Gerardo Diego: «Traducir, traducir» (Arriba, 17 de enero de 1971)
Fuente: Obras completas. Prosa. Tomo V. Memoria de un poeta (volumen 2). Ed. de F. J. Díez de Revenga, Madrid, Alfaguara, 1997, 765–766.
[765] Con frecuencia se me acercan jóvenes que son o han sido alumnos o discípulos míos o, simplemente, aficionados espontáneos en demanda de consejo, de parecer, sobre sus ensayos poéticos. Esto último es muy delicado porque siempre el demandante, aunque sea ya talludito, acaso respetable padre de familia, viene con la exigencia de que se le responda con absoluta sinceridad, porque lo que él desea es saber si sus versos valen o no. Y qué difícil es responder con sinceridad y, a la vez, con caridad. Pero no es de esto de lo que hoy quería ocuparme, sino de lo otro, del conejo para que siente la comezón o vocación poética.
Pues bien, entre los consejos clásicos que no pueden faltar y que son del dominio público de la buena educación, yo suelo insistir en la utilidad incomparable de la traducción poética. Escribir poesía es, o debe ser, un acto inhabitual reservado a los momentos de afán creador o expresivo, cuando la carga vital y emocional, aunque sea de emoción recordada, es tal, que sentimos la necesidad, la forzosidad de un desahogo comunicativo y rítmicamente encauzado. El poeta no se puede profesionalizar ni trabajar jornadísticamente como el novelista, el crítico y, acaso, el autor teatral. La poesía siempre es o debe ser excepción. Y como al principiante le apremia la adquisición de la técnica y, lo que es más importante, del don autocrítico, del darse cuenta de cuándo está bien lo que se le ocurre y cuándo es una falsa ilusión vacía, hay que ponerle en condiciones de un trabajo modesto, [766] constante y que pueda continuarse día tras día sin necesidad de sentirse colmado o inspirado.
Y para ello, nada mejor que la versión poética. Una versión poética, si se propone uno realizarla con la máxima perfección posible y en forma estrófica exacta o, por lo menos, tan exacta como la del original, se puede trabajar a cualquier hora y en cualquier momento, como no importa qué otro trabajo intelectual. Basta con conocer la otra lengua lo suficiente para estar seguro del sentido literal de las palabras y del otro sentido, del sentido poético que el poeta quiso darle. No hay inconveniente, antes bien, es aconsejable, servirse de traducciones previas literales en prosa que nos aseguran la fidelidad de nuestra interpretación. Siempre será, no obstante, muy conveniente que se posea la lengua extraña en su sintaxis, su gramática general y su fonética lo bastante para poder gustar las calidades retórica y poéticas del poema original. Y manos a la obra.
Cualquier idioma sirve. Mejor si es el griego o el latín. Su sintaxis tan rica, su flexibilidad y concisión y la belleza de sus mejores poemas nos ofrecen las más fecundas posibilidades de trabajo. De los idiomas modernos, que se suelen conocer más que los clásicos, es preferible el alemán, que es el más distante del nuestro. No hablo del ruso que casi nadie sabe. El inglés presenta la dificultad de la sonoridad, tan delicada y difícil de captar para un español. Sirven también los latinos. Y cuando se van acercando más al castellano, pasando del francés al italiano y de éste al portugués, lo que se gana en facilidad aparente se pierde en desesperación de tocar con las manos la perfección española sin poder lograrla. El suplicio de Tántalo –que me ha llevado a titular precisamente un libro mío de versiones poéticas– es exactamente el que sufre el traductor poeta si pretende emular al original siendo a la vez fiel y poeta. Pero de estas dificultades y de la lucha consiguiente hay que hablar más despacio.