrían» por la mañana. El fraude alcanzó una dimensión muy notable, y al final les valió a sus responsables un juicio y una condena en 1777. Quizás el más importante colaborador de Flores en esta falsificación fue Cristóbal de Medina, profesor del Sacromonte y canónigo del cabildo de Málaga, que actuó también como traductor en las excavaciones. Su intervención refleja cómo uno de los objetivos del fraude de la Alcazaba era legitimar las antiguas falsificaciones del Sacromonte y a los que seguían defendiendo su autenticidad incluso después de la condena papal. Resulta significativo que este fraude sea contemporáneo del ya citado proyecto de catalogación y traducción de las inscripciones árabes de España, en el que Casiri desempeñó un papel crucial, y de otros proyectos ilustrados de estudio de la historia y la arquitectura de España (Rodríguez Ruiz 1992). Este ejemplo muestra cómo la actividad de estos arabistas de los que hablamos debe entenderse dentro del marco general de un proyecto moderno de historia de España que pensaba cómo integrar en el mismo, de manera crítica, la erudición arábiga.
Historia y literatura
En efecto, toda esta actividad arabista debe ser entendida dentro de un marco intelectual más amplio, en el que la erudición orientalista se inserta de diversas maneras y responde a diferentes problemas. Por un lado, ya desde el siglo XVII, la historiografía crítica española se había planteado la cuestión del valor de las fuentes árabes para escribir la historia de España. La vinculación del proyecto ilustrado con esa tradición crítica se demuestra, por ejemplo, en la edición que Gregorio Mayans hizo de varias obras de Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar; las Obras chronológicas de éste incluían, por ejemplo, una larga disertación sobre la cronología musulmana y su importancia para la historia de España (Rodríguez Mediano 2016). La cronología, la geografía, las crónicas árabes, podían servir para el conocimiento del pasado español: esto explica que, de Mondéjar a Campomanes, de Pellicer a Nicolás Antonio, se puedan encontrar las huellas que las ediciones y traducciones europeas de Elmacino o El Nubiense (es decir, al–Idrīsī) dejaron en la historiografía española, que buscaba en esas obras materiales que utilizar en sus propios trabajos. Esta búsqueda de textos árabes en ediciones europeas no se compadecía, sin embargo, con un trabajo sistemático en los manuscritos del Escorial. El catálogo de Casiri constituyó el primer esfuerzo serio en este sentido, aunque su impacto en la historiografía española fue, como se ha visto, desigual.
Por otro lado, la inserción del pasado musulmán en una narrativa de la historia europea y española produjo debates importantes que desempeñaron un papel significativo en la propia práctica de la historia de la cultura. Así, por ejemplo, ya desde el siglo XVII se discutía en Europa sobre el problema de la conformación de los géneros literarios y el origen de la novela. La teoría de que la novela europea provenía de la narrativa árabe demostraba hasta qué punto el material de los relatos de frontera, o los libros como el de Ginés Pérez de Hita, habían influido en la cultura europea. El de la novela es sólo un ejemplo de cómo una concepción universalista y genética de la cultura humana tenía que pensar este problema de la relación de Europa con la cultura árabe. Uno de los más importantes defensores ilustrados de esa concepción universalista de la historia de la literatura, en la que la cultura árabe habría desempeñado un papel fundamental en la transmisión de la cultura clásica a Europa, fue el jesuita Juan Andrés, que expuso sus ideas en su Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura (1782–1799). Andrés estaba muy interesado en la cultura árabe y sabemos, por ejemplo, que había solicitado a Casiri información sobre un manuscrito en el que se resumía el gran tratado de música compuesto por el filósofo Muḥammad b. al–Faraŷ al–Farabī. Al final, el encargado de preparar el texto para Juan Andrés fue Banqueri (Donoso & Mombelli 2018–2019: 259–260). Por supuesto, esta afirmación de la influencia de la cultura y la literatura árabe en Europa era polémica, y fue debatida por quienes la negaban, como fue el caso de Esteban Arteaga y su Della influenza degli arabi sull’origine della poesia moderna in Europa (1791). La obra de Arteaga es importante en la historia de la estética y en la musicología, y puede ser un buen indicador de cómo la erudición arábiga se integraba en reflexiones centrales de la historiografía ilustrada. En el terreno de la literatura, en concreto, el creciente conocimiento de la poesía oriental, árabe, hebrea o persa, no sólo había suscitado proyectos de tipo comparatista, sino que comenzaba a abrir un nuevo horizonte estético que intentaba trasladar los versos árabes a los metros castellanos. Algunos ejemplos de traducciones poéticas pueden encontrarse en el volumen Ensayos sobre la gramática y poética de los árabes de Patricio de la Torre y Miguel García Asensio (Madrid, Antonio Sancha, 1787). Este interés por la poesía iba a culminar pronto en un romanticismo orientalizante que, en el caso español, puede encontrar su punto de partida en el libro de Gaspar María de Nava, conde de Noroña, Poesías asiáticas, puestas en verso castellano (Madrid, 1833), en el que, aunque a través de traducciones indirectas, se percibe ya el sentido de una nueva cultura literaria, y el papel que desempeñaría en ella la referencia oriental.
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