Enrique Díez–Canedo: «Poesías inglesas»
España 154: 12 (21 de marzo de 1918), 12-13. Originalmente, prólogo a Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua inglesa (Valencia, Cervantes / Buenos Aires, Tor, 1918) de Fernando Maristany.
[13] […] Pero un traductor, dicen que está siempre en condiciones de inferioridad. Se tiene a menos esa labor de segunda mano, supuesto que lo sea. Se olvida que así entran en la poesía de los pueblos voces y formas de los demás y que en los dominios espirituales no hay conquista estéril. Y no se tiene en cuenta la victoria que significa ceñir en palabras estrictas un pensamiento dado, ni que para interpretar a un buen poeta creador se requiere un buen poeta receptivo. Se achaca, en general, el escaso valor de las traducciones, a las traducciones malas, que tanto abundan, y en las traducciones versificadas, mucho más. So pretexto de acomodarlo al genio del idioma o a las leyes de la versificación, se deforma el original, siendo así que las buenas traducciones han de tender a que sea compatible con el genio del idioma algo que no le era connatural; a que la versificación, lejos de ser un coto cerrado, esté siempre renovándose y ganando en flexibilidad y aptitud expresiva. Se descuida, por el pensamiento en general, lo que hace propiamente al poeta, la palabra justa, y quizá más especialmente la palabra ornamental: el adjetivo. Acaso para traducir bien a un poeta, lo más indispensable sea conservar textualmente todos sus epítetos. Por falta de estas cualidades, se desdeña la traducción en verso; y, a la verdad, con razón. Más que una regular traducción en verso, vale una buena versión en prosa; pero más que una buena versión en prosa vale una buena transcripción en verso. El verso, la poesía, es esencial; una traducción en verso puede ser equivalente a su dechado, aunque no sea esto lo que suele ocurrir; una traducción en prosa, por buena que sea, queda siempre en un grado inferior. Le faltan la «góndola de nácar» y «las alas de cisne» de que habló Zorrilla. La traducción en prosa cumple, a decir verdad, fines distintos: es ayuda de la curiosidad o del trabajo científico, nace muerta. La traducción versificada, si es buena, infunde nueva vida al modelo.
Decir que todas las versiones del Sr. Maristany se mantienen a una misma altura, quizá fuera exagerado; pero que la mayor parte de ellas se conforman idealmente a lo que ha de ser una buena traducción, a la vista está. En cien poesías de distintos autores, no todas han de corresponder al propio sentir; alguna se habrá escapado, por deseo de completar la serie, o de no dejar fuera a un autor determinado que, con toda su fama, está lejos del espíritu del traductor. Pero ¡cuán interesante, al mismo tiempo, ver reflejarse en una sola mente las imágenes de tantos sueños distintos! Cuáles sean las que más se adaptan a la personal manera del Sr. Maristany, no es éste el lugar de decirlo ni yo el llamado a ello. No hago crítica del libro. Pero las mismas desigualdades que advertirá el lector, contribuyen a la vitalidad del libro y dan idea del poeta que lo ha compuesto. Y es siempre de notar que procura conformarse a la versificación, al estilo y hasta a la disposición tipográfica de los originales. De este modo, los ojos, que también por ellos entra la poesía, perciben desde luego la semejanza; y no es cualidad mezquina ni desdeñable. No hace mucho suscitóse en Francia la cuestión a que aludimos, a propósito de una edición artística de Las Flores del Mal. Unos la impugnaron porque rompía la costumbre de los ojos, hechos a la forma y a la figura que en la página ponía cada estrofa o cada composición. Otros para defenderla, argüían que los versos se hacen para el oído, no para los ojos. El error era de éstos: la poesía, ya no se escribe para el canto, ni siquiera, podríamos decir, para la recitación. Desde que se imprimen libros, la poesía es cada día más para la lectura silenciosa. El ritmo que los oídos apreciaban, lo coge igualmente la imaginación, y el oído está para servir de comprobante supremo. He aquí que el Sr. Maristany acierta al dar a sus estrofas la misma disposición de las inglesas.
¿Acierta de igual modo en la selección? Para tener garantías de acierto, se ha dejado guiar por lo muy tamizado y cernido que las antologías, abundantísimas en inglés, ofrecen, y, de manera especial, por las popularísimas que llevan título idéntico al que adopta. Pero no se ha sujetado a ellas: ha variado; ha introducido poetas nuevos, ha desechado otros de menos universal interés, ha hecho, en suma, con la selección, lo mismo que hizo con cada una de las poesías: re–crearla, sentar en ella la marca del propio gusto. Contrasta la obra que el lector tiene entre manos con la muy digna de loa que está dando a la imprenta en la Biblioteca Clásica mi amigo el Sr. D. Miguel Sánchez Pesquera, titulada Antología de líricos ingleses y anglo–americanos. Dos tomos lleva ya publicados, por orden alfabético de poetas. El plan es totalmente distinto del que aquí se sigue. Recopila el Sr. Sánchez Pesquera las traducciones españolas de poetas ingleses que ha llegado a conocer, después de investigaciones minuciosas. Pero muchas veces la calidad no iguala a la cantidad, en las versiones recogidas. Al lado de obras muy bien logradas –como las del Sr. Sánchez Pesquera– hay reproducciones nada fieles o nada poéticas. Para una cosa será inapreciable este libro: para la historia de las relaciones literarias entre España e Inglaterra. Y en este campo, la más reciente aportación, la que revela esfuerzo más continuado, es el libro del Sr. Maristany. […]