Juan Luis Vives: «Versiones o interpretaciones» en De ratione dicendi (1532).
Fuente: Francisco Lafarga (ed.), El discurso sobre la traducción en la historia. Antología bilingüe, Barcelona, EUB, 1996, 135–141. Traducción de Olga Gete.
Versión es la traducción de palabras de una lengua a otra conservando el sentido; en algunas versiones sólo se contempla el sentido, en otras sólo el estilo y la expresión, como si alguien tratara de pasar a otras lenguas los discursos de Demóstenes o de Marco Tulio, o los poemas de Homero o de Marón, observando escrupulosamente su forma y color. Intentarlo sería propio de persona que no ha entendido cuánto difieren las lenguas, pues no hay ninguna lengua tan rica y variada que permita una correspondencia total con las figuras y giros incluso de la menos elocuente. «No todo se presta fácilmente a que lo traduzcamos del griego –dice Marco Fabio– como tampoco lo hace cuando ellos han pretendido expresar con sus palabras las nuestras». Un tercer género de versión es cuando se consideran fondo y forma, o sea cuando las palabras aportan fuerza y gracia al contenido, ya aisladas, ya reunidas o en el conjunto de la frase. En aquellas interpretaciones en que sólo interesa el contenido, cabe más libertad y se goza de cierta indulgencia si se omite algo que no afecte al sentido o si se añade algo que lo ayude. Las figuras y esquemas de una lengua no deben copiarse en otra, y mucho menos si son idiotismos. No veo hasta qué punto conviene admitir solecismos o barbarismos para reproducir contenidos con igual número de palabras, cosa que han hecho algunos al traducir a Aristóteles y las Sagradas Escrituras. […]
Las interpretaciones no sólo son convenientes sino especialmente necesarias, en todas las disciplinas y ciencias y casi en cada una de las circunstancias de la vida, con tal que sean fieles, pero fallan por ignorancia de las lenguas o de la materia tratada. En efecto, como las palabras son finitas y las cosas infinitas, a muchos confunde la semejanza verbal que se llama sinonimia; por su parte, los intérpretes que desconocen aquello de que se trata se engañan –y engañan a quienes en ellos confían– con el vocabulario y el estilo peculiares de aquella disciplina o aquel autor. Así puedes ver a algunos que, al traducir a Aristóteles o a Galeno, no realizaron su tarea con mucha fortuna ni según requería la dignidad de la obra, porque no estaban versados en filosofía y medicina cuanto era necesario.
En las interpretaciones en que se valoran fondo y forma, los tropos, figuras y demás ornato de la oración deben conservarse idénticos mientras sea posible o, si no se puede, semejantes en significado y belleza, claro que de modo que armonicen con la lengua de llegada y mantengan el mismo significado y gracia que los de la lengua de partida. En este sentido se han cometido errores al traducir a Aristóteles, aparte otros puntos, sobre todo en Los Elencos, como he demostrado en otro lugar. Para las lenguas sería muy útil que de vez en cuando traductores diestros se atrevieran a naturalizar una figura foránea o un tropo con tal que no desentonara mucho de sus usos y costumbres, y también que, a imitación de la lengua primera o madre, moldearan y formaran adecuadamente algunas palabras para enriquecer la lengua segunda o hija, como hizo el griego Gaza, a quien el latín tanto debe.
Pero que no se crea cualquiera con licencia para ello; en este aspecto vale más ser parco y prudente que osado y profuso. En ciertas versiones de conceptos, hay que considerar con toda exactitud también las palabras hasta contarlas si ello es posible, como en pasajes muy difíciles y enrevesados –en este apartado entra buen número de textos de Aristóteles– que han de dejarse al criterio del lector, y luego en asuntos públicos y privados de gran importancia y en los misterios de la fe que se hallan en la santa Biblia, en todos los cuales el que traduce no debe interponer su criterio.
Los nombres propios de persona o lugar deben pasar íntegros de una lengua a otra, sin cambio que intente reproducir su sentido etimológico; así que no traducirás Aristóteles como Óptimo fin, Platón como Ancho o Israel como Suplantador. Griegos y romanos dejaron en su forma original los nombres extranjeros y sólo los adaptaron a su morfología. Con razón se burlaba Luciano de aquel historiador, como otros muchos, que transformaba los nombres romanos en griegos y de Saturnino hacía Κρόvιov, y cosas por el estilo. De estos nombres, como decía, sólo se puede elidir o añadir una letra o una sílaba para que resulten conformes y acordes con la lengua, como cuando los latinos dicen Catulus por el griego Κάτλoς, Fabius Valens por Φάβιoς Ουάλης, Quintus por Κoϊvτoς, Thyberim por Θύμβρov, Tullium por Τύλλιov, Caligulam por Καλλιγόλαv, y por Λεύκιov Lucium. A mi juicio no aciertan quienes nos transcriben los nombres romanos con grafía griega, como cuando pretenden que se aspire Roma (Rhoma) porque los griegos aspiran las palabras que empiezan por ro.
Con algunos nombres, ya desde antiguo admitidos con forma distinta en cada lengua, habrá que atenerse a la costumbre: Carthago llama el romano lo que el griego Καρχηδώv, Agrigentum el griego Ακραγας. Los nombres propios que pasaron a una lengua por medio de otra se toman de ésta y no de la originaria. Los nombres extranjeros de los pueblos orientales y meridionales llegaron a los romanos como los griegos les indicaron, mientras que los septentrionales y occidentales llegaron a los griegos por los romanos; y así resulta que los romanos expresan a la manera griega lo que los griegos les enseñaron, y los griegos a la romana lo que de ellos recibieron, aunque unos y otros poco a poco han adaptado las palabras a su pronunciación. Esto también se advierte en nuestras lenguas vulgares: los españoles y los italianos, como tuvieron noticia de los alemanes por los franceses, pronuncian los nombres de las regiones y ciudades alemanas no como los alemanes, sino como los franceses. Así pues, quienes obligan al latín a pronunciar los nombres hebraicos según la norma de los hebreos, me parece que violentan la naturaleza: no acepta esta noble lengua tan absurdas torsiones de paladar, lengua y boca entera. Pero lo que tomó del griego lo conserva con su forma griega: en la naturaleza no es fácil pasar de un extremo a otro, sino de un vecino y semejante a otro. Más aún, las iglesias latinas recibieron las Sagradas Escrituras de Grecia y por ello prevaleció el uso de los nombres de la versión de los Setenta, cosa que es congruente y conforme con la lengua griega y con la latina, que nació de la griega. Además, los propios hebreos pronuncian los nombres de los pueblos no como éstos lo hacen, sino a su manera –por cierto bien alejada de las demás–, cosa que es evidente al leer lo que escriben de los reyes persas, medos y egipcios, o de las regiones y lugares del mundo.
En cuanto al estilo, hay que atenerse al del autor si en ello estriba el valor de la interpretación, como si alguien lograra traducir El asno de Apuleyo hasta reproducir aquella expresión admirablemente divertida y tan oportuna para hacer reír. Si no es así, síguete a ti mismo y a tu intuición, que es la mejor guía si está bien educada. Si puedes, incluso compite con el original, mejora su estilo y así hazlo más oportuno y ajustado al asunto y a los oyentes –pues, en suma, es mejor lo que es más adecuado y conveniente–. No hagas como algunos que, inducidos por una insensata vanidad, recargan con tal oropel y ornato una expresión sencilla, clara y hermosa, que de fácil y agradable la dejan pesada y farragosa. ¿Qué decir de aquellos que afean la elegancia y esplendor del estilo original con palabras y figuras oscuras, prolijas y vulgares por un desmedido afán de ostentar elocuencia, sin parar mientes en el carácter propio de cada estilo? Creen que la expresión gana en calidad si acumulan muchas palabras raras, rebuscadas u obsoletas. Cuanto más exactamente hayas conservado la gracia del estilo y más te hayas acercado a la traducción literal, tanto mejor y más notable será tu versión, o sea, más veraz tu reproducción del modelo, como lo es la obrita de Cicerón El universo, parte del Timeo platónico, que yo propondría a los estudiantes como traducción ejemplar.
La poesía es más libre de interpretar que la prosa ya que, por exigencias del ritmo, en ella está permitido añadir, quitar y cambiar, y aún con mayor libertad cuando se mantiene entera la idea esencial, que es precisamente lo que queremos. Cicerón, en el libro segundo De la Gloria –por dar un ejemplo entre muchos– traduce el verso de la Ilíada de Homero v πoτ ριστεύovτα κατέκταvε φα διμoς Εκτωρ como «que un día, golpeado por la espada de Héctor, cayó». Ha omitido ριστεύovτα [«valiente»] y φα διμoς [«ilustre»] porque estas palabras no aportaban nada al asunto.
Las clases de discursos que se refieren a la persuasión son casi infinitas, tanto si consideras el tema como los propósitos de los hablantes, pues por estos dos aspectos se distinguen. Como intentar explicarlas una a una sería tarea ímproba, las he reducido a unas pocas fórmulas generales que enseñen este arte de modo más certero y real. Sólo se requerirán atención diligente y ejercicio, sin los cuales las reglas no bastan.
Esto es cuanto tenía que decir acerca de la ciencia del lenguaje, con normas universales para que pueda retenerse con mayor facilidad y garantía y ajustarse a cualquier uso, dejando aparte todo aquello que no me ha parecido relacionado con este fin. Ahora os toca a vosotros no desviar hacia el mal uso este bien tan grande que ha regalado Dios al género humano, destinando a la maledicencia, la ira y la perdición de los hombres lo que había sido dispuesto para su salvación. La diferencia que hay entre atacar a alguien con la espada o con la palabra no consiste sino en que es más grave herir con la lengua, instrumento que la naturaleza nos dio para hacer el bien. Los animales, que decimos que son mudos, tienen una especie de lengua particular, rudimentaria e imperfecta, que está al servicio de sus instintos; la nuestra está al servicio de nuestra inteligencia, y por ello no tiene realmente lengua sino lo que tiene también inteligencia; por lo cual nos revestimos de la índole y el carácter de los brutos y casi en brutos nos convertimos, cuando apartamos nuestra lengua del séquito de la razón y la ponemos al servicio de los instintos.